Lascano, Marcelo Ramón. Rosas. Imposturas Históricas e Identidad Nacional. Ed. El Ateneo, 2004, 151 pp.
Por Octavio A. Sequeiros.
Quizá una cierta inclinación suicida pueda explicar que a un hombre aparentemente respetable, de amplia trayectoria pública, profesor universitario, distinguido economista, heterosexual confeso y asumido, monógamo en razonable armonía con su familia, se le ocurra escribir un libro con semejante título; para colmo aún retoma allí los peores precedentes -desde Adolfo Saldías pasando por los Irazusta al último gran libro sobre el tema Los Críticos del Revisionismo Histórico de Antonio Caponetto-, los amplía y los completa, luego de prolongados estudios comparativos con los hombres que fundaron el único Imperio vigente, pues ha “penetrado en los intersticios de la historia norteamericana” (p. 7) y las naciones de vanguardia..
El libro es breve y el autor se guardó material para otros cinco, por motivos de marketing y por si acaso a alguno se le ocurriera polemizar, hipótesis casi impensable en estas tierras y temas.
Cuando Lascano se pregunta sobre la ocultación y falseamiento de los hechos más evidentes, el menosprecio de la verdad histórica y sus causas, incurre en ciertas ingenuidades, quizá a propósito para parecer bueno. Así piensa: los Puiggrós pudieran actuar por mera envidia, todo un agravio para un marxista que se supone baila por plata, intereses o elementos más sólidamente materiales, como el presupuesto y la propaganda; también imagina que el hecho de no pertenecer al gremio de los historiadores le da patente de independencia intelectual. ¿Quién le va creer? Le dirán fascista, retrógrado, nacionalista oligárquico, tarado, y no sigamos, etc. Es la ley.
El Reo de lesa Patria
A toda la historia llamada argentina le cayó desde el cielo progresista y liberal este imperativo categórico: “cambiar previamente los ejes de la política, de los valores, de la tradición, para ajustarlos, en definitiva, a las conveniencias de los ganadores de Caseros que son los continuadores infatigables de la tradición unitaria” (p. 6). “Son las conclusiones premeditadas las que determinaron la selección de los hechos y la hegemonía absoluta del método de exclusión” que domina el enfoque unitario (p. 22). Por eso “este ensayo, nos dice, tiene por objeto reflexionar sobre la cultura y la identidad nacional” (p. 13).
Dado que no estamos solos en el mundo, a Lascano se le ocurrió consultar “la doctrina universal” y la experiencia histórica invariable, incluido el último mono que traicionó a su especie: los estados se conservan y engrandecen gracias a “la recuperación de territorios usurpados por otras potencias; la consolidación de un espacio geográfico expuesto a la codicia de terceros, la reivindicación del honor nacional; la implantación de un sistema nacional que contemple las diversidades culturales y regionales; la recta distribución de los poderes; el bien común del consorcio político”, todo lo cual es tan ajeno a los hombres del unitarismo como vital para los federales (p. 7); otro tanto vale para esta receta infalible, a saber, “el triunfo de las armas” nacionales en desmedro de las reformas políticas ideales y utópicas. Lo saben hasta los grandes benefactores de la humanidad como Clinton y los dos miembros de la logia Skull and Bones, Bush y Kerry, que compiten por pacificar el mundo y “administrar” USA. Nosotros en cambio ya en 1922, según Ferns, pretendíamos, es decir pretendían los unitarios, “disolver el ejército”, y mírenlos Ud. hoy en día.
Pues bien el gran héroe civil de nuestra Patria, pues Rosas fue ante todo un estadista civil, no un estratego, ganó guerras a escala bíblica, guerras que el mejor crítico imaginable, el Gral. San Martín juzgó más importantes que las de la Independencia. Rosas hizo la Argentina, y aún vivimos de las residuos de aquella fundación cívico militar. Veamos: el respeto de las autonomías provinciales consolidada por la ley, el progreso de la agricultura, la exportación privilegiada de lanas y cueros en barcos argentinos, la técnica de la división del trabajo, el método de la salazón, la seguridad de las fronteras, el crecimiento, y control demográfico, así como el progreso de la inmigración, la notable ley de aduanas de 1835, “la creación de uno de los primeros bancos estatales del mundo” , la Casa de la Moneda, la interrupción del pago de la deuda para dividir internamente al invasor, la creación de una justicia federal (1835), la disciplina fiscal y monetaria, la configuración de un gran taller industrial en el país, la conquista del desierto que frenó a Chile y también a Brasil (p. 21), la relación con los indígenas y con los negros, la industria militar y los astilleros, la pacificación del país, la calidad intelectual de sus hombres de gobierno, etc., etc.
Frente a ello ya fue una hazaña de los unitarios silenciar como hasta hoy silencian sus “intelectuales”, y Lascano documenta, la gloria militar de la Argentina rosista, pero mayor hazaña fue desprestigiar sus triunfos políticos, no ya silenciados sino convertidos en locuras del tirano sangriento. Le endilgaron hasta la migración unitaria que empezó con Rivadavia en 1829, el cierre de la universidad de Buenos Aires y las carencias presupuestarias motivadas por la guerra al invasor y no por el capricho de un tirano, la acusación de entregar las Malvinas, y mil otros crímenes que el estado totalitario liberal le atribuyó durante más de un siglo y medio. Todas estas “imposturas históricas impulsadas por las ideologías que mezquinamente han inundado durante generaciones nuestras mentes, constituyen una importante causa, mejor concausa, de nuestra precaria identidad nacional y una inocultable señal de corrupción…” Se trata en realidad de un “parque de disparates” (p. 22). Entre ellos, no es el menor la exigencia de una constitución escrita (aparte de que todo sabemos para qué sirve en la realidad), imposible en esas circunstancia, muy diferentes de la de los fundadores de USA.
Corrupción cultural e indefensión
Lascano le dedica un capítulo especial al dilema entre Civilización y Barbarie: Mentiras a Designio (p. 24 ss.), donde Sarmiento se lleva los laureles: “Si miento lo hago como don de familia, con la naturalidad y sencillez, sencillez de la verdad” (Carta a R. M. García, octubre de 1868) Nuestro autor nos resulta algo moralista, pues quiere ponerle límites a la difamación de los ideólogos: “Entonces una cosa es la ambientación de la protesta y otra la difamación de valores para obtener réditos políticos y partidarios” Convengamos que en la actualidad se necesita un escolástico para semejante distinción.
No se trata de una mera disquisición académica, pues como no queremos saber, los muertos mandan de modo que “La corrupción de nuestra cultura en la sistemática falsificación de la historia” no es gratuita o teórica sino que aumenta nuestra indefensión “frente al ecumenismo y la globalización” (p. 28).
Además, ahora se sumaron los “think tanks” del postmodernismo imperial como el desvergonzado de John Lynch: Rosas y su grupo de estancieros, dicen, utilizaron la independencia y el comercio exterior para enriquecerse y aumentar su poder (p. 18), y se resistían “a la innovación y el cambio” mientras Rosas en veinticuatro meses triplicó sus inversiones cuando sólo tenía veinte años (1815). En USA lo promoverían como super self made man. La estólida idea de una provincia cautiva de latifundistas contrarios a la modernidad industrial, promovida por hombres que hoy callan la compra por extranjeros de latifundios nada menos que en las fronteras, constituye un contrasentido; en efecto, apenas se consulta la historia de la época. (p. 47) resulta evidente que salvo excepciones las actividades primarias, incluso en EEUU eran abrumadoramente predominantes; porque el latifundio era el equivalente a la empresa industrial moderna, en especial donde los ganaderos eran grandes exportadores.
Es que, como le dice Henry Southern a Lord Palmerston el 10 de enero de 1851: “No es fácil juzgar ligeramente los motivos de un hombre que ha descubierto la forma de gobernar a uno de los pueblos más turbulentos e inquietos del mundo y con tal éxito que, si bien hay mucho lugar para la protesta y bastante para el descontento, aún así la muerte del General Rosas sería considerada por todo hombre de este país como el infortunio más directo” (p. 26). El infortunio de su muerte política continúa hoy igual que entonces, pues como dice Darwin que sabía distinguir a los hombres evolucionados: “Es digno de verlo, ya que se trata decididamente de la personalidad más prominente de la América del Sur” (p. 27).
“La corrupción de nuestra cultura en la sistemática falsificación de la historia” no es gratuita o teórica sino que aumenta nuestra indefensión “frente al ecumenismo y la globalización” (p. 28).
Vale la pena el capítulo titulado Inmigración. Fragmentación Cultural e Identidad Nacional, porque indignará a muchos de sus colegas. Recuerda las revueltas constitucionalistas de 1819, 1826 y 1830 que dieron como resultado el fortalecimiento del federalismo afín al gobierno español, retomando las facultades extraordinarias reconocidas desde la Primera Junta, el Primer Triunvirato y la Asamblea del año XIII, antecedentes de Rosas, su magistratura nacional empírica (Irazusta), y el famoso régimen presidencialista de nuestra Constitución.
Los americanos de Norteamérica en cambio sabían que “estaban frente a un nuevo experimento político, institucional y cultural”, más allá de sus luchas internas y “todo lo que condujera a la expansión territorial sin concesiones ni límites y a perpetuar la valoración del sistema en vías de ejecución, no podía cuestionarse sin grave riesgo de los eventuales transgresores” (p 31)… “En comparación con nosotros, la ambición territorial para los vecinos del norte debe considerarse una cuestión de principios y de envergadura política” (ídem) a diferencia de los unitarios; recuérdese que ya Moreno reprimió los ímpetus de Castelli. “en los EEUU una decisión semejante hubiera inquietado a toda la dirigencia, siempre dispuesta a expandirse por las buenas o por las malas”, por la razón o por la fuerza dicen los chilenos.
No estamos ante un error político aislado o reducible a extravíos de un grupo: “de no ser la indiferencia territorial una convicción tan profunda en la sociedad argentina, Sarmiento no se hubiera animado a decir, bastante tiempo después de cumplido su mandato presidencial que ‘No debemos, no hemos de ser una nación marítima. Las cosas del sur no valdrán nunca la pena de crear para ellas una marina. Líbrenos Dios de ello. Guardémonos nosotros de intentarlo’”. (El Nacional, 7/XII/ 1879). Como en la película de Mel Gibson sobre la crucifixión: todos tenemos la culpa, pero evidentemente algunos se la tienen mucho más merecida.
Los héroes de papel (moneda)
Después de Caseros, “Brasil conquistó la apertura de nuestras vías fluviales mientras cierra los afluentes brasileños” y nos canceló el Amazonas. El mismo Sarmiento le recuerda a Mitre los millones que les costó a los brasileños la compra de Urquiza y la vergüenza que pasó cuando se lo recordaron en la corte brasileña.
Frente a ello uno se encuentra allá en el Norte con el discurso de despedida de Washington, 17/XI/1783, una verdadera convocatoria política nacionalista en colaboración con Hamilton y Madison, obligatoria en las escuelas, que marcó a fuego el espíritu religioso y patriótico de EEUU. En esto, agreguemos, el ecumenismo pacifista del mensaje católico actual tiene todas las de perder, más cuando se acompaña con un comportamiento objetivamente feminoide. La Iglesia está pagando las consecuencias.
Además influyó en estos pagos la proporción de inmigrantes 27%, la más alta del mundo en la época, de la población a diferencia del 9% yanqui y 14 % australiano, de modo que aquí en 1895 “los extranjeros representaba el 81 % de los industriales, el 74% de los comerciantes y el 60% de los obreros industriales”, según N. Rodríguez Bustamante (p. 36).
Por otra parte, nuestra inmigración “no estuvo acompañada de pautas políticas específicas” (p. 37) para preservar la tradición y las raíces nacionales, gran logro norteamericano. Logro imposible en la Argentina, agreguemos, pues nosotros cortamos el instrumento principal de nacionalización, como fue en USA la guerra de conquista del oeste que forjó al extranjero como ciudadano, mientras que aquí el pacifismo derrotista nos disolvió. El ideal era vivir en el gueto de Argirópolis.
Ello sin hablar de la traición sistemática, “la vergonzosa colaboración de emigrados al servicio de la extranjería” (p. 37). A esta altura el libro se pone más políticamente incorrecto y ciertamente imbancable para cualquier argentino bien educado y cuidadoso de su inserción social. Es que Lascano prolonga con bastante indiscreción la Historia de la Oligarquía donde los Irazusta desenmascaran la progresiva degeneración de la llamada clase dirigente. Da ejemplos varios y recuerda que John Calhoum, titular del Departamento de Estado consideró en 1845 a Rosas “el hombre más eminente que jamás había producido la América del Sud” y Millard Fillmore, el decimotercer presidente, en su discurso inaugural de 1850 se mostró por demás nazifascista, para emplear el lenguaje de los actuales dominadores: “El General Rosas ha enarbolado una bandera en la que está escrita con letras indestructibles la línea democrática de su país, y en el reverso Independencia, pero no con vanas palabras” (p. 38).
Lascano nos divierte desenmascarando a los historiadores y académicos “de la historia falsificada” como dijo Castellani de Levene, que ocultan las épicas guerras de su propia nación, y las consecuencias de la traición: una deuda gigantesca con Brasil, el gran comprador de lamas liberales y progresistas, un país desgarrado políticamente hasta 1880, sometido a ley del garrote. Hasta se destruyeron los archivos nacionales para borrar todo rastro del diplomacia dirigida por Arana y Rosas (p. 43). El Barón de Mauá, gran banquero brasileño, cumplió con su promesa: “Urquiza hará todo lo que yo le diga” (p. 41), y no sólo Urquiza que tuvo una muerte adecuada, a pesar de su arrepentimiento sentimental, el país hizo los deberes con su aún inacabada historia de pérdidas territoriales, que enumera Cecilia González Espul en La Guerra de la Triple Alianza. Aunque con matices un tanto grotescos seguimos gozando hoy de la famosa “diplomacia desarmada”, que nos presenta el autor.
En fin el unitarismo “siempre representó la primacía de los intereses mercantiles y financieros subordinados al capital extranjero, mientras que el federalismo privilegió la defensa del patrimonio nacional y un enfoque económico decididamente productivista, según se deduce de la ley de aduanas (1835)” (p. 45).
El Imperio posible y el real
La carencia de un proyecto, explícito o no, para la unidad y la grandeza nacional nos diferencia de otras sociedades, dificulta o impide la concordia política y desemboca en la anomia o anarquía generalizada. Frente al panorama sureño disolvente, en cambio no hay en USA desmembraciones sistemáticas al estilo unitario, ni las enemistades personales pudieron jamás, como aquí, justificar la traición, y el desprestigio histórico convertido en sistema; las famosas Aliens and Seditions Acts “fueron concebidas, entre otras cosas, para deportar residentes extranjeros o sancionar a quienes -léase bien- escriban maliciosamente contra el gobierno de los EEUU” y ni ellas ni los veinte o treinta mil habeas corpus denegados por Lincoln por razones de seguridad nacional, salpicaron sus reputaciones (p. 48).
Es de notar que el golpismo no es de origen federal -Rosas por ejemplo se negó a derrocar a Rivadavia-, sino unitario, empezando por Lavalle (p. 52). En fin, Lascano encuentra en los federales un “singular parecido con los fundadores de la nación estadounidense”, una afirmación como para paralizar de iracundia a La Nación de Buenos. Aires; esta semejanza no reside sólo consideración de la política “como cuestión eminentemente práctica, sino también desde el punto de vista de sus intereses personales” (p. 52). Sin recurrir al ejemplo empresarial de Rosas, hete aquí que Urquiza, López, Ramírez y nada menos que Facundo Quiroga resultan mucho parecidos a los Washington, Adams, Jefferson y todo el staff empresarial político que los liberales unitarios falsamente alegan imitar. Nos vendieron pues un espejo cambiado: los ideólogos inservibles a partir de Rivadavia son los unitarios, producto de una literatura financiada principalmente por el enemigo, de la que carecieron los federales y carecerá Lascano.
Conocemos el final, pero hay que repetirlo: “Bien, este festival de mentiras y agresiones sirviéndose, como siempre, de aliados externos, termina en Caseros con una extraña alianza entre unitarios, brasileños, uruguayos, mercenarios y nativos desprejuiciados. Muchos de ellos generosamente retribuidos ni bien cesaron las operaciones, según demostró el académico Pedro Santos Martínez y cuya nómina da escalofríos mencionar” (p. 55). “La consecuencia era lógica. La alternativa triunfante proponía una definición económica donde serían la inversión extranjera y la deuda externa las variables que de consuno resolverían la ecuación capitalista liberal que se desprende de Las Bases. Lo cierto es que al fin de cuentas prevaleció una atmósfera de especulación bancaria y bursátil que periódicamente arrastró al país a experimentar crisis monetarias y cambiarias, al margen de los desórdenes presupuestarios federales recién inaugurados en 1864”.
No, Lascano no sirve para político, economista o embajador del Mercosur. En realidad en el Estado actual no sirve para nada. Es un místico, tomada la palabra en uno de sus peores sentidos, o sea un universitario apasionado por la verdad. Debió emigrar y evitar autodenigrarse escribiendo estas inconveniencias en pro de la Patria y la buena conciencia.
Octavio A. Sequeiros