Martin, Xavier. Naturaleza Humana y Revolución Francesa, Del siglo de las Luces al Código de Napoleón. Ed. Dominique Martin Morin, Bouère, Francia, 1994, 277 pp.
Por Octavio A. Sequerios
“Cuando el populacho se pone a razonar, todo está perdido”, Voltaire (Carta a Demilaville 1º abril 1776).
“El hombre sensual es el de la naturaleza; el hombre reflexivo es el de la opinión; éste es el peligroso”, Rousseau (Deuxième Dialogue).
A uno le enroscan la víbora y le hacen creer que la Revolución Francesa defendía por lo menos la libertad interior, la posibilidad de pensar, aunque utilizara la guillotina y otras fraternidades para apurar los trámites. Xavier Martin nos demuestra lo contrario con este trabajo erudito y riguroso, donde analiza la concepción del hombre tal como lo imaginaban, y creo que siguen en lo mismo, los ideólogos de los derechos humanos.
En general se enseña que la voluntad libre y soberana es la base antropológica del Código de Napoleón, producto indiscutido de la Revolución y los hombres del iluminismo. Sin embargo con frecuencia los legisladores revolucionarios establecen instituciones que tienen por objeto confeso volver virtuoso al individuo “a son insu”, o sea sin que uno lo sepa, a espaldas del ciudadano, así por ejemplo decide proteger a las mujeres de su propia irracionalidad y prohíbe enajenar los inmuebles de su dote; crea así en la abuela decrépita la dulce y final ilusión de que sus descendientes la quieren, cuando en realidad los sinvergüenzas de sus nietos la respetan por interés, a son insu. El legislador manipula pues el material humano como si se tratara de un objeto puramente pasivo “con el objeto de forjar una sociedad a su manera, utilizando el gran resorte del interés egoísta, y fundando el conjunto de las relaciones interindividuales sobre un juego de chantajes patrimoniales implícitos, mecánicamente creador de buenos hábitos sociales” (p. 10).
La naranja mecánica
Obviamente el fundamento de semejante postura es el mecanicismo sensualista, que considera la interioridad humana o alma como pura reacción química ante sensaciones experimentadas, cuya consecuencia es “la negación o severo cuestionamiento de todo principio activo en cada hombre, de una facultad deliberativa diferente del juego mecánico de las sensaciones, tendencia lógica a negar toda dimensión no material del hombre, toda frontera no decisiva entre la bestia y él, en una palabra , negación reflexiva de la voluntad humana, y del libre arbitrio, y de toda responsabilidad, de la dignidad humana en consecuencia,… Esta armazón es uno de los puntos principales en que el progresismo de entonces procede a dejar fuera de moda y desacredita la tradición católica, cuya antropología, probablemente oscura puesto que medieval, enseña exactamente lo contrario, postulando en todo hombre un principio activo, que fundamenta todo lo que niega la antropología del iluminismo”.(p. 11-12).
Como es lógico las afirmaciones de los autores a estudiar no son siempre sistemáticas y están llenas de palinodias, dudas y restricciones debidas ya a la falta de coherencia o al saludable temor a la censura, pero lo esencial es que las tendencias reduccionistas cuestionadas predominan de hecho y a menudo se expresan claramente, coincidiendo con los materialistas sistemáticos Helvetius (1715- 1771) y D’Holbach (1723-1789). De sus teorías resulta que el hombre no es libre sino un muñeco mecánico que puede manipularse accionando el resorte del interés; D’Holbach, que no es Juan Pérez en el iluminismo sino nada menos que el principal sostén financiero de la gran Enciclopedia, llega a afirmar que “todos los errores del hombre son errores de física” y que no existe la intelección hablando estrictamente pues nuestros pensamientos “se producen sin que los sepamos (a notre insu) en todas nuestras acciones”, y nuestra voluntad se reduce a una cierta fermentación de moléculas que sigue la fatalidad natural, de modo que los hombres no son sino “débiles juguetes en manos de la necesidad”. Diderot los sigue en su Correspondencia: “Mirad de cerca, y veréis que la palabra libertad es una palabra vacía de sentido, que no hay y no puede haber seres libres; que no somos sino lo que conviene al orden general, a la organización, a la educación y, a la cadena de acontecimientos. He aquí lo que dispone de nosotros invenciblemente”. Se trata de un pasaje influido además por Spinoza, proposición XLVII de su Ética, segunda parte.
Voltaire es por lo menos más divertido y con las mismas convicciones antimetafísicas, sin embargo sabe dónde le duele el zapato y advierte que “el bien de la sociedad exige que el hombre se crea libre” ; con esa sensibilidad para el prójimo que lo caracteriza, le recuerda a la duquesa de Choiseul, esposa del principal ministro del Luis XV: “No creo que haya en el mundo un intendente o un alcalde que deba gobernar aunque sea cuatrocientos caballos llamados hombres, que no vea con evidencia que es necesario meterles un dios en la boca para servirles de freno y de riendas.” Coincide con alguno de nuestros teólogos católicos en que el alma no es inmortal y se manda esta broma con el marido de una embarazada: “el embrión del alma inmortal metida desde hace dos meses entre el recto y la vejiga de Madame d’Hornoy”. El hombre es pues una máquina débil o enclenque “que tiene, no sé cómo, la facultad de estornudar por la nariz y pensar por el cerebro”; está dominado por estructuras ciegas de orden fisiológico o lingüístico, cada lengua nos provee de ideas sin que nos demos cuenta, somos en consecuencia “autómatas pensantes donde la libertad es apenas una bella quimera”. Pero Voltaire no es sistemático, adapta sus expresiones a las necesidades del momento y, al modo de los modernos “intelectuales”, sabe decir lo “políticamente correcto” como para no molestar a sus patrones y hasta se enoja con los desorbitados como Helvetius. Estas convicciones profundas de Voltaire eran conocidas por sus íntimos como la Marquesa de Deffand y también la misma Madame Staël en De l’Allemagne, t. 2, p. 115, ed. Paris, 1968.
Xavier Martin concluye: “Y lógicamente Voltaire, como contrapunto, llega a practicar, sobre los otros y no menos sobre él mismo, un resuelto desprecio por la humanidad,, cuya obsesión y agudeza toca a veces lo alucinante, y sobre lo cual no es muy raro que los conocedores arrojen el manto de Noé, lo que muestra una encantadora piedad intelectual, pero perjudica nuestra curiosidad” (p. 39).
Rousseau no le ahorró críticas, coincidiendo con Mme. Staël, a esta “filosofia que predica lo que mata”, “la cómoda filosofía de los felices y de los ricos que establecen su paraíso en este mundo”, patrimonio de “esos buenos filósofos perfumados”; más aún afirmó la relación entre el pensamiento moderno y el nihilismo con sus consecuencias sociales e individuales: “doctrinas crueles” socialmente perversas “ que adulando a los felices y a los ricos, abruma a los infortunados y a los pobres quitándole a unos todo freno, todo temor y toda moderación, y los otros toda esperanza, todo consuelo” (Segundo Diálogo) Más o menos como la New Age y el FMI, nada nuevo bajo el sol.
A pesar de ello y de su opinión favorable al libre arbitrio, Rousseau de modo difuso contribuyó ampliamente “por el giro y el brillo de su obra, también por el modo y el renombre de su yo, a establecer el arquetipo de un ser humano pasivo que el destino pelotea, y al que, de ser necesario, será pues posible y legítimo manipular hábilmente, y orientar sin que lo sepa (a son insu), en pro de causas buenas. O por lo menos por buenas causas según el criterios del orientador” (p. 48).
El ideal humano del ginebrino es un “ser sumario, con interioridad despojada de densidad intelectual y afectiva. Su bondad en nada se distingue de una saciedad evidentemente fácil” (p. 48). No le reprochemos demasiado a Rousseau pues la espiritualidad pietista predominante en el catolicismo actual es muy semejante.
Concretemos: “Los únicos bienes que conoce (el hombre) en el universo son el alimento, la hembra y el descanso”, dice Juan Jacobo; Diderot exige además una “joven perfumada”; demasiado pretencioso para el “arte chanchada” de nuestros días.- En los Discursos dice “Todo animal tiene sus ideas puesto que tiene sentidos, hasta combina sus ideas hasta cierto punto, y este aspecto el hombre no difiere de la bestia sino en el más o el menos” Además aplica estos criterios a sí mismo y a Teresa su amor: ambos son seres “estúpidos y limitados” exactamente iguales al buen salvaje colocado como modelo de humanidad, pues “ el estado de reflexión es un estado contra natura, y el hombre que medita es un animal depravado” (Discursos); ese “arborícora emblemático”, “embotado por naturaleza”, comenta Martin, “es más o menos intercambiable con lo que él mismo nos dice de Jean Jacques” (p. 54): su indolencia, su fobia a los horarios, el rechazo de la relación con sus contemporáneos etc.; otro tanto ocurre con su voluntad reducida a la confesa pasividad: “no soy más que un ser vegetante, una máquina ambulante (carta a Tscharner, 27 de julio de 1762). Hay muchas expresiones similares, lo que resulta revelador “en el único grande de las Luces que se rebeló verdaderamente contra el postulado del hombre pasividad pura” (p. 53), pero cuyo espiritualismo ambiguo ofrecía pocas defensas al materialismo ambiente. Hasta el amor maternal nace del hábito y la necesidad corporal de amamantar (Discurso sobre la ilegalidad).
Rousseau está siempre preso en esquema del egoísmo, palabra inventada en 1755 en la Enciclopedia. Hay dos egoísmos, uno bueno -el suyo- y uno malo, el del resto. Pero además de sensualismo, Rousseau está profundamente contaminado del mecanicismo a pesar de sus criticas ocasionales: el universo, los animales son máquinas, y en la interioridad del hombre, aún actuando como agente libre, observa “las mismas cosas” que en los animales (p. 63). La sociedad es en consecuencia otro mecanismo, una máquina política a la moda de la época, donde los rasgos individuales obstaculizan el funcionamiento y en consecuencia, dice Martin, “Es al mismo tiempo evidente que el ciudadano pasivo, estandarizado, mecánicamente dócil, es el más apropiado para satisfacer los imperativos de un “programa” tan bien intencionado en su imprecisión” (p. 65); así ocurre con el cristianismo que según Rousseau “enerva la fuerza del resorte político, complica los movimientos de la máquina” (Cartas escritas desde la Montaña), porque el amor universal estorba la cohesión cívica; Voltaire decía lo mismo pero llamaba fanáticos a los cristianos, he aquí pues los motivos estatistas y totalitarios del Écrasons l‘ínfame, Cristo y la Iglesia.
Juan Jacobo a veces se hacía preguntas inteligentes, vg. “¿Cómo una multitud ciega que a menudo no sabe lo que quiere, puesto que raramente sabe lo que es bueno, llevaría a cabo una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?” (Contrato Social L. II cap. 6). La respuesta resulta aún más inteligente: hay que manejarla, “es necesario hacerle ver los objetivos algunas veces tales como deben parecerles”, y de paso hay que transformar nada menos que la naturaleza del hombre, pues “percibía una secreta oposición entre la constitución del hombre y la de nuestras sociedades” (ídem), en síntesis debemos socializarlo y adaptarlo a su librito; para ello nada mejor que “saber dominar las opiniones y por ellas gobernar las pasiones de los hombres” (El Gobierno de Polonia), por lo cual los espartanos -a falta de nazis y comunistas- le parecen hombres sobrehumanos muy en armonía con su concepción de sus semejantes; éstos tienen en su corazón una disposición natural apta para sufrir “un efecto uniforme por medios hábilmente dispuestos a este fin” (primer Diálogo).
Pedagogía y política
También hay buenos consejos para nuestro Ministerio de Educación que hace rato los puso en práctica: embaucar al alumno fabricándole “la ilusión de la libertad” para que el pobre bobo siempre se crea el maestro aunque no lo sea jamás: “No hay dominio tan perfecto como el que conserva la apariencia de la libertad; uno cautiva así la libertad misma. Sin duda (el alumno) no debe hacer lo que quiere; pero no debe querer sino lo que tú quieres que haga” (Emilio). Es un método muy afín al que utilizan las mujeres para manejar a los hombres, explica en un alarde de feminismo.
En el siglo XVIII -como en el XX, agreguemos- la reforma educativa y la política son parte de un mismo combate. Para esos pedagogos y también para los actuales, a pesar de la zanata, el niño es una materia en manos del preceptor, es un mecanismo a programar, – la educación es un adiestramiento técnico, nos dicen ahora; la interioridad pasiva del niño “debe ser ofrecida, según Vauréal, a la educación nacional, a los altares de la patria, como una masa de arcilla preparada que reclama la mano dulce y bienhechora del alfarero”. Goebbels y Lunarcharski, agradecidos, pues en esta línea también ellos trataron de crear el “hombre nuevo” infantilizándolo por medio de una pedagogía totalitaria. Rousseau no se queda atrás: “Si es bueno saber emplear a los hombres tales como son, vale mucho más todavía hacerlos tal como uno necesita que sean; la autoridad más absoluta es la que penetra hasta el interior del hombre, y no se ejerce menos sobre la voluntad que sobre las acciones” (Discurso sobre la Economía Política).
La pedagogía católica tradicional, contra la cual apuntan estas teorías, coloca el principio de actividad inmanente en el discípulo, de modo que el maestro no hace sino promover desde afuera al desarrollo interior (p. 80).
Esclavos, pero con orgasmo patriótico
“Al concebir la sociedad como una máquina, Sieyès y sus consortes se auto atribuyen la función exorbitante de manejar sus semejantes a gusto, los que desde entonces ya no son más sus semejantes pues ipso facto se abre un abismo entre el mecánico y las piezas que maneja” (p. 97). Sieyès habló oficialmente de la “máquina de instrucción”, con clara conciencia de estar negando la libertad humana, como si fuera del FLACSO. Este suponía, y no solamente Rousseau, que la máquina lograría sus fines sin esfuerzos, automáticamente, sin responsabilidad personal como dice el proyecto de declaración de Derechos Humanos redactado por Sieyès el verano de 1789: “nadie es responsable de su pensamiento ni de sus sentimientos” (p.101), claro que dejando subsistir la culpa jurídica, pues sino no se puede gobernar ni aplastar al opositor. Voltaire lo dice mejor que nadie: “No seremos jamás tan felices como los tarados. Pero tratemos de serlo a nuestra manera.”(p. 100). A nuestro autor no le resulta difícil demostrar la continuidad entre estos criterios y la aplicación de la guillotina.
Xavier Martin resume así su extraordinaria documentación: “Para los teóricos de club y de asamblea…. la masa biológica francesa, psiquismo incluido, requiere un ambicioso remodelamiento (repétrissage) cuyo principio soberano es dominio total del Estado sobre el niño” (p.108); los proyectos revolucionarios incluyen la manipulación prenatal y también los ancianos cuya libertad se conservó gracias a la mediación de un diputado monárquico, el hermano menor de Mirabeau (p.115). Veamos esta parrafada patriótica de Rousseau, capar de interrumpir por un momento nuestras relaciones carnales con USA: “La educación es la que debe dar a las almas la fuerza nacional, y dirigir de tal modo sus opiniones y sus gustos, que sean patriotas por inclinación, por pasión, por necesidad. Un niño, al abrir los ojos debe ver la patria y hasta la muerte no debe ver sino a ella.” (Consideraciones sobre el gobierno de Polonia).
Vayan estos grani salis para el catolicismo iluminista, que continúa en la actualidad: Jean de Viguerie ha recordado que Luis XIV trató, modestamente, de aplicar el mismo sistema educacional a los niños protestantes, de cinco a dieciséis años, allá por 1680; y el revolucionario Abbé Gregoire pretendió regenerar a los niños judíos para darle “ideas sanas”, “que serán el contraveneno de las absurdidades con las que se los querría alimentar en el seno de sus familias” (p.111). Lástima que no existía la Mossad para llevárselo como a Eichmann.
Pero más allá de las anécdota lo que está en juego es el control revolucionario “de las cabezas y de los corazones” (Rabaud de Saint Etienne), el control absoluto de la vida interior que es el ideal de toda Utopía; y así, en 1516, ese mártir con influencia gnóstica que fue Tomás Moro, consideraba que para lograr la felicidad, la civilización del amor diríamos ahora, hay que liquidar la vida privada : cada uno está “expuesto siempre a los ojos de todos”; en verdad está expuesto a los ojos de la policía política que es más o menos lo mismo en la práctica. Xavier Martin cita el trabajo de Mona Ozouf sobre la educación revolucionaria, 1984: “el mismo foro interior es criminal”, “este ideal de perfecta visibilidad social y psicológica es el fondo del jacobinismo cuyo mundo, explica también, es ‘el de la declaración’, entendamos: el de la confesión, cívicamente necesaria, de todo lo que sea; podría decir también el de la denuncia, pues se puede hasta convertir en mérito la denuncia anónima” (p.120). Rousseau tenía pues razón: “Instituciones sociales buenas son aquellas que mejor saben desnaturalizar al hombre” (Emilio, L. 1).
El gran Baudelaire tenía razón al afirmar que la Revolución fue hecha por voluptuosos. Para Mirabeau el “código social” o ley consiste en la distribución, organización y reproducción de los placeres; se trata de liberar mecánica y artificialmente los apetitos del pueblo para someterlo con mayor facilidad gracias al manejo de la imaginación; un hedonismo demagógico, dice Martin. El teléfono 0-600 y el ratoneo masivo de la publicidad actual sólo agregan algunas técnicas de adiestramiento.
Recemos… para obedecer y pelear.
Robespierre: sigue a los ideólogos, en especial a Rousseau, pero se da cuenta de que el mecanicismo materialista liquida la responsabilidad individual; eso es inaceptable para quien pretenda realizar una empresa política, y como no tenía paciencia para filosofías aplicó el terror; seguramente habrá pensado, en francés, que la única verdad es la realidad , lo cierto es que decidió usarlo a Dios para sus fines personales, o sea para mantenerse en el poder y lograr la obediencia de los franceses, que para ese entonces se creían más allá del bien y del mal y sin complejos de culpa.
La inmortalidad del alma y la existencia de un Dios aliado que premie a los obedientes y castigue al resto, se convirtieron en dogmas revolucionarios a partir del Floreal (mayo) de 1794; también salieron beneficiados el desinterés, el “egoísmo generoso” y sus inventores, los estoicos. No hay que bajarle tanto la caña a Robespierre, pues nosotros, es decir nuestro gobierno, hizo lo mismo en Malvinas y Stalin otro tanto para defenderse de los alemanes: cuando las papas queman, aunque uno no crea en nada, hay que recurrir a este “sistema represivo trascendente” (p.134), que por lo demás está de ultimísima entre todos nuestros teólogos sin metafísica, aunque oficialmente piadosos y con poder. Siempre es cierto, secundum quid, que la religión es el opio de los pueblos, pero a los franceses se lo sirvieron en estado puro, y por eso Xavier Martin concluye que incluso “muchos nobles, de todos los niveles, estaban, como todos sabemos, familiarizados con las Luces, incluso en las filas del ejército católico y real” (p. 144), y eso explica bastante más de lo que hasta ahora creíamos.
El paraíso de las logias y racismo
Cabannis y Destutt de Tracy: fueron los capomafia de la “ideología” hasta el punto de que el segundo inventó esa palabra, y promovieron la creación de la escuela “normal”, es decir que dicta normas “para formar un gran número de profesores capaces de ser los ejecutores de un plan cuyo fin es regenerar el entendimiento humano en una república de veinticinco millones de hombres que la democracia ha vuelto iguales.” (Lakanal y Garat); lo mismo que Sarmiento un siglo después para las bestias de por aquí; la Escuela Politécnica incluso, como su nombre lo indica dispuso en 1794 cursos de anatomía humana, indispensables “para los ingenieros que deben determinar la acción que los motores animados ejercen sobre las máquinas”.
Tres consecuencias importantes:
1) Existe una abismal diferencia entre la clase política ilustrada, nuestra city digamos, por un lado y el resto de la población estrictamente animal por otro; ello justifica el enriquecimiento que los ingenuos llamamos “ilícito” y el afán de goce inmediato de toda sensualidad desde el poder.
2) Un racismo riguroso como surge de modo caricaturesco en el Rapport sur la situation de l’École Polytechnique de Laplace y toda su ciencia del 24 de diciembre de 1800: hay que animarse “a rever y corregir la obra de la naturaleza” para producir “una especie con igualdad de medios”, es decir biológicamente iguales, teniendo como modelo un “tipo perfecto”, tal como los nazis de Alemania y los biólogos actuales. Así se fabricarán en serie, según Cabannis, “ciudadanos sabios y buenos” por medio de la educación primero y luego de la ley, que es “la educación de los hombres terminados”, des hommes faits, es decir de los hombres fabricados, recreados o reconstruídos por el gobierno; de los hombres último modelo, sería, se me ocurre, la mejor traducción.
La felicidad colectiva de esos niños grandes pasa por la uniformización, en el sentido militar y moral, incluso es muy parecida a la de los animales, pues “no hay animal más fácil de formar que el hombre” (Cabanis, idem p. 85), como todos los argentinos saben. Recuerdo de pasada que Chesterton, meditando sobre esta desacralización positivista del cuerpo humano, anunció el nuevo auge de un antiguo ramo gastronómico: la antropofagia, pues al fin al cabo no es cuestión de malgastar tanta materia prima.
3) Esta consecuencia no es de Xavier Martin, pero bien la conocemos por experiencia: el gobierno de las logias que por cierto manejaron a discreción las asambleas “populares” de la Revolución y de todas las revoluciones, al fin y al cabo siempre gobierna “gente como uno”.
Sobre este empecinado racismo nada mejor que esta cita del Mito Ario de L. Poliankov: “Que la ideología racial fuera una hija de las Luces, no era una revelación para los especialistas… Pero a pesar de los innumerables trabajos que se le han consagrado, el intelectual medio continúa sin saber nada”. Los intelectuales medios serán locos pero no comen vidrio, y saben que la onda del éxito pasa por echarle la culpa del racismo a la Iglesia, conclusión esta que, como era de esperar, no se le ocurrió a Poliankov.
Salteo todo el interesante tema de las fiestas populares destinadas a “republicanizar la opinión” porque hay demasiados buenos competidores modernos desde Goebels a USA.
La Révellière-Lepaux, junto con su alter ego Leclerc, perteneció al grupo de los “espiritualistas”, que eran más o menos lo mismo que los mecanicistas, pero con pretensión de finolis diríamos ahora; querían manosear los últimos rincones de la conciencia, como el sentido de responsabilidad ante Dios, para ponerlo al servicio del Estado; crear un culto útil para el pueblo, y la manía de siempre: “modificar, por decirlo así, la sustancia del hombre”, “electrizando”, las multitudes por ejemplo; Jean-Baptiste Leclerc era todo un artista preocupado por someter la música al monopolio estatal, y si bien no aceptó que los vendeanos fueran el eslabón perdido, como decían los biólogos revolucionarios, afirma en cambio que se rebelaron debido a la reacción patológica de esos brutos católicos al verse de pronto privados de las melodías dominicales. Si fuera cierto, ahora el catolicismo estaría en revolución permanente.
Grande en el prólogo a Benjamín Constant llega a esta conclusión obvia: de La Révellière resulta un “auténtico antecesor de los ministros de propaganda de los Estados totalitarios y de sus técnicas más elaboradas”, incluido el más abierto fraude patriótico para anular “las elecciones contrarias a la voluntad del pueblo”.
El superman francés
Después de tantas derrotas los franceses revolucionarios, e incluso los normales, hacen de Napoleón el paño de lágrimas que les devuelve un poco de la añorada “grandeur”. Hasta el código “de Napoleón” es una especie de milagro, pues este militar que no respetó a nadie en el mundo habría respetado y promovido, nos aseguran, nada menos que las voluntades personales de sus súbditos.
Napoleón 1) participaba de todos los criterios del iluminismo ya explicados, en especial el mecanicismo más absoluto aplicado tanto a los soldados como a la poesía; 2) asistía al “círculo d’Auteuil”, en la casa de la viuda de Helvétius, nada menos una especie de logia iluminista donde, como decía Volaire, uno puede experimentar “el noble placer de sentirse de otra naturaleza que los estúpidos”; 3) de allí lo promovieron a miembro del Instituto casi por presentismo, 4) Napoleón supo aprovechar la promoción al punto que Mme de Staël, se arrastró lo suficiente como para proclamarlo “el guerrero más intrépido y el pensador más reflexivo que la historia haya producido hasta el momento”; 5) favoreció a cuanto ideólogo le fue obediente; 6) conservó hasta la muerte su convicción iluminista y su desprecio por los todos los hombres del mundo, incluidos los franceses; 7) su función de superhombre gran legislador está calcada de Rousseau, y su gobierno despótico y militar es el que los “filósofos” siempre adularon hasta identificarlos con Dios (p. 222).
Algunos iluministas se le opusieron a partir del concordato con la Iglesia de 1801 pues temían a la Iglesia por “su urticante y detestable promoción del libre arbitrio, que mantiene abierto el ojo de la conciencia” (p. 233). Pero se equivocaban, pues el general tenía quien le escriba y no había peligro de que volviera a la Fe o se convirtiera a cualquier religión que fuere; la realidad era más sencilla, Napoleón se dio cuenta de que era una estupidez combatir la religión del pueblo que le proporcionaba la materia prima de la masacre europea; al fin y al cabo la inmensa mayoría de los muertos eran católicos. Era mejor dorarles la píldora y siguiendo a Voltaire, uno de sus autores preferidos, supo “reducir los sacerdotes a ser útiles y dependientes” (Carta a Catalina II, 24 de julio, 1765). En síntesis el famoso Concordato se inscribe en la mejor tradición iluminista, donde la Biblia o el Corán son considerados libros políticos, por los cual Molé recuerda esta cita de Napoleón: “Veo en la religión todo el misterio de la sociedad” y en su presentación al consejo de Estado del 22 de junio de 1798 nos revela su secreto: “Es volviéndome católico que finalicé la guerra de Vendée, volviéndome musulmán me establecí en Egipto, y volviéndome ultramontano gané los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo de Judíos, reestablecería el templo de Salomón”. Todavía no soy asesor político, pero ¿qué mejor programa para Clinton y sucesores?
Xavier Martin. documenta en “el gran Corso” todos los tics iluministas, incluido el racismo, en sentido estricto, y nos informa que la investigación, a este respecto, está en pañales; así, ¿qué son los judíos?: “una masa de sangre viciada” de modo que con la exogamia “la sangre de los judíos cesará de tener un carácter particular” (a Champagny, 29 de noviembre de 1806). Otro ejemplo entre mil, como la revolución es un proceso de regeneración universal a realizar por la “elite” o logia de iluminados, era de cajón que el supercapo lo supiera todo y así se los dice, sin anestesia, a los habitantes de El Cairo el 21 de diciembre de 1798: “Podría pediros cuenta a cada uno de vosotros de los sentimientos más secretos del corazón, pues yo lo sé todo, incluso lo que no habéis dicho a nadie”. El Cura de Ars, el Padre Pio y Juana de Arco, un poroto.
El gran código cívico militar
No hay como un buen golpe de Estado, la historia lo demuestra, para redactarles a los abogados un código que los admire: el mismo Cabanis escribió, el 18 Brumario, lo que los argentinos llamaría “el comunicado 150” para explicarle a la población que ahora empezaba la democracia “sana” sin preocupaciones electorales, donde “el pueblo (o sea Napoleón) tendría en sus manos sus propios destinos”.
Aunque resultado de un largo proceso , los 15 volúmenes de los Travaux Preparatoires le permiten a Xavier Martin realizar una comparación entre las teorías y la legislación, y recomienda L’impossible Code civil, de J L. Halperin, Paris, 1992.- Nos advierte que no se trata de un juicio sistemático y de conjunto sobre el código sino el influjo específico que ejerció en ciertas materias la ideología iluminista de moda, y el reduccionismo antropológico aplicado de su jefe carismático: “L’infantilización no está explícita, y, diríamos, cristalizada más que en relación al género femenino, al cual consecuencia es necesario ‘defender sin que lo sepa ( a son insu) e incluso contra su propia voluntad’, pero todos los adultos masculinos son subrepticiamente objeto de ello, como pudimos entreverlo al comienzo de este estudio” (p. 256).
El discurso oficial y ocasional era antimaterialista, según convenía al Concordato; Portalis, católico confeso y principal artífice tanto del Concordato como del Código Civil, nos dice en abril de 1802 , a raíz del primero, que gracias los “artículos orgánicos”,“se subyuga incluso las conciencias.”, viejo ideal iluminista; no reconoce el matrimonio in extremis con el moribundo por ser este “un cadáver comenzado”; así también para Cabanis, el feto es “mucosa organizada”, toda una lingüística para el aborto y la eutanasia. En fin, Xavier Martin nos remite a su trabajo “A quel âge? Sur la durée du pouvoir des pères dans le Code Napoleón”, donde explica la obsesión de mantener la mayoría de edad a los veintiún años y “su sorda pero universal presunción de minoridad, cuya contracara es una propensión gerontocrática” (p. 256).
Analiza también nuestro autor el famoso art. 1382, la utilización de la religión para moderar las consecuencias del divorcio, el derecho sucesorio, el matrimonio y la dote, la propiedad “fuente de todos los afectos morales” según los Travaux Preparatoires, y la famosa autonomía de la voluntad en los contratos, tema al cual promete dedicar un volumen especial, pero todo lo ya dicho lleva a considerar “que la ineptitud de los seres humanos para asumir sus compromisos obliga, a este efecto, en pro del interés social, a colocar la espada de la ley en los riñones del que contrata. Es precisamente lo contrario de una ‘autonomía de la voluntad’” (p. 259). Por algo decía Destutt de Tracy que “la preocupación de poseer la voluntad de su semejante” era “la fuente de toda moralidad”; y que “Incluso cuando (el Código) se ocupa de las personas es siempre en consideración a una propiedad cualquiera que le pertenece o le puede pertenecer”… la lectura más superficial del Código civil puede convencer de esta verdad.” En cuanto a la propiedad, el art. 544 nos atribuye “el derecho a gozarla del modo más absoluto”, y el tribuno Grenier en su informe final al Cuerpo Legislativo, la definía como “la cualidad moral inherente a las cosas”; a modo de broche final agrega que “Todos los títulos del Código Civil no son sino el desarrollo de las reglas relativas al ejercicio del derecho de propiedad”.
Aclaremos que no hay rastros de un derecho natural de propiedad, sino que esta es una mera creación social, más concretamente es una “ilusión” como lo dice el tribuno Sédillez y Xavier Martin comenta: “La promoción premeditada de la ilusión al estado ontológico, y en consecuencia axiológico, de la realidad puede ciertamente ser considerado uno de los milagros filosóficos del Código de 1804”, reflejo de un ser humano reducido a pasividad pura con el objeto de utilizarlo según convenga (p. 267); por otra parte el escape hacia aquella ilusión que asegura y consuela es uno de los rasgos del iluminismo, y este Código cívico militar con su “discreto totalitarismo” y sus “ilusiones útiles” lo prueba repetidas veces; al fin y al cabo, citamos de nuevo a Sédillez cuyo informe no se publica sino truncado, “el gran secreto del legislador es arreglárselas de modo que el ciudadano obediente a las leyes no crea obedecer sino a su propia voluntad”.
En síntesis un libro indispensable para desenmascarar “la comedia de los Derechos Humanos” y su antropología animalizadora.
Octavio A. Sequeiros