Los críticos del revisionismo histórico, por Octavio Sequeiros

Caponnetto, Antonio. Los críticos del revisionismo histórico, T. II, B.A., Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny”, 2006, 620 pp.

Por Octavio A. Sequeiros

Antonio Caponnetto, rebelde y maldito

Antes de  criticar el libro hay que criticar al autor, a pesar de que los  intelectuales finjan en público ocuparse sólo de la obra y realizar observaciones “técnicas” de orden objetivo y estructural. Habrá también aquí algo de eso, pero en la Argentina nadie puede  escuchar el nombre de Antonio Caponnetto sin pegar un salto y ponerse en  guardia por lo menos mirando fijo al temerario.

Así me ocurrió hace poco  en un dialogante ambiente eclesial:

–  ¿Así que hablará  Caponnetto?

– ¿Es un loco? ¿no?
– (“Alguien tiene que decir la verdad” y a regañadientes me tocó a mí).  Sín duda, especialmente en el sentido cristiano: como dice San Pablo (con algún aggiornamento) “es un loco para los judeocatólicos y un escándalo para el resto”.

– ¿Pero, está realmente  loco?
– Y, mire, no lo internaron, pero me acuerdo de Arthur Koestler, un hebreo  comunista, pornócrata y polígrafo, que conocía todo desde la cocina, al cual la Virgen, a pedido, lo ayudó a rajarse de África donde lo estaban por holocaustizar; se convirtió,  -al liberalismo, eso sí- y en su tiempo tuvo promoción mundial. El procedimiento típico  del marxismo, explica Koestler, consiste en  afirmar que el contrincante está chiflado, y, si es posible, meterlo en un manicomio: el “burgués” es de por sí un alienado, ergo,  no se puede dialogar racionalmente con él hasta que se cure y entre en la orga, o sea en el partido. Ahora que el marxismo es doctrina oficial de la globalización  económica religiosa, nos ha quedado la marca en el alma, o sea la ‘forma mentis’, pero por si se interesan en la Historia Argentina, aquí tengo el segundo tomo…” 

Me refería a la obra que comentaremos de inmediato: Caponnetto, Antonio. Los críticos del revisionismo histórico, T. II, B.A., Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny”, 2006, 620 pp.


Otras  falencias mentales

La primera consiste en creerse o presentarse sin pudor alguno como ser humano plenamente integrado en la especie, pretensión desorbitada y anticientífica, pues la evolución les otorga toda la razón a los liberales y marxistas: ellos  mantienen su coherencia al sostener el principio evolucionista que los  ubica en la pole position de modo  sistemático. Los Caponnettos, en cambio, somos modelos superados  ajenos a la modernidad, unos ‘guachos de mierda’ diría Sarmiento, que por ahora tienen sangre humana, parte de “la raza americana” a extirpar,  como proponían Esteban Echeverría (T. II, p. 119) y tantos otros.

Los evaluadores del CONICET lo pusieron en su lugar: “Uno imaginaba que el despliegue de la  modernidad cartesiana había marcado definitivamente el universo del saber como resultado del ‘Pienso, luego existo’, lo que  impacta en la dinámica de las prácticas sociales. Pero esta evaluación nos vuelve a introducir en el espacio de la premodernidad” (p. 555; idem, p. 561). Hágase cargo: Caponnetto no lleva la marca de la bestia y en consecuencia pertenece a un universo superado intelectual, física,  jurídica y socialmente. Posee una naturaleza devaluada.

La segunda es no sacar las consecuencias jurídicas de pertenecer a una  a una sub especie, a la infrahumanidad. Antonio exige derechos – he aquí el núcleo duro  e irreversible de la manía- nada menos que al Estado Nacional. En la p. 60 del  t. II llega a mencionar la ley natural inscripta en el corazón del hombre o, en la 72, el valor de la historia y del conocimiento histórico, para el bien común político actual, como si para estos muchachos  del CONICET el hombre de hace 10 siglos, diez años o diez segundos fuera igual (de idéntica especie) al que en este momento tiene la manija del poder.  Pamplinas: ha pasado el tiempo y han cambiado las naturalezas y los derechos. 

La tercera: pretender réplicas o respuestas a sus trabajos, peor aún, imagina la posibilidad del   diálogo o la discusión (p. 12 y todo el resto). Sin duda  carece de esos derechos superiores, propiedad exclusiva de los humanos verdaderos, en este caso  agremiados a la “corporación de historiadores”, como la llama Luis Antonio Romero, uno de los “Gordos” del gremio.

            Derechos intelectuales, no los tiene incluso ni el perro, supuestamente el mejor amigo del hombre; menos aún este homínido híbrido que ni siquiera fue  adiestrado en la pedagogía de lo políticamente correcto. No le contestarán (y lo bien que hacen)  ni  se trenzarán en ese “debate que, insistimos, estaban moralmente obligados a dar en cuanto historiadores” (p. 540); “mis evaluadores tienen el deber moral y legal de respetar este criterio y medir con objetividad…etc” (p. 559 et alia), lo que no es cierto, utópico Antonio, porque el superhombre no tiene moral y está más allá del bien y del mal, o mejor dicho, más allá del bien, en este caso el bien común y lo que te corresponde.

Agreguemos una cuarta para terminar arbitrariamente, pues se podría seguir  un buen rato: el desubique político.  Nuestro docto amigo anda apelando como San Pablo y así nos  relata, en un impagable excursus final titulado Epílogo Galeato,  “las peripecias sufridas en el Consejo Nacional de Investigaciones  Científicas y Técnicas (CONICET) por causa de este libro” (p. 539). De allí lo echaron en el 86 y lo reincorporaron  luego, para terminar ahora empantanado en los excrementos burocráticos  que Ud. puede olfatear en pp. 540 y 541, el último de los cuales es un panfleto político en su contra difundido por estos hombres de Mamón y del César argentino.

Precisamente San Pablo se las vio mal por contarles a los judíos unas revelaciones privadas; el tribuno trató de averiguar la verdad torturándolo, al mejor estilo Guantánamo, pero San Pablo alegó su ciudadanía romana y “al instante se  apartaron de él los que iban a darle tormento, y el mismo tribuno temió al saber que, siendo romano, le había encadenado”. Léanse con ojos kirchneristas los capítulos 22 a 27 de los Hechos y quedará escandalizado por las reglas de juego, las teorías de los dos demonios, las dos campanas, etc.

Pero eso era en el Imperio Romano a cuyo emperador San Pedro ordenaba honrar (I, 2), pues sabía muy bien que los emperadores  estaban lejos de la santidad, pero por lo menos no eran  evolucionistas, o ideólogos iluminados. Aquí en cambio, Antonio está en manos del Imperio Talmúdico o Cabalista o gnóstico o lo que sea, donde no hay  reglas de juego, y si sale bien  por esas cosas raras de la vida, no lo  será  gracias a  quiméricos argumentos jurídicos sino a una imprevisible carambola de intereses, sea dicho desde una perspectiva “laica”, con el debido respeto a la Divina  Providencia.

La obra: clasificación, objetivos y método.

Se compone de dos tomos, que en conjunto superan las mil páginas y compendian más de una década de estudios sistemáticos como investigador del CONICET en el Instituto Antonio Zinny con el objeto de reunir y confrontar a los críticos del revisionismo histórico argentino

            En el primer tomo, publicado en 1998, dividió a dichos críticos en dos grupos: liberales  e izquierdistas, pero en el segundo, dada la mezcolanza ideológica y  el continuum zurdo-liberal -cuestión de matices-, les dedicó capítulos especiales a las  personalidades más promocionadas, por ej.:  Félix Luna, Juan José Sebreli, Antonio J. Pérez Amuchástegui, etc.; al resto los agrupó en sincretistas, conspirativistas, el extranjero típico (Clifton Kroeber) y parientes, digamos, críticos casi de la misma pecera. Antonio nos advierte que la clasificación interesa poco y tiene fines exclusivamente didácticos.

            El objeto material  es la   hazaña investigativa inmensa  y terrible (para el autor) de leerse de modo exhaustivo y exponer selectivamente las obras antirevisionistas, sus fuentes y la bibliografía (pp. 571 a 615).

El criterio adoptado u objeto formal quo, consiste  en respetar todo lo posible la confesada filiación político- historiográfica  de cada autor. La finalidad u objeto formal quod es triple: la “dilucidación puramente historiográfica del papel cumplido por el revisionismo histórico en la construcción de la historia nacional” (p.16), su valoración crítica, la discusión sobre las preceptivas históricas. Los  evaluadores afirman que todo esto carece del  “principio de aplicabilidad”, no sirve para nada. Y la verdad  es que no les sirve. Más aún: les estorba.

El método escandaliza  a la contra,  a pesar de que nadie es descalificado a partir de  los principios de Caponnetto- que son los de Aristóteles, Sto. Tomás y los hábitos del pensamiento riguroso enseñados  por su maestro Roberto Brie. Todo lo contrario, cada autor es analizado según “la coherencia y consistencia interna de los distintos planteos analizados y la capacidad de sostenerse o no a la luz de sus principios internos. No es una cuestión de preferencias ideológicas lo primero que se valora, sino la inteligencia para demostrar y probar los argumentos elegidos, a partir de esas opciones ideológicas que cada autor analizado manifiesta(p. 17, subrayado del autor).

            Esta amplitud de espíritu lo obliga a  poner en funcionamiento  los más diversos  saberes, desde la teología a la demografía, con  enorme caudal bibliográfico, pues se ve  obligado a  “recrear objetivamente otras interpretaciones y explicaciones ajenas a las mías con el objeto de someterlas a un análisis crítico” (p. 16), desde el liberalismo clásico hasta el trotzkismo y la bibliografía universal, en  particular la  española y la de la  segunda guerra mundial. Aunque Ud. no sea  muy leído en historia Argentina, imagínese un  liberal o un  marxista sometido a  imposible esfuerzo de sintetizar a cualquiera de los grandes revisionistas luego de comprenderlos partiendo de  las premisas de estos. Gracias a Dios esa gente puede ganarse el pan con el sudor  de su ideología.

Aclaraciones
Cuando en 1998 salió el  T. I, (idéntica editorial, 520 pp.)  le envié  dos cartas, en total 15 carillas que ahora citaré libremente, comentando y criticando detalles. Antonio se enojó al principio, especialmente porque parecía insinuarle que había trabajado  al cohete intentando discutir con indeseables. Me  reafirmo sobre este aspecto equivocado de sus objetivos, pero ello está lejos de anular el conjunto de  la obra o  desvalorizarla; se trata más bien del tono demasiado formal con que se dirige a sus  víctimas.

Que has discutido con  avivados y/o malandrines – le explicaba – resulta de tus propias palabras, cuando dices que “no escribo para convencer a De Gandía, Romero o Clementi”, o de tu repetido y desesperado intento: “Traigamos  alguna sensatez  a ese debate” (con el integracionista Walter Tesigtesmer y de inmediato con  Mario Bottiglieri, pp. 68 – 69 y T. II pp. 311,  477, etc., etc.); pero estás totalmente equivocado al suponer un reproche o la inutilidad de tu trabajo. Todo lo contrario: no me extrañaría que por asuntos menores, como éste y otros libros tuyos, te den unos buenos azotes en los sacros lugares indicados por San Marcos, 13, 9; además, considero tu libro una obra de apostolado y también, con la continuación de la misma cita, una obra higiénica e inspirada: “no os preocupéis qué habéis de hablar, porque en aquella hora se os dará qué hablar”. Sigo sin encontrar  mejor alabanza.

Es mérito de tu arte literario y de tu ironía constante, el que estas impresiones anotadas al azar mientras leía, se hayan grabado en mi alma. Por eso también recomendé su lectura a mis hijos y a los amigos.

Los jóvenes y la represión

Ahora bien, no puedo pedirle a ningún joven conocido que se lea entero un volumen a primera vista demasiado gordo, pues, como  es sabido, los libros se dividen en gordos y flacos o divertidos y difíciles, categoría esta última la que pertenece fatalmente la historia; por todo ello daré al final algún consejo didáctico y comercial.

Cuando llegué al capítulo 10 de ese  primer tomo, Dos críticos menores: Fernando Devoto y Alejandro Cataruzza, hasta mi hija Trinidad, que algo te ha  hojeado y te aprecia muchísimo, no pudo contenerse; con la politesse y la lingüística de las nuevas generaciones universitarias locales, me paró en seco: “Viejo, te zarpaste y estás regalado: después de haberte leído a todos esos chabones mayores, ahora vas a perder el tiempo con los menores, que además van a  seguir con las mismas gansadas que los otros. Parála y hace algo por la vida: dame plata, que me voy al centro”.

La verdad es que, abstractamente considerado, ella tenía toda la razón y fundada en excelente información histórica, pues  habiendo comentado con cierto detalle algunos capítulos de  este tomo, el futuro era previsible. Pero el mérito de Antonio, que no estaba a su alcance, consiste no sólo en exponer a los críticos sino en refutarlos con un panorama razonado de la bibliografía revisionista. Por eso le leí, las pp. 506 y 511 sobre la decadencia e izquierdización del revisionismo, amén de la 492 y ss., con los increíbles, para ella, antecedentes de la represión radical contra quienes intenten modificar la historia oficial, etc. En verdad este criterio es el que va triunfando en el universo, al punto que  nadie puede revisar el relato de la última guerra mundial porque va en cana, cualquiera sean los méritos de su “revisionismo”. En la Argentina no hace falta por el momento la ley Tamboríni: directamente se ha suprimido la enseñanza de la historia, las letras y la filosofía. Problema resuelto.

Una miradita al Tomo I 

Muy acertado el comienzo, al destruir la falacia de un Perón y un peronismo supuestamente revisionistas (que luego  es retomado con especial acierto en p. 457. y en pp.  45, 136, 284  et multa alia del T. II. Tras  las observaciones sobre Ravignani y Zorraquín, uno tiene la impresión, o mejor dicho, la certeza de que intelectualmente el tema no da para más. 

 El Ministerio de Educación, una vez desenmascarado y desmitologizado, no es sino el Ministerio de Propaganda ideológica, y la Academia de Historia, su apéndice solemne; para eso fueron creados y cumplen bastante bien sus objetivos.  En realidad resulta inútil   discutir o analizar, pues dos posiciones que parten de principios opuestos son teológicamente irrefutables, como dijo Sto. Tomás; no recuerdo si dijo “teológica” o “filosóficamente”, pero aquí da lo mismo.

            Veamos  algunos  destacados liberales. La tesis de Ravignani sobre “las dos tiranías”, muy a propósito para la época de la revolución libertadora, resulta especialmente perversa por los buenos modales “progresistas” y porque este autor era plenamente consciente del fraude; más aún: fue a partir del artículo de 1927 que los intereses y la bandería política reemplazaron su pretendida ecuanimidad. Zorraquín Becú, peor aún por su inconsecuencia moral: católico determinista y maquiavelo barato con explicaciones socializantes donde la personalidad desaparece. Supongo, para sacarle responsabilidad a una persona sin duda  superior, que no tuvo director espiritual, o que al confesor sólo le contaba los  peccata minora, no los intelectuales. Para colmo propiciaba a la vez una “historia pura” y “con auténtico sentido nacional”; el tiempo, que todo lo cura, los curó a estos liberales bienpensantes de sus inconsecuencias patrióticas: no hay como la globalización para desenmascarar estas posiciones ambiguas y arribistas, así que hoy ningún liberal se le acercaría. Basado “en un modo fundamentalmente diverso de sentir la patria” frente a los revisionistas, lo vende o desenmascara su peculiar lenguaje histriónico: no se trata de sentir nada, sino de pensar y actuar como ciudadano del mundo anglosajón disfrazado de republicano francés, es decir: renegado de su tradición religiosa y cultural.

Levene aporta un estilo: el de la religiosidad laica, la oreja y la lengua atentas al carro del vencedor. Caillet Bois tiene el mérito de haber estudiado el mercado y por eso sin pudor propone con éxito una historia argentina para italianos y buenudos -Ud. me entiende-, que gracias a Dios sólo leerán estos últimos. Barreiro y cía.  contribuyen con el lenguaje de la civilización del amor, que según el curerío llegará en el tercer milenio: quien disiente es nazi. Y todo en nombre del pensamiento libre.

El capítulo sobre Enrique de Gandía es antológico. Después de él, sólo por solidaridad perruna con el amigo se puede seguir leyendo, porque surge la certeza – no ya la mera impresión como dije antes – de estar perdiendo el tiempo entre tanta malsana curiosidad. El alma humana (“de tantos modos esclava” según Aristóteles) en este caso está especialmente sometida al disparate.

 Sin duda los juicios de la izquierda están en “dependencia casi fatal de la crítica liberal” (p. 113), pero deben añadirse además dos características suicidas: 1) la pretensión de exponer el contenido de algunas obras o temas revisionistas; 2) la contaminación con el recurso o “método” freudiano de la “libre” asociación de ideas y su terminología arbitraria. Lógicamente, el objetivo 1, supuesto que se intente con sinceridad, se verá anulado por el 2, y de allí esa sensación, casi inmediata, de atorrantes  tomados en serio – con excepciones parciales – que da  la segunda parte del Tomo I.

Volvamos al Tomo II

 Retomemos  algunos aspectos del T II. A Pérez Amuchástegui se lo hicieron a medida, no porque sea  diferente de casi todos los restantes críticos, sino porque  tiene la ingenuidad de repetirlo a mansalva: confiesa que  no se puede conocer la verdad moral ni metafísica -el bien y el mal y la naturaleza humana -; en consecuencia menos,  muchísimo menos,  la verdad histórica  (casualmente, su objeto específico…). De allí en adelante  todo se reduce a la dura lucha por el presupuesto, que también triunfó en casi todos nosotros y  en San Poncio Pilato. Aunque por lo menos éste conocía la justicia y  se la aplicó a Cristo tres veces -tampoco era cuestión de exagerar- amén de preguntarle, quizá algo retóricamente, sobre la natura de la verdad.

Pérez Amuchástegui, tan pragmático él, según el modelo llamado “anglosajón”, intuyó el verdadero peligro, de modo que rechaza toda aplicación de la historia a la vida nacional: “Cuando los antiguos llamaba a la historia magistra vitae,  – algo cuya sola mención encoleriza a Pérez  Amuchástegui-, sabían, conocedores de la naturaleza humana como eran, que una de las vías por las cuales el hombre intelige y madura es la de los juicios prudenciales, emitidos inductivamente a partir del análisis de los hechos singulares, hasta alcanzar lo universal, como quien descubre la causa por los efectos” (p. 126).

Vemos  aquí el método de Antonio, que hace irremplazable su  obra: durante las casi mil páginas toma a su cargo la fajina de confrontar  los criterios del autor, apoyado en Herder, en Toybee o en quien sea, con nuestra   mejor tradición intelectual (la de los católicos  residuales). En la página siguiente, hablando en difícil del mismo tema (el plano de los hechos  reales y  el del juicio del historiador) explica: “Su error (el de los liberales) no consistía en traer lo extrahistórico (la opinión, el criterio, y el juicio sobre los hechos) a lo histórico (los hechos  ocurridos), confundiendo los planos, sino en vaciar lo histórico de esencia y de  existencia. Su extrahistoricidad de la historia no resultaba entonces una excepción, en la que el descuido y la malicia podían hacer incurrir eventualmente, sino una regla que se continúa hasta hoy, y que, en gran parte, explica el rechazo que los “estudios históricos” suscitan entre la juventud. Porque les han hecho creer que la historia es el revoltijo de seres y sucederes, de fenómenos y abstracciones, de postulados y de hipótesis, de corsi e ricorsi perpetuos que corona ineluctablemente en la victoria del Régimen”  (p. 127).

El “Régimen” es en la práctica, a nivel de profesores e intelectuales, el presupuesto, las cátedras, los cargos y sus honores. Así, la vida del buen Pérez Amuchástegui, si olvidamos sus méritos, es lo más parecido a la del Padre Pío por  las bilocaciones repetidas,  en su caso el cambio de lugares o posiciones políticas según  la necesidad personal: pasa del nacionalismo al liberalismo y al zurdismo con matices diversos y, trepado en estos últimos sitiales, les da con todo a los revisionistas, eso sí, evitando astutamente hacer  mayores nombres o precisiones.

El  extranjero

Muy buen título para las 67 páginas dedicadas a Rosas and the revision of Argentine history, de  Clifton Kroeber, del Occidental College de Los Angeles, publicado  en Washington en 1960 y traducido por  J. L. Muñoz Azpiri en 1964.

La obra es específica: en consecuencia, Caponnetto la desmenuza con especial prolijidad mostrando  los errores groseros, los  desaciertos y lagunas informativas – graves en un hombre del super mundo donde  vale ante todo la cantidad y supuesta precisión de las  fuentes –  sus carencias culturales, las increíbles contradicciones, y con  exorbitante condescendencia, cada vez que puede, destaca sus aciertos parciales. Es aconsejable pues tomar estas páginas  a manera de introducción propedeútica para todos los variados  extranjeros por el estilo. E. Díaz Araujo le dedicó a David Rock en esta misma editorial  un excelente análisis que complementa el presente y cuyo comentario específico en cuanto a revisionismo realiza Caponnettto en esta misma obra. 

Clifton Kroeber es hombre del Imperio  Americano y mundial: por eso le tiene tirria al “filonazismo” (p. 278), al “chauvinismo” y a “los rígidos ultranacionalistas y antidemocráticos dogmas” (p. 252), etc., con  los cuales descalifica todo  análisis de la historia que pueda limitar el poder de sus mandantes y teñir de crítico “pesimismo” el feliz desarrollo de nuestro país. Este es el principio intelectual y moral  de su planteo;  el resto  es anecdótico, aunque muy útil para entenderlo y entendernos.

Más allá del buen Antonio, luego de releer este capítulo con dos meses de intervalo, se me  representaron aquellos orgasmos y eyaculaciones optimistas entre  machos anglosajones y hembras pampeanas con que Alberdi pensaba mejorar nuestra raza y cultura. Ya entre especialistas y en pro de la especie, buenas consortes para Clifton Kroeber serían, por ejemplo, Diana Quatrocchi Wilson (en primer lugar, por sus ancestros),  Hebe Clementi, Hilda Sábato -historiadoras analizadas en el T. I-. Si hubiere insatisfacción, la Universidad de Hebe Bonafini puede ampliar el stock con buen marketing.  

Félix Luna

Es el hombre del mercado, del mercado cultural,  es el que dio en el clavo de la veta masiva, el que convenció a La Nación -previa liturgia mitrista-  que era el  elegido con el fin de escribir  la nueva Historia Oficial diciendo lo mismo que  la anterior, pero con otra sensibilidad. Para hacer clink caja, afirmó con la mejor lógica y  estrategia:

1) Que la vieja Historia Oficial, impuesta a patadas durante un siglo, era un cuento de hadas mentiroso apto para la pendejada nacional inculta y mentalmente  subdesarrollada: “a casi cien años de distancia pensamos que ese tipo de historia fue la que convino al país en ese momento” (Los Caudillos, p. 20 ; cf. Caponnetto, p. 326) porque “a los niños hay que darles fantasía hasta que lleguen a la edad en que puedan hacerse cargo de la cruda realidad de las cosas”,  (idem, p. 17; cf. Caponnetto, pp. 325-6).  Por ejemplo, digo yo, del saqueo que es tabú para los argentinos, como  decía Julio Irazusta al fin de Balance de siglo y medio. Resumiendo, la patria no estaba madura para la verdad; en cambio ahora se cae de madura y por eso vienen las lunáticas alabanzas a los actuales gobernantes y guerrilleros, con sus amigos y protectores David Graiver y Jacobo Timmerman, (pp. 324 y 378).

2) Justificó a Caseros, aún a costa de  que J. M. Rosa lo incinerara junto con Fitte, probando que el día del desfile brasileño en B. A. fue nomás el 20 de febrero de  1852, aniversario de Ituzaingó  (pp. 367-8).

3) Sobre Facundo, el “gran mérito” del teólogo  Sarmiento fue acertar “…en lo substancial al revelar la naturaleza impar del personaje y  lo demoníaco e infernal  de su índole secreta”. Pero Facundo no era sólo un pobre diablo perdido en la inmanencia riojana peor aún: era un sindicalista, pues, resume Caponnetto (p. 336), el caudillo  “no es sino una mezcolanza de demócrata salvaje, líder populista y dirigente sindical”, tal como lo presenta la regie del circo izquierdista.

4) Perdieron los débiles (p. 326), o sean los criollos, los caudillos, y ganó Nietzsche o el evolucionismo materialista. Queda feo decirlo, pero justamente esta es la gran  utilidad del infeliz Luna: su oficio es justificar el crimen, la derrota y  la Argentina miserable cantando sandeces con Ariel Ramírez y presentándonos caudillos coloridos cuya técnica, muy eficaz entre señoritos progresistas, consiste en la “banalización de los héroes federales por vía del esteticismo”  (p. 320).

5) Rosas y los revisionistas son siempre indeseables y estos últimos, amén de nazis y fascistas (p. 345), asustaron a los historiadores serios, que recularon “por ser quienes eran…” (los revisionistas, p. 365). En fin, después de  vanagloriarse de la ecuanimidad,  “Habrá que creerle cuando nos confiesa que “nosotros (…) buscábamos desesperadamente la verdad y la justicia”, pero “el tiempo y sus mudanzas han convertido (…) la pureza en complicidad” ( El 45, p. 10), sobre todo cuando la elección del historiador depende siempre de su ideología (Breve Historia de los Argentinos, p. 10; cf. Caponnetto, p. 322).

6)  Se me acabaron los antieméticos,  pero el estómago de Antonio resiste todo y sigue con minucia  los pasos de este  precipitado militante de comité” (p. 322), quien intentará culminar su trepada al bronce de la inmortalidad  adulando a los más recientes ocupantes de la City y la Rosada. En la otra orilla, lo acompañará por un buen rato  la cita del  fundamentalista Cervantes: “bien me parece Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen “¡viva quien vence!” (p. 332).  

Ha pasado la época de la violencia y los insultos; estamos en plena síntesis pacifista,  hegeliana y  progresista,   hartos  de  los malparidos rosistas y una controversia  que por cierto “ha dejado de tener interés”, más aún: “el tema me aburre” (p. 377). Traduzco: hemos escrito otra historia que es la misma, pero  más  delicada y democrática. Olvídese del revisionismo: hágase la puñeta con la pensadora y léala diariamente en La Nación.

Sebreli

Antonio juega con el subtítulo, “las fuentes griegas”, en alusión a las malas costumbres refinadas de los intelectuales. En verdad,  exagera, pues a Sebreli le queda lejos aún la Grecia puteril. Decepciona este jactancioso propagandista de la contranatura, heredada de su papito, según cuenta: me habían dicho que los  sodomitas poseían una inteligencia superior y una delicadeza que no se   reducía a las  sentaderas  (entre los  católicos, echemos una sábana de olvido  sobre tantos prelados: Dante mismo le guarda un lugarcito menos cálido a su maestro Brunetto Latini que le enseñó como el  hombre se hace eterno). Hubiera podido hacer lo mismo Sebreli  en estos pagos  luchando valientemente con sus parejas frente al enemigo de la patria, como los amantes tebanos del “batallón sagrado” vencedor en Leuctras, que murieron en Queronea heridos sólo en el pecho (Plutarco, Pelópidas  18, 7 y 20, 23). Epaminondas, el más grande estratega tebano, tenía dos amantes según Plutarco (Eroticós, 761 D); uno de ellos, Caphisodoros, murió peleando  junto con él en Mantinea.  También los “tyranoctones”, o sea los matadores de tiranos – en el sentido de caudillos poderosos, no en el sentido que le dio la Cristiandad – están llenos de amantes, como los famosos Hamodio y Aristogitón  cuyas hazañas  discuten Tucídides y Aristóteles.

Eran otros tiempos y otros trolos, sin resentimientos contra el espíritu, la patria y la verdad. Fueran los nuestros de esa calidad, ya hubiéramos recuperado el territorio perdido o abandonado, incluidas las Malvinas, y derrotado a los múltiples tiranos aún a costa de enfrentarse con algunos congéneres del Tribunal Superior,  la diplomacia y el clero. Sebreli, desgraciadamente para  el país, ya no está para esos trotes y quizá deba conformarse con morir  trotado como dice, más o menos, Quevedo:

Yace en este llano

Pepe el italiano.

………………………………….

Murióse el triste mozo malogrado

de enfermedad de mula de alquileres,

que es decir que murió de cabalgado…

 Después  de  ensañarse con sus  embustes e injurias, Caponetto se pregunta por quién nos toma Sebreli. La respuesta está en las primeras líneas de esta reseña. Pero también se pregunta por quién se toma él mismo. Ahí volvemos al realismo gnoseológico aristotélico: Sebreli se olvida de Descartes, Kant y descendientes: con la certeza de  “la verdad absoluta”  percibe perfectamente la perversidad del sistema y su poder ilimitado. También se percibe a sí mismo como uno de los muñecos mimados del  poder político logístico y sodomítico. Impunidad garantizada sin complicaciones “gnoseológicas”.

La conspiración  antijudía

Sin duda estuvimos regodeándonos en la Shoah.. Junto con papas, concilios, clérigos y miembros de las SIGTES pedimos perdón y, aunque nadie nos perdone, ya nos dimos el gusto, fuimos condenados y ahora podemos pensar.

Para ello hay que leer las 78 páginas del Capítulo 8, Revisionismo y tesis conspirativa, donde el Caponnetto desatado y desenjaulado hasta le da algo de rienda suelta a un humor generalmente reprimido por su temperamento y coraje.

 Siguiendo el  procedimiento aludido al comienzo, expone las acusaciones de  antisemitismo, la teoría del complot hebreo y / o masón, abarcando los infalibles Protocolos de los Sabios de Sión,  los crímenes rituales, el Talmud, etc.,  y  hasta la ignorancia grotesca de los críticos. Uno de éstos, terrible revolucionario  de última generación, Juan Alberto Bozza, se permite “señalar los elementos espectrales y evasivos” (p. 430) (como por ej., el espiritual Imperio Británico o la Masonería), sobre los cuales los revisionistas   realizarían la “construcción del pasado”. Léanse la p. 431 y ss. para apreciar el método caponnettiano, consistente en bajar  la mejor y más elemental filosofía perennis  a estos inframundos  intelectuales, con motivo de  una categoría aristotélica, la relación.  Es el melodrama de la “izquierda”, y de todas las manos,  frente a la teoría de la conspiración mencionada en el título, todos la conocen, pero no comen vidrio. “Tranquilo Bozza, ya terminamos” dice Antonio. Y era hora, luego de perseguirlo durante 37 páginas  pedagógicas y represoras. 

Despedida

Hasta hace unas décadas la  turbamulta de literatos solía  promocionar a los “poetas malditos”,  contrarios a todo prejuicio y al orden social. Ahora  hacen buena letra encogidos tras el lenguaje teológica- filosófica- histórica – política- jurídica- presupuestaria y policialmente correcto, al compás de los  banqueros  y sus guerras.

En ese  nuevo orden, producto de la doma  generalizada, Antonio resulta no sólo el poeta maldito, cuyas últimas blasfemias están en su Poemas para la Reconquista, sino el orador y el revisionista maldito. Hay libros dedicados a la tipología humana moderna, por ej. sobre el Homo Economicus,  el Homo Videns, el moderno y el posmoderno, etc.. Pues bien: nuestro Caponnetto encarna además un tipo de hombre indefendible y casi inhallable incluso con el microscopio  de Diógenes: el Homo Verax, empecinado en que “alguien tiene que decir la verdad” y en que ese alguien es precisamente él.  Nosotros, el Gobierno, la oposición y la  iglesia dialogante coincidimos en que resulta rebelde y maldito del principio al fin,  como estos dos tomos  lo demuestran  de sobra.

Me parece que el revisionismo y la Argentina, la que existe potencialmente en los mejores espíritus, necesitaban  tamaño labor improbus, este esfuerzo inmenso, tanto para ponerse de acuerdo consigo mismos como para esclarecer su situación intelectual. Es por ello, una  obra indispensable. Más aún: usando el lenguaje popularizado en la clase media y superior, es “el” libro adecuado a este momento de dispersión confusa para los amigos o allegados que carecen de referencias precisas sobre el  revisionismo. Para no hablar de sus  diferencias domésticas: precisamente  Antonio se había propuesto un tercer tomo  dedicado a la interna revisionista, que por cierto está muy bien esbozada aquí, pero se decidió, al parecer, por  consagrar su vida a otra historia más urgente.

Con absoluta independencia de su  análisis sistemático y de su mera lectura, tan  magnífico  instrumento de tortura mental y moral debe adquirirse pronto, antes de que se agote, pues no se trata de una edición masiva.  Aconsejo comprar por lo menos  dos juegos: el día del amigo ha de regalarse el primer tomo a uno liberal; el segundo, a  uno progre o zurdo, recomendándole al primero  un vistazo a Levene, Zorraquín Becú y, en caso de aguante, al prólogo; al de la siniestra, basta con que lea Félix Luna y J.J. Sebreli. Lo demás vendrá por añadidura, si todavía quedan  huevos en la sesera.

“No sé capitular. No sé rendirme. Después de muerto yo, hablaremos de eso”, dice el epígrafe del Gral. Palafox. No hay más remedio que matarlo como a  Jordán Bruno Genta. Pero al mejor  matador se le escapa la liebre -una vez hasta le pasó al Sahnedrín- y a veces hay demoras que matan, por más que se tenga a disposición la intelligentzia y los servicios del mundo; les ocurrió a los Verbitsky de Página 12 allá por el año 95, cuando Antonio Caponnetto, “el mejor de los goim” (p. 411), se puso a redactar esta obra. Ahora es demasiado tarde, el daño está hecho.

Octavio A. Sequeiros

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