La Política de San Martín. Por Octavio Sequeiros

ROQUE RAÚL ARAGÓN: La Política de San Martín. Universidad Nacional de Entre Ríos, Córdoba, 1982.

Por Octavio A. Sequeiros

La presentación es descorazonante: papel satinado, publicación oficial por haber ganado un premio del Comando en Jefe de] Ejército. Con semejantes antecedentes era previsi­ble una apología desvergonzada de San Martín, y sólo empecé a leerlo por respeto a otras obras del autor.

Valía la pena. En el prólogo Aragón encara la relación -inmutable desde Adán al anticristo-, entre militarismo y política: ni habrá ni hubo ningún gran político que no aproveche al máximo la fuerza militar, ni gran militar sin designios políticos. San Martin no era precisamente un civilista republicano sino un militar completo, es decir político y ambicioso del poder, de todo el poder: «La política, por eso mismo, no es un agregado a su ejecutoria del que se pudiera prescindir. Política es todo lo que hizo con la espada y la palabra» (p. 12).

El primer capítulo nos enfrenta con una pregunta clave: ¿por qué vino San Martín? No por la tierra y una patria chica (esa Argentina del virreinato o de Corrientes), que desconocía; ni por ideología liberal, puesto que era monárquico recalcitrante, ni por ser agente inglés como pretendía Alberdi deseando ponerle su camiseta, la de «uno de los grandes abogados del capital británico«, ni por masón, pues la Logia Lautaro «fue una sociedad secreta con signos de reconocimiento masónicos y sin ningún tipo de iniciación«: sus propósitos fueron estrictamente políticos. San Martín profesó un catolicismo escandaloso en público y en privado, y no hay motivos para sospecharlo esquizofrénico. Aun aceptando, por hipótesis, que hubiese contraído un compromiso masónico ocasional, éste “no gravitó sobre su conducta”, ergo no vino por convicciones o mandatos masónico.

Vino, nos dice Aragón, para salvar lo que podía de un imperio en descalabro; vino pues como patriota imperial que observando la decadencia del todo, por el que había luchado en Bailén, intentaba salvar la parte: «San Martín llego a ser un héroe de América por amor a España o, como se dice hoy, a la hispanidad» (p. 12). «Aquí no tenía parientes ni amigos ni bienes materiales. Su patria era, indivisamente, el Imperio Español y en la península estaba cuanto da nobleza a su vida: las tumbas de sus abue­los; su educación familiar: escolar y militar; su carrera, sus campañas, la sangre que derramó, el renombre que supo ganarse» (p. 16). «Toda su carrera dependió de ese pun­to decisivo (la decisión del regreso), para el que hay que buscar una interpretación coherente aunque no pueda ser concluyente. Se trata de comprender a San Martín, no de inventarlo» (p. 15).

El segundo capítulo –Un Itinerario que se trunca-, nos previene que «Cierta corriente historiográfica en la que se perciben a veces segundas intenciones políticas -buenas y malas- y que ha tomado cuerpo en las tres últimas décadas, hace aparecer nuestra guerra de la Independencia como efecto de la diplomacia británica» (p. 33). San Martín jugó diversas cartas ante el poderío inglés, incluido un príncipe británico en el Perú, pero el enfrentamiento con Rivadavia y sus secuaces, muy bien analizado por Roque Aragón, nos garantiza su patriotismo indeclinable. Además existía con Rivadavia una extrema aversión personal que llegó a un conato de duelo y, según Alberdi, al amago de un botellazo por parte de Rivadavia; San Martín se refiere constantemente a Rivadavia en términos agraviantes y fue observando sus maniobras disolventes como se persuadió de que necesitábamos dictaduras vigorosas y patrióticas.

Aragón recupera un rasgo destacado de nuestro prócer, su astucia política, capaz de dilatar un problema basta que madure y actuar de pronto con toda decisión, tomo cuando liquidó al chileno J. M. Carrera; o cuando se improvisa un ejército personal en Rancagua, en abierta subversión a Bs. As. y con bandera chilena, sin otro respal­do “legal” -legal en el sentido de la pirámide de Kelsen que es la legalidad oficial de nuestro establishment jurídico-, que el compromiso personal de sus oficiales. En ambos casos el Libertador puso en práctica «la virtud de la prudencia, que es la propia del político. La sociedad no es un mecanismo sino un objeto moral, sometido, por lo tanto, a normas fijas y universales con relación a las cuales tienen valor las leyes y los mandatos de los gobiernos en las circunstancias concretas. El sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (p. 59). «Pero, entonces, se dirá, si hay ocasiones en que las normas pueden ser violadas, un bandido podría atribuirse  el derecho de hacerlo. Habría que contestar que el acto moral se califica por el fin. De todos modos, la buena o mala suerte de las naciones depende de que aquel a quien se dispensa que se apodere del mando en una circunstancia excepcional sea un héroe o un bandido» (p. 40).

La decisión de Rancagua si bien liberó a Perú debilitó a San Martín frente a Bolívar, pues limitó la disciplina de su ejército y le quitó el respaldo de la pequeña argentina del Bs. As. rivadaviano. Su empresa -nuestra empresa- se derrumbó en Guayaquil y el «Rey José», falto de apoyo se desmoronó política y espiritualmente: «mi corazón está dilacerado con tantos desengaños, traición, ingratitud y bajezas«.

El tercer y último capítulo devela el sentido de ese rosismo final (que para muchos aparece como un error, una flaqueza o un enigma» (p. 13). San Martín regresó a Europa por temor a caer asesinado, y tal como lo confesó a Alvear y García del Río: «Tuve que descender del gobierno, el palo se me cayó de la mano por no halarlo sabido manejar» (p. 66), y conste que no fue tímido para utilizar ese eterno instrumento institucional.

En Europa sus ideas políticas se afirmaron aún más: «necesitamos gobiernos vigorosos, más claro despóticos» (carta a Guido), y luego: «Yo estoy convencido de (pie cuando los hombres no quieren obedecer a la ley, no hay otro arbitrio que la fuerza» (17-XII-S55). Claro que en 1982, luego de semejante desastre de sucesivos despotismos y en vís­peras de no sé qué elecciones, parece quizá inoportuno recordar estos criterios en pro del orden estable y ese gobierno «que los demagogos llaman tirano«. Sin embargo un estado de caos, de corrupción y de some­timiento político y económico a in­tereses del enemigo difícilmente pueda revertirse con instituciones inexistentes.

De todos modos y volviendo a nuestro libro, esta línea de defensa del orden -del orden nacional no del multinacional- arrastra a San Martín hacia una ilimitada admiración y panegírico de Rosas, porque las ideas tienen una lógica y una diná­mica propias que los individuos sólo pueden detener a cambio de su castración moral e intelectual: Ante el ataque de Inglaterra y Francia destinado a sometemos «a una condición peor que la que sufríamos en tiempo de la dominación española» (carta a Guido 10-VII-39), opina que «Esta contienda, en mi opinión, es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España» (ídem del 10-V-46). El viejo Libertador se ha encargado de mostrarnos cuál es el Nuevo y de trazarnos el paralelo entre la epopeya de 1810 y la rosista; por ello resulta ontológicamente indigerible para la «línea Mayo-Caseros«. Su fe tan exaltada en «Don Juan Manuel» sólo temía de él se le vaya la mano en la defensa de la patria y «tirase demasiado la cuerda de las negociaciones seguidas cuando se trataba del honor nacional» (ídem a Guido 27-X-17 y a Rosas 2-XI-45).

San Martín apoyó toda la política de Rosas, no solamente la exterior, con absoluto desprecio a las elucubraciones sobre la mejor y más humana forma de gobierno en abstracto, a las ideologías progresistas, pacifistas y libertarias; lo apoyó no porque tuviera el alma negra, la inteligencia decrépita o convicciones atrabiliarias, sino porque coincidía con Rosas en el análisis de las necesidades concretas, del bien común de un país más en disolución que el actual; no se trataba de asistir a un concurso de gobiernos y elegir el más «civilizado», tierno y respetuoso de los derechos e intimidades humanas, sino de aferrarse a un garrote lúcido que nos defienda de la garra y del guante blanco extranjero y asegure la existencia de la Nación.

Roque Raúl Aragón ha logrado una síntesis admirable por la be­lleza estilística y moral del itinerario político de San Martín. La explica­ción irrebatible de su rosismo final nos recuerda por su eficacia aquel trabajo donde Julio Irazusta desenmascaró con la mejor impiedad las agachadas y acomodos de Ricardo Rojas.

Octavio A. Sequeiros

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