La esencia del Cristianismo. Por Octavio Sequeiros

Fabro, Cornelio. Ludwig Feurbach: La esencia del Cris­tianismo. Ed. Magisterio Es­pañol, E.M.E.S.A., Colección Crítica Filosófica. Toledo, 1977. 246 pp.

 

Por Octavio A. Sequeiros

Cada libro de esta colección está dedicado a una obra del pensamiento moderno disolvente. Ello ya es de por sí bastante original, pero el granum salis que le da sabor es­pecial consiste en que los analistas son pensadores rigurosamente tradicionales.

Cornelio Fabro posee vigor metafísico y un conocimiento del idealismo alemán que resulta tan asombroso como su ortodoxia, sobre todo tratándose de un sacerdote católico. Además le apasionan el tema y el autor, lo que le permite aplicar el “método sinóptico”, conocido por Platón, consistente “en sumergirse en el dinamismo espiritual de la obra en el desarrollo del autor” (p. 13), según exige ese “filósofo esencial” que fue Feuerbách. Éste además resulta excepcional por su indudable preocupación religiosa y su conocimiento de los autores cristianos (a diferencia de Nietzsche), y está en “el vértice de la última incredulidad del hombre moderno” (p. 15) y de su pensamiento en general.

Aunque está expuesta minuciosamente, no impresiona tanto su crítica atea como su profética convic­ción de que el cristianismo y sobre todo la cristología constituyen un elemento y sobre todo un instrumento indispensable para la instauración del ateísmo humanista de la actualidad, por supuesto a condición de que se inviertan sus contenidos (p. 182) por medio de una interpretación gnóstica y psicológica. Fabro ejecuta conscientemente el pase mágico que los filósofos denominan nictábasis eis alio guenos vgr. la religión se convierte de itinerarium hominis in deum en itinerarium hominis in hominem, o sea en un humanismo universalista. Antes del último concilio a pocos católicos les cabía en la cabeza algo así.

Fabro repite y explica incansablemente que la teología desemboca, se reduce y culmina en la antropología: la antropología inmanentista es el misterio de la teología cristiana, y la historia del cristianismo no ha tenido otro objetivo que develar este misterio (p, 136), como lo demuestran los propios teólogos cristianos ya antes, pero sobre todo después de Fabro. El catolicismo antiguo -la única iglesia por la que siente algún respeto- sólo se encuentra pues en los libros, no en la realidad.

El “truco” básico de Feuerbach consiste en reducir todos los mis­terios cristianos a la Encarnación, y no la Encarnación de la segunda persona de la Trinidad o Verbo, sino que se trata de la “encamación absoluta de Dios en el género humano”, que al fin y al cabo no es más que “una proyección objetiva lineal de los deseos del hombre” (p, 106), con lo cual Cristo pierde su senti­do salvífico (p. 53). A partir de esta premisa racionalista, el autor es bastante coherente “dentro del ateísmo constitutivo del pensamiento moderno” (p. 50).

Lo que no tiene desperdicio es que la religión invertida descubre la verdadera naturaleza del hombre, por lo que posee auténtico valor constructivo (p. 55) basado en el amor del hombre por el hombre, pues configura una relación humana profunda como relación divina. Fabro hace pues una valoración positiva de la religión, por cierto que en sentido “cultural” como Hegel, y no real como cristiano ingenuo. Fabro conserva pues lo positivo de la religión “en el estadio superior antropológico”, detalle que lo diferencia de Marx y del iluminismo en general.

Lógicamente todo esto exige una “decapitación semántica” donde la religión, la filosofía, los símbolos y la liturgia sólo se relacionan con realidades y fenómenos puramente naturales; el cristianismo es una fábula en clave cuyo sentido secreto sólo puede ser develado por Fabro y su gnosticismo psicológico (pp. 59-60). Así vgr. los atributos divinos no son más que cualidades del género humano adaptadas a la medida del hombre (p. 63), y precisamente por eso “la religión es el estadio y el paso obligado” (p. 63) para conocer el aquende y el hombre; es función indispensable de la religión «la de constituir y seguir siendo el fondo (vital) primario, y por lo tanto paradójicamente, el sostén (co­mo en Hegel pero en dirección con­traria), de la revolución operada por la razón, o sea para afirmar la identidad del hombre consigo mismo, es decir con su razón (Vernunft), en la inmanencia constitutiva de par­ticular y universal, de ser y obrar» (p. 64), En síntesis, “para Fabro la teología es antropología a través de la cristología”, interpretada a su manera que, agreguemos, es la manera de moda aún en el Vaticano. El Abbé de Nantes la ha popularizado con una sigla: MASDU, Movimiento de Animación Social para la Creación de la Democracia Universal.

Quedamos pues en que lo divino es el género humano endiosado de modo que lo que cada uno piensa y siente, incluso lo más elevado, está siempre dentro del género: “es esta la resolutio univesalis o más precisamente, la resolutio-disolutio Dei ad (in) hominem que aparente­mente, parece un simple análisis psicológico, pero que en realidad lleva adelante la resolutio in fundamentum del pensamiento moderno en cuanto precisamente se califica como humanismo” (p. 25); por eso, de nuevo, la esencia de la teología es la antropología, y Dios no es sino la suma de los predicados atribuidos al género (p. 20). En esta “metafísica invertida” (p. 36) el género es la suma o conjunto (Inbegriff) de las relaciones reales que el hombre concreto ejercita con sus semejantes, es el reverso de la “idea” hegeliana que por medio de los instintos supera al egoísmo y se convierte en la medida del individuo.

En esta “ontología comunista” (p. 171), pensar, amar, etc. son actividades del género, y ellas justamente constituyen la esencia del hombre, pero de ningún modo el cuerpo, como podía esperarse de acuerdo con el materialismo sensualista de Fabro. Esta noción de género presenta graves dificultades pues al fin y al cabo no es sino un “infinito” que reemplaza a la trascendencia religiosa; además ocupa el puesto de Dios y de Cristo que son diferentes y opuestos según Fabro, pues Dios está fuera y Cristo dentro de la historia. Ergo el género es humano y divino a la vez, al extremo que se carga con las mismas contradiccio­nes del cristianismo: “Así en Feuerbach, a pesar de tanto estrépito polémico, el hombre queda sin esencia y casi reducido a un haz de impresiones sensoriales inmediatas (Hume) que se disuelven como en un polvillo psíquico”  (p. 218).

Por otra parte, el género asume una dialéctica sexual cerrada en la relación yo-tu (hombre-mujer), cerrada incluso para los propios hijos. Como observó Marx, en Fabro. el género consiste en “una universalidad interna, muda, que une de modo puramente natural a muchos individuos”.

La falla fundamental está en que Fabro no explicó cómo se relaciona el individuo singular y el género, falencia especialmente evidente cuan­do quiere explicar la belleza de los seres singulares (p. 175), por lo que este oscuro concepto “es el que más nos muestra los límites anti­humanistas de la antropología feuerbachiana” (p. 45). Esta última cir­cunstancia ya la había criticado Kirkegaard en Hegel quien “en el fondo hace de los hombres, como el paganismo, un género animal dota­do de razón. Porque en un género animal siempre vale el principio: el singular es inferior al género. El género humano tiene la caracterís­tica, precisamente porque cada singular es creado a imagen de Dios (Gen 1, 27), de que el singular es superior al género” (Diario, 1849- 1850, X 2 A 426) (p. 39).

Hay una falacia paralela a la anterior, e íntimamente vinculada con ella, en su teoría del conocimiento, ubicada dentro del subjetivismo moderno, pero donde lo original, la revolución copernicana, consiste en que el sentido ocupa el lugar del cogito cartesiano; es decir, que la sensibilidad (los sentidos objetivos) reemplazan a la razón. Feuerbach no es hombre de quedarse a la mitad del camino, y llega a reconocer «la actividad empírica» también como una actividad filosófica; los órganos sensoriales son también órganos de la filosofía: sentio, ergo sum (pp. 45-46). El pensamiento es sólo un sentir de lo que ahora no es sentido.

Esta subjetividad radical insuperable (p. 178) es completamente refractaria a las intentiones aristoté­licas y su realismo basado en la fysis. La teoría del conocimiento es uno de los puntos fuertes de Fabro, por lo que desenmascara con especial erudición las indigencias de F., quien recibió una profunda influencia de Lutero, ese «enemigo de la metafí­sica que acentuó la cristología, a cambio del irracionalismo fideista, despreció la razón y exaltó el sen­timiento a tal extremo que Fabro en mu­chos aspectos es un Lutero con otro signo» (pp. 51,67, 74 y 210). “Feuerbách tiene aquí presente sobre todo a Lutero, o sea, su cristocentrismo radical que acentúa la hu­manidad de Cristo y deja en la sombra con su nominalismo Luther war ein feind der Metaphysik«) la naturaleza metafísica de Dios, como absoluto, de tal manera que la razón de ser, no sólo de Cristo sino de Dios, viene tomada del hombre” (p. 23).

Hay que tener gran paciencia para deglutir semejante monserga filosó­fico – teológico – sentimental; a pesar del vigor expresivo de Feuerbach a uno le sería difícil aguantarle más de una docena de páginas sin reemplazarlo por una saludable novela policial, si no se volviese apasionante por sus juicios sobre el cristia­nismo contemporáneo y su éxito entre los teólogos actuales.

Su «fantateología» (p. 91) rechaza a Dios (ens fictum, menos aún que ens rationis), cuyo lugar es ocupado por el amor sin fe, el ateísmo prácti­co (Stirner, p. 158), el vitalismo antifilosófico (p. 162) y su “comunión del amor”. “¿Qué es mi ateís­mo? Solamente el ateísmo honesto, estricto, inconsciente y efectivo de la humanidad y de la ciencia mo­derna llevado a la conciencia” (p. 163). Fabro ha desnudado muy bien el vaciamiento espiritual de la cristiandad y de los cristianos, sobre lodo de los sacerdotes, contemporáneos. Se adelanta en décadas a las profecías de Nietzsche: “Nosotros ya no tenemos corazón, ya no tenemos corazón. El Cristianismo ha sido negado -negado también por aquellos que se adhieren a él- pero no se quiere que se sepa que ha sido negado: por política no se confiesa, se hace de ello un misterio” (p. 219). Pero el hombre y sobre todo el estado y la política llenan este vacío (p. 221).

No hace falta ir a misa todos los domingos para coincidir con Kirkegaard en que Fabro aun rechazándolo, “tiene una idea del cristianismo más exacta que los cristianos actuales”, y en su denuncia “de falsa conciencia y mala fe al Cristianismo residual del pensamiento moderno”, y en general al «cristianismo gnóstico» que abaja la fe por debajo de la razón para obrar lo que hoy se llama «desmitificación» de la revelación divina reducida precisamente a la antropología» (p. 20). Según Kierkegaard “La cristiandad ha abolido al cristianismo sin darse cuenta. La consecuencia es que, si es necesario hacer algo, es necesario tratar de introducir otra vez el Cristianismo en la Cristiandad” (Ejercicios de Cristianismo), por lo cual siguiendo el consejo de Feuerbach -ab hoste consilium- hay que unir de nuevo la vida y la doctrina, y para eso se necesitan ante todo “traidores abiertos”, ya que los otros son legión. Podemos en conclusión seguir a Kirkegaard al juzgar los aspectos positivos de Feuerbach: “La culpa de Feuerbach según la cultura oficial -que para Kierkegaard es, en cambio, su mérito prin­cipal- es la de haber descubierto el juego de la ‘cristiandad estableci­da’ en contraposición con la filosofía y teología del ‘compromiso´, la de haber denunciado un cristianismo puramente cultural y mundanizado” (p. 21).

El trabajo de Fabro, minucioso, paciente -demasiado- y todo lo ameno que puede pedirse a quien analiza un idealista alemán, está plenamente logrado y resulta un compañero invalorable para la comprensión no sólo de la teología sino de la espiritualidad del cristianismo actual, incluida nuestra Santa Madre Iglesia Católica en su rama militante.

Octavio A. Sequeiros

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