Ruta, Juan Carlos. De Verbo Incarnato, T. I, La Plata, Fundación Santa Ana, La Plata, 2000, 463 pp.
Por Octavio A. Sequeiros
La Blasfemia Imprescriptible.
Desgraciadamente son escasos los libros sistemáticamente blasfemos escritos por un sacerdote. Este es uno, no se lo pierda. En la era postcristiana, como es de estricta lógica, la noción de blasfemia no está definida por la autoridad de la Iglesia, sino que recupera el vigor evangélico que encontramos, por ejemplo, en Juan 10, 33 “Respondieron los judíos: Por ninguna buena obra te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, a pesar de ser hombre, te haces dios”.
Por eso la Encarnación tiene hoy la misma vigencia polémica que en tiempos de Cristo, por lo menos la tiene entre los anticatólicos o los escépticos, pues entre los católicos esos temas tienden considerarse “superados” e incluso molestos para el ecumenismo en boga -no vamos a discutir si es el “verdadero” o el trucho-; así lo prueba por ejemplo la importante reacción, en la interna eclesial, contra el Papa y su entorno a raíz del documento Dominus Jesus, que recuerda algunos aspectos fundamentales de la susodicha Encarnación. Pero en el mundo exterior a la Fe la Encarnación sigue siendo la máxima blasfemia para cualquier judío o musulmán, y un absurdo para otro tipo de convicciones menos enfrentadas con la enseñanza constante de la Iglesia y los textos, cada día más imbancables del Nuevo Testamento.
Método y objetivos
Pues bien el P. Ruta aplica un método riguroso y va desmenuzando los infinitos problemas que suscita la “carne deífera” (portadora de Dios) en expresión de San Basilio, tema inacabable, y lo hace siempre, con paciencia benedictina, escondiendo en lo posible su labor; en efecto cede sistemáticamente la palabra a los actores históricos de la polémica que culminó en el dogma o la doctrina eclesial, de modo que su obra es también un inmenso fichero de citas extensas y comentadas; no retrocede ante la repetición si ella es necesaria, y por cierto que lo es, para comprender la especifidad de una disputa. En este caso comentamos el T. I de los cuatro que componen la serie sobre El Verbo Encarnado; el tomo II acaba de salir y será objeto de otra presentación.
Comienza por la conveniencia, la posibilidad y la necesidad de la Encarnación, asuntos que pueden inquietar o por lo menos resultar ajenos a una espiritualidad pietista, pero indispensables para toda inteligencia inquieta y muy útiles para toda actitud apostólica o “pastoral”, si en realidad nos preocupamos por acercar ovejas al “pequeño rebaño”.
Allí se incluyen aspectos cruciales de la filosofía de la historia, como el momento de la Encarnación y la causa de que Dios lo eligiera. San Bernardo observa (p. 42), mirando casi exclusivamente la historia sagrada, que hubo una maduración o acentuación del mal: “Ya no aparecía el ángel, ni hablaba el profeta; cesaban, como vencidos por la desesperación, a causa de la gran dureza y obstinación de los hombres”. Pero como lo expresa el P. Ruta (p. 45) la inteligencia humana, aún iluminada por la Fe, no puede desentrañar o explicar el plan de Dios. En cambio el físico norteamericano S. Hawkins dice que con sus cálculos podremos enterarnos del secreto, si antes no logramos destruir el mundo. Ud. elige.
De qué la juega Cristo
El cap. IV. Está dedicado a la causa final de la Encarnación (p. 63-185), donde desarrolla la polémica entre la escuela escotista y la tomista, incluidos Suárez y los epígonos modernos; se consideran los límites o si se quiere el ámbito de la supremacía de Cristo, reducida por algunos de hecho al orden de la ejecución redentora, a la expiación, pero sin vincularla a la Creación (p.140-1); profundizada así nos encontramos con temas como la “predestinación de Cristo” (Col. 1, 15 ss.), el Verbo pretemporal, en fin la existencia eterna de la humanidad en Dios, etc. Aquí merece destacarse, como ejemplo del método aquí aplicado, la exposición de las afirmaciones, y las correspondientes respuestas, de los dos trabajos del P. Crisóstomo Urrutibehety, sobre los Santos Padres, todo presentado con notable minucia y parquedad al mismo tiempo.
El marco de estas especulaciones ha sido aprovechado por importantes teólogos para sugerir y afirmar una “Cristología dentro de la concepción evolutiva del mundo” (p.181) donde, en síntesis, toda la teología iría a parar a las vitrinas del Museo Británico, como un eslabón perdido en la cadena hacia el inglés perfecto., o sea hacia “el espíritu”. Léase la “inquietante” explicación de Karl Rahner (p. 383-5).
Es notable en este teólogo, la ausencia de ejemplos históricos que por lo menos nos ofrezcan un atisbo de la humanidad cristo-transfigurada en evolución espiritual. Tal vez la clonación selectiva pueda ofrecer algún consuelo y esperanza a los rahnerianos.
Santo Tomás, cap. VI, ha sido criticado nada menos que por su insensibilidad o descuido hacia el lugar reservado a Cristo en la Encarnación. Para remediar semejante “incomodidad más o menos conscientemente difundida entre todos” (p. 228), siguiendo a Le Guillou se nos expone “el esfuerzo más tenaz que jamás se haya intentado para elaborar una teología en categorías que asimilen, tanto como es posible, las estructura bíblicas”, ídem, a fin de encontrar “esas primeras evidencias inexpresadas” (Pieper), que según algunos subyacen en todo texto. En verdad la expresión de Santo Tomás, aunque en extremo compleja y aguda, es muy clara, y vale la pena leer y comprender la exposición del P. Ruta (pp.185-265) sin devanarse los sesos en heiddeggeriadas inservibles.
San Buenaventura, cap. VIII, es el último gran teólogo expuesto, y como la culminación espiritual, especialmente por el vuelo platónico del ejemplarismo metafísico, cuyo centro espiritual no está en las cumbres del paganismo, obviamente anterior, sino “en el conocimiento del Verbo encarnado, única puerta que nos abre el conocimiento de la metafísica ejemplarista. En este punto es donde debe entroncarse necesariamente la filosofía y la teología; es decir que la filosofía, para ser verdadera, debe ser intrínsecamente cristiana, esto es fundada en Cristo, en cuanto es el Verbo de Dios. La doctrina bonaventuriana del Verbo increado como raíz del ejemplariamo metafísico es maravillosa. Una pálida imagen en el paganismo, si queremos investigar dependencias históricas, podemos hallarla en la doctrina plotínica sobre el Entendimiento, pero el verdadero origen es agustiniano” (p.280). “Cristo teniendo cátedra en el cielo, enseña interiormente; ni puede saberse verdad alguna, sino por aquella verdad”, pues en el Verbo, amén de la semejanza intradivina, están contenidos todos los arquetipos de las semejanzas exteriores y todas las imitaciones posibles de Dios (p. 281). San Buenaventura desarrolla detenidamente la persona de Cristo o Verbo Encarnado como ejemplar y modelo de todos nuestros actos, ejemplar y espejo de todas las gracias, virtudes y méritos, pero distinguiendo en sus acciones “las que son propísimas y exclusivas de Él e inimitables, y las que son imitables”, con sus diversos grados (pp. 285-6).
Malas intenciones
Imposible intentar una síntesis, baste decir que muchas tentativas de profundización teológica fracasan al apartarse de los senderos abiertos por la Tradición. En cuanto al contenido intelectual (S.T. 2-2, 174- 6): “Los artículos de la Fe tienen la misma función en la enseñanza de la Fe que los principios de por sí evidentes, en la enseñanza que se lleva a cabo por la razón natural”, es decir, de la mano de Aristóteles y también de los S.S.P.P. griegos en especial San Juan Damasceno. De allí la conclusión: “Sin la precisión y claridad con que la gran escolástica planteó el problema, éste no se hace sino confuso y termina llevando a opciones fuera de cuestión, como la de preguntar: “la historia, tal cual Dios la creó desde el principio al crear el hombre, ¿fue en el designio de Dios “una historia de salvación”, de autodonación de Dios al hombre o no?” (p. 294).
Después de llegar a esta altura del libro, preguntas como éstas causan un cierto desgano y desesperanza por la salud mental de la inteligencia católica. Para colmo el P. Ruta expone las teorías de Teilhard de Chardin y Karl Rahner, inmediatamente después de San Buenaventura y Santo Tomás. El contraste es tan grande que, más allá de la muy correcta, respetuosa, caritativa y ecuménica presentación formal, uno tenga que peguntarse por las intenciones conscientes o no del autor y termine releyendo estos capítulos como un fino rasgo de crueldad teológica. Si es así mucho se lo agradecemos, y si no lo mismo vale la pena leerlos con esta perspectiva.
Octavio A. Sequeiros