Massot, Vicente Gonzalo. El Poder de lo Fáctico. Buenos Aires, Ed. Ciudad Argentina, 2001, 122 pp.
Por Octavio A. Sequeiros
En USA hay gente que se gana la vida “decodificando” el cerebro y la voluntad de adolescentes captados por las sectas. Más allá de las muy racionales explicaciones del autor, uno se lleva la impresión de que tiene un objetivo similar: recuperar a los mutilados por la sectas iluministas del ámbito universitario; de allí su título esotérico y abstracto muy familiar a los iniciados, pero ininteligible para el común de los mortales, quienes por lo general no necesitan de alguien que los avive sobre los discutidos representantes del pueblo, la división de poderes, la independencia de los jueces, etc.; mucho menos aún se equivocarán sobre la necesidad de orden, represión, jerarquía, desigualdad, y están bien informados, por experiencia, de lo peligroso que suele ser el vecino en estado de anarquía, temas estos últimos que Massot toca desde el primer capítulo. Precisamente éste concluye con que estamos en ese “estado presocial”, de Hobbes: lucha salvaje de todos contra todos.
El cap. II está destinado a analizar la relación entre el pueblo, “el elemento demótico”, y la oligarquía, es decir, los que mandan siempre, cualquiera sea su ideología, retórica o supuestos ideales; son minorías “conspirativas” en el sentido de que tienen bastante conciencia de su función e intereses, pero “buenas” o “malas”, resultan fatalmente imprescindibles para “ordenar el manicomio” (Pascal) en el estamos todos sumergidos cuando nadie manda.
Esta realidad que integra la “física”, la naturaleza de la política y que Massot desmenuza con múltiples ejemplos lo lleva a una fenomenología donde el concepto de legitimidad se disuelve, ya que “casi podría decirse que no hay una definición, y, por lo tanto una clasificación única y universalmente válida para todo tiempo y lugar. La definición nace del contexto” (p. 63). Por cierto que el tema es infinito, sólo observaré:
En el “casi” se juega toda nuestra finísima tradición intelectual que culmina cuando el P. Juan de Mariana escribió para su futuro rey, Felipe III, un librito explicando en qué circunstancias era lícito matar al tirano, librito que se nos (a mis amigos revolucionarios de la década del 70,) ha traspapelado; se juega también la racionalidad o irracionalidad de todo el mundo moral. 2) sin esa definición, se desvanece la distinción entre Kelsen y Karl Schmitt, pues no hay juicio posible sobre los hechos, salvo el desenmascaramiento del discurso formal.
En fin el cap. III ofrece un análisis del conflicto que el político debe enfrentar y resolver pues “la decisión es el acto por antonomasia, el que esencializa y define a la política sin prejuzgar quién o cómo se decide, para qué o para quién” (p. 116). Fatalmente hay que decidir, por qué el poder “no admite, no puede admitir, por su propia naturaleza, la sede vacante. Por eso, sólo el que decide efectivamente merece el calificativo de soberano” (p. 98), de modo que para “ la fenomenología política, no así para la ciencia política, carece de sentido una pregunta acerca del por qué del poder” (p. 94), ni tampoco ponerse a meditar sobre sus fundamentos, su origen, su maldad o bondad, y por supuesto con independencia de las tonterías que diga la constitución en los “estados soberanos”; Massot nos ejemplifica con el vaciamiento del Estado-Nación frente a fuerzas, poderes, “desnacionalizados” (p. 101), anónimos, esotéricos, logísticos, sectarios diríamos nosotros sin recurrir al eufemismo “multinacionales”. Son ellos los que están decidiendo, si se me permite exagerar un poquito, los soberanos, y este es el “poder de lo fáctico” con que tenemos que enfrentarnos.
Observaré a manera de diálogo y despedida que nuestro autor y amigo se refiere varias veces a la concordia, en asuntos claves, por ejemplo la teoría, y la práctica, del partisano, o “diabolización” del enemigo político, últimamente con el look de Bush y ben Laden. Esta perspectiva ideológica tiene una de sus fuentes en el Evangelio, resumido por alguien como dos poderes que se consideran mutuamente posesos, Cristo y las autoridades judías del Templo; por lo menos, en el caso de las autoridades parece cierto que la demonización tiene un confeso designio político, que ahora se laiciza de modo universal. Por eso conviene profundizar la naturaleza de la concordia (y también de la discordia) en Aristóteles y sus discípulos cristianos que tiene muchos matices, pero comienza siendo un hecho, una parte de la física o naturaleza de todo poder, y en consecuencia es también parte de “lo fáctico” a analizar.
Relacionado con este tema y el “factor antropológico” o concepción del hombre, valoramos “el pesimismo antropológico que no pide ni da tregua” en Maquiavelo y exige “una suerte de superhombre” en Hobbes (p. 46), pero ambos, a nuestro juicio, están en desventaja respecto de Aristóteles, entre otras razones, porque su ojo crítico es más profundo y universal, nos ofrece una porción de verdad desproporcionadamente mayor a la de los autores citados. Un ejemplo, “el alma humana de tantos modos esclava” nos repite el estagirita, uniendo dos palabras inaguantables para la antropología ideológicamente correcta, incluida la del florentino: alma y esclavitud. Por eso “la mayoría de las acciones humanas son perversas”, pero su “pesimismo”, no perdona la perversidad del príncipe, y en todo esto coincide con varias duras palabras de Cristo, entendidas aunque sea como novela policial. Massot está en inmejorables condiciones para ofrecernos una profundización de estos aspectos que tanto viene estudiando.
Retomemos la idea del comienzo, nos parece difícil que Massot logre decodificar a muchos universitarios iluministas, porque actúan como el “filósofo” que “puede permitirse el lujo de creer, siguiendo la sentencia hegeliana, que ‘si los hechos están en mi contra, tanto peor para los hechos’” (p.113). Aclaremos que quien puede permitirse ese lujo contra natura es el pensador idealista, no el aristotélico cristiano, que sólo medita el Ser, una de cuyas nominaciones es el poder junto con el poder de lo fáctico. Bien observa J. Irazusta al comienzo de La Política Cenicienta del Espíritu que se necesitaba un santo, amén de filósofo y teólogo, para contemplar sin prejuicios el mundo del poder.
Octavio A. Sequeiros