EL CISMA GRIEGO: CONFLICTO DE COSMOVISIONES*
Sólo una obra de muchos volúmenes podría narrar en forma completa y detallada la historia de la división de las Iglesias de Oriente y Occidente. Lo que sigue sólo pretende dar una breve presentación de aquellos hechos que creo son esenciales para la comprensión de lo sucedido. La historia de la controversia ha sido frecuentemente tratada por la pluma de los teólogos, no sin razón pues el campo de batalla en el cual los jerarcas de la Iglesia combaten es uno de doctrina y usos religiosos. Pero las guerras no comienzan en el campo de batalla; y así como sería poco juicioso reducir la historia de una guerra y sus causas al punto del vista de los soldados, así también será provechoso considerar un cisma desde un punto de vista no puramente teológico. Nos proponemos mostrar que el Cisma de Oriente no fue causado primordialmente por divergencias en torno a la Procesión del Espíritu Santo o al Pan Sacramental, sino por la conjunción de acontecimientos políticos y el prejuicio y el encono que éstos suscitaron, junto a una creciente divergencia en la cosmovisión básica que dichos hechos políticos acrecentaron.
Generalmente se ha afirmado que, luego de la solución de las discrepancias iniciales entre los grandes Patriarcados, el cisma fue atizado nuevamente y en una forma mucho más peligrosa por Focio, Patriarca de Constantinopla, y que aunque la división que él causó fue subsanada luego de su muerte, ésta renació en una forma final e irrevocable por obra del Patriarca Miguel Cerulario. Los escritos del Prof. Dvornik y del P.Grumel nos han enseñado que la visión tradicional acerca de Focio debe ser grandemente modificada, y los estudiosos están llegando a la conclusión que el año 1054, fecha de la fractura entre Miguel Cerulario y el Cardenal Humberto, ya no puede sostenerse para señalar la separación final de las Iglesias. La separación se produjo lenta y desigualmente cuando las invasiones normandas de Italia, las grandes invasiones de los Cruzados y las vigorosas acciones e ideas del Papado reformado, gradualmente forzaron a la Cristiandad Oriental a percibir el grado de alejamiento al cual las cosmovisiones Oriental y Occidental habían llegado.
El trasfondo histórico
Es un artículo de fe que los seguidores de Cristo deben formar un cuerpo unido en la tierra. El Credo compuesto por los Padres en Nicea lo mismo que el más breve Credo Apostólico ordenan creer en la Santa Iglesia Católica; y todos los buenos cristianos deben desear que el elevado ideal de una Iglesia indivisa se realice. Pero la naturaleza humana no es uniforme, ni lo es la experiencia religiosa humana. El completo acuerdo en la teoría o práctica eclesiástica entre los diversos pueblos del mundo cristiano nunca ha sido alcanzado.
La definición usual de cisma dice que se trata de la emergencia de una facción separada dentro de la Iglesia, en tanto que la noción de herejía se asocia a la de falsa doctrina. Éste parece ser el sentido en el que San Pablo usa las dos expresiones. De acuerdo a San Agustín, cisma es una ruptura en la comunión, que no afecta la Fe o los Sacramentos. Los primeros Padres frecuentemente desdibujaron la distinción entre cisma y herejía, pero se llegó a aceptar comúnmente que mientras que la segunda representa un error doctrinal, el primero representa disenso Ortodoxo. De hecho, aunque los teólogos Ortodoxos tienden a exagerar las diferencias teológicas y los teólogos Católicos no pueden excusar lo que ellos consideran un injustificable repudio a los derechos de la Sede de Pedro, la división todavía corresponde esencialmente a una cuestión de autoridad más que a una de doctrina y es en consecuencia más de la naturaleza de un cisma.
Es posible analizar las causas del cisma desde cinco perspectivas. Pudo deberse a rivalidades personales; a rivalidades nacionalistas, sociales o económicas; a rivalidades entre las grandes sedes; a disputas litúrgicas; o a problemas de disciplina. En la historia del conflicto entre las Cristiandades Oriental y Occidental, la rivalidad personal, en sentido estricto, estuvo ausente. Los protagonistas lucharon como representantes de sus sedes, no como individuos reclamando la misma sede. El carácter de cada uno de ellos obviamente afectó su actitud en relación con la disputa y sus tácticas; y en ocasiones la antipatía personal exacerbó la disputa. Pero la rivalidad se dio esencialmente entre las sedes. Esta rivalidad sin embargo fue primordialmente una expresión de rivalidades nacionales y ocasionó problemas de disciplina. El orgullo nacional volvió las disputas litúrgicas más encarnizadas, mientras que las diferencias litúrgicas se debieron principalmente a divergencias temperamentales, ellas mismas parcialmente debidas a su vez a tendencias sociales y económicas; y una larga secuencia de circunstancias políticas amargaron y distorsionaron la disputa.
Cuando el cisma atañe a una Iglesia individual, podemos fijar con alguna precisión el momento de su comienzo. Cuando atañe a las más grandes Iglesias es menos fácil decir cuándo se abrió definitivamente la brecha. El símbolo oficial de unidad era provisto por los dípticos, las listas que cada Patriarca conservaba en las iglesias de su sede para conmemorar a los Patriarcas pasados y presentes con quienes estaba en comunión. Cuando un nuevo Papa o Patriarca era elegido era su deber enviar a los demás Patriarcas su declaración de fe; acto seguido, a menos que ésta fuese rechazada como heterodoxa, su nombre era agregado a los dípticos. Parecería entonces que si el nombre de un Patriarca fuese omitido de los dípticos de otra sede, esta sede y la propia estarían en cisma. Pero de hecho esta deducción sólo sería válida si hubiese permanentes medios de comunicación entre las sedes. Luego del hundimiento del Imperio Romano hubo épocas en que no le era posible a un Patriarca recientemente elegido enviar su Carta Sistática, o sea su declaración de fe, a sus pares. Si éstos omitían conmemorarlo podría frecuentemente deberse a un simple desconocimiento de su existencia. Luego de las conquistas árabes del siglo séptimo hubo largos períodos durante los cuales los Patriarcados Orientales perdieron contacto con Roma y aún con Constantinopla, y hubo grandes lagunas en los dípticos. Más aún, en el Oriente particularmente, hubo Patriarcas cuya elección parecía ser anticanónica o cuya teología parecía ser dudosa, y cuyos nombres fueron omitidos hasta que llegase más información; pero no se pensaba que esto impugnase la ortodoxia de sus sedes. La omisión de los dípticos no implicaba necesariamente un cisma.
De hecho, el estado de cisma sólo aparece cuando el miembro promedio de cada Iglesia siente que éste existe; y dicha percepción se desarrolla lentamente a lo largo de un período de tiempo y no puede atribuirse a una fecha particular.
Dos cosmovisiones diferentes
a – La visión Bizantina
Esencialmente, siempre ha habido una diferencia de perspectiva entre las ramas Oriental y Occidental del mundo cristiano. La Cristiandad Oriental se desarrolló en naciones imbuidas del espíritu helenista. Su lengua común y su trasfondo cultural fue griego, y heredó el antiguo deleite griego por el pensamiento especulativo. Las provincias del este del Imperio Romano eran mucho más educadas que las del oeste. La Iglesia allí se desarrolló en una atmósfera donde todos, laicos y sacerdotes por igual, se interesaban en la argumentación teológica. Mucho antes del triunfo de la cruz bajo Constantino, muchas de las mejores inteligencias del este habían adoptado el Cristianismo, pero el intento de cada pensador por extraer a su manera el completo significado filosófico de la Revelación Cristiana produjo interminables debates y disputas. Se volvió un pasatiempo delicioso probar que los oponentes había caído en herejía, esto es, que sus deducciones filosóficas habían pervertido la Revelación Cristiana. Nadie estaba dispuesto a aceptar como ortodoxos los puntos de vista de cualquier teólogo sin que hubiese una disputa en regla. En consecuencia, se consideraba que la fe ortodoxa sólo podía determinarse en el seno de una asamblea general en la cual todos los miembros de la Iglesia estuviesen representados. Tal Concilio Ecuménico era el sucesor de la asamblea de los Apóstoles en Pentecostés; se esperaba y creía que, como en Pentecostés, el Espíritu Santo descendería e inspiraría las discusiones, de tal modo que la verdad finalmente prevalecería. El sistema tenía sus desventajas. Las asambleas eran frecuentemente tormentosas; la violencia física no faltaba. Era a veces difícil estar seguro de que el Espíritu Santo había estado realmente presente. En contadas ocasiones la minoría estaba dispuesta a aceptar la decisión de la mayoría; y si el disenso se veía acentuado por alguna querella más vasta, como las querellas nacionalistas y económicas de los Sirio y Egipcios del siglo V, entonces los disidentes podían caer en herejía permanente. Pero era un proceso lento.
La Iglesia Oriental, acostumbrada como estaba desde siempre a las divergencias, había creído siempre en un principio conocido como Economía, que significa exactamente lo opuesto a la economía en el sentido moderno: la distribución o dispensación de limosna y caridad. El ejercicio de un poco de caridad habilita al buen cristiano a pasar por alto discrepancias, siempre que haya una atmósfera de mutua buena voluntad. El principio de la Economía y sus limitaciones debe ser tenido en cuenta cuando estudiamos la historia de la disputa con Roma.
Cuando el Emperador abrazó el Cristianismo fue recibido como la cabeza de una sociedad cristiana. Constantino, por sus servicios a la Iglesia, fue elevado al rango de Igual a los Apóstoles. Como la Iglesia y el Estado estaban unidos, se creyó que era oficio del Emperador cuidar del bienestar de ambos. Era potestad suya convocar un Concilio Ecuménico y presidirlo, en persona o por medio de un representante. Su coronación se convirtió en breve en una ceremonia religiosa y dio respaldo religioso a su autoridad; pero dicha autoridad estaba basada en el hecho de que era Emperador, o sea el heredero de los Césares. Los grandes jerarcas de la Iglesia eran definitivamente inferiores a él. Su posición era reconocida incluso en Occidente. Cuando los Papas posteriormente reclamaron derechos sobre la ficticia Donación de Constantino, la fuerza de su reclamo se basaba en la creencia de que el Emperador había hecho la donación. Aunque los Patriarcas eran nominalmente elegidos por sus obispos, de hecho el Emperador los nombraba y los deponía, más o menos a su antojo. Este Cesaropapismo no debe ser exagerado, aún en lo que respecta a Bizancio. Los códigos oficiales de leyes declaraban que el Emperador y el Patriarca eran ambos los órganos supremos del cuerpo político y que la armonía entre ellos debía ser preservada, aunque el Emperador era el mayor de los dos. El común sentir era que el Emperador no debía interferir en los asuntos eclesiásticos, excepto actuando a través de la Iglesia; y si se trataba de una cuestión de doctrina, debía convocarse un concilio. Un Patriarca que tuviese el apoyo moral de la opinión pública podía oponerse efectivamente al Emperador y podía llegar tan lejos como a negarse a realizar una ceremonia de coronación. La fuerza de la Iglesia radicaba en su influencia moral, y un Emperador que despreciase eso lo haría a su propio riesgo; sus súbditos podrían encontrar justificación para montar una revolución.
Pero, aunque no le estuviese permitido atropellar las susceptibilidades morales, el Emperador tenía una carta suprema. Él era la fuente de la ley. El Imperio Romano perduró en el Este hasta 1453, y su ley era el Derecho Romano. Los sucesivos códigos mostraron una creciente influencia cristiana, pero fueron todos promulgados por el Emperador. El interés de la Iglesia en la ley se limitaba a las cuestiones puramente eclesiásticas. Las reglas del código imperial eran obedecidas aún en cuestiones tales como el matrimonio. En consecuencia, los eclesiásticos no se interesaban en las cuestiones legales y no tenían práctica legal. Los abogados eran laicos y su perspectiva era laical.
Los hombres de leyes no eran los únicos laicos educados. A lo largo de la historia del Imperio Oriental hubo siempre una importante porción del laicado tan bien educada como el clero. Los profesores, los funcionarios del gobierno e incluso los soldados eran tan cultivados como los sacerdotes. Muchos de ellos tenían una gran preparación teológica, y casi todos se sentían perfectamente preparados como para participar en discusiones teológicas. Nadie en Bizancio pensaba que la teología fuese exclusiva competencia del clero.
Es probable que, debido a que había en Bizancio tantos apasionados teólogos, tanto profesionales como amateurs, hubiese una tendencia a evitar un pronunciamiento categórico en muchas cuestiones de fe. El punto de vista Ortodoxo no fue siempre claro. Los argumentos que los teólogos bizantinos esgrimían, aún del mismo lado de una disputa, eran frecuentemente inconsistentes unos con otros. Cuando las cazas de herejías se instituían, ello se debía a que la herejía era socialmente indeseable, como en el caso del Bogomilismo, o a que la cacería proveía la excusa para suprimir algún partido o persona impopular o peligrosa. Cuando había buena voluntad la caridad prevalecía.
La recta adoración era para los Cristianos Orientales realmente más importante que la recta fe. Ellos se consagraban a su liturgia, aunque ésta no quedó definitivamente fijada hasta después de la controversia iconoclasta. Esa misma controversia había mostrado que su apego a sus formas iba en aumento. La liturgia era algo en lo cual la feligresía entera jugaba su papel; incluso la decoración del templo se hallaba involucrada en ello: los iconos y los mosaicos eran también participantes. Desarrollaron una amarga aversión a cualquier crítica a su ritual y a sus prácticas, y desconfiaban de los intentos de innovación o alteración. Admitieron que la liturgia podría ser traducida a las lenguas vernáculas para el uso de Iglesias foráneas y toleraron a regañadientes que ciertas otras formas de la liturgia estaban suficientemente santificadas por paso del tiempo y la tradición como para ser aceptadas. Pero su lealtad a su propia liturgia era la más poderosa fuerza espiritual en la cosmovisión bizantina. Ella inspiraba lo mejor de su arte, de su poesía y de su música, y los miembros más humildes del Imperio sentían hacia ella una devoción aún mayor que los educados.
b –La visión Latina.
La actitud global del Occidente medieval era diferente. El Cristianismo se propagó más lentamente en el Oeste que en el Este, y el paganismo perduró allí mucho más tiempo, especialmente en los círculos cultos. La Iglesia se vio obligada para su propia defensa a insistir en la necesidad de unidad y uniformidad de fe. Al mismo tiempo hubo menos interés general en la filosofía especulativa y menos deseos, en consecuencia, de realizar debates teológicos. Las lenguas jugaron también su papel en la diferencia. Mientras que el griego es una lengua sutil y flexible, admirablemente dotada para expresar el más pequeño matiz del pensamiento abstracto, el latín es bastante más rígido e inelástico; es claro, concreto e intransigente, en consecuencia un medio perfecto para los abogados. Las circunstancias políticas pronto pusieron las cualidades legalistas de la civilización latina al servicio de la Iglesia. Cuando la autoridad imperial se quebró en Occidente, bajo la presión de las invasiones bárbaras, la única institución que sobrevivió fue la Iglesia. Los virreyes imperiales y los gobernadores desaparecieron, mas el Papa y los obispos permanecieron. Ellos fueron los líderes que negociaron con los conquistadores bárbaros y los que continuaron administrando las ciudades. Cuando los nuevos estados seculares se establecieron con una base territorial permanente, sus leyes eran en su mayor parte consuetudinarias y tribales. La ley escrita, con el prestigio del Imperio Romana tras de sí, fue preservada por la Iglesia. Cuando la ley tribal era insuficiente, la Iglesia llenaba los huecos y en consecuencia aumentaba su esfera de influencia legal. Los eclesiásticos prominentes debían ser ellos mismos hombres de ley. En consecuencia, mientras que en el supérstite Imperio Oriental el Emperador siguió siendo el autócrata y la fuente de la ley, en el Oeste, aunque su autoridad no fue durante siglos oficialmente rechazada, de hecho era ineficaz, y su lugar fue naturalmente ocupado por la cabeza de la Iglesia, el Obispo de Roma, quien gradualmente heredó su posición como autócrata y fuente de la ley.
Incluso en tiempos de los Romanos el nivel cultural había sido generalmente inferior en las provincias occidentales; sumado a esto, las invasiones bárbaras tuvieron un efecto muy destructivo en la educación secular en Occidente. Los círculos laicos cultos de Italia se extinguieron durante las guerras y los conflictos de los siglos V y VI. La única educación que sobrevivió fue dirigida por la Iglesia y para la Iglesia. En la temprana Edad Media hubo pocos laicos en Occidente que pudieran leer. Esto le dio a la Iglesia una posición en la sociedad de la cual jamás gozaron las Iglesias Orientales, hasta el tiempo en que la autoridad secular cristiana terminó por la conquista de los infieles. A diferencia de la Liturgia Oriental, la Misa Occidental era un misterio representado por los sacerdotes, y la feligresía laica no tenía la misma íntima vivencia de participación. Rara vez se le permitía al laicado de Occidente interferir en alguna cuestión religiosa. Por otra parte, el clero, que era la elite intelectual, continuamente interfería en las cuestiones de Estado.
La constitución autocrática de la Iglesia Occidental bajo el Papa fue el producto inevitable de fuerzas históricas. Recibió su justificación teórica de las pretensiones Petrinas. San Pedro había sido el Príncipe de los Apóstoles, la roca sobre la cual la Iglesia había sido edificada, dotado de las llaves del Reino y el poder de atar y desatar. Había muerto como Obispo de Roma, y sus sucesores en la diócesis que había fundado heredaban sus poderes. El Papa era no solo el gobernante supremo de la Iglesia sino también el árbitro supremo en doctrina. Un Concilio Ecuménico, si estaba correctamente constituido ciertamente estaba inspirado por el Espíritu Santo, pero su función era respaldar y promulgar los pronunciamientos papales. La fe se convirtió en una serie de artículos que encarnaban las leyes divinas. Ciertas doctrinas eran correctas y legítimas; otras erróneas e ilegítimas. La especulación religiosa no debía ser alentada: era centrífuga y peligrosa. Más aún, desde su posición el Papa se identificaba con su Iglesia. Un insulto a la Iglesia era un insulto a toda la Iglesia Occidental. Ningún Patriarca Oriental personificaba a su Iglesia hasta ese extremo. Si era insultado, el insulto se suponía se aplicaba sólo a su persona. Un Patriarca Oriental seguía siendo siempre un hombre falible y aún herético. Sólo la Iglesia de los Concilios era infalible. En Occidente la infalibilidad era una prerrogativa implícita del Papa.
La Iglesia Occidental tendía a convertirse en consecuencia en un cuerpo centralizado bajo una cabeza autocrática y divinamente inspirada, un cuerpo dirigido por administradores experimentados y abogados, cuya teología reflejaba su cosmovisión. Muchos siglos pasaron hasta que esta tendencia se concretó plenamente en los Papados de Gregorio VII e Inocencio III; pero estuvo siempre allí, y si no hubiese estado allí la Iglesia de Roma difícilmente hubiese sobrevivido a las tribulaciones de la Edad Oscura.
No es sorprendente que a medida que los siglos fueron pasando las Cristiandades Oriental y Occidental fueron encontrando cada vez más difícil entender el punto de vista del otro. Ambas compartían la misma fe fundamental en Jesucristo, en la Santísima Trinidad y en los Sacramentos. Pero sus prácticas divergían aún en la confección de los Sacramentos y sus rituales eran completamente diferentes. La mirada profunda de cada una hacia la teología era esencialmente extraña con respecto a la otra. El Oriente disfrutaba de la especulación y la discusión, pero la Iglesia oficial estaba pronta a mirar con caridad las divergencias no esenciales y a evitar pronunciamientos doctrinales y condenaciones excepto en el caso de que estuviesen involucradas cuestiones políticas o de liturgia. El Occidente tenía una concepción más simple, estricta, legalista y lógica con respecto a la doctrina recta y a la desviada. En Oriente había un gran número de hombres y mujeres laicos educados y acostumbrados a jugar un papel en los asuntos religiosos, y había una opinión pública organizada que no dudaba en criticar tanto al Emperador como a la jerarquía. En Occidente no existió un laicado educado ni una opinión pública organizada en cuestiones religiosas hasta el siglo XII, y aún entonces sus críticas se dirigían hacia la conducta mas no hacia las creencias del clero. Casi desde el comienzo Oriente y Occidente sostuvieron visiones incompatibles con respecto a la autoridad eclesiástica. En el Imperio Romano tardío, el Imperio de Bizancio, no había lugar para pretensiones como las del Papa. El Emperador, el heredero de Constantino, el par de los Apóstoles era responsable allí de la administración de la Cristiandad, mientras que la doctrina era incumbencia de un Concilio Ecuménico. En Occidente el Papa era heredero del Emperador así como de San Pedro. La Donación de Constantino, posteriormente presentada para justificar la autoridad papal, podría ser fraguada, pero la mayor parte de lo que allí se decía había sido cedido al Papa Silvestre, de hecho había sido inevitablemente obtenido por los Papas con el correr de los siglos.
Si las grandes Iglesias de Oriente y Occidente no se hubiesen puesto nunca en contacto estrecho una con otra, la paz podría haberse asegurado por la mutua indiferencia. Pero el contacto era inevitable, e inevitablemente produjo enemistad, que se volvió más encarnizada por el hecho de que ambas Iglesias eran genuina y sinceramente Cristianas, y ambas creían que la Iglesia de Cristo, la Santa Iglesia Católica, debía ser una y universal.
Los Patriarcados
Al tiempo del triunfo de la Cruz bajo Constantino el Grande la Iglesia estaba dividida en tres grandes Patriarcados: Roma, Alejandría y Antioquía, en orden de precedencia. Los Romanos reclamaron posteriormente que Roma era la primera porque su Iglesia había sido fundada por San Pedro. Pero Alejandría era considerada por los mismo Romanos como anterior en precedencia a Antioquía; mas la Iglesia Antioquena había sido fundada por San Pedro y la Alejandrina sólo por San Marcos. Por lo tanto no podía decirse que la precedencia dependía de la fundación apostólica. La preeminencia de Roma se debía básicamente a la posición de la ciudad como capital Imperial, y Alejandría venía después porque era la segunda ciudad del Imperio, igual en tamaño y riqueza a las misma Roma. Pero Roma tenía un prestigio especial, no sólo porque el Imperio era el Imperio Romano, sino también porque San Pedro y San Pablo habían ambos culminado allí sus carreras. El Obispo de Roma en consecuencia gozaba de particular respeto y en general se esperaba que liderase en los asuntos eclesiásticos. Su liderazgo era bastante más que una primacía puramente honoraria, pero no estaba claramente definida ni legalmente constituida. El Concilio de Sárdica del año 343, hizo de Roma la corte de apelación para las disputas eclesiásticas. Pero la situación ya se había complicado por la fundación de Constantinopla, la Nueva y Cristiana Roma, que iba a tomar el lugar de capital imperial. El Obispo de Bizancio, hasta entonces había sido de poca importancia -un mero sufragáneo del Arzobispo de Heraclea. Pero el Obispo de la Nueva Roma debía gozar de un rango mucho más espléndido. Pronto fue elevado a la dignidad de Patriarca, y su Patriarcado fue dotado de una amplia jurisdicción territorial a expensas de Roma y Antioquía. La división del Imperio dio al traste con la noción de que había un solo centro administrativo; y la Iglesia todavía estaba inclinada a copiar la organización del estado secular; esto es llamado por Dvornik, el Principio de Acomodación. El Segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el 381 para terminar con la controversia arriana, declaró en su canon tercero que “el Obispo de Constantinopla debía ubicarse inmediatamente luego del Obispo de Roma, puesto que Constantinopla es la Nueva Roma”. Los Padres que estatuyeron este canon no tenían la intención consiguiente de humillar a la Antigua Roma. Simplemente estaban haciéndole un cumplido realista a la nueva capital, con la intención adicional de abajar en su orgullo al Patriarcado de Alejandría, cuyo gran Obispo Atanasio se había vuelto embarazosamente influyente. Pero el Emperador Teodosio, que había convocado al Concilio, no invitó a los Obispos de las sedes del territorio de su colega occidental, Graciano. El Papa no estuvo en consecuencia representado y podía oficialmente rehusar reconocer el canon. El Cuarto Concilio Ecuménico que tuvo lugar en Calcedonia, en el cual el Papa estuvo representado, refrendó los derechos de la Sede de Constantinopla en su vigésimo octavo canon, diciendo que los Padres habían correctamente asignado la precedencia a la Antigua Roma porque era la ciudad imperial y que “iguales privilegios debían ser asignados al santísimo trono de la Nueva Roma”, porque “la ciudad que se ve honrada con la soberanía y el Senado y goza de iguales privilegios que la antiguo Roma Imperial debe ser exaltada en iguales términos en cuestiones eclesiásticas y ubicada inmediatamente luego de ella”. Las Iglesias Orientales apoyaron este canon que contaba con la mayoría, pero los legados papales se opusieron y el Papa lo rechazó. Ciertamente el fraseo no era muy feliz para las pretensiones de Roma, pues no hacía mención a la tradición sobre la sucesión apostólica desde San Pedro, de considerable aunque no especificada importancia, ni al especial liderazgo en cuestiones eclesiásticas que los muchos eminentes Obispos de Roma habían ejercido. Ciertamente los Bizantinos mismo se sentían en una situación embarazosa. Aún en tiempos de ásperas controversias, ellos siempre se mostraron ansiosos por declarar su respetos a la Sede de San Pedro; su no demasiado convincente intento de probar que la Iglesia de Constantinopla había sido fundada por San Andrés denotaba que en ese momento una fundación apostólica era considerada de valía. Incluso las palabras del canon no eran demasiado claras. No definía cuáles eran los privilegios de la Antigua Roma; de hecho, en ningún lado habían sido definidos. ¿Debía, por ejemplo, Constantinopla compartir con Roma el derecho a recibir apelaciones como el concilio de Sardica había otorgado a la antigua ciudad? No es sorprendente que el Papa haya protestado contra el canon[1].
El Concilio de Calcedonia también elevó a Jerusalén al rango de Patriarcado. Roma nuevamente protestó, pero en diferentes términos. Jerusalén era indudablemente la Ciudad Santa, donde Cristo había enseñado. Su Iglesia había sido fundada por Santiago, el hermano de Nuestro Señor. Y Santiago, como mostraban las Escrituras, había sido considerado como la cabeza de toda la Iglesia. Por lo que Roma argumentaba que, por un lado, la Iglesia Apostólica había terminado cuando Tito destruyó la ciudad, y por el otro que Jerusalén ya no era una ciudad suficientemente importante como para gozar de semejante promoción. Finalmente Roma reconoció al Patriarcado de Jerusalén. De hecho, no había una regla aceptada en estas materias. El Oriente estaba ya preparado para considerar al Concilio Ecuménico como la autoridad inspirada en todas las cuestiones de doctrina y organización, mientras que Occidente consideraba que la autoridad definitiva era el sucesor de San Pedro.
Estas perspectivas diferentes se volvieron más ostensibles durante las grandes controversias Cristológicas que atormentaron a la Iglesia del siglo cuarto al séptimo. Culminaron con la secesión de las Iglesias de Siria y Egipto, y con Roma y Constantinopla en plena, aunque recelosa, comunión una con otra. Durante el curso de la disputa Roma dio definitiva expresión a su punto de vista. Al momento del Concilio de Calcedonia el Papá León I declaró categóricamente que la recta fe estaba contenida en su propio pronunciamiento, el así llamado Tomus. Las Iglesias Orientales no estaban preparadas para aceptar esto. Pero el tacto de las autoridades imperiales aseguró que el Tomus debía ser la base de discusión en el Concilio y que debía ser aceptado como correcto, luego de que algunas adiciones fueron hechas para dilucidar algunos puntos[2]. Desgraciadamente las conclusiones de Calcedonia fueron rechazadas por la mayoría de los Cristianos de Siria y Egipto, quienes cayeron en el Monofisismo; todo Emperador que quiso encontrar un compromiso para reconciliar a sus súbditos monofisitas se encontró con la rígida negativa de Roma a modificar el Tomus. El Patriarca de Constantinopla, a causa de su proximidad al Emperador a quien debía su nombramiento, estaba casi siempre obligado a seguir la línea Imperial; de este modo las buenas relaciones entre Roma y Constantinopla se vieron continuamente interrumpidas. Cuando el Emperador Zenón promulgó su Henoticon, vano intento de conformar a todo el mundo, fue apoyado por Acacio, el Patriarca de Constantinopla. El Papa Simplicio en consecuencia excomulgó a Acacio y su sucesor Félix III lo declaró depuesto. Esto produjo una ruptura entre las Iglesias de Roma y Constantinopla que duró del 484 al 518, aunque la paz prácticamente se alcanzó en el 498 cuando el Papa Anastasio II se mostró dispuesto a alcanzar un compromiso, por lo cual fue llamado hereje por su propia Iglesia y Dante posteriormente lo ubicó en el infierno[3]. En el 518 el Emperador Justiniano I quien, por razones políticas, estaba deseoso de asegurar la amistad con Roma, obligó al Patriarca Juan I a borrar a Acacio y a sus cuatro sucesores de los dípticos oficiales y a asentir a la fórmula que proclamaba que la Fe Católica había sido mantenida inviolada por la Sede Apostólica.
Durante el reinado de Justiniano I los Papas fueron tratados rudamente por el Emperador pero no perdieron terreno frente al Patriarca de Constantinopla. Lo mismo puede decirse de los sucesos del siglo séptimo. La controversia Monotelita finalizó en el Sexto Concilio Ecuménico con el triunfo de la postura Romana por encima de la que de tiempo en tiempo sostuvieron el Emperador y el Patriarca. Pero, mientras cuatro Patriarcas de Constantinopla fueron oficialmente denunciados como herejes, un Papa, Honorio I, fue incluido en la lista de herejes, aunque la traducción latina de las actas del Concilio discretamente omitieron su título de Papa, y dos Patriarcas que de ningún modo habían estado en comunión con Roma, fueron admitidos como ortodoxos. Roma no salió demasiado indemne del conflicto, y todos sabían que la verdad había prevalecido, no tanto por la acción papal cuanto por la energía de una eclesiástico griego, Máximo el Confesor. Inclusive, la victoria de la teología romana se debió en su mayor parte a la intervención Imperial. Los Emperadores consideraban que el Papa era su súbdito lo mismo que el Patriarca, y el Papa era aún más importante puesto que era físicamente menos fácil de controlar y políticamente más útil debido a su influencia en Italia. En consecuencia, si el Papa sólo podía ser apaciguado humillando al Patriarca, el Emperador estaba usualmente dispuesto a ordenar al Patriarca reconocer la superioridad papal, y a mostrarse él mismo deferente con el legado papal. Cuando el Emperador Focas, quien llegó al trono luego de un particularmente nauseabundo derramamiento de sangre, recibió una zalamera carta de felicitaciones del Papa Gregorio I, quien debía haber conocido mejor la situación, respondió a su vez zalameramente, reconociendo al Papa como cabeza de la Iglesia. Cuando el Papa Constantino I visitó Constantinopla, el Emperador Justiniano II lo recibió arrodillándose coronado delante de él. Su gesto fue premiado con la aceptación por parte del Papa, con una formulación adecuada, de los cánones del Concilio Trullano, que hasta entonces Roma había deliberadamente ignorado. Debe sin embargo recordarse que mientras que los Papas, por la naturaleza de sus reclamos, no podían admitir que se hubiesen equivocado, la Iglesia Oriental no consideraba a sus jerarcas infalibles. La expresión de la opinión de un Patriarca no era vinculante para sus sucesores. Tampoco lo era la de un Emperador, a menos que tuviese forma de ley. Aún los cánones de un Concilio Ecuménico, con todo lo vinculantes que fuesen, podían ser mejorados o aclarados. El Oriente no tenía en mente crear precedentes legales estrictos en cuestiones religiosas a la manera de Occidente. En consecuencia, si algo así como once Patriarcas de Constantinopla admitieron la superioridad del Papa, lo hicieron a pedido del Emperador, y sus sucesores se sintieron en libertad de considerarlos errados de haberlo hecho.
El único acto aparente de agresión realizado por el Patriarca de Constantinopla fue la adopción del título de Patriarca Ecuménico por Juan el Ayunador en el 595. Este título encendió la ira del Papa Gregorio I quien interpretó que éste significaba que el Patriarca reclamaba jurisdicción mundial, por lo cual indujo al Emperador Focas a prohibirle su uso. Pero de hecho significaba menos de lo que el Papa suponía. Para los Bizantinos, el Ecumene, aunque literalmente implicaba todo el mundo habitado, era usado para denominar al Imperio Cristiano. Constantinopla era la capital Ecuménica, y su Patriarca era, en consecuencia el Patriarca Ecuménico. Era un epíteto honorífico que ciertamente no le daba ninguna autoridad sobre los demás Patriarcas, no más que la autoridad del Profesor Ecuménico en la Universidad, o sea el Profesor de Filosofía, pueda tener sobre las demás Facultades.
La secesión de las comunidades Nestorianas y Monofisitas en Siria y Egipto fue cristalizada por la conquista Árabe. Los Musulmanes tenían interés en mantener a los Cristianos divididos. Trataron a los herejes como comunidades separadas y las alentaron a conservar sus jerarquías. Los Patriarcados Ortodoxos de Alejandría, Antioquía y Jerusalén continuaron existiendo, pero con feligresías reducidas y bajo el control secular de señores infieles. Aunque el Emperador de Constantinopla todavía se consideraba a sí mismo responsable por el bienestar de los Ortodoxos a lo largo y a lo ancho del mundo, y aunque los Ortodoxos lo consideraban su auténtico soberano, aún viviendo bajo la ley del Califa, sin embargo en la práctica era imposible para los Patriarcas Orientales mantener comunicación regular con la Corte Imperial. En los tres siglos siguientes casi ninguno de ellos pudo enviar luego de su elección una Carta Sistática a su hermano de Constantinopla. Era todavía más difícil mantener alguna conexión con Roma, excepto a través de algunos de los poco frecuentes peregrinos occidentales. La eliminación en la práctica de sus antiguos rivales dejó al Patriarcado de Constantinopla como la incuestionable cabeza de la Cristiandad Oriental. La rivalidad entre los Patriarcados se redujo a la rivalidad entre Roma y Constantinopla y, mientras Roma como ciudad fue decayendo como consecuencia de las guerras e invasiones sufridas por Italia, Constantinopla, la capital Imperial, era por mucho la más rica, la más populosa y la más civilizada urbe de la Cristiandad. Era inevitable que sus jerarcas comenzaran a recelar o a ignorar las antiguas pretensiones del Obispo de Roma. Pero al mismo tiempo el mismo caos de Occidente incrementó el prestigio del Papa como cabeza de la única institución permanente allí. La carrera de Gregorio el Grande muestra cuán lejos podía llegar la influencia del Papado en las manos de un administrador capaz y vigoroso.
Por otra parte, Roma todavía tenía un papel que jugar en la política de Constantinopla. Cuando los Emperadores Isáuricos impusieron la doctrinan Iconoclasta en el Imperio y obligaron a los Patriarcas a cooperar con ellos, la oposición apeló a destacados teólogos de fuera del Imperio como Juan de Damasco, y esperó un apoyo particular del Papa, cuya autoridad enfatizaron para molestar al Emperador y al Patriarca,. El Papa denunció debidamente al Iconoclasmo como un error, pero sólo se le opuso tibiamente. Su resentimiento contra el Emperador se avivó cuando León III transfirió las provincias de Sicilia y de Iliria del Patriarcado de Roma al de Constantinopla. La transferencia no se debió a la negativa de Roma a obedecer los decretos iconoclastas: de hecho el Emperador no intentó forzar el Iconoclasmo en ninguna de las dos provincias. En realidad se trataba del esquema general Isáurico para poner en orden la administración del Imperio. El Emperador ya no tenía control efectivo sobre Roma e Italia, salvo precariamente sobre Ravena. Pero Sicilia e Iliria eran provincias imperiales. Era lógico hacer que el territorio del Patriarcado de Constantinopla fuese coextensivo con el gobernado por la autoridad laica del Imperio. Roma protestó pero no rompió relaciones con Constantinopla. La situación política del Papa en Italia, amenazada como estaba por los Lombardos, no era lo suficientemente segura como para despreciar la ayuda Imperial. Veinte años después en el 753, en el mismo momento en que Constantino V estaba realizando su gran Concilio Iconoclasta, el Papa Esteban II envió un pedido urgente de ayuda militar a Constantinopla; fue la negativa de Bizancio a ayudarlo lo que lo obligó a volverse hacia los Francos e inaugurar la política que conduciría a la coronación Imperial de Carlomagno. Pronto el Papado descubrió que la teología Carolingia era casi tan Iconoclasta como la Isáurica, y que los Carolingios estaban mucho más ansiosos de intervenir en cuestiones religiosas que los Bizantinos. Tampoco las relaciones se rompieron cuando el Papa León III coronó a Carlomagno como Emperador. Su acción causó resentimiento en Constantinopla pero lo mismo suscitó en mucho círculos de Roma.
El primer período Iconoclasta terminó con el Séptimo Concilio Ecuménico en el 787. La emperatriz Irene que lo convocó, invitó legados de Roma; como en Calcedonia, la declaración de fe del Papa fue hecha la base de discusión y fue aceptada con agregados menores. Hubo una reconciliación general, pero la Emperatriz no ofreció devolver Sicilia e Iliria a Roma. El Iconoclasmo fue reintroducido por el Emperador León el Armenio y la oposición, liderada por los monjes del monasterio de Studium, en su deseo de liberar a la Iglesia de control Imperial, sostuvo que en una emergencia, el Papa sobre quien el Emperador no tenía ahora control, debía actuar como autoridad suprema. La teología Estudita triunfó, mas no así su eclesiología, que pareció a la mayor parte de los Bizantinos exagerada y desacertada. La Emperatriz Teodora restauró el culto a las imágenes en el 843 sin hacer referencia alguna a Roma.
El Patriarca Focio
Muy pronto siguieron las disputas relacionadas con la carrera del Patriarca Focio. Hasta hace poco tiempo los historiadores Occidentales consideraban a Focio como el archienemigo de Roma, mientras que para el Oriente era el campeón del nacionalismo eclesiástico. La investigación más reciente prueba que estas visiones simplistas son erróneas. Aunque es difícil suscribir completamente la tendencia actual entre los historiadores de considerar a Focio como un hombre de altas miras cuyo deseo de ser deferente hacia la Santa Sede se vio frustrado por la falta de tacto del Papa Nicolás I, sin embargo las disputas terminaron, por lo menos temporalmente, con Roma y Constantinopla en mejores términos que al inicio de las mismas. Pero en el curso de las mismas el Patriarca planteó un problema que iba a ser causa de infinita amargura en el futuro.
En el 847 la Emperatriz Teodora nombró Patriarca a Ignacio, hijo del Emperador Miguel Rangabe, quien había sido castrado al tiempo de la caída de su padre, y se había formado como monje estudita. Era un moralista de mente estrecha que blasonaba de despreciar los logros intelectuales. Poco tiempo después de su designación suspendió al Arzobispo de Siracusa, Gregorio Asbestas, por ciertas irregularidades. Gregorio inmediatamente apeló a Roma, y de paso planteó dudas acerca de la canonicidad de la elección de Ignacio. Como Siracusa pertenecía a una provincia arbitrariamente transferida de la jurisdicción de Roma a la de Constantinopla un siglo atrás, la apelación fue deliberadamente planteada para causar problemas. El Papá exigió que se le enseñasen las actas del sínodo que había condenado a Gregorio. Ignacio pese a su formación estudita se rehusó a admitir el derecho de Roma a intervenir. La disputa iba para largo, y mientras tanto la Emperatriz fue removida de la regencia por su hijo, Miguel III, a quien molestaba la amistad entre el Patriarca y la Emperatriz, lo mismo que la feroz crítica que éste realizaba a su vida privada. En 858 depuso al Patriarca y puso en su lugar a un destacado hombre de letras laico, Focio, quien, llevado raudamente a través de todas las etapas del orden sagrado hasta su ordenación se dispuso a actuar con corrección tradicional. La práctica del envío de las cartas Sistáticas había caído en desuetudo. La comunicación con las sedes Orientales había sido incierta desde hacía mucho tiempo, mientras que el intercambio de profesiones de fe entre Roma y Constantinopla parece que había sido abandonada durante la controversia iconoclasta. Focio logró despachar cartas a sus colegas Orientales y a Roma. Indudablemente esperaba ganarse la simpatía de las demás Iglesias de la Cristiandad y debilitar a los numerosos amigos de Ignacio en la Iglesia Bizantina, y probablemente deseaba precaverse de un posible resurgimiento del Iconoclasmo. Si había calculado que la disputa de Ignacio con el Papa le iba a granjear automáticamente el favor papal, pronto fue desilusionado. El Papa Nicolás I estaba consternado por los rumores acerca de la súbita elevación de un laico al Patriarcado, y estimaba que la controversia entre los dos Patriarcas era una oportunidad brindada por Dios para imponer la autoridad de Roma sobre Constantinopla. Rehusó aceptar la carta Sistática de Focio, pero tres años después, en el 861, envió legados a Constantinopla para comunicar que pasaría por alto cualquier irregularidad con la condición de que Iliria y Sicilia fueran devueltas a la Sede de Roma. La demanda fue ingeniosamente pautada. Las dos grandes potencias de Europa Central y Oriental eran Moravia y Bulgaria, ambas tierras paganas cuyos gobernantes estaban jugando con la idea de convertirse al Cristianismo. La mitad de Bulgaria pertenecía a la antigua provincia de Iliria, así como gran parte de Moravia. La retrocesión de la provincia hubiese no sólo alterado la administración de grandes partes del Imperio, sino que también hubiese impedido la expansión de la influencia Bizantina a través de la actividad misionera.
Ni Focio ni el Emperador estaban dispuestos a acceder a semejante pedido. En lugar de eso, para mostrar su buena voluntad, Focio sugirió a los legados arbitrar, en representación del Papa, entre él e Ignacio; él acataría su decisión. Los legados, quienes deberían haber pedido a Roma instrucciones, aceptaron inmediatamente, pensando que habían obtenido una victoria para su señor. Como Focio había previsto, fallaron en su favor y confirmaron la deposición de Ignacio. Cuando éste protestó argumentando que no podía someterse a un arbitraje al que no había consentido, Focio dejó bien claro que su propia sujeción había sido voluntaria y que no representaba un reconocimiento del derecho de Roma a arbitrar. El Papa Nicolás entendió esto. Cuando sus legados retornaron y lo informaron de su logro, él repudió airado su acción y se negó a reconocer a Focio como Patriarca. Hubo entonces un cisma entre los dos jerarcas.
Fue durante este cisma que Moravia y Bulgaria fueron convertidas al Cristianismo por misioneros enviados por Constantinopla. En Moravia los misioneros decidieron que por razones políticas y geográficas las Iglesias que habían fundado debían depender de Roma. Su labor fue inicialmente alentada por los Papas, pero fue repudiada luego debido a la influencia de la Iglesia Alemana. En Bulgaria el Rey Boris primero aceptó la jurisdicción eclesiástica de Bizancio, y luego vio si podía obtener mejores términos de Roma. El Papa Nicolás envió a uno de sus obispos de confianza, Formoso de Porto, para reorganizar la nueva Iglesia Búlgara. Esto constituía un traspié alarmante de la diplomacia bizantina; pronto llegaron reportes a Constantinopla informando que Formoso estaba atacando ferozmente las leyes referentes al matrimonio del clero y al ayuno cuaresmal que los Bizantinos habían introducido en Bulgaria, y que estaba insistiendo en agregar la palabra Filioque al Credo Niceno.
Focio no era un hombre estrecho de miras. Él sostenía que cada Iglesia tenía el derecho de seguir sus propios usos, siempre que mostrase respeto a los de las demás Iglesias. Al mismo tiempo apreciaba una buena discusión teológica. En sus épocas de laico, cuando escuchó que Ignacio desdeñaba el uso de la lógica, inventó una pequeña herejía a fin de ver cómo se las arreglaba el honorable Patriarca sin dichas armas. Ahora había descubierto que Formoso no sólo estaba mostrado una intolerancia no Cristiana en Bulgaria, sino que además estaba propugnando una adición al Credo que él consideraba teológicamente errónea, sin base histórica y eclesiástica y que representaba la victoria de las influencias germánicas en Roma. Tomó su pluma con entusiasmo y procedió a informar a los Patriarcas Orientales acerca de estas enormidades. La obra se llamó Mistagogía del Espíritu Santo.
En septiembre del 867 el Emperador Miguel III fue asesinado por su anterior protegido, Basilio el Macedonio, quien se apoderó del trono. Inmediatamente depuso a Focio y restauró a Ignacio como Patriarca. Por la misma época el Papa Nicolás murió y fue sucedido por Adriano II, quien personalmente tenía aversión a Formoso y al partido Germánico que él representaba. Cuando Ignacio buscó una reconciliación con Roma, Adriano respondió gustosamente y envió legados para asistir a un concilio que iba a tener lugar en Constantinopla en el 869. Pero el concilio no marchó bien. Los legados Romanos esperaban inducir a los obispos reunidos a firmar un escrito declarando que la fe había sido mantenida inviolada por la Santa Sede; pero las autoridades Imperiales intervinieron e impidieron su firma. En cambio el concilio votó, contra los legados, que el acuerdo de los cinco Patriarcas era necesario en cuestiones teológicas. Cuando la cuestión de la Iglesia Búlgara surgió, los legados fueron nuevamente vencidos. El concilio ordenó que el Emperador debía decidir a cuál Patriarcado pertenecía Bulgaria; naturalmente lo adscribió a Constantinopla, sabiendo que el Rey Boris había ahora llegado a la conclusión que Roma era demasiado estricta para su gusto. Focio fue ciertamente señalado como un usurpador, pero Ignacio probó ser todavía más intratable, En consecuencia, aunque el Papa y el Patriarca estaban oficialmente de nuevo en comunión, las relaciones entre ellos se enfriaron grandemente. El Papa estaba a punto de excomulgar a Ignacio cuando llegó la noticia de su deceso en el 877.
Sorpresivamente, para suceder a Ignacio el Emperador Basilio designó nuevamente a Focio, cuyas habilidades había llegado a apreciar. Focio estaba deseoso de hacer las paces con Roma y se encontró con que el Papa Juan VIII, que había sido elegido en el 872, estaba igualmente deseoso de llegar a un acuerdo. Se convocó un nuevo concilio en Constantinopla en el 879. Las actas del concilio de 869 fueron anuladas y Focio fue reconocido como el legítimo Patriarca. Se afirmó la perfecta ortodoxia de Roma, aunque si los legados hubiesen sabido un poco más de griego habrían objetado una cláusula que anatematizaba a todo aquel que agregase algo al Credo Niceno, es decir, a grandes porciones de la Iglesia de Roma. El Emperador estaba de duelo y no asistió a las sesiones, pero Focio trajo un amable mensaje de él asignando la Iglesia Búlgara a Roma. El concilio finalizó con mutuas expresiones de buena voluntad y un silencio prudente con respecto a los usos en discusión; el lenguaje usado por Focio al dirigirse al Papa era el requerido por la tradición Romana. El único revés fue la negativa del Rey Boris de Bulgaria a someter su Iglesia a Roma.
Focio y el Emperador estaban bien al tanto de que el Rey pretendía permanecer dentro de la jurisdicción de Constantinopla, pero verdaderamente no eran responsables de tal decisión.
En consecuencia, el episodio en torno a Focio terminó con una completa reconciliación entre el Papado y el Patriarcado. Si bien es cierto que los partidarios de Ignacio se dirigieron a Roma y, en alianza con el partido Germánico, hicieron tal propaganda que en su momento se creyó que había habido otro cisma y que Focio había sido excomulgado, y aunque cuando Formoso fue elegido Papa intentó deshacer el arreglo –su Papado fue corto y desastroso; lo cierto es que por mucha décadas hubo paz dentro de la Iglesia Universal. Cuando a comienzos del siglo X comenzó un cisma dentro de la Iglesia Bizantina con respecto al cuarto matrimonio del Emperador León VI, el tacto del Patriarca victorioso y la discreción del Papa fueron igualmente admirables. Mientras tanto el Imperio Carolingio estaba muriendo y la influencia Germana en Roma estaba inactiva. Los Bizantinos, aunque habían perdido recientemente Sicilia a manos de los Musulmanes, en los últimos años del siglo IX había logrado recuperar su dominio sobre Italia meridional. Del 904 al 962 la misma Roma fue gobernada por una familia patricia nativa, la casa de Teofilacto, cuya política era de amistad con Bizancio y a cuyos Papas títeres no se les permitió poner en peligro la alianza. En esta atmósfera de buena voluntad el Emperador gustosamente permitió que la Santa Sede tomara bajo su cargo la provincia de Dalmacia en el 924, con sus iglesias latino- hablantes aunque perteneciese a Iliria.
Las perspectivas de una paz permanente parecían ciertas. Pero de hecho ninguna de las antiguas controversias y problemas se había solucionado, y estaba latente la nueva cuestión que Focio había señalado. Un número creciente de Iglesias Occidentales estaban adoptando la adición al Credo que él había denunciado. Sólo bastaba una nueva revolución en Italias para que la disputa se encendiese nuevamente de un modo más feroz y fatídico que el anterior. La chispa fue encendida por la restauración del Imperio Occidental.
El Filioque
Los Padres de Nicea habían declarado que el Espíritu Santo procede del Padre; pero por muchos siglos hubo en Occidente comunidades de fieles que creyeron era más correcto decir que la Procesión era desde el Padre y del Hijo. La adición parece haber aparecido en España en el transcurso de las disputas entre los Católicos hispanos y los Arrianos Visigodos. Fue insertado en el así llamado Credo Atanasiano, promulgado por los Hispanos en el siglo VII; cuando poco después éstos adoptaron el Credo Niceno retuvieron la palabra. De España pasó a la corte Carolingia donde encontró en Carlomagno un entusiasta defensor, quien trató de imponerlo al Papado. En el 808 el Patriarca de Jerusalén escribió al Papa León III protestando que los monjes benedictinos francos del Monte de los Olivos habían añadido el Filioque al Credo. Como Carlomagno sostenía a estos monjes, León le trasladó la queja, comentándole que aunque él pensaba que las implicancias teológicas de la adición eran inobjetables y acordes con la tradición occidental, era una error apartarse de la versión del Credo que había sido universalmente aceptada por la Cristiandad. Cuando él mismo inscribió el Credo en placas de plata en el interior de San Pedro, omitió la palabra. Durante el siglo IX fue generalmente adoptado por la Iglesia en Germania y en Lorena y por muchas Iglesias en Francia, aunque París retuvo la forma original por otros dos siglos. Los eclesiásticos germanos lo llevaron a Roma, donde el Papa Formoso, entre otros, lo aceptó. Él a su vez lo introdujo en Bulgaria, donde Focio lo detectó y protestó inmediatamente. Juan VIII adoptó la misma actitud que León III. Consideró que era impolítico cambiar el Credo aunque no veía ninguna objeción teológica a la palabra misma. El resurgimiento de la influencia germana en Roma a fines del siglo décimo significó la reaparición del Filioque, cuya inserción gradualmente vino a ser aceptada como parte de la doctrina oficial. Sabemos que apareció en el Credo formalmente cantado en la coronación del Emperador Enrique II. Fue el triunfo de la teología germánica.
La disputa en torno del Filioque produjo una vasta cosecha de escritos y predicaciones polémicas, la mayor parte de las cuales nos parecen actualmente irreales y lejos del punto en cuestión. Los protagonistas rara vez contestaron honestamente los argumentos de la otra parte. Esto era inevitable pues la diferencia fundamental de las teología Oriental y Occidental era más profunda. El argumento Occidental era que el vocablo Filioque sólo daba precisión a una doctrina implícita en el Credo. Esto era indudablemente correcto y acorde con la tradición teológica Occidental, que siempre había visto en el Arrianismo de los Godos a su principal enemigo, y por lo tanto tendía a ver a la Trinidad como una única hipóstasis intercambiable. Pero la tradición teológica Oriental se había desarrollado en el ardor de las feroces disputas Cristológicas de los siglos V y VI. Para precaverse de las herejías de Nestorio por un lado y de Eutiques por el otro, sostenía que la Trinidad estaba compuesta de tres Personas con propiedades separadas unidas en una única unión hipostática, e interpretaba el Credo Niceno bajo esta luz, enfatizando la omnipresente y penetrante naturaleza del Espíritu Santo. En consecuencia, la introducción del Filioque trastornaba el delicada equilibrio de propiedades dentro de la Santísima Trinidad. Era permisible decir que el Espíritu Santo descendía por o a través del Hijo, pero no más. En consecuencia, Focio estaba justificado, de acuerdo con sus luces en declarar que la nueva adición tenía para él sabor a Maniqueísmo en cuanto dividía al Creador en dos principios, o de Neoplatonismo en cuanto introducía una escala de Seres divinos. Pero a sus oponentes sus argumentos les parecían irrelevantes.
Desafortunadamente pocos de los polemistas se percataron de la verdadera cuestión no versaba acerca de la naturaleza de la Trinidad[4]. Si hubiese habido una mayor comprensión mutua hubiese sido posible armonizar las diferencias teológicas. Los Occidentales, por la misma naturaleza de sus argumentos no podrían objetar que ciertas Iglesias omitiesen el vocablo en disputa; mientras que las Iglesias Orientales creían en la conveniencia de mostrar Economía o Caridad hacia aquellos Cristianos cuyas doctrinas divergían de las propias pero que no habían sido definidas como heréticas. Pero atrás de la cuestión teológica subyacía otra, acerca de la cual el Oriente insistía aún más.
El Credo había sido promulgado por un Concilio Ecuménico, para los ojos Orientales, la única autoridad doctrinal inspirada. Realizar una adición al Credo era cuestionar la autoridad e inspiración de los Padres de la Iglesia. Sólo otro Concilio Ecuménico tenía el derecho, no ciertamente a alterar, sino a ampliar y explicar las decisiones a las que había arribado un Concilio anterior. Si las Iglesias Occidentales manipulaban unilateralmente el Credo de los concilios automáticamente caían en la herejía, y ningún pronunciamiento del Papa en su favor podía servir para excusarlas. El Oriente veía en la disputa un ataque directo a toda su teoría acerca de la doctrina y del gobierno de la Iglesia.
La nueva concepción de la supremacía Papal
Luego de la crisis del siglo IX hubo paz y unión entre las Iglesias, hasta que en el siglo XI ciertos acontecimientos alteraron dramáticamente el escenario. Durante el siglo XI, también llamado siglo de hierro, la Cristiandad Occidental devino un aglomerado de iglesias autónomas y nacionales, sobre las cuales los príncipes pretendían detentar como “reyes y sacerdotes” no solamente la dirección sino también la posesión, mientras que el poder central, el Papado se veía privado de sus prerrogativas. Los abusos resultantes –que dieron lugar al nombre de siglo de hierro, simonía, investidura por los laicos, matrimonio de los sacerdotes, fueron responsables de la decadencia de la Iglesia de Occidente.
Ello provocó una reacción. Lamentablemente esta reacción –un movimiento reformador, no nació en Roma, el centro de la Cristiandad sino en los confines de Francia y del Imperio, en Lorena y en Borgoña. Los reformadores vieron como único remedio el fortalecimiento del poder y de la influencia del Papado para liberar a la Iglesia de la influencia asfixiante del poder laico.
Desgraciadamente los reformadores no conocían la situación particular de las Iglesias Orientales y naturalmente quisieron extender por doquier el derecho de intervención directa del Papado incluso en Oriente donde las Iglesias gozaban de una gran autonomía para regular sus asuntos internos según sus propias costumbres. Por ejemplo, queriendo extender el celibato que había reforzado en Occidente, olvidaron los usos Orientales donde los sacerdotes eran casados. Olvidaron también que en Oriente no había obispados en poder de los laicos y que una reforma en ese sentido no era necesaria. Predicando la obediencia a Roma y reforzando las costumbres romanas no se deban cuenta de que el Oriente tenía usos y ritos diferentes.
El Patriarca Miguel Cerulario
Luego de la elección de León IX (1049-1054) sobrino del Emperador Enrique III favorable a la Reforma, el movimiento reformista se instala en Roma. El Papa llevó consigo a algunos de los más celosos reformadores, entre ellos Humberto de Mourmoutiers, al cual nombró Cardenal de Silva Cándida, y Federico de Lorena a quien nombre Canciller de la Iglesia Romana. Los reformadores extendieron su actividad al sur de Italia, dentro del territorio bizantino donde encontraron comunidades griegas y latinas. Apoyándose en los privilegios acordados por la Donatio Constantini –este documento fraguado se había convertido en uno de los argumentos más decisivos para la extensión del poder Papal, el Papa quería extender su influencia directa a toda Italia. Convocó un Sínodo en Siponto en 1050 donde fueron votados una cantidad de decretos en vistas de propagar la reforma. Algunos de esos decretos estaban dirigidos contra los usos litúrgicos griegos en el sur de Italia.
Los griegos comenzaron a inquietarse. El Patriarca Miguel Cerulario[5] (1043-1058), quien no amaba a los latinos respondió con contramedidas. Puesto que los Latinos manifestaban su intención de reemplazar en Italia la liturgia griega por la liturgia latina, ordenó a todas las iglesias latinas de Constantinopla de adoptar el rito griego, bajo amenaza de cierre. Asimismo ordenó a León, Arzobispo de Ojrida y primado de Bulgaria de componer un tratado dirigido a los griegos de Apulia defendiendo el rito griego. León envió su famosa carta al obispo latino de Trani en territorio bizantino, en la cual criticaba las prácticas latinas, en particular el uso de pan ázimo en la Eucaristía. Es interesante notar que no menciona el Filioque. La carta fue puesta en circulación en muy mal momento. Suscitaba el encono antilatino en Apulia en momentos en que dado el avance Normando amenazaba tanto el territorio papal como el bizantino, una alianza estratégica se imponía. Para ganarse el favor de la población latina, el Emperador Constantino IX Monómaco (1042-1055) había designado como gobernador del territorio bizantino a un latino, Argyros, quien negociaba con el Papa un tratado contra los Normandos. Esto había desatado la ira de Cerulario pues Argyros era su enemigo personal. Desgraciadamente el ejército papal y bizantino fue derrotado por los Normandos en junio de 1053 y el Papa fue hecho prisionero.
Entretanto, Humberto de Silva Cándida había escrito por invitación del Papa, en respuesta a la carta de León de Ojrida, un largo tratado repleto de críticas en invectivas contra los usos griegos. Este tratado no fue entregado en Constantinopla pues entretanto el Emperador había enviado una nueva embajada para conformar una alianza antinormanda y había persuadido al Patriarca de enviar al Papa una carta amigable. El Papa decidió enviar a Humberto, a Federico de Lorena y a Pedro de Amalfi como legados a Constantinopla. Humberto preparó otra respuesta a los ataques de León. Era más corta pero desgraciadamente seguía siendo extremadamente poco diplomática, sobre todo en vistas de las circunstancias. Pretendía incluir allí todo lo que había expuesto en su tratado. El Patriarca no podía más que sentirse ofendido por ella pues el Cardenal expresaba dudas acerca de la legitimidad de su elección, dudas ciertamente injustificadas. Asimismo protestaba contra el empleo del título “ecuménico”. Esto violaba, decía él, los derechos de Alejandría y Antioquía que tenían la precedencia sobre Constantinopla en razón de su vinculación con el Apóstol Pedro. Ese título usurpaba asimismo un derecho que pertenecía a Roma, la madre de todas las sedes. El argumento petrino era lanzado nuevamente contra la sede de Constantinopla.
El Patriarca, que esperaba una carta amigable en respuesta a su propia misiva, breve pero cortés se vio sorprendido y supuso una intriga de parte de su enemigo Argyros. Ofendido por la actitud de Humberto que estimaba arrogante, rehusó continuar con la negociación con los legados, declarando que no eran enviados del Papa sino de Argyros.
Suponiendo que con el apoyo del Emperador y probablemente apoyado por Argyros, podría deponer al Patriarca, Humberto pasó a la ofensiva. Publicó una larga primera carta traducida al griego a la manera de un panfleto contra el Patriarca. En su disputa contra el monje Nicetas Stethatos, que había escrito un tratado defendiendo los usos griegos atacados por el Cardenal, había sido el mismo Humberto quien había abordado la cuestión del Filioque. A las críticas de los usos latinos que contenía el tratado del monje griego respondió de un modo apasionado y ofensivo. Mientras tanto, el Emperador que estaba ansioso por concluir un tratado con el Papa, obligó a Nicetas a repudiar su escrito y a humillarse delante de Humberto.
Los panfletos y las cartas de Humberto revelaron por vez primera a los Bizantinos los principios de los reformadores. Hasta entonces no se habían dado cuento de los cambios que se estaban operando en la mentalidad de la Iglesia Romana. Hablando francamente, no los entendían. Si consideramos la evolución bizantina concerniente al Papado y su posición dentro de la Iglesia, debemos reconocer que la extensión de la autoridad directa y absoluta sobre todos los obispos y fieles predicada por los reformadores, estaba, para la mentalidad Bizantina en contradicción con la tradición familiar a Bizancio. Esta extensión conducía a la abolición de la autonomía de sus Iglesias. En lo concernientes a los usos litúrgicos de los bizantinos, estos eran considerados sospechosos, si no condenados. Esto explica por qué el argumento de Humberto para apoyar sus tesis, tomado de la Donatio Constantini, no impresionaba a los Bizantinos.
Viendo la manera ofensiva de actuar de los legados, contra las expectativas del Humberto, todo el clero se pudo del lado del Patriarca. Todo lo que el Cardenal decía era demasiado nuevo para ellos, y la críticas a los usos griegos irritaban sus sentimientos patrióticos. Humberto perdió la paciencia y aunque se había enterado de la muerte del Papa, compuso la famosa bula de excomunión contra el Patriarca, la depositó sobre el altar de Santa Sofía[6] y abandonó la ciudad.
La Bula de excomunión compuesta por Humberto muestra inequívocamente hasta qué punto la mentalidad de la Iglesia Romana bajo la influencia de los reformadores y cuán poco comprendían a las Iglesias Orientales y sus costumbres. Humberto descubría en ellas los vestigios de todas las grandes herejías, le reprochaba su simonía, siendo que no era en Oriente sino en Occidente donde ésta florecía, condenaba sus sacerdotes casados, sus barbas y sus largos cabellos; asimismo acusaba a los Bizantinos de haber suprimido el Filioque del Credo, mostrando así su ignorancia acerca de la historia de la Iglesia.
El contenido de la Bula chocó profundamente no sólo al Patriarca sino también al Emperador. La agitación que suscitó entre el pueblo obligó al Emperador a abandonar sus esfuerzos de pacificación y a convocar a un sínodo permanente. Éste condenó la Bula, cuyo original fue quemado públicamente y excomulgó a los legados, diciendo que habían sido enviados por Argyros.
Es así que la embajada que debió cerrar una alianza entre Bizancio y el Papado terminó en una ruptura trágica. Los legados, especialmente Humberto, fueron gravemente responsables. La correspondencia de Cerulario con el Patriarca de Antioquía muestra que él también tuvo una conducta criticable.
La Catástrofe de la Cuarta Cruzada
Los Emperadores se esforzaron por mantener buenas relaciones con el Papado. Los Papas asimismo presionados por Enrique V y Federico Barbarroja no se mostraron desfavorables a las iniciativas provenientes de Bizancio. Los Emperadores Alejo, Juan II y Manuel incluso propusieron la idea de un Imperio Romano y se mostraron favorables a la unión a condición de que los Papas reconocieran al Emperador Bizantino como el único verdadero Emperador. Manuel Comneno (1143-1181) estaba particularmente inclinado a concluir una alianza con el Papado, por ser él mismo favorable a los latinos.
Todos estos proyectos naufragaron en la roca de la nueva concepción político-religiosa del Papado. Animados por la idea gregoriana de la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal, los Papas estaban sobre todo ansiosos por mantener su dominación sobre los Imperios de Oriente y Occidente y sobre los principados latinos en Oriente. No podían aceptar la supremacía del Emperador de Oriente, pues el Helenismo Cristiano que profesaban los Bizantinos había sido hace mucho tiempo olvidado en Occidente.
Además las tentativas de los Emperadores Bizantinos encontraron una oposición cada vez más viva por parte del clero y de la población, quienes, luego de la experiencia adquirida luego de su contacto con los cruzados, había desarrollado una marcada aversión por los latinos. No comprendían las nuevas concepciones del Papado y su ideas de dominación universal.
El resultado de esto fue la masacre en 1182 de la población latina residente en Constantinopla por parte de la población griega. Este grave incidente provocó una reacción antigriega en Occidente. Comenzó a generalizarse la idea de que el único medio para lograr el triunfo de las Cruzadas era la conquista de Constantinopla y el reemplazo del Emperador Griego por uno Latino. Eso fue realizado en 1204 con ocasión de la cuarta Cruzada. Las escenas de horror que se vivieron en la gran ciudad luego de la entrada de la entrada victoriosa de los latinos no fueron jamás olvidadas por los Bizantinos. Este desarrollo trágico fue sellado por la instalación de un Patriarca Latino en Constantinopla, con lo cual el cisma llegó a su culminación.
No fue sino luego de la conquista de Constantinopla por los Latinos que los Bizantinos comprendieron en toda su extensión el desarrollo al que había llegado la idea del Primado Romano. La nominación pura y simple de un Patriarca por el Papa, la designación de obispos sin consulta al sínodo y sin la confirmación del Emperador fueron para ellos experiencias inesperadas. Si bien no ignoraban que ello acontecía en Occidente, no podían pensar que una cosa parecida pudiese suceder en su Iglesia. Obviamente todo esto influyó profundamente y en forma negativa en la especulación teológica griega en torno del Primado.
Desarrollo de la cuarta Cruzada.
Fue convocada por el Papa Inocencio III 1099 y dirigida por el Marqués Bonifacio de Montferrat e integrada por nobles del norte de Francia, Lorena y Germania. Un hecho clave de la misma fue que debieron contratar buques de los Venecianos. Los precios que éstos impusieron fueron tan altos que los Cruzados debieron comprometerse a ayudar a la República en una campaña puramente local, la reconquista de la ciudad de Zara, recientemente anexada por el Rey de Hungría. El Rey era un buen príncipe cristiano y el Papa se horrorizó al saber que la primera acción de la Cruzada fue atacar una ciudad cristiana. Sus protestas no fueron atendidas y en noviembre de 1202 los Cruzados y los Venecianos zarparon para sitiar y capturar Zara. Inocencio III envió una carta haciendo saber que todo aquel que atacase Zara quedaba excomulgado. Los Venecianos se burlaron de la excomunión y en noviembre de 1202 con los Cruzados excomulgados tomaron la ciudad. Ya no eran Cruzados sino excomulgados. Era la primera vez que los Cruzados tomaban una ciudad cristiana. Pensando que el perdón los iba a conmover, el Papa les levantó la excomunión.
Entra aquí en escena Alejo Angelus, hijo del Emperador depuesto Isaac Angelus. Éste era cuñado de Felipe de Suabia, íntimo amigo de Bonifacio de Montferrat, el jefe de la Cruzada. Habiendo huído de la prisión a la que lo había sometido el Emperador Bizantino, Alejo III. Alejo ofreció a Bonifacio y al Dogo de Venecia, Andrea Dandolo grandes sumas de dinero y ayuda militar si lo ayudaban a hacerse con el trono de Bizancio. Así es como la Cruzada se dirigió a Constantinopla, llegando al puerto el 24 de junio de 1203. El 17 de julio lograron abrir una brecha en los muros. El Emperador huyó y fue entronizado el nuevo Emperador Alejo IV. Para su desgracia las arcas estaban exhaustas
Los cruzados en Constantinopla
Tras atacar sin éxito las ciudades de Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, el ejército cruzado desembarcó en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Sus primeros intentos de conquistar Constantinopla no tuvieron fruto, pero el 17 de julio los venecianos lograron abrir una brecha en las murallas. Creyendo inminente la caída de la ciudad, el emperador Alejo III decidió huir, llevándose consigo a su hija favorita y una bolsa llena de piedras preciosas, y refugiarse en la ciudad tracia de Mosynópolis. Los dignatarios imperiales, para resolver la situación, sacaron de la cárcel al depuesto emperador Isaac II Ángelo, padre de Alejo y lo restauraron en el trono. Tras unos días de negociaciones, llegaron a un acuerdo con los cruzados por el cual Isaac y Alejo serían nombrados co-emperadores. Alejo IV fue coronado el 1 de agosto de 1203 en la iglesia de Santa Sofía.
Para intentar cumplir las promesas que había hecho a venecianos y cruzados, Alejo se vio obligado a establecer nuevos impuestos. Se había comprometido también a conseguir que el clero ortodoxo aceptase la supremacía de Roma y adoptase el rito latino, pero se encontró con una obstinada resistencia. Confiscó algunos objetos eclesiásticos de plata para pagar a los venecianos, pero no era suficiente. Durante el resto del año 1203, la situación fue volviéndose más y más tensa: por un lado, los cruzados estaban impacientes por ver cumplidas las promesas de Alejo; por otro, sus súbditos estaban cada vez más descontentos con el nuevo emperador. A esto se unían los frecuentes enfrentamientos callejeros entre cruzados y bizantinos.
El yerno de Alejo III, también llamado Alejo, se convirtió en el líder de los descontentos, y organizó, en enero de 1204, un tumulto que no tuvo consecuencias. En febrero, los cruzados dieron un ultimátum a Alejo IV, quien se confesó impotente para cumplir sus promesas. Estalló una sublevación que, tras algunas vicisitudes, entronizó a Alejo V Ducas. Alejo IV fue estrangulado en una mazmorra, y su padre Isaac II murió poco después en prisión.
Conquista de la ciudad
En marzo, los cruzados deliberaron sobre lo que convenía hacer. Decididos a recuperar la ciudad por la fuerza y a colocar en el trono a un emperador latino, no lograban sin embargo ponerse de acuerdo acerca de quién sería el mejor candidato de entre ellos a ocupar el trono imperial. Bonifacio, el jefe de la expedición, no estaba bien visto por los venecianos. Finalmente se decidió que se formaría un comité electoral, compuesto de seis delegados francos y seis venecianos, que elegiría al emperador.
Atacaron por primera vez la ciudad el 6 de abril de 1204, pero fueron rechazados con un gran número de bajas. Seis días después reiniciaron el ataque. Los cruzados consiguieron abrir una brecha en la muralla en el barrio de Blanquerna. Al mismo tiempo, se produjo un incendio en la ciudad, y la defensa bizantina se desmoronó. Los cruzados y los venecianos entraron en la ciudad. Alejo V huyó a Mosynópolis, donde un año antes se había refugiado su suegro, Alejo III. Los nobles ofrecieron la corona a Teodoro Láscaris, yerno también de Alejo III, pero éste la rechazó y huyó a Asia con su familia, el patriarca de Constantinopla y varios miembros de la nobleza bizantina. Se estableció en Nicea, donde fundó el Imperio de Nicea, depositario de la legitimidad bizantina.
La ciudad fue saqueada durante varios días. Los cronistas se hacen eco de las atrocidades perpetradas por los conquistadores. Del saqueo no se libraron las iglesias ni los monasterios, y en la misma Santa Sofía fueron destruidos el iconostasio de plata y varios libros y objetos de culto. Según relata Nicetas Coniates:
“Destrozaron las santas imágenes y arrojaron las sagradas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenza mencionar, esparciendo por doquier el cuerpo y la sangre del Salvador […] En cuanto a la profanación de la Gran Iglesia, destruyeron el altar mayor y repartieron los trozos entre ellos […] E introdujeron caballos y mulas a la iglesia para poder llevarse mejor los recipientes sagrados, el púlpito, las puertas y todo el mobiliario que encontraban; y cuando algunas de estas bestias se resbalaban y caían, las atravesaban con sus espadas, ensuciando la iglesia con su sangre y excrementos.
Una vulgar ramera fue entronizada en la silla del patriarca para lanzar insultos a Jesucristo y cantaba canciones obscenas y bailaba inmodestamente en el lugar sagrado […] tampoco mostraron misericordia con las matronas virtuosas, las doncellas inocentes e incluso las vírgenes consagradas a Dios”.
Finalmente, se restableció el orden y se procedió a un reparto ordenado del botín según lo que se había pactado previamente: tres octavas partes para los cruzados, otras tres octavas para los venecianos, y un cuarto para el futuro emperador. A pesar de las pretensiones de Bonifacio de Montferrato, el comité eligió emperador a Balduino IX de Flandes, primer monarca del Imperio Latino.
Conclusión
Si el cisma hubiese surgido sólo por disputas entre los jerarcas acerca de precedencias y costumbres, o incluso acerca de la autoridad administrativa y doctrinal, los sinceros intentos hechos por los posteriores Emperadores para sanarlo hubiesen sido exitosos. Pero la tragedia del cisma fue que no se trató de celos superficiales y tradiciones eclesiásticas confrontadas. Fue más profundo; estaba basado en la antipatía mutua entre los pueblos de las Cristiandades Oriental y Occidental, una aversión que surgió de los sucesos políticos de los siglos XI y XII. La agresión militar de los Normandos, la agresión comercial de las repúblicas marítimas italianas, y el noblemente intentado mas salvajemente ejecutado movimiento de las Cruzadas fueron las causas de la ruptura, no la mezquina querella entre Miguel Cerulario y el Cardenal Humberto. Hubo cismas en el pasado, pero había sido posible subsanarlos por medio del tacto y la paciencia, porque sólo habían involucrado a una porción superficial de la sociedad. Pero cuando las demandas Papales fueron respaldadas por la agresiva opinión pública del Oeste insistiendo acerca de la sumisión del Este, y cuando la opinión pública en el Oriente Ortodoxo, recordando las Cruzadas y el Imperio Latino, vio en la supremacía Papal una forma salvaje de dominación foránea, entonces ningún compromiso acerca de la Procesión del Espíritu Santo o del pan de la Eucaristía pudo ser de provecho. El Oriente no tenía deseos de someterse al Occidente y el Occidente no hubiese aceptado otra cosa que la sumisión. Aunque posteriormente pareció que la única oportunidad de salvación para Bizancio consistía en la unión con Occidente, el más sabio de los últimos Emperadores, Manuel II, advirtió tristemente a su hijo que los intentos de unión sólo empeorarían las cosas, porque los Latinos eran demasiado arrogantes y los Griegos demasiado obstinados como para volver a reunirse.
El curso de la historia política ahondó el cisma más allá de toda posibilidad de reparación; y debajo de las querellas políticas subyacía una profunda diferencia en ideología. El Papado posterior a Hildebrando representaba un superlativo intento de darle al mundo un nuevo orden. Las potencias seculares de Occidente eran locales y limitadas. El mismo Imperio Occidental no tenía autoridad ecuménica. Correspondió al Papado, la única institución imperecedera, con todo el prestigio de Roma tras de sí, proveer el control y el gobierno que harían de la Cristiandad una unidad Cristiana. Era una concepción magnífica pero ininteligible para el Oriente Cristiano. Allí el Imperio secular sobrevivió como para continuar el prestigio de Roma. El César era ahora un cristiano, pero sus cosas todavía debían serle dadas. La queja del embajador Bizantino en Montecasino acerca de que el Papa se había convertido en un Emperador mostraban el disgusto que Bizancio sentía por el nuevo orden Occidental. Pero para los pensadores occidentales, seguros de haber hallado el modo de reconstruir la sociedad sobre una firme base Cristiana, la negativa del Esta a aceptar la soberanía del heredero de San Pedro, el Vicario del Cristo, les parecía injustificada y malvadamente obstructiva. A la diferencia en ideología se agregaba la secular diferencia en temperamento entre Roma y Grecia, una legalista y autoritaria y la otra filosófica e individualista. La historia impidió que las Iglesias de Roma y de Oriente siguieran un mismo camino. Sus problemas no eran los mismos, ni las respuestas que les dieron. La conservación de la unidad hubiese demandado una amplitud de tolerancia, sabiduría y longanimidad más allá del alcance de la mayor parte de los hombres.
P. Carlos Baliña
* Este trabajo esta basado y debe su valor a las obras “The Photian Schism”, “Byzance et la Primautre Romaine” e “Histoire de Conciles” de Francis Dvornik, “The Eastern Schism” de Robert Runciman y “Mahomet II Impose Le Schisme Orthodoxe”de Lina Murr Nehme.
[1] Una réplica del Patriarca Anatolio parece implicar que él abandonaría el canon a no ser que fuese aprobado por Roma. Pero de hecho las Iglesias Orientales aceptaron su validez.
[2] El Tomus o Epistola Dogmatica del Papa Leon fue dirigida a Flaviano de Antioquía.
[3] Dante, Inferno, ix. 8‑9.
[4] La Teología Trinitaria de Oriente y Occidente procede en direcciones opuestas. Mientras que los teólogos bizantinos parten de las tres Divinas Personas para llegar desde Ellas a la unidad de la Esencia divina, los teólogos latinos proceden a la inversa, o sea desde la unidad de las Esencia a las tres Hipóstasis Divinas. Ya San Agustín había notado esto en De Trinitate.
[5] Miguel Cerulario había accedido al trono Patriarcal en 1043. Era un oficial civil retirado que había recibido las órdenes sagradas en su madurez. Era un administrador capaz y vigoroso, pero tenía la mentalidad rígida de un funcionario público y no era muy versado en teología ni en historia de la Iglesia. No tenía ni la sutileza ni el ingenio ni la vasta cultura de un Focio. Era arrogante y orgulloso, tanto de sí mismo como de su sede. No es una figura atractiva para el historiador, pero de hecho gozaba de una inmensa popularidad en Constantinopla, donde su influencia era mucho mayor que la del amable pero excéntrico Emperador.
[6] Sábado 16 de julio de 1054. Excomulgaba a Miguel Cerulario, León de Ojrida, al Canciller patriarcal y a todos sus seguidores.