Historia de batallas. EL SITIO DE BELGRADO

Por Tomás Marini

“El verdadero soldado no lucha

porque odia lo que tiene delante,

sino porque ama lo que tiene detrás.”

G.K. Chesterton.

Fecha: 4 de julio al 6 de agosto de 1456.

Campo de batalla: Belgrado, actual Serbia.

Resultado: Victoria húngara que detiene el avance del Imperio Otomano por más de medio siglo.

Beligerantes: Imperio Otomano vs Reino de Hungría; Serbios; Cruzados europeos.

Personajes protagonistas: papa Calixto III; Mehmed II; Juan Hunyadi; Miguel Szilágyi; san Juan de Capistrano; cardenal Juan Carvajal; Titus Dugović y Ladislao Kanizsai.

Juan Hunyadi, el caballero blanco de Valaquia, luego de un día entero de combates en la ciudad, con su armadura plateada aún manchada con la sangre seca de los jenízaros otomanos y agotado por haber él mismo peleado en primera línea, se encontraba con algunos de sus cruzados más leales preparando la defensa para el próximo asalto del enemigo. De repente, un mensajero llegó hasta él, jadeante y con los ojos desorbitados. “Señor, los cruzados campesinos han salido de las murallas y se enfrentan solos a los otomanos en el campo abierto”.

Sin perder un segundo, Hunyadi, desenvainó su espada. “¡Reunid a los hombres! –ordenó con voz firme–. ¡Llegó el momento, a vencer o morir!”, mientras subía a su caballo. Junto a él, el sacerdote Juan de Capistrano, vestido con su hábito franciscano con una cruz roja en el pecho, levantó en alto el estandarte con la cruz y alzó la voz para que los veteranos cruzados lo oyeran: “¡El Dios que lo inició, se encargará de terminarlo! ¡Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión!”

Con esas palabras, Hunyadi y sus hombres se lanzaron a la batalla, atravesando las puertas de la fortaleza y corriendo hacia el fragor del combate contra el enemigo más temible y numeroso que había enfrentado nunca un ejército cristiano.

 

El año siguiente a la batalla del Salado moría enfermo de peste negra Alfonso XI de Castilla. Esta enfermedad azotó Europa a mediados del siglo XIV llevándose la vida de un cuarto de la población, unas veinticinco millones de almas, aunque algunos calculan el doble de víctimas. La peste se originó en Oriente y fue traída por los mongoles de la Horda de Oro que, en 1346, sitiaron la ciudad de Caffa en la península de Crimea, en el mar Negro. Allí comenzaron a morir por razones desconocidas los mongoles, y estos decidieron arrojar los cadáveres con sus catapultas hacia adentro de la ciudad sitiada sin saber que así desencadenarían una de las catástrofes más grandes de la historia. La peste se propagó entre los defensores y, cuando el sitio concluyó, los supervivientes escaparon de la ciudad llevando consigo la peste a todos los puertos a los que viajaron, especialmente los de Italia. Desde allí se propagó a todos los reinos de la cristiandad. Las muertes comenzaron a contarse por miles en Rusia, el Sacro Imperio, Francia, Inglaterra, España…

Pero la peste negra, llamada así por el color azul oscuro que adquiría la piel de los muertos, no se limitó a Europa, pasó hacia 1350 a África y Asia, donde se calcula que murieron entre treinta y cuarenta millones de personas.[1] La peste tuvo enormes consecuencias sociales, muchas tierras quedaron vacías y la gente se movió en masa hacia las ciudades, dando inicio al desmantelamiento del orden feudal. La Iglesia se vio obligada en el siglo siguiente a ordenar rápidamente sacerdotes, para suplir la falta de ellos. Entre estos ordenados con muy pocos años de preparación, se encontraba un joven llamado Martín Lutero. Ya volveremos a hablar de él.

            Unos años antes de la peste comenzó en Francia uno de los conflictos armados más famosos de la historia, que se conocerá con el nombre de “la guerra de los Cien Años” aunque duró exactamente 116, entre 1337 y 1453, enfrentando de forma intermitente a los reinos de Francia e Inglaterra. Fue durante esa guerra que Dios suscitó para liderar los ejércitos de Francia a una joven campesina de solo catorce años llamada Juana de Arco. Su primer gran triunfo fue el asedio de Orleáns en 1429, donde, por primera vez en Europa, los cañones[2] tuvieron un papel decisivo en una batalla.[3] La Doncella de Orleáns, como fue conocida en adelante, fue finalmente capturada por sus enemigos, condenada por herejía en un juicio inicuo y sentenciada a morir en la hoguera con solo diecinueve años.[4]

Mientras en Europa la cristiandad comenzaba a resquebrajarse[5] y los reyes cristianos combatían entre sí, en Asia Menor surgía un nuevo poder musulmán, los otomanos, que en 1326 tomaron la importante ciudad bizantina de Bursa y la transformaron en la primera capital otomana. Desde allí lanzaron campañas de conquista tomando importantes ciudades cristianas como Esmirna en 1329, Nicea en 1331 y Nicomedia en 1337. A esta altura, sobra decir las atrocidades que cometieron en cada una de esas ciudades, a su población y a sus iglesias. Unos años más tarde, capturaron la ciudad de Galípoli, poniendo pie en tierra europea. Desde allí Murad I, sultán del Imperio Otomano, comenzó a aterrorizar las tierras cristianas de los Balcanes[6] conquistando Adrianópolis, actualmente la ciudad de Edirne en Turquía, convirtiéndola en la nueva capital del Imperio y en un inmenso mercado de esclavos, donde jóvenes cristianas eran intercambiadas por un par de botas o cuatro jóvenes por un caballo. En el 1371 ya dominaban partes de Bulgaria y Macedonia. Los años siguientes siguieron avanzando como una ola de terror sobre los Balcanes y, hacia 1390, habiendo sido derrotados los ejércitos cristianos en la batalla de Kosovo, la mayoría de las principales ciudades cristianas del sur de los Balcanes estaban en poder de los otomanos y los jinetes del islam saqueaban las tierras fronterizas de Austria. Solo Belgrado y Constantinopla resistían.[7]

En 1396 un enorme ejército de caballeros cruzados, formado principalmente por franceses, pero también escoceses, alemanes, españoles, italianos y polacos fue derrotado por los otomanos en la batalla de Nicópolis. En la batalla, un veterano caballero, Jean de Vienne, “defendió el estandarte de la Virgen María con un valor inquebrantable. Seis veces cayó el estandarte, y seis veces lo levantó de nuevo. Solo cayó para siempre cuando el Gran Almirante mismo sucumbió bajo el peso de los golpes turcos. Su cuerpo fue encontrado más tarde ese día con su mano todavía aferrada al sagrado estandarte”.[8] A los prisioneros, unos tres mil,[9] se les ofreció perdonarles la vida a cambió de apostatar de su fe y convertirse al islam. Pocos lo hicieron. Los demás fueron decapitados en el lugar, alcanzando la corona del martirio y sus cabezas apiladas en un montón frente al sultán.

Luego de la derrota cristiana en la batalla de Varna en 1444, donde fueron vencidos los ejércitos polaco y húngaro, el sultán otomano Mehmed II, con solo 21 años, se lanzó a la conquista del premio más codiciado por el islam y por el mismo Mahoma: Constantinopla. Para ello mandó diseñar y construir enormes piezas de artillería de asedio,[10] capaces de destruir las antiguas murallas triples que protegían la capital bizantina y contra la que tantas veces se habían estrellado inútilmente las huestes de Mahoma. Menos de 7.000 hombres defendían los más de 22 kilómetros de murallas de Constantinopla, enfrentándose a los 80.000 otomanos del sultán.

En la mañana del 28 de mayo de 1453, después de cincuenta y tres días de desesperada resistencia, los otomanos, destruidas las murallas por la poderosa artillería, entraron en la ciudad. Los soldados al grito de Allahu akbar asesinaron, mutilaron y saquearon durante tres días: “La sangre corría por la ciudad como lluvia por las alcantarillas tras una tormenta repentina”.[11] Los sobrevivientes, unos seis mil, fueron esclavizados. Luego de ello, el sultán hizo su entrada formal y fue directamente a la iglesia de la Santa Sofía, a la que convirtió en la principal mezquita de la ciudad derribando la cruz de su cúpula y colocando allí la medialuna islámica. Así lo escribe Ducas, un historiador contemporáneo a la conquista:

“A causa de nuestros pecados, el templo [Santa Sofía] que fue construido en el nombre de la Sabiduría del Logos de Dios, y se llama el Templo de la Santísima Trinidad, y la Gran Iglesia y la Nueva Sión, hoy se ha convertido en un altar de bárbaros, y ha sido nombrado y se ha convertido en la Casa de Mahoma. Justo es Tu juicio, oh, Señor”.[12]

Constantinopla, la ciudad fundada por el primer emperador romano bautizado Constantino, luego de ocho siglos resistiendo al islam, cayó ante sus cañones, y con sus murallas se derrumbó el Imperio Bizantino, es decir, lo que quedaba del antiguo Imperio romano de Oriente. La ciudad se convirtió en la capital del Imperio Otomano pasando a llamarse “Estambul” y la cristiandad se encontró con el mayor y más poderoso enemigo que jamás había conocido, firmemente asentado en sus mismas puertas.

Después de la caída de Constantinopla en 1453, el sultán otomano Mehmed II “el conquistador” se lanzó a la conquista del Reino de Hungría, siguiente obstáculo para su plan de conquistar toda Europa y llegar a alimentar su caballo en el altar de San Pedro.

Ante el avance de un inmenso ejército de 150.000 hombres, armado con cañones nuevos, fundidos con el bronce de las campanas de las iglesias de Constantinopla, los nobles y líderes de Valaquia, Serbia, Moldavia y Hungría huyeron o se escondieron en sus fortalezas abandonado a su pueblo. Parecía que nadie se atrevía a hacer frente a la “bestia otomana”, a pesar de que el papa Calixto III había tratado de convocar a los reinos cristianos a una nueva cruzada, enviando para ello al cardenal español Juan de Carvajal y al sacerdote Juan de Capistrano[13] de 70 años, a predicar a los reyes para que combatieran en defensa de su santa religión. Solo un hombre extraordinario escuchó las súplicas del papa y se preparó para combatir al enemigo de la cristiandad. Su nombre era Juan Hunyadi,[14] un veterano guerrero, conde de Hungría, conocido como “el caballero blanco de Valaquia” por entrar en batalla vistiendo una armadura plateada, admirado por los cristianos y temido por los musulmanes:

“Hemos tenido suficiente de nuestros hombres esclavizados, nuestras mujeres violadas, carros cargados con las cabezas cortadas de nuestro pueblo, la venta de cautivos encadenados, la burla de nuestra religión… No pararemos hasta que logremos expulsar al enemigo de Europa”.[15]

A finales de 1455, Juan Hunyadi, llamado por el cardenal Caravajal, “el macabeo de nuestro tiempo” comenzó los preparativos para la defensa. Utilizando sus propios recursos, armó y aprovisionó la fortaleza de Belgrado, ya que sabía que si Belgrado caía, lo haría luego toda Hungría, y quien sabe quién detendría, entonces, a los ejércitos otomanos. Dejó en la ciudad una guarnición fuerte con seis mil veteranos bajo el mando de su cuñado Miguel Szilágyi y de su propio hijo primogénito Ladislao. Luego pidió ayuda a los nobles de Hungría y Valaquia, pero sólo algunos amigos cercanos a él respondieron a su llamado.

Con el santo sacerdote franciscano Juan de Capistrano, también enviado por el Papa, el cardenal Juan Carvajal y un puñado de veteranos cruzados, Hunyadi se dirigió al sur y convocó al pueblo para que se levante en defensa de su patria y su religión, ya que los nobles no la harían. En total, Juan de Capistrano pudo reclutar unos 40.000 hombres, aunque la mayor parte de ellos con poca o nula experiencia de combate, y muy mal armados. “Sin embargo, esta multitud heterogénea, impulsada por el fervor y entusiasmo de Capistrano, estaba animada por el espíritu de mártires y héroes, y estaba dispuesta a seguir hasta la muerte al anciano marchito, cuyo frágil cuerpo estaba reducido a un esqueleto por los ayunos, vigilias y viajes constantes, y cuyos débiles brazos se apoyaban pesadamente en el robusto bastón de roble en el que había tallado el nombre del Redentor.”[16] Hunyadi, por su parte, consiguió armar un ejército un poco más preparado de unos 12.000 infantes y 1.000 caballeros, más doscientos barcos para transportar las tropas por el Danubio.

Sin embargo, antes de que éstos hubieran podido reunirse, llegó a Belgrado el ejército invasor de 160.000 hombres (según los cálculos más conservadores), comandados por el mismo Mehmet II, rodeando la ciudad por tierra y por agua. Entre las tropas, se encontraban los jenízaros, la temible fuerza de elite otomana, armados con arcabuces de cañón largo, las primeras armas de fuego personales, de más lenta recarga que los europeos, pero más precisos y letales.

Los jenízaros fueron a comienzos del Imperio Otomano, cristianos esclavizados desde niños, capturados como botín de guerra, o entregados anualmente como tributo al sultán desde todos los territorios cristianos ocupados. Griegos, serbios, búlgaros, macedonios, albaneses y muchos otros eran obligados, bajo pena de muerte, a entregar a sus hijos para que fueran convertidos en fanáticos guerreros del islam. Luego, estos niños eran sometidos a un duro entrenamiento y torturados, tanto física como psicológicamente, para quebrarlos: Se los adoctrinaba noche y día en la religión de Mahoma y la yihad, las mínimas faltas eran duramente castigadas, apenas podían dormir, se los alimentaba con lo mínimo indispensable y no se les permitía hablar más que para lo necesario y para rezar las oraciones musulmanas.[17] Los que sobrevivían a esta tortura se convertían en fanáticos yihadistas, la fuerza de elite del ejército otomano, enviados, luego, a combatir contra sus propios padres y hermanos, a los que ya eran incapaces de reconocer.

El 4 de julio de 1456, aniversario de la batalla de Hattin, comenzó el bombardeo a las murallas de la ciudad. Szilágyi sólo contaba en el castillo con una fuerza de 6.000 hombres, aunque la población civil también se unió a la defensa. Mehmet dispuso su ejército en el cuello del cabo y comenzó a disparar sus 300 cañones contra las murallas de la ciudad. Colocó sus barcos, unas 60 galeras y 150 naves pequeñas, principalmente, al noroeste de la ciudad, muchas de ellas enganchadas con cadenas y otras, libres, para patrullar los pantanos y para cerciorarse de que la fortaleza no recibiese refuerzos. El Danubio, al este, era vigilado por el Spahi, el cuerpo de caballería ligero del sultán.

Diez días más tarde, con la ciudad a punto de caer, Hunyadi llegó por el Danubio con su flotilla a la ciudad, totalmente cercada por el enemigo. Invocando el Nombre Santísimo de Jesús los cruzados se lanzaron sobre las naves enemigas y, ayudados por barcos que enviaron los defensores de la ciudad y por las oraciones de Juan de Capistrano –que en medio del combate sostenía una cruz en alto e invocaba el auxilio del Cielo–, lograron romper el bloqueo naval. Luego de cinco horas de combate, los cristianos lograron hundir tres grandes galeras otomanas y capturaron cuatro grandes navíos y unos 20 más pequeños. Tras destruir la flota del sultán, Hunyadi pudo transportar sus tropas y las provisiones a la ciudad. Con ello reforzó la defensa de la fortaleza. Pero allí, encontró a los defensores desmoralizados, por lo que se dirigió a ellos con palabras “de fuego”:

“¿Qué teméis? ¿Es esta la primera vez que veis a los turcos? ¿No son estos los mismos a los que tantas veces hemos puesto en fuga y que, a veces, también nos han puesto en fuga a nosotros? ¿Por qué debería su aspecto familiar perturbaros ahora? ¡Seguro que a estas alturas ya sabéis qué clase de hombres son! Tened un corazón valiente, entonces, mis queridos hijos. Poned vuestra confianza en Cristo. ¿Acaso no murió Él por nosotros? ¿Y deberíamos nosotros considerar un sufrimiento morir por Él? Sed valientes, entonces, y luchad con valor. Si Dios está con nosotros, el enemigo se mostrará cobarde. ¿Qué más necesito deciros, cuando ya habéis demostrado la verdad de mis palabras tantas veces bajo mi bandera?”

Mehmet II, para quien la derrota naval no había implicado grandes pérdidas, continuó castigando las murallas con su artillería, y, después de una semana de duro bombardeo, empezó a abrir brechas en las murallas de la fortaleza por varios lugares. Finalmente, al salir el sol el día 21 de julio, el sultán ordenó un asalto total. Al sonido de tambores e invocando el nombre de Alá, el ejército enemigo –con los jenízaros a la cabeza– entró en tromba en la ciudad por las brechas abiertas en las murallas. Pero la ciudad estaba vacía, o así lo creyeron, lanzándose los musulmanes al saqueo de todo lo que pudieran encontrar. Lejos de haber huido, los cristianos estaban escondidos esperando la señal de Hunyadi para abalanzarse sobre los desprevenidos enemigos, y así lo hicieron cuando sonaron los cuernos invocando los nombres de Jesús y de María. Muchos turcos cayeron en un primer momento, pero, siendo soldados profesionales, lograron reponerse de la sorpresa y comenzaron a defenderse dando lugar a una sangrienta lucha que duró todo ese día. Por cada otomano que caía, muchos más ocupaban su lugar. Los cristianos comenzaron a ceder terreno, aunque Hunyadi resistió rodeado de sus tropas más leales y, según las crónicas, también de algunas mujeres que combatieron codo a codo con los hombres. Cuando un soldado turco casi había logrado fijar la bandera del sultán encima de un bastión, un soldado llamado Titus Dugovich lo agarró y juntos cayeron desde la muralla.[18]

A la mañana del día siguiente, estaba claro que los cristianos no podrían resistir mucho tiempo más la marea interminable de enemigos que se filtraba por las murallas. Muchos de los cristianos, retirados ahora en la ciudadela fortificada, comenzaron a lanzar madera cubierta de alquitrán y otros materiales inflamables, y después la prendieron fuego. Pronto, una pared de llamas separó a los jenízaros que luchaban en la ciudad, de sus camaradas que intentaban entrar en la parte más alta de la ciudad. Mientras, el santo sacerdote Capistrano enardecía a las tropas empuñando una bandera en donde estaba bordada una cruz, mientras gritaba: ¡¡¡Jesús, Jesús, Jesús!!!

La feroz batalla entre los soldados jenízaros cercados y los de Szilágyi en la parte alta de la ciudad se inclinó a favor de los cristianos, y los húngaros lograron repeler el asalto luego de más de veinte horas de combate. Al disiparse el humo de los incendios, se pudo ver la ciudad sembrada de enemigos muertos y cadáveres calcinados.

Hunyadi mandó a sus hombres prepararse para el siguiente asalto. Pero, a la tarde de ese mismo día, sucedió algo completamente inesperado. Los cruzados campesinos comenzaron una acción espontánea, al ver que un grupo de cruzados era emboscado fuera de las murallas de la ciudad y, a pesar de las órdenes de Hunyadi de que no se asaltaran las posiciones turcas, algunas de las unidades se arrastraron hacia fuera de los terraplenes derruidos, tomaron posiciones a través de la línea turca y atacaron a los soldados enemigos. La caballería turca intentó sin éxito dispersarlos y, en seguida, se unieron más cristianos a los que habían salido de la ciudad. Lo que había empezado como un incidente aislado, pronto se convirtió en una nueva batalla campal fuera de la ciudad. Juan de Capistrano comenzó a dirigirles contra las líneas otomanas gritando: “¡El Dios que lo inició, se encargará de terminarlo! ¡Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión!”.

Capistrano dirigió a sus cruzados a la retaguardia del ejército turco, a través del río Sava. Al mismo tiempo, Hunyadi lanzó una carga con sus soldados profesionales desde el fuerte para tomar las posiciones de artillería del campamento turco, y logró capturar varios de sus cañones apuntándolos contra sus anteriores operarios. Tomados por sorpresa en este extraño giro de los acontecimientos, paralizados por un miedo inexplicable, los turcos huyeron. La guardia personal del sultán, compuesta de unos 5.000 jenízaros, trató desesperadamente de controlar la situación, terminar con el pánico y reconquistar el campamento, pero, para entonces, todo el ejército cristiano había entrado en batalla, y los esfuerzos turcos fueron inútiles, cayó muerto el líder de los jenízaros y el mismo sultán fue herido por una flecha perdiendo la conciencia.

Protegidos por la oscuridad, los turcos se retiraron rápidamente. En la ciudad de Sarona, Mehmet recobró la consciencia. Tras enterarse de la noticia de que su ejército había sido vencido, casi todos sus líderes muertos y su equipamiento abandonado, costó mucho evitar que el dirigente de 24 años se suicidase tomando veneno. Mehmed se retiró con los supervivientes y volvió a Constantinopla. Había perdido a cincuenta mil de sus hombres, trecientos cañones y veintisiete barcos de guerra.

El papa Calixto III, durante el asedio, había dispuesto que “los fieles, al sonar las campanadas de mediodía, imploraran la protección divina con el rezo de esta bella súplica mariana. (…) Como consecuencia de esto, el Ángelus fue aceptado rápidamente e introducido en toda la Iglesia como plegaria de agradecimiento y renovada confianza en la intercesión de la Madre de Dios”.[19]

Luego de la batalla, una plaga se extendió en la ciudad de Belgrado, algo que sucedía con frecuencia por la putrefacción de los cuerpos de los muertos. Veinte días después de la victoria, el Athleta Christi, como lo llamó el papa Pío II, Juan Hunyadi, moría por causa de esta plaga. Estando moribundo, pidió a Juan de Capistrano que lo llevara a la iglesia más cercana para poder recibir el viático, es decir, la Santa Eucaristía, pero el santo franciscano le dijo que descansara, que él le llevaría cuanto antes el cuerpo de Cristo. Pero el héroe insistió: “No corresponde que el Maestro tenga que venir a su siervo, sino que el siervo debe ir y buscar a su Señor”. Entonces, ya a punto de expirar, fue llevado hasta la iglesia, donde hizo su última confesión, recibió la Eucaristía y entregó su alma a Dios. Diez semanas más tarde san Juan de Capistrano[20] también sucumbía ante la plaga. Es lógico pensar que estos dos gigantes de la cristiandad se habrán encontrado muy pronto en el Cielo.

El hijo de Juan Hunyadi, Matías Corvino, fue coronado rey de Hungría dos años después del asedio y él y sus descendientes continuaron deteniendo el avance otomano por más de setenta años.

TOMÁS MARINI

Bibliografía consultada

– Raymond Ibrahim, Defenders of the West, the Christian heroes who stood against Islam, Bombardier Books (2022).

– Stanford J. Shaw, History of the Ottoman Empire and modern Turkey, Cambridge University Press (1976).

– Sinor, Denis, History of Hungary, Praeger (1959).

– Lazar, Istvan, Hungary: A Brief History. Corvina (1990).

– Tonio Andrade, La edad de la pólvora. Las armas de fuego en la historia del mundo. Editorial Crítica (2017).

– Andrew Wheatcroft, Infidels: A History of the Conflict Between Christendom and Islam. Random House Trade Paperbacks (2005).

– Overy, R. J., A history of war in 100 battles, William Collins (2014).


[1] En medio de toda esta agitación, miles de sacerdotes, religiosos y religiosas, cumpliendo su deber de pastores, no dejaron de atender a los enfermos y moribundos, para asistirlos material y, especialmente, espiritualmente, sabiendo que se enfrentaban a un enemigo invisible que, muy probablemente, los mataría, como efectivamente sucedió con muchos de ellos. ¡Qué falta nos hacen esa clase de hombres y mujeres en nuestros días! Ante la “pandemia” que nos tocó vivir, pocos fueron los hombres de Iglesia, supuestamente pastores con olor a oveja, que no se escondieron como mercenarios al ver venir al lobo abandonando a su rebaño. Pero claro, mejor olvidar a esos sacerdotes “oscurantistas” y “medievales” que, por creer en la vida eterna, estaban dispuestos a dar su vida por la salvación de una sola alma.

[2] Alrededor de la década de 1320 los cañones, habiendo sido utilizados durante siglos anteriormente en China, llegaron a Europa, pero en una versión aún muy primitiva y poco efectiva para utilizar en batalla. 

[3] Escribe un combatiente francés de la guerra que “Juana de Arco actuó con gran inteligencia y claridad en el combate, como si fuera un capitán con una experiencia de veinte o treinta años, en especial en la organización de la artillería, ya que en eso se manejaba de manera excelente” citado por Tonio Andrade, La edad de la pólvora. Las armas de fuego en la historia del mundo, Editorial Critica (2017).

[4] Fue canonizada como santa de la Iglesia Católica el 16 de mayo de 1920 por el papa Benedicto XV.

[5] En 1303 había sucedido “El ultraje de Anagni”, también conocido como “la bofetada de Anagni”. Algunos señalan este hecho como el que señaló el fin de la cristiandad.

[6] Los actuales países de Albania, Bosnia y Herzegovina, Bulgaria, Croacia, Grecia, Kosovo, Montenegro, Macedonia del Norte, Rumania, Serbia y Eslovenia.

[7] Mientras tanto en 1380 los rusos, sometidos por la Horda de Oro desde hace más de un siglo, liderados por el Gran Príncipe Dmitri, obtuvieron la primera victoria importante sobre  los tártaros musulmanes en la batalla de Kulikovo. De todos modos, la liberación total del yugo tártaro tardaría un siglo más en concretarse luego de la batalla del río Ugra en 1480.

[8] Raymond Ibrahim, Sword and Scimitar: Fourteen Centuries of War between Islam and the West.

[9] Algunas fuentes hablan de hasta 10.000.

[10] El cañón más grande medía entre seis y nueve metros. Eran necesarios centenares de kilos de pólvora para disparar una de sus bolas de piedra, cada una de las cuales pesaba entre quinientos cincuenta y ochocientos kilos. Para transportar el cañón eran necesarios sesenta bueyes que tiraban de treinta carromatos empujados por doscientos operarios.

[11] Niccolò Barbaro, Diary of the siege of Constantinople (1453).

[12] Citado por Andrew Wheatcroft en Infidels: A History of the Conflict Between Christendom and Islam.

[13] Llamado el “Santo de Europa”.

[14] Nacido en Transilvania, en la actual Rumania, en 1406.

[15] Raymond Ibrahim, Defenders of the West, the Christian heroes who stood against Islam.

[16] Historiador Nisbet Bain citado en Defenders of the West.

[17] Hoy en día, muchos académicos han intentado defender el secuestro, conversión forzada, tortura e instrucción en la yihad de niños cristianos, con el peregrino argumento de que es el equivalente a enviar niños al extranjero para que reciban una educación prestigiosa y se preparen para una carrera exitosa. ¡Vaya carrera, que culmina en el enfrentamiento mortal contra tus propios padres de sangre!

[18] Por este acto heroico el hijo de Juan Hunyadi, el rey húngaro Matías Corvino, ennobleció al hijo de Titus tres años más tarde.

[19] S.S. Juan Pablo II en su viaje pastoral a Polonia y Hungría en 1991.

[20] Fue canonizado en 1690 por el papa Alejandro VIII. Es el santo patrono de los capellanes militares.

 

 


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