Historia de batallas: LA PRIMERA CRUZADA. «¡Dios lo quiere!»

Por Tomás Marini

“Los enemigos de la Cruz han levantado su blasfemo

Estandarte y devastado con el fuego la Tierra Santa…

Ceñios virilmente la armadura y empuñad la espada triunfadora”

San Bernardo

 

Fecha: 7 de junio-15 de julio de 1099

Campo de batalla: Nicea, Antioquía, Jerusalén y Ascalón.

Resultado: Victoria decisiva cruzada, reconquista de Jerusalén y creación del Reino de Jerusalén.

Beligerantes: Ejército cruzado vs Imperio Selyúcida y Califato Fatimí.

Personajes protagonistas: Urbano II; Guglielmo Embriaco; Bohemundo de Tarento; Tancredo de Galilea; Raimundo IV de Tolosa; Godofredo de Bouillón y Iftikhar ad-Daula.

 

¡Jerusalén! ¡Dieu le volt! (“¡Dios lo quiere!”). El grito resuena como mil trompetas en el Concilio de Clermont, en Francia. El santo padre Urbano II emocionado exclama: “Estas palabras tan unánimes, como inspiradas por Dios, serán vuestro grito de guerra y vuestra consigna en la batalla”. Ademaro de Monteil, obispo de Puy se adelanta hasta los pies del Sumo Pontífice y se arrodilla repitiendo para sí las palabras evangélicas: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mi”.

Es el 27 de noviembre de 1095; el Papa hace un llamamiento para reconquistar la ciudad santa de Jerusalén de manos de los musulmanes. Hombres de toda la cristiandad cosen una cruz a sus uniformes y parten en lo que sería conocida como la Primera Cruzada, y que finalizaría con el asedio y conquista de Jerusalén entre el 7 de junio y el 15 de julio de 1099.

“Y un día, más o menos por esos años oscuros de la Edad Media, cuando se quemaba a las brujas y a los científicos, un malvado y sanguinario papa de la Iglesia católica se despertó de muy mal humor, con ganas de descabezar inocentes musulmanes, que nada habían hecho para merecerlo, y convocó a los hombres de la peor calaña de los reinos de Europa, (principalmente mercenarios sedientos de sangre y segundos hijos sin fortuna) para invadir las tierras donde reinaba la pacífica religión islámica, tierras de tolerancia religiosa, ciencia, arte, música y muchos colores. En esa Europa medieval donde todos vestían de gris y negro, si es que tenían con qué vestir, el lodo y la suciedad nunca abandonaba las calles de las ciudades inmundas ni los hambrientos cuerpos de sus tristes habitantes, y los días no parecían conocer el sol ni la primavera porque siempre llovía y las nubes cubrían el cielo,[1] miles de hombres codiciosos abandonaron sus hogares para alcanzar riqueza y la promesa de que si marchaban a Jerusalén y despachaban algunos sarracenos, mágicamente todos sus pecados (independientemente de si se arrepentían de ellos o no) serían perdonados y evitarían caer en el fuego eterno del infierno que es el único tema que parecían predicar los sacerdotes en aquellos tiempos tan oscuros.”

Tristemente, esto que acabás de leer, no se aleja mucho de lo que entiende hoy el hombre promedio cuando se habla de las cruzadas, influenciado por lo poco y mal que se enseña esto en la escuela y, hoy más que nunca, por las series y películas. Todo, absolutamente todo lo dicho antes es falso y en este capítulo veremos por qué.

Pero para comenzar a hablar de lo que luego se conoció como la Primera Cruzada hemos dado un salto un poco brusco de casi cuatro siglos desde que los mahometanos se estrellaron contra el muro de piedra en Constantinopla y contra el del hierro franco en Poitiers. Conviene que retrocedamos y hagamos un repaso que, aunque extenso, es necesario, de lo que sucedió durante este largo periodo de tiempo que se ha dado en llamar “Edad Oscura”.[2]

Durante estos siglos (VIII al XI) se lleva a cabo la conversión al cristianismo de los últimos pueblos paganos de Europa occidental. Los monasterios y los monjes adquieren un rol fundamental como custodios de la cultura. Se restaura el Imperio romano de Occidente bajo Carlomagno, nieto de Carlos Martel, coronado emperador en la Navidad del año 800, quien, además de combatir a los enemigos de Cristo, lleva adelante una gran obra civilizadora conocida como “Renacimiento carolingio”. Aparecen en escena una nueva clase de invasores: desde el norte helado, los vikingos; y desde el este, los húngaros. Ambos terminarán abrazando el catolicismo.[3] Se desata con violencia en todo el Mediterráneo la piratería sarracena llegando a ser saqueada la misma Roma en el año 846. Se produce el Cisma de Focio, patriarca de Constantinopla en el 863 que, aunque breve, desembocará dos siglos más tarde en el gran Cisma de Oriente en el año 1054 arrancando del seno de la Iglesia a millones de almas. En el 870 los búlgaros se convierten al cristianismo. Se crean los primeros reinos cristianos en el norte de la península ibérica, Asturias (719), León (910), Pamplona (824), Navarra (824), Aragón (1035) y Castilla (1065). La fusión del cristianismo y las culturas bélicas de los pueblos bárbaros comienza a dar origen al orden de la caballería medieval. El Imperio carolingio desaparece, y renace bajo Otón I, luego de su victoria contra los invasores húngaros en la batalla del río Lech, con el nombre de Sacro Imperio Romano Germánico en el 962. Surge el feudalismo. Luego de la batalla de Hastings en 1066 los normandos derrotan a los sajones y conquistan la isla de Inglaterra, liderados por Guillermo el Conquistador. En 1071 los bizantinos son derrotados en la batalla de Manzikert por los turcos selyúcidas quedando toda Anatolia (Asia Menor, actual Turquía) en manos musulmanas y las armas del islam a las puertas de Constantinopla, es decir, de Europa. El monje Hildebrando es elegido pontífice en 1073 con el nombre de Gregorio VII, santo papa que renovó la Iglesia desde sus cimientos, limpiándola de la corrupción que en esos siglos la había envuelto y que contribuyó notablemente con sus reformas a sacar a Europa de la Edad Oscura e introducirla en la gloriosa época de la cristiandad…

De este modo podemos llegar a entender cómo, ante el llamado de la Iglesia a tomar las armas en defensa de la fe, hombres de toda condición y pueblo, unidos por la misma fe, no dudaron en dejarlo todo y en nombre de Cristo, bajo el estandarte de la cruz, marcharon a la guerra contra el infiel, marchando miles de kilómetros hacia lo desconocido a riesgo de perder la propia vida para liberar el Santo Sepulcro.

Luego de la victoria cristiana de Poitiers en el año 732 y la expulsión de los sarracenos a la península ibérica, los Pirineos, guardados por las armas de los francos, se convirtieron en una barrera defensiva que los musulmanes no volverían a cruzar. El hijo de Carlos Martel, Pipino el Breve, depuso al último rey merovingio y, con el apoyo del papa, fue ungido rey en el 751 por san Bonifacio, el gran monje misionero, dando inicio a la dinastía carolingia.[4] En el año 800, la noche de Navidad, Carlomagno, hijo de Pipino, por haber defendido al papa de los Lombardos, que, aunque ya católicos se enfrentaban al papado, es coronado como emperador del Sacro Imperio Romano por el papa san León III. El papado, de este modo, se puso bajo la protección de un nuevo imperio occidental y se alejó de Bizancio, el Imperio oriental, con el que hace años que entraba en conflicto, especialmente por el control que los emperadores bizantinos pretendían tener sobre los asuntos de la Iglesia y por la defensa imperial de la herejía iconoclasta.

El nuevo emperador dedicó su vida a combatir a los enemigos de la fe y consolidar la religión católica. Carlomagno se enfrentó a los pueblos paganos, sajones y daneses, que se resistían a abrazar el cristianismo, y que habían martirizado a los heroicos monjes misioneros que llegaban a ellos a predicar el Evangelio. También Carlomagno cruzó los Pirineos hacia el sur para combatir a los musulmanes de Al-Ándalus, logrando establecer una línea defensiva de plazas fuertes que se llamó la “Marca hispánica”.[5] Su grito de guerra, las “aclamaciones carolingias”: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat! (¡Cristo vence!, ¡Cristo reina!, ¡Cristo impera!) se repetirá siglos más tarde bajo las murallas de Jerusalén durante la Primera Cruzada y llegará hasta nuestros días, transformado en canto litúrgico.

Durante su reinado se lleva a cabo el Renacimiento carolingio. Se rodea de las mentes más brillantes de la época, especialmente un monje inglés, de nombre Alcuino. Carlomagno logró que en su imperio se preservara la herencia de la cultura grecolatina, que sería luego fundamental para alcanzar el esplendor intelectual de la cristiandad en los siglos XII y XIII.

A su vez, los mahometanos, al verse detenidos en su avance por el continente, especialmente luego de que Carlomagno fijara la frontera definitivamente, se lanzaron entonces al mar, a la conquista de las islas del Mediterráneo, desde donde, durante siglos, acosarán y lograrán saquear, en varias oportunidades, las costas de la cristiandad. Durante la segunda mitad del siglo IX los musulmanes conquistan Sicilia[6] y, desde allí, lanzan incursiones al norte de Italia, llegando incluso hasta Roma en el 846, saqueando las basílicas de san Pedro y san Pablo. Los piratas sarracenos volverán año tras año para saquear Roma, aunque no podrán hacer lo mismo con las basílicas, a las que se protegió con murallas. Las islas Baleares, Córcega, Creta, Chipre, Malta, Cerdeña, una a una, las islas fueron cayendo en manos islámicas y sus poblaciones sometidas, muchas veces esclavizadas y otras asesinadas. Lo que una vez se llamó “Lago romano”, durante estos siglos paso a ser el “Lago musulmán”.[7]

Poco antes de comenzar el siglo IX, una nueva clase de enemigo comenzó a asaltar las costas del norte de Europa e incursionando en sus ríos en barcos con forma de dragón, los drakar. Llegaron, incluso, a asediar grandes ciudades como Paris en el 885-886 o Sevilla en el 844. Son los vikingos,[8] pueblos paganos de Escandinavia, que hacen su primera aparición con el asalto y saqueo del monasterio de Lindisfarne en Inglaterra en el año 793. Con el tiempo, un buen número de estos vikingos se asentó de forma definitiva en Inglaterra o en Normandía, en Francia, y, después de cierto tiempo, abrazaron la fe cristiana de los pueblos que antes aterrorizaban. Algunos reyes de origen vikingo llegarán incluso a alcanzar la gloria de los altares como el caso de Olaf “el Santo” de Noruega, san Canuto de Dinamarca, san Gudrod de Noruega o san Vladimiro el Grande, de Kiev. Muchos descendientes de estos vikingos, ya convertidos en caballeros cristianos, participarán de la Primera Cruzada y de la conquista de Jerusalén.

Desde el lejano este, los húngaros, aún paganos, también conocidos como magiares, hábiles jinetes y arqueros, entraron en Europa y se instalaron en la cuenca de los Cárpatos, en la actual Rumania, a finales del siglo IX. Desde allí lanzaron incursiones de saqueo contra el Imperio Bizantino, contra Francia Oriental, Italia y otras regiones de Europa. Fueron finalmente derrotados por Otón I, futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en la batalla del río Lech en 955. Medio siglo más tarde, abrazaron el cristianismo y fue coronado rey de Hungría el futuro san Esteban I, sumándose así Hungría a la comunidad de reinos de la cristiandad.

Mientras tanto, en Bizancio, estos siglos verán ciudades enteras del Imperio arrasadas por el fanatismo mahometano: miles de hombres, mujeres y niños asesinados o esclavizados. Ciudades reducidas a cenizas, miles de iglesias destruidas o convertidas en mezquitas. Tal fue el caso de Amorio, una de las ciudades más importantes del imperio que fue conquistada en el 838. Las iglesias fueron incendiadas y las mujeres y niños que en ellas se refugiaban fueron encerrados para que murieran quemados. Hasta mil monjas, sin contar las que fueron asesinadas, fueron esclavizadas y entregadas a los soldados. La mitad de la población fue asesinada y la otra mitad fue vendida en los prolíferos mercados de esclavos de Asia. En las calles “los cuerpos se amontonaban de a montones” escribe en su Crónica Medieval Miguel el Sirio. Cuarenta y dos nobles de la ciudad, militares y clérigos fueron capturados, llevados a Bagdad y durante siete años fueron torturados para que apostaten de la santa fe católica. Ninguno de ellos lo hizo y, finalmente, alcanzaron la palma del martirio.

Bizancio pudo reaccionar y, en un principio, consiguió recuperar algunas posesiones del imperio y llevó la guerra contra el islam hasta sus mismas tierras[9] de la mano de algunos brillantes generales y emperadores, de entre los que sobresalió la figura de Nikephoros II Phokas,[10] general y luego emperador, que, con sus victorias, logró que la sola mención de su nombre llenara de temor los corazones de los enemigos de Dios. Una especie de protocruzado: emperador, monje y guerrero.[11]

Para finales del siglo X escribe Mateo de Edesa: “Toda Fenicia, Palestina y Siria han sido liberadas del cautiverio de los musulmanes”. Pero no fue por mucho tiempo. Las intrigas, las traiciones y la corrupción terminarán dominando la corte del Imperio de Oriente. En el año 1054 se producirá el doloroso Gran Cisma de Oriente alegando razones doctrinales, pero la ruptura se consolidará más bien por motivos políticos, arrastrando a millones de almas fuera de la Iglesia Católica, cisma que continúa hasta nuestros días. Debilitados y corrompidos, los ejércitos de Bizancio terminarán por ser derrotados de manera aplastante en el año 1071 en la batalla de Manzikert por una nueva raza convertida al islam venida del este, los turcos selyúcidas,[12] perdiendo el Imperio todas sus tierras y ciudades en Asia Menor siendo su población masacrada o esclavizada:

La ira divina se desató contra todos los pueblos cristianos y adoradores de la Santa Cruz. Pues despertó un dragón con aliento mortal y fuego, que atacó a los creyentes en la Santísima Trinidad. En este año se sacudieron los cimientos de los apóstoles y los profetas, ya que llegaron serpientes aladas que querían penetrar en todas las tierras de los creyentes en Cristo. Esta fue la primera aparición de estas bestias sedientas de sangre. Durante esos días, el bárbaro pueblo infiel llamado ‘turcos’ reunió tropas y llegó hasta el distrito de Vaspurakan en la tierra de los armenios, donde entraron y pasaron a espada a los creyentes en Cristo”.[13]

Ante la vista de todos estos hechos, es, por lo tanto, absurdo sostener que las cruzadas se trataron de una invasión del violento Occidente cristiano a un pacífico mundo musulmán.

Amenazados por los sarracenos en el sur y por los vikingos en el norte, los europeos vivían en peligro constante y se refugiaban en fortalezas y castillos poniéndose bajo la protección de los señores feudales y reyes,[14] a los que prometían vasallaje mediante un juramento sagrado. Comenzó así el orden feudal que duraría toda la Edad Media y que dio a luz, entre muchas otras cosas, al caballero medieval. Eran éstos, hombres que consagraban su vida, bajo un código de honor, a defender la santa fe católica y proteger a los más indefensos. Junto con el sacerdote, el caballero constituirá el arquetipo de hombre cristiano durante los siglos siguientes. Los caballeros tendrán un papel fundamental en la batalla por Tierra Santa, y allí se verán algunos de sus mayores exponentes como Godofredo de Bouillón, descendiente de Carlos Martel y Carlomagno.

Así describe el místico poeta y filósofo del siglo XIII Raimundo Lulio, el surgimiento de este hijo eximio de la cristiandad que es el caballero medieval. Leemos en su obra Libro de la Orden de Caballería: “Disminuyeron la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad en el mundo. Y comenzaron la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad… fue preciso desde un principio que la justicia retornase por su honor… por esto fueron buscados los hombres más amables, más sabios, más leales, más fuertes, de más noble ánimo; y, para ellos, fue buscada, entre todas las bestias, la más bella, la más ágil, y que con más nobleza pueda sostener el trabajo. Y porque el caballo es la bestia más noble y más conveniente para el servicio del hombre, fue elegido el caballo entre todas las bestias. La bestia más noble, para los hombres más nobles. Y por esto este hombre elegido es llamado «caballero»”.[15]

En el siglo XI se produce, como dice el historiador inglés Hilaire Belloc, el despertar de Europa, dejando atrás la Edad Oscura y esto debido a “tres grandes fuerzas: la personalidad de san Gregorio VII, la aparición de la raza normanda (…) y, finalmente, las cruzadas, (que) sacaron a la luz el vigor enorme de la naciente Edad Media. Habían de producir una civilización propia, intensa y activa: una civilización que fue, indudablemente, la más elevada y la mejor que nuestra raza ha conocido, proporcionada a los instintos del europeo, que colmó su naturaleza y le dio esa felicidad que es el fin del hombre”.[16]

Fue en este contexto de “despertar de Europa” y decadencia del Imperio de Oriente, que el papa Urbano II durante el Concilio de Clermont en el año 1095[17] hace el llamamiento a todos los caballeros cristianos para reconquistar Tierra Santa, que estaba en manos de los musulmanes desde su conquista en el año 637 y de los terribles turcos desde el 1078, y defender una cristiandad ya conformada, de la constante amenaza del islam:

“Que aquellos que hasta el momento han sido malhechores, se conviertan en soldados de Cristo, que aquellos que antaño combatieron contra sus hermanos y parientes, luchen ahora como es debido contra los bárbaros, que aquellos que aceptaron ser mercenarios por una gloria irrisoria, se hagan ahora merecedores de las recompensas eternas, que aquellos que han malgastado sus cuerpos y sus almas, se esfuercen por conquistar una doble recompensa. A su lado, estarán los amigos de Dios; al otro, sus enemigos. Decidid sin más tardanza (…) Es Cristo el que manda”.[18]

Es un error pensar que se convocó a la cruzada recién en el siglo XI porque en este siglo y bajo la dominación turca de Tierra Santa los cristianos comenzaron a ser perseguidos, aunque es cierto que, en esta época y bajo estos nuevos fanáticos guerreros de Alá, recrudeció la persecución. Aunque hubo tiempos en que, por el dinero que obtenían de ello, se permitió a los peregrinos llegar a visitar los Santos Lugares, desde los primeros años de la conquista árabe encontramos relatos de sangrientas matanzas de cristianos. A comienzos del siglo VIII, por ejemplo, se crucificaron en Jerusalén a sesenta peregrinos y se destruyó un monasterio cerca de Belén, siendo asesinados todos sus monjes. Poco tiempo después, una nueva ola de violencia destruyó conventos, iglesias y monasterios cerca de Jerusalén, y se masacró a cientos de monjas y monjes. Durante el siglo X, los musulmanes incendiaron varias veces la iglesia del Santo Sepulcro, y en el 1009 se la destruyó casi por completo. Como éstos, la historia recoge muchos otros episodios de persecución. Todas las generaciones de cristianos, bajo cualquiera de las dinastías musulmanas que se iban sucediendo, fueron, de una manera u otra, perseguidas por su fe.

Fue por ello que miles de hombres, y hasta mujeres y niños de toda la cristiandad, se lanzaron a la reconquista no solo de los Santos Lugares, sino principalmente de ese tesoro que ni el óxido ni la polilla puede corromper. A diferencia de lo que comúnmente se escucha o lee, la mayoría de los caballeros se unieron a la cruzada por un simple y sincero amor a Dios, como explica el historiador estadounidense Jonathan Riley-Smith: “Los cruzados, movidos por el amor a Dios y al prójimo, renunciando a esposas, hijos y posesiones terrenales, y adoptando temporalmente la pobreza y la castidad, eran descritos como yendo a un exilio voluntario siguiendo el camino de la cruz”.[19]

El ejército de cruzados, llamados así por signarse las ropas con cruces rojas,[20] era una mezcla de nobles y plebeyos, santos y pecadores, principalmente francos, pero también ingleses, irlandeses, escoceses, caballeros de los reinos de España, de Italia, alemanes y griegos,[21] motivados algunos por una piedad profunda, y otros por razones menos nobles, pero, lo que es indudable, es que sin la fe que impregnaba la Europa de la cristiandad, hubiera sido imposible que estos miles de hombres lo dejaran y arriesgaran todo por liberar “la tierra de Cristo” y el Santo Sepulcro.[22]

El afán de lucro y las especulaciones mercantiles no estuvieron, con toda certeza, en el origen de la cruzada”, afirma Jacques Heers.[23] Al contrario de lo que cuenta la sesgada historiografía oficial, muchos se arruinaron económicamente para poder ir a la cruzada, debiendo gastar fortunas para poder equiparse ellos mismos y a sus hombres, y cubrir los gastos del larguísimo viaje. Tal fue el caso por ejemplo de Godofredo y sus hermanos, que malvendieron sus posesiones para marchar a la cruzada. Si era por conseguir nuevas tierras, en Occidente aún había grandes extensiones de tierra sin trabajar y no era necesario marchar a riesgo de perderlo todo, incluso la misma vida, a buscar esas tierras en el lejano y desconocido Oriente. “La cruzada fue, para innumerables cristianos, la ocasión de vivir su fe, no en la facilidad, sino en la prueba del sufrimiento y de la muerte”.[24] El fin buscado por los cruzados no sería pues, prioritariamente, vencer a los turcos, y mucho menos, como muchos creen, convertirlos por la fuerza a la fe cristiana, sino convertirse a sí mismos por medio de la prueba, a la vez que defendían la cristiandad de la amenaza islámica.

La indulgencia otorgada por la Iglesia, es decir el perdón de los pecados, para los que participaran de la cruzada, lejos de parecerse a la doctrina islámica mediante la cual se obtiene el paraíso pura y exclusivamente por morir combatiendo a los enemigos de Alá o incluso solo por matar infieles, implicaba, en el caso cristiano, el arrepentimiento de los pecados, la confesión sacramental y la perseverancia en el bien, como siempre ha enseñado la Iglesia, algo que, invariablemente, los historiadores, las series y películas olvidan mencionar. Un ejemplo claro de esto, más allá de la doctrina milenaria de la Iglesia respecto de las indulgencias, lo encontramos en el cantar de gesta La Chanson de Roland del siglo XI. Allí, al encontrarse rodeados por los musulmanes, el arzobispo Turpín se dirige a Roldán y a sus hombres diciendo:

“Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha (…) confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso serán para vosotros”.[25]

No había perdón de los pecados ni indulgencias para los que no se arrepentían verdaderamente de sus culpas, por más enemigos que derrotaran en batalla, o por más muertes que sufrieran combatiendo al islam en nombre de la fe. Así de simple.

Luego de la fallida cruzada popular,[26] se puso en marcha el contingente de verdaderos hombres de armas, que, lejos de ser conducidos por segundos hijos sin fortuna ni tierras, fueron comandados por grandes señores de la época. Se la llamó “cruzada de los príncipes”, y ciertamente lo eran. Cuatro columnas se pusieron en marcha hacia Constantinopla. La primera estaba compuesta por caballeros de origen lorenés y flamenco, comandada por Godofredo de Bouillón,[27] prototipo de caballero cruzado, “un hombre totalmente dedicado a la guerra y a Dios”,[28] junto con sus hermanos Balduino y Eustaquio. La segunda estaba compuesta por caballeros normandos septentrionales, comandados por Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia, Esteban II de Blois, cuñado del rey Guillermo II de Inglaterra, por el conde Roberto II de Flandes y por Roberto II de Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador. La tercera lo componían los caballeros normandos meridionales, a cuyo frente se encontraba Bohemundo de Tarento, junto con su sobrino Tancredo. La cuarta columna estaba compuesta por caballeros occitanos, dirigidos por Raimundo de Tolosa, que ya había combatido al islam en España, y a quien acompañaba Ademar de Le Puy, legado pontificio y jefe espiritual de la expedición. En total, según estimaciones modernas, el ejército cruzado estaba compuesto, en un principio, por unos 63.000 combatientes, de los que alrededor de 13.000 eran nobles y caballeros y unos 50.000 eran soldados de infantería acompañando a sus señores.[29] Raimundo de Tolosa era el líder del contingente más numeroso, compuesto por unos ocho mil quinientos hombres de infantería y mil doscientos de caballería.

En 1097, habiendo pasado por Constantinopla,[30] el ejército se introduce finalmente en tierras dominadas por los turcos, en Asia Menor. Reconquistan la importante ciudad de Nicea y continúan la marcha. Son atacados por 30.000 enemigos en Dorilea sufriendo miles de bajas, pero logran recomponerse, y la caballería acorazada cristiana se impone ante los jinetes ligeros musulmanes. Continúan casi sin oposición, hasta llegar a la ciudad de Antioquía, pero muchos mueren en el camino. El sol abrasador mata a algunos de sed, muchos mueren por enfermedades, otros van quedando en el camino de puro agotamiento. Al llegar bajo las murallas de Antioquía el contingente se ve reducido a 40.000 almas en total, un gran porcentaje de ellos no combatientes. Allí son recibidos con una lluvia de cabezas de cristianos antioquenos decapitados, lanzadas con catapultas desde la ciudad. De este modo comienzan ocho largos meses de asedio, en los que debieron rechazar más de un ejército, enviado para liberar la ciudad. Finalmente, los cruzados logran entrar en la ciudad gracias a la ayuda de un cristiano armenio que había apostatado de su fe y, ahora, volviendo a abrazar el cristianismo, abrió durante la noche las puertas de la ciudad por la que entraron los cruzados. Al día siguiente, la ciudad fue rodeada por un nuevo ejército turco de unos 35.000 hombres. Los sitiadores eran ahora los sitiados. Hambrientos, y con los suministros de la ciudad agotados luego del sitio cruzado, la situación era desesperada.

En un ejemplo para la posteridad de verdadero “diálogo interreligioso”, Pedro el Ermitaño, que había sobrevivido a la Cruzada popular y se había unido a la cruzada, se encontró con el general enemigo fuera de las murallas y le dijo con toda tranquilidad:

Nuestros líderes y ancianos están muy asombrados de que ustedes hayan entrado audaz y arrogantemente en tierra cristiana y en su tierra. Pensamos y creemos –posiblemente– que han venido aquí porque quieren convertirse en cristianos. O, tal vez, han venido aquí porque quieren hacer daño a los cristianos de todas las formas posibles. De cualquier manera, nuestros líderes les piden que abandonen de inmediato la tierra de Dios y la tierra de los cristianos. Y les permitirán llevarse todas sus posesiones con ustedes”.[31]

Luego de ayunar tres días, a pesar de que estaban prácticamente famélicos, y al tercer día comulgar y ofrecer sus vidas a Dios unos 20,000 guerreros cristianos hambrientos, pero alimentados y fortalecidos con el cuerpo de Cristo, salieron fuera de las murallas para enfrentar a los enemigos de la cruz. Godofredo se dirigió a sus hombres:

“Somos seguidores del Dios viviente y del Señor Jesucristo, por cuyo nombre servimos como soldados. Los musulmanes se reúnen en su propia fuerza; nosotros nos reunimos en el nombre de Dios. Confiemos en su favor, y no dudemos en atacar al enemigo malvado e incrédulo, porque ya sea que vivamos o muramos, somos del Señor”.[32]

Al igual que en Poitiers, los turcos se estrellaron durante todo el día contra el hierro de las armaduras europeas, y cayeron bajo el filo de las espadas de los caballeros de Cristo. Al llegar la noche, los turcos huyeron salvando su vida, únicamente, porque los cruzados no tenían suficientes caballos para perseguirlos. Aún hoy, los expertos de la historia militar no logran explicar cómo unos pocos miles de hombres hambrientos y exhaustos pudieron vencer una fuerza tan superior. Las crónicas hablan de visiones de san Jorge combatiendo junto a los caballeros cristianos. Era el mes de junio de 1098, los cruzados, por diversas razones, entre ellas para recuperarse de los duros meses de asedio, permanecieron en la ciudad durante el resto del año.

Durante este tiempo murió el legado papal Ademar de Le Puy, y aumentó el desacuerdo entre los príncipes cristianos que estaban al mando de la cruzada sobre cuál debería ser el siguiente paso a seguir. A finales de ese año, muchos caballeros y la infantería estaban ya amenazando a sus líderes con marchar hacia Jerusalén por su cuenta. No habían abandonado todo, sus tierras, sus familias, sus riquezas, marchado miles de kilómetros por tierras hostiles, combatiendo al enemigo, pasado hambre, sed y enfermedad, viendo morir a sus parientes y amigos, para quedarse de brazos cruzados a las puertas mismas de Jerusalén. A principios del año siguiente se pusieron nuevamente en marcha.

Mientras marchaban a lo largo de la costa mediterránea, barcos provenientes de algunos reinos de la cristiandad trajeron provisiones y algunos hombres de refuerzo. El 6 de junio llegaron a la ciudad de Belén, lugar del nacimiento del Salvador, donde se celebraron misas y procesiones en la Iglesia de la Natividad. El 7 de junio los cruzados avistaron finalmente las murallas de Jerusalén y los duros caballeros cayeron de rodillas en acción de gracias y las lágrimas corrieron por sus rostros curtidos por el sol de Siria mientras gritaban: ¡Jerusalén!, ¡Jerusalén!

Los cruzados sitiaron la ciudad, una de las grandes fortalezas de su época, en manos de los musulmanes fatimíes de Egipto, que se la habían arrebatado a los turcos el año anterior. Jerusalén estaba bien preparada para resistir el asedio, tenían una buena cantidad de provisiones y agua, mientras que los cristianos no tenían ninguna de las dos a varios kilómetros a la redonda, ya que el gobernador fatimí había mandado destruir o envenenar los pozos de alrededor de la ciudad, y había alejado a los animales, impidiendo, de este modo, que los cristianos los pudieran cazar para alimentarse. Al mismo tiempo, se envió un pedido de ayuda al Califato de Egipto, que puso en movimiento un gran ejército para liberar la ciudad.

Del total estimado de 13.000 caballeros que habían partido a la Primera Cruzada, solo quedaban unos 1.300, junto con otros 12.000 soldados de a pie en buen estado físico (de un total que puede haber sido de unos 20.000). Godofredo, Roberto de Flandes y Roberto de Normandía asediaron el norte de la ciudad hasta la altura de la Torre de David, mientras que Raimundo IV de Tolosa estableció su campamento en el muro oeste, desde la Torre de David hasta el monte Sión, lugar donde antiguamente se levantaba el Templo de Salomón, y donde los musulmanes habían construido una mezquita.

Un primer asalto directo sobre las murallas el 13 de junio resultó un fracaso. Faltaba la maquinaria de asedio apropiada, y no había suficientes escaleras. Mientras tanto, hombres y animales morían de sed y de inanición, por lo que los cruzados eran conscientes de que el tiempo no corría de su parte. Sin embargo, poco después del primer asalto, llegaron un cierto número de naves cristianas al puerto de Jaffa, y los cruzados pudieron volver a aprovisionarse de alimentos e, incluso, de herramientas para poder construir máquinas de asedio. También comenzaron a acumular madera traída desde Samaria para poder construir torres y escaleras. A finales de junio llegaron noticias del gran ejército fatimí que estaba marchando desde Egipto. La situación era desesperada, parecía que la cruzada llegaba a su fin y que la tierra de Cristo no sería recuperada para la verdadera fe.

Fue entonces que un sacerdote, llamado Pedro Desiderio, tuvo una visión divina en la que el difunto Ademar le comunicó que debían ayunar durante tres días, y, luego, marchar descalzos en procesión alrededor de las murallas de la ciudad. Después de esto, la ciudad caería en un plazo de nueve días, siguiendo el ejemplo bíblico de Josué en la conquista de Jericó. A pesar de que ya estaban hambrientos, hicieron el ayuno y marcharon en procesión el día 8 de julio con el clero, obispos y sacerdotes, haciendo sonar las trompetas y cantando salmos, mientras que los mahometanos desde las murallas se reían y se burlaban de ellos. La procesión terminó en el monte de los Olivos, donde Pedro el Ermitaño pronunció un apasionado sermón. Régine Pernoud, autora de numerosos libros sobre las cruzadas y la Edad Media, se pregunta en una de sus obras: “¿Qué temple asistía a estos hombres, capaces de ayunar en vísperas de un combate, sabiendo que humanamente se precisa más del alimento, anteponiendo los deberes penitenciales a los cálculos terrenos, y cantar después poéticamente las proezas, con el mismo lirismo con que se habían ejecutado?”.

Una vez terminadas las nuevas torres, fueron enviadas hacia las murallas de la ciudad la noche del 14 de julio, entre la sorpresa y la preocupación de la guarnición defensora. A la mañana del día 15, que era viernes, y les traía el recuerdo de la pasión y muerte de Nuestro Señor en esos mismos lugares, la torre de Godofredo llegó a su sección, en la muralla cercana a la esquina noreste de la ciudad. Dos caballeros procedentes de Tournai, llamados Letaldo y Engelberto, fueron los primeros en acceder a la ciudad, seguidos por Godofredo y su hermano Eustaquio. Tomaron las murallas y, por medio de las escaleras, los cruzados comenzaron a entrar en la ciudad. Tancredo y sus hombres abrían, a su vez, una brecha en la Puerta de San Esteban. Para el final del día Jerusalén había sido reconquistada.

La historiografía anticristiana ha exagerado enormemente la matanza que siguió a la toma de Jerusalén repitiendo hasta el hartazgo relatos sobre “ríos de sangre que inundaban las calles de Jerusalén hasta la rodilla”, y se ha utilizado esto una y otra vez para demonizar a los cruzados como bestias salvajes sedientas de sangre.[33] La realidad es que no fue distinto a lo que comúnmente sucedía, y siguió sucediendo casi hasta nuestros días, cuando una ciudad que se había tenido que conquistar por la fuerza, finalmente caía en manos de los sitiadores.

Cuando acabó el combate los cruzados, vestidos de blanco y descalzos armaron cruces y se dirigieron en procesión, elevando cantos a Dios, a la Iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias.

Luego de esto ofrecieron el título de rey de Jerusalén a Godofredo de Bouillón, quien aceptó gobernar las tierras reconquistadas, pero rechazó ser coronado como rey diciendo que no llevaría una corona de oro en el lugar en el que Cristo había portado una corona de espinas. En su lugar, el 22 de julio, tomó el título de Advocatus Sancti Sepulchri, es decir, “Protector del Santo Sepulcro”.

Mientras tanto, el ejército fatimí, que venía de Egipto, envió una embajada para advertir a los cruzados que debían abandonar Jerusalén, o serían aniquilados. Los cristianos no lo dudaron y se prepararon para defender los Santos Lugares que, con tanto sacrificio, habían recuperado para la cristiandad. El 10 de agosto, Godofredo, contrario a lo que esperaban los musulmanes, no se atrincheró detrás de las poderosas murallas, sino que lideró la marcha de los cruzados hacia Ascalón, a un día de distancia, saliendo al encuentro de los infieles. A la cabeza del ejército, Arnulfo, patriarca de Jerusalén, portaba la “reliquia de la Vera Cruz” que se había descubierto en la ciudad y, detrás, marchaba el ejército cruzado, como peregrinos penitentes, descalzos y elevando oraciones a Dios. Se desconoce el número exacto de cruzados, aunque Raimundo de Aguilers los estima en 1.200 caballeros y 9.000 infantes, un número muy inferior al del enemigo.

El visir Al-Afdal Shahanshah encabezaba a los fatimíes, unos 30.000 efectivos. Su ejército estaba formado por árabes, persas, armenios, kurdos, y etíopes. Pretendía sitiar a los cruzados en la misma Jerusalén, y decidió llevar, con su flota, la maquinaria de asedio hasta la ciudad de Ascalón, a unos 70 kilómetros de Jerusalén, donde la montaría para, luego, trasladarla y sitiar la ciudad. Al-Afdal acampó en la llanura de Al-Majdal, en un valle fuera de Ascalón, preparándose para continuar la marcha hacia Jerusalén. Parece ser que desconocía que los cruzados ya habían partido hacia allí.

A la mañana del 12 de agosto, los exploradores cruzados localizaron la ubicación del campamento fatimí, y avisaron al resto del ejército, el cual cayó sobre el enemigo no dándole tiempo para que se formaran para la batalla ni de preparar su caballería. Según la mayoría de las crónicas, los fatimíes fueron totalmente sorprendidos y la batalla fue breve, aunque Alberto de Aquisgrán afirma que la batalla se prolongó un poco más, debido a la buena preparación del ejército egipcio y, a que, una vez recompuestos del asalto inicial de los cruzados, los sarracenos pudieron llegar a contraatacar. Los etíopes atacaron el centro de la línea cruzada, y la vanguardia fatimí rodeó a los cruzados para atacar su retaguardia, que fue reforzada por Godofredo. A pesar de su superioridad numérica, el ejército de Al-Afdal era semejante al ejército selyúcida al que ya se habían enfrentado los cruzados con anterioridad. El pánico se extendió entre las tropas de Al-Afdal y comenzaron a huir hacia la seguridad que les proporcionaba la ciudad fortificada. Raimundo persiguió a algunos hasta el mar, otros trepaban a los árboles y eran abatidos con flechas, mientras que muchos morían aplastados en las aglomeraciones que se formaron en las entradas de las puertas de Ascalón. Al-Afdal dejó atrás su campamento y sus tesoros, que fueron capturados por Roberto y Tancredo. Las pérdidas cruzadas son desconocidas, pero los egipcios perdieron de 10.000 a 12.000 hombres.

Los cruzados pasaron la noche en el campamento abandonado preparando otro ataque, pero, a la mañana siguiente, los fatimíes decidieron retirarse a Egipto. Al-Afdal huyó en barco. Los cruzados regresaron a Jerusalén el 13 de agosto, y, después de las celebraciones, tanto Godofredo como Raimundo reclamaron Ascalón. La guarnición de la ciudad, al enterarse de la disputa, vio la oportunidad de no rendirse gracias a la desunión cruzada. Después de la batalla, casi todos los cruzados regresaron a sus hogares en Europa al haber cumplido con éxito su voto de peregrinación. Sólo unos cuantos cientos de caballeros se quedaron en Jerusalén hasta final de ese año, aunque, gradualmente, eran reforzados por la llegada de nuevos peregrinos y cruzados inspirados por el éxito de la Primera Cruzada.

Ascalón permaneció bajo control fatimí y, pronto, fue reforzada su guarnición, convirtiéndose en la base de operaciones para las invasiones del Reino de Jerusalén que Egipto llevará a cabo cada año, hasta 1153 cuando fue, finalmente, capturada por los cruzados en el Asedio de Ascalón.

Godofredo murió en julio de 1100,[34] y le sucedió su hermano, entonces Balduino de Edesa, que sí aceptó el título de rey de Jerusalén y fue coronado bajo el nombre de Balduino I de Jerusalén.

Con esta conquista finalizó la Primera Cruzada, la única exitosa, que pasó a convertirse en fuente de inspiración para millones de cristianos que, en los siglos siguientes, empuñarían la espada en defensa de la fe.

TOMÁS MARINI

Bibliografía consultada:

– Hans E. Mayer, The Crusades, Oxford (1965).

– Padre Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades, volumen III. Ediciones Gladius (2003).

– Madden, Thomas F, The new Concise history of the Crusades, Rowman & Littlefield (2006).

– Fulcher De Chartres , Historia Hierosolimitana (1095-1127). Crónica de la peregrinación de los Francos, Universidad Nacional Autónoma de México (2018).

– Antonio Caponnetto, El deber cristiano de la lucha, Scholastica (1992).

– Emmet Scott, The impact of islam, New English Review Press (2014).

– Alfredo Sáenz, La cristiandad y su cosmovisión, Gladius (1992).

– Matthew of Edessa’s Chronicle Translated from Classical Armenian by Robert Bedrosian.

– Raymond Ibrahim, Sword and Scimitar: Fourteen Centuries of War between Islam and the West, Da Capo Press (2018).

– Hilaire Belloc, Europa y la fe, Ciudadela libros (2008).

– Riley-Smith, Jonathan, The crusades, christianity, and islam, Columbia University Press (2008).

– Rodney Stark, Gods Battalions: The case for the Crusades, HarperOne (2010).


[1] No olvidemos el filtro azulado que invariablemente ponen las películas de Hollywood cada vez que retratan la supuesta edad oscura medieval para dar la sensación de tristeza y desesperanza.

[2] No confundir esta Edad Oscura (término apropiado para los siglos IX y especialmente el siglo X) con lo que los filósofos “ilustrados” y la “leyenda negra” anticlerical entiende por el “oscurantismo medieval” que abarcaría todos los siglos de la Edad Media (desde el siglo IV-V al XIII-XIV).

[3] Dos de los primeros reyes húngaros, entre los siglos IX y X serán canonizados por la Iglesia católica: Esteban I y Ladislao I. El papa Pío II llegará a decir: «Hungría es el escudo del cristianismo y el protector de la civilización occidental»

[4] En esta época nacen los Estados Pontificios por un acuerdo entre el papa Esteban II y Pipino, en el que este último dio al papa poder temporal sobre algunos territorios de Italia para poder preservar la independencia del papado. Esta donación se hará formal bajo el reinado de Carlomagno.

[5] Al regreso de una de estas campañas se produce la derrota de Roncesvalles, que es el tema del cantar de gesta medieval anónimo La Chanson de Roland.

[6] Sicilia será reconquistada para la cristiandad a fines del siglo XI por los normandos, de origen escandinavo, ya convertidos al catolicismo.

[7] El historiador Emmet Scott escribe cual era el botín principal buscado por los piratas sarracenos: “Lo que el islam trajo a Europa fue guerra y esclavitud a gran escala. La Casa del Islam en el siglo X tenía poco interés por los productos y recursos naturales de Europa, salvo uno: los cuerpos de los propios europeos. Se preferían las mujeres jóvenes y los niños, pero durante el siglo X, europeos de casi cualquier edad o clase, y en casi cualquier parte del continente, podían encontrarse encadenados y en un barco rumbo al norte de África o al Medio Oriente.”

[8] La Iglesia agregará en esta época una letanía de súplica a Dios: A furore Normanorum libera nos, Domine, “del furor de los normandos (hombres del norte), líbranos, Señor”.

[9] En el 969 se recuperaron Alepo y Antioquía, después de más de 300 años de ocupación musulmana.

[10] Literalmente, su nombre griego significa “el portador de la victoria”.

[11] Murió asesinado a traición en su palacio invocando el nombre de la Madre de Dios. El historiador armenio del siglo XII, Mateo de Edesa, escribe sobre él: “Era un buen hombre, santo y piadoso, lleno de todas las virtudes y justicia, triunfante y valiente en todas las batallas, misericordioso con todos los creyentes en Cristo, visitante de viudas y cautivos, consuelo de huérfanos y pobres” (Matthew of Edessa’s Chronicle Translated from Classical Armenian by Robert Bedrosian).

[12] En el 1037 los selyúcidas reemplazarían al Califato Abásida como la potencia del islam.

[13] Matthew of Edessa’s Chronicle Translated from Classical Armenian by Robert Bedrosian.

[14] Durante estos siglos, adquiere importancia la figura del rey, tan manoseada por la “cultura” moderna. No está de más mencionar que los siglos VII a XI vieron a numerosos reyes y reinas llegar a las cumbres de la santidad. Tales son los casos, entre muchos otros, de santa Eanfleda de Deira, princesa de Northumbria (626); san Edmundo de Anglia Oriental (841); santa Olga de Kiev (890); san Eduardo de Inglaterra (962); san Esteban I de Hungría (975); san Vladimiro el Grande, de Kiev (980); san Olaf II de Noruega (993); san Canuto IV de Dinamarca (1040); san Canuto Lavard de Dinamarca (1096); Eduardo el Confesor, rey de Inglaterra (1003); san Enrique II del Sacro Imperio Romano Germánico (1014), y su hermana, la reina consorte de Hungría, beata Gisela de Baviera (984); santa Ana de Suecia (1001); santa Margarita de Escocia (1045) y san Ladislao I de Hungría (1077). Creo que bastan estos nombres, que no son ni siquiera la mitad, y solo de la Alta Edad Media, para ilustrar lo errada que está la versión oscurantista y “hollywoodense” que solemos tener de los reyes medievales.

[15] Reimundo Lulio, Libro del Orden de la Caballería (1275).

[16] Hilaire Belloc, Europa y la fe, Ciudadela libros (2008).

[17] Pocos años antes, los normandos habían expulsado definitivamente a los sarracenos de Sicilia, lo que fue visto en su época como una gran victoria de la cristiandad.

[18] Fulcher De Chartres, Historia Hierosolimitana.

[19] Aún hoy los hombres siguen marchando a la guerra si creen que la causa por la que pelean es noble, verdadera y más grande que ellos; aún hoy pueden existir caballeros y ¡qué falta que hacen!

[20] “Naturalmente los combatientes que se preparaban para pelear por su honor debían estar protegidos y marcados con el signo de la victoria, por mérito de Dios”. Fulcher De Chartres, Historia Hierosolimitana.

[21] “No obstante, quienes éramos diferentes por las lenguas, unidos como hermanos por el amor de Dios, parecíamos uno solo”. Fulcher De Chartres, Historia Hierosolimitana.

[22] “No quiere decir esto que hubo ausencia de malos y de males, ni que semejante episodio estuvo en manos exclusivas de los ángeles, desenvolviéndose en un terreno feérico y sutil. Quiere decir, simplemente, que aquellos cruzados, más allá de sus defectos y virtudes, de sus fidelidades o traiciones privadas, entendían la guerra santa y justa por Cristo como un bautismo y una confirmación aunada, como una penitencia y una eucaristía de sangre y fuego, como un ministerio sacro y unas nupcias de fe, como una unción final que precedía a la muerte. Unión de los sacramentos del que podía gloriarse quien combatía por el Reino de los Cielos” (Antonio Caponnetto).

[23] Jacques Heers, “Le sens des croisades”, La Nef, junio de 1995.

[24] Jean Richard, L´esprit de la croisade, Cerf, 1969.

[25] La Chanson de Roland (siglo XI). Anónimo, LXXXIX.

[26] La Cruzada de Pedro el Ermitaño, también conocida como la Cruzada popular o de los campesinos fue una peregrinación espontánea popular surgida en respuesta al llamamiento del papa Urbano II en 1095. Liderada por miembros del clero bajo, como Pedro el Ermitaño y Walter el Indigente, fue rechazada por las fuerzas de los turcos selyúcidas en el intento de sitiar Nicea y fueron exterminados la mayor parte de sus peregrinos antes de alcanzar Tierra Santa. “Militarmente se trató de algo ridículo, pero el hecho mismo no deja de resultar conmovedor y sólo se vuelve inteligible en una sociedad signada por la fe. Hoy sería del todo inimaginable. Ya no hay cruzadas…” P. Alfredo Sáenz, La Nave y las Tempestades, volumen III.

[27] Tenía 35 años al unirse a la cruzada. Desde antes de los 10, había sido entrenado en el arte de la guerra, aprendiendo a combatir, de a pie y a caballo.

[28] Raoul de Caen (1080-1120).

[29] Rodney Stark, Gods Battalions: The case for the Crusades.

[30] El emperador Alejo I Comneno de Bizancio mirará siempre con desconfianza a los católicos occidentales y prestará poca ayuda para la cruzada que él mismo solicitó.

[31] Raymond Ibrahim, Sword and Scimitar: Fourteen Centuries of War between Islam and the West.

[32] Simon John, Godfrey of Bouillon: Duke of Lower Lotharingia, Ruler of Latin Jerusalem, Routledge (2019).

[33] ¡Hay libros escolares que dan un número de víctimas superior a la población entera de Jerusalén, de ese entonces!

[34] El famoso escritor Mark Twain escribió sobre la espada de este héroe que pudo ver cuando visitó lo que quedaba de su tumba, destruida en 1808: “No hay hoja en la Cristiandad que posea tal encanto como esta–ninguna hoja de todas las que se oxidan en los salones ancestrales de Europa es capaz de invocar tales visiones de romance en la mente de quien la contempla, ninguna que pueda hablar de tales hazañas caballerescas o contar tales valientes historias de los días guerreros de antaño… Esta misma espada ha partido a cientos de caballeros sarracenos desde la corona hasta la barbilla en aquellos viejos tiempos cuando Godofredo la blandía.”

 


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