Historia de batallas. La Batalla de Poitiers: “Una muralla de hierro”
“Los hombres pelean, solo Dios da la victoria”
Santa Juana de Arco
Fecha: 10 de octubre del 732
Campo de batalla: Entre Tours y Poitiers, Francia.
Resultado: Victoria franca decisiva. Se detiene el avance musulman en Europa.
Beligerantes: Reino Franco, ducado de Aquitania vs Califato Omeya de Damasco.
Personajes protagonistas: Carlos Martel, Odón de Aquitania y Abd ar-Rahman ibn Abd Allah al-Gafiqi
Al-Gafiqi se alzaba sobre su caballo negro como el ébano en la cima de una colina. El viento gélido de los Pirineos ondeaba su túnica de seda azul, marcada con símbolos dorados que relucían bajo el sol crepuscular. La bestia árabe, majestuosa, golpeaba con sus cascos la tierra con firmeza, mientras las tropas musulmanas esperaban la orden de avanzar.
La mirada del valí se perdía en los picos nevados de las imponentes montañas. Del otro lado, se encontraba el reino cristiano de los francos. “El Ándalus estaba prácticamente en poder del islam –pensó–, excepto por esa incómoda resistencia de rebeldes cristianos en el norte, pero era solo cuestión de tiempo para que fueran derrotados”.
Este era su momento, detrás de esos picos, lo esperaban la gloria y la conquista, ¿qué honores no recibiría el que llevara la yihad al corazón de Europa y lograra plantar la media luna islámica en la cúpula de sus mayores iglesias? ¿Y quién sabe? Qué impedía que cruzando todo el continente no pudiera finalmente llegar a Constantinopla y lograr la victoria allí, donde hace solo unos años las armas del islam habían sido humilladas. Una sonrisa se dibujó en su rostro y sus ojos relampaguearon. Con un gesto de su mano enguantada, dio la orden de avanzar. Miles de hombres y caballos comenzaron a marchar y los estandartes ondearon al viento. Al-Gafiqi se puso al frente. Este era su destino. Su nombre sería recordado por siempre junto con el del profeta Mahoma. Nadie podría detenerlo.
Con prácticamente la totalidad de la península ibérica bajo dominio musulmán, los enemigos de la cruz se sintieron seguros para llevar las banderas del islam hacia el norte, hacia la tierra de los francos, cruzando la cordillera de los Pirineos.
El Reino Franco, luego de la muerte de Clodoveo en el 511, fue dividido entre sus cuatro hijos varones y permaneció dividido la mayor parte del tiempo que duró la dinastía merovingia. Con el tiempo, los sucesores de Clodoveo, a menudo enfrentados entre sí en violentas guerras territoriales, fueron perdiendo importancia. Para lograr el apoyo de los nobles en sus luchas internas, fueron entregando cada vez más poder a la aristocracia y, sobre todo, a los llamados mayordomos del palacio, funcionarios del más alto rango, similares a lo que hoy sería un primer ministro. Como consecuencia, los reyes fueron relegados a un papel puramente ceremonial[1] y los mayordomos del palacio se convirtieron en el poder real detrás del trono. Serían ellos, y no los reyes, los encargados de detener el avance de los hijos de Mahoma hacia el corazón de la cristiandad.
Para el año 720, comandados por el valí Al Sahm, los ejércitos mahometanos habían invadido la Galia y habían conquistado ya la Septimania en el sur de Francia, derrotando a los últimos visigodos que quedaban al norte de los Pirineos. Desde allí, lanzaron razias, incursiones en busca de tesoros y esclavos, llegando incluso a saquear ciudades de la Borgoña actual, en el centro del territorio franco, a solo 300 kilómetros de París.
En el 721, el duque Odón o Eudes de Aquitania, un gran ducado al suroeste de la actual Francia que se había independizado de los francos, se enfrentó en batalla con Al Sahm en Toulouse y derrotó a los invasores, muriendo el valí junto a gran parte de sus hombres. Luego, para evitar nuevas invasiones, y también para fortalecer su posición frente a los francos, Odón se alió con el nuevo gobernador musulmán de Septimania, Uthman ibn Naissa, conocido por los cristianos como Munuza. Uthman era bereber, y cansado de recibir noticias sobre la opresión que recibían los de su raza por parte de las autoridades árabes del califato en España y el norte de África (recordemos que los árabes consideraban a los norteafricanos como inferiores), vio, en esta alianza, la oportunidad de asentarse pacíficamente en esas tierras, abandonar el islam y, tal vez, como sugiere el historiador Raymond Ibrahim, incluso abrazar la fe católica. Para ello se casó con la hermosísima hija cristiana del duque Odón y, muy probablemente, recibió el bautismo. Pero poco duraría este matrimonio. El islam no sabe de misericordia con los enemigos y mucho menos con apóstatas que se alían con los “perros cristianos”.
“¡Que no tomen los creyentes como amigos a los infieles en lugar de tomar a los creyentes, quien obre así no tendrá ninguna participación en Alá”[2]
En el año 731, el nuevo valí de Al-Ándalus, Al-Gafiqi, enterado de que Munuza había abandonado la yihad y se había aliado con los cristianos, preparó un gran ejército para castigar al rebelde e invadir las tierras cristianas.
“¡Que no crean los infieles que van a escapar! ¡No podrán! Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería que podáis para amedrentar al enemigo de Alá y vuestro, y a otros fuera de ellos, ¡que no conocéis pero que Alá conoce!”[3]
Luego de cruzar los Pirineos, y de una breve batalla, Munuza fue derrotado y ejecutado. Aunque la historia no lo recoge, no debió haber sido una muerte rápida. La joven y bella esposa de Munuza fue esclavizada y enviada a los harenes de Damasco.
El ejército musulmán comenzó a saquear la región, avanzando hacia el norte. El duque Odón reunió a su ejército en Burdeos, pero fue derrotado y Burdeos saqueada. Fue derrotado nuevamente a orillas del río Garona, donde la matanza de cristianos fue especialmente terrible. Las tropas musulmanas, fieles a los mandatos y al ejemplo de su profeta, procedieron entonces a devastar totalmente aquella parte de la Galia, asesinando, saqueando, esclavizando y quemando iglesias y monasterios. Así lo escribe una crónica árabe:
“Ocupaban sus pueblos: envanecidos con las continuas ventajas y llenos de confianza en el valor y práctica militar del amir, no deseaban sino batallas, y las daban cada día muy sangrientas atropellando a sus enemigos. Pasaron el río Garona y talaron sus campos, y quemaron los pueblos y hacían innumerables cautivos. Por todas partes iba este ejército como una tempestad desoladora. La prosperidad en los sucesos de las armas hace insaciables a los guerreros. Todo cedía a sus espadas robadoras de vidas. Todos los pueblos de Afranc (reino franco) temblaron de este terrible ejército.”[4]
Odón huyó a Reims a solicitar a Carlos Martel, mayordomo de palacio de Austrasia y, por lo tanto, gobernante de facto de los francos, que lo ayude. Carlos accedió luego de que Odón jurase vasallaje. “Montó a caballo, y sacó innumerable gentío contra los muslimes”.[5] Su ejército, unos 15.000 veteranos, curtidos en las guerras contra los paganos sajones, teutones y suevos, marchó hacia el sur, junto con los restos de la fuerza del duque de Aquitania. Los francos eran duros soldados, una raza guerrera, que se armaban como infantería pesada, principalmente con cota de malla, escudo, lanza, espada y hacha. Luchando principalmente de a pie, como las antiguas legiones romanas.
Luego del saqueo de Burdeos y de las tierras vecinas, la fuerza incursora musulmana de unos 60.000 a 80.000 hombres, en gran parte caballería ligera, se dirigió lentamente cargada de tesoros, al norte, hacia el río Loira, con la intención de saquear las riquezas de la abadía de San Martín en Tours, la más prestigiosa y sagrada de aquel tiempo en el oeste de Europa.[6]
Carlos Martel, conocedor de las estrategias de la guerra, no solo por su experiencia en numerosas batallas, sino por haber estudiado a los grandes generales de la historia, como Alejandro Magno, Escipión el Africano y Julio César, eligió con cuidado el campo de batalla, y situó a su ejército en un lugar por donde esperaba que pasara el ejército musulmán, en una posición defensiva de colinas boscosas cerca de Poitiers, a unos 240 kilómetros al sur de París.[7] El terreno elevado frenaría la carga de la caballería, y los árboles dificultarían el movimiento de los caballos y ocultarían a los soldados francos, por lo que Al-Gafiqi no podría hacerse una idea del tamaño del ejército enemigo, ni de por dónde atacaría.
Finalmente, los dos ejércitos se encontraron y durante seis días se vigilaron, enfrentándose solo en escaramuzas menores. Al-Gafiqi no se atrevía a atacar al ejército franco, que podía ser mucho mayor de lo que parecía, y tampoco querían descuidar el inmenso botín obtenido hasta el momento. Carlos, por el contrario, tenía tiempo y seguía recibiendo algunos refuerzos. Era el mes de octubre y el húmedo frío del otoño comenzaba a sentirse con más intensidad. Los francos estaban más acostumbrados y bien equipados para hacer frente a las bajas temperaturas. Pero los musulmanes, tanto árabes como bereberes del norte de África, no estaban ni equipados ni acostumbrados a ese tipo de clima. Al-Gafiqi sabía que el frío estaba debilitando a sus hombres, y no podía posponer la batalla indefinidamente. El 10 de octubre, al séptimo día de encontrar al ejército enemigo, decidió atacar.
Confiando en la superioridad de su caballería, que tan buenos resultados le había dado en sus campañas anteriores, Al-Gafiqi la hizo cargar repetidamente. Entre alaridos y gritando su conocido “Allahu Akbar” miles de sarracenos se lanzaron al galope contra la infantería franca. Sin embargo, esta vez, la fe de los musulmanes en su rápida y ágil caballería, se desmoronó cuando se estrellaron con la línea cristiana, que dispuesta en apretadas filas, trabando escudo con escudo,[8] y armados con espadas pesadas, lanzas y su famosa hacha de combate, “la francisca”,[9] resistieron carga tras carga de los enemigos de la cruz. Un cronista árabe lo describe de este modo:
“En las riberas del río Owar (Loira) se avistaron las dos enemigas huestes de muslimes y de cristianos de diferentes lenguas, temiéronse unos a otros. Abderahman, confiado en su fortuna, acometió el primero con horroroso ímpetu de su caballería. Mantúvose la pelea con igual esfuerzo por los cristianos, y se mantuvo sangrienta todo el dia”.[10]
La batalla duró un día entero. Una y otra vez los musulmanes cargaron, y una y otra vez resistieron los francos. Los muertos y heridos en el bando enemigo se comenzaron a contar por centenares. Los relinchos aterrorizados de los caballos heridos, que se revolvían en el suelo con el vientre abierto por las lanzas, aumentaban la confusión de la batalla. Una crónica contemporánea dice que:
“Lucharon con ardor estos hombres del norte, golpeando en el rostro; como un muro, inmóviles, sin moverse, permanecieron fríamente con la espada en la mano, como un muro de hielo, y sus espadas atravesaron a los árabes”.[11]
Así como unos años antes el dragón verde islámico se estrelló contra las murallas de piedra de Constantinopla, y sus ejércitos y barcos fueron consumidos por el fuego griego, ahora se hacía pedazos contra un nuevo muro, pero este de carne, hierro, lanzas y espadas, y fue consumido por el fuego de la fe que ardía en el pecho de los hijos de la primera hija de Iglesia.
La crónica de Saint Denis relata que, en un momento de la batalla, los enemigos rodearon a Carlos, pero él “peleó ferozmente como un lobo hambriento que se abalanza sobre un ciervo y por la gracia de Nuestro Señor causó gran matanza entre los enemigos de la fe cristiana. Luego de esto, fue llamado por primera vez “Martel”, porque como un martillo de hierro, de acero y de cualquier otro metal, así él estrelló y golpeó en la batalla a sus enemigos”.[12]
A esta resistencia heroica de los cristianos, que no cedían un palmo de terreno, se agregó el rumor de que un cuerpo de caballería cristiana amenazaba el inmenso botín que habían tomado en Burdeos y sus alrededores, por lo que muchos sarracenos se apresuraron en volver a su campamento, no dispuestos a perder lo que, luego de tantas matanzas y saqueos, habían obtenido. El resto del ejército musulmán, al ver que muchos retrocedían, creyeron que se trataba de una retirada en toda regla y se unieron a ellos. Mientras intentaba frenar a sus hombres y, amenazándolos, los instaba a volver a pelear, Al-Gafiqi fue rodeado por un grupo de guerreros cristianos y, finalmente, cayó muerto, atravesado por sus lanzas.
La caballería pesada del duque Odón, que aguardaba oculta en los bosques al norte de la posición del cuadro de Carlos Martel, cayó sobre los sarracenos que huían como si de un martillo contra un yunque se tratara, acabando con toda posibilidad de reagruparse del ejército enemigo. Al ponerse el sol, el maltrecho resto del ejército musulmán pudo alcanzar el campamento para pasar la noche.
Al día siguiente, los musulmanes no aparecieron para presentar batalla. Pero Carlos, temiendo una emboscada, envió un grupo de reconocimiento al campamento musulmán descubriendo que habían huido durante la noche. Tal era el número de cuerpos enemigos en el campo de batalla que los árabes en sus crónicas llamarán a este enfrentamiento Ma’rakat Balat ash-Shuhada, la “Batalla de la Llanura de los Mártires”.
La batalla de Poitiers representa el final del avance de los ejércitos islámicos en Europa occidental. A un siglo de la muerte del falso profeta Mahoma, el ejército musulmán se retiró al sur, más allá de los Pirineos. Carlos, de allí en adelante apodado Martel (“Martillo”) continuaría expulsando a los musulmanes de Francia en los años siguientes y volvería a derrotarlos en batalla cerca del río Berre y en Narbona. Los francos expulsarían definitivamente a los musulmanes al sur de los Pirineos pocos años después. El debilitamiento de los musulmanes fue aprovechado por el recientemente fundado Reino cristiano de Asturias para empujar la frontera hacia el sur, dándole continuidad a la Reconquista, iniciada tras la batalla de Covadonga.
El famosísimo historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794) sostiene que, si Carlos hubiese sido derrotado, los musulmanes hubieran conquistado fácilmente una Europa dividida. Gibbon escribió: “Una marcha victoriosa se habría extendido mil millas desde el peñón de Gibraltar hasta las orillas del Loira; la repetición de un espacio igual hubiera llevado a los sarracenos a los confines de Polonia y a las Tierras Altas de Escocia; el Rin no era más infranqueable que el Nilo o el Éufrates, y la flota musulmana podría haber navegado sin una batalla naval hasta las bocas del Támesis”.[13] Y el historiador militar alemán Hans Delbruck no duda en afirmar que “no hubo batalla más importante en la historia del mundo”.[14]
El santo inglés, Beda el Venerable, escribió en su Historia de los anglos:
“El año de la Encarnación del Señor 729 aparecieron dos cometas en torno al Sol, produciendo gran terror a los que los veían. Y es que uno precedía al Sol cuando salía por la mañana, y otro lo seguía cuando se ponía al anochecer, como presagiando un terrible desastre tanto al Oriente como al Occidente. Por aquel tiempo, la terrible plaga de los sarracenos devastaba las Galias con crueles matanzas, y ellos mismos, no mucho después, recibían en esa provincia el castigo que merecía su perfidia”.[15]
Esta derrota fue el último gran esfuerzo de la expansión islámica mientras hubo todavía un califato unido, antes de la caída de la dinastía de los Omeyas en el 750, solo 18 años después de la batalla, siendo derrotada y reemplazada por la dinastía de los Abasíes o califato abásida.
El único superviviente de los omeyas, Abd al-Rahman, conocido por los cristianos como Abderramán I, logró escapar y hacerse con el poder en al-Ándalus, que se hace, así, políticamente independiente, aunque Abderramán evitará hacer explícito su no reconocimiento del nuevo califa de Bagdad, jefe de todos los “creyentes”, para mantener la apariencia de unidad en la umma o comunidad de musulmanes. Le sucederán otros cuatro emires antes de que, en el año 929, Abderramán III cree el nuevo califato de Córdoba[16] separándose definitivamente del gobierno de Bagdad, capital del califato abásida.
Carlomagno, nieto de Carlos Martel e hijo de Pipino el Breve, primer mayordomo en obtener del papa el título de rey, sería coronado emperador de los romanos por el papa san León III en la Navidad del año 800 restaurando de este modo el Imperio Católico en Occidente, desaparecido tras la caída del Imperio romano en el 476. Tan trascendental fue este hecho, que muchos historiadores lo señalan como el comienzo de la Edad Media y fue tanto el entendimiento entre el emperador y el papa, entre el Imperio y la Iglesia que se considera una de las encarnaciones más claras de la doctrina de las dos espadas.
TOMÁS MARINI
Bibliografia consultada
– Aude Cirier, La batalla de Poitiers: Carlos Martel, el nacimiento de una figura heroica, Edición digital Titivillus (2017).
– Georges Minois, Charles Martel, Perrin (2020).
– Williams, Hywel, Days that changed the world, Metro books (2013).
– Weir, William, 50 battles that changed the world, Bounty Books (2006).
– Overy, R. J., A history of war in 100 battles, William Collins (2014).
– Tucker, Spencer, Battles that changed history: an encyclopedia of world conflict, ABC-CLIO (2011).
– John Gilmer Speed, E. S. Creasy, sir Edward Shepherd Creasy, Decisive Battles of the World, 1899, The Colonial press.
– Rodney Stark, God’s Battalions: The Case for the Crusades, Harper One (2010).
– Edward Gibbon, Decadencia y Caída del Imperio romano, Gredos (2023).
– Raymond Ibrahim, Sword and Scimitar: Fourteen Centuries of War between Islam and the West, Da Capo Press (2018).
– San Beda el venerable, Historia eclesiástica del pueblo de los anglos, edición de José Luis Moralejo, Akal (2013).
[1] Los últimos reyes de la dinastía merovingia fueron llamados “reyes holgazanes” por Eginardo, biógrafo de Carlomagno, en su Vita Karoli Magni, escrita en el siglo IX. Según escribe, los merovingios “no tenían de reyes más que el nombre”. Debemos decir, sin embargo, que hubo excepciones, como fue el caso de los reyes san Dagoberto II (652-679) o san Sigeberto III (630-656).
[2] El Corán, sura 3, aleya 28.
[3] El Corán, sura 8, aleyas 59 y 60.
[4] Historia de la dominación de los árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas por el doctor D. José Antonio Conde.
[5] Ibíd.
[6] Fundada por san Martín en el siglo IV.
[7] Según una tradición muy antigua, camino a la batalla, Carlos Martel habría donado una espada a la capilla de Sainte-Catherine-de-Fierbois durante su paso, espada que llevaba grabados los nombres de Jesús y de María, y que volvería a blandir santa Juana de Arco en el siglo XV.
[8] Según la costumbre de este pueblo guerrero, los jóvenes francos al alcanzar la adultez recibían ceremonialmente su escudo para la guerra.
[9] Tan característica era esta arma, que no se sabe si fue nombrada por el nombre de la tribu o si la tribu fue nombrada por esta hacha de combate.
[10] Historia de la dominación de los árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas por el doctor D. José Antonio Conde.
[11] Raymond Ibrahim, Sword and Scimitar: Fourteen Centuries of War between Islam and the West.
[12] ibíd.
[13] Edward Gibbon, Decadencia y Caída del Imperio romano.
[14] Rodney Stark, God’s Battalions: The Case for the Crusades.
[15] San Beda, Historia eclesiástica del pueblo de los anglos.
[16] El Califato de Córdoba durará desde el 929 hasta su caída en el 1031, fragmentándose en microestados, las taifas.
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Los musulmanes españoles acabaron conquistando un lugar de difícil acceso en la zona del Ródano, llamado «Fraxinetum» (en latín: «bosque de fresnos»), cerca de Saint-Tropez, que fortificaron.
Fue el centro de operaciones para sus razzias de saqueo del sur de Francia y norte de Italia (llegaron a saquear la importante abadía de San Galo en Suiza) y sobre todo de caza de cristianos para venderlos como esclavos en el mundo musulmán. Como controlaban las vías de peregrinaje a Roma, exigían peaje a los peregrinos. Fue también una base de piratas musulmanes y los historiadores piensan que colaboró en el ataque musulmán a Génova del año 935.
Esto duró más de cien años. Pero capturaron al abad de Cluny y legado pontificio, Majolus, y exigieron un rescate por su liberación. Una vez libre, éste organiza una fuerza de provenzales y piamonteses que derrota a esta república musulmana en la batalla de Tourtour y los echa de Provenza.
Un recuerdo imborrable de grandes batallas que enfrentaron los cristianos. Cuantas vidas se llevaon las guerras y cuantas historias se mancharon de sangre por las religiones. Dios se apiade de esas almas y de sus precusores.