Historia de batallas. La Batalla de Tolbiac

“La hija primogénita de la Iglesia”

“Dios desprecia la tranquilidad de las almas

que destinó para la batalla”

(Santa Juana de Arco)

Por Tomás Marini

Fecha: 496 (Investigaciones más recientes la fechan en el año 506)

Campo de batalla: Zülpich, Renania del Norte-Westfalia, actual Alemania.

Resultado: Victoria decisiva franca y conversión de Clodoveo al cristianismo.

Beligerantes: francos vs. alamanes

Personajes protagonistas: Clodoveo I; Sigeberto el Cojo; Santa Clotilde y san Remigio.

En el silencio solemne de una capilla, la reina santa Clotilde, de rodillas sobre el frio suelo de piedra, tiene la mirada fija en un Cristo clavado en la cruz. El eco de sus plegarias resuena en la quietud del lugar sagrado.

Las llamas temblorosas de unas pocas velas iluminan las lágrimas que corren por su bello rostro.

Reza por su marido pagano, el rey de los francos, Clodoveo, para que abandone el culto al falso y oscuro dios Wotan y se convierta a la fe verdadera.

Sabe que, si el rey se convierte, muchos lo seguirán y, por eso, no solo reza por la salvación eterna del alma del rey, sino también pide que, por esta conversión, la luz del cristianismo se expanda como un fuego devorador y llegue a iluminar hasta los últimos rincones de la tierra de los francos, ahora su propio pueblo, dispersando las sombras del error y la idolatría, que lo mantiene cautivo del diablo, y que la sangre redentora de Jesucristo pueda finalmente derramarse sobre ellos.

En el año 476 el Imperio romano de Occidente deja de existir cuando Odoacro, rey de los hérulos, derroca al último emperador de Roma, Rómulo Augústulo. En el antiguo territorio imperial se asientan nuevos pueblos. Los bárbaros,[1] como los llamaban los romanos: godos, visigodos, ostrogodos, lombardos, vándalos, francos, alamanes y muchos otros.

La inmensa mayoría de estos pueblos abandonan el paganismo y se convierten al arrianismo, la herejía que negaba que Cristo fuera Dios. Tal es el caso de los visigodos en la península ibérica, la actual España y Portugal, que se convertirán finalmente a la verdadera fe católica con el rey Recaredo, hermano de san Hermenegildo, en el año 587.

El pueblo de los francos, que ocupaba el norte de la actual Francia, permanece en la idolatría pagana. Este era un pueblo guerrero (característica que impregnaba todos los aspectos de su cultura) y estaba dividido en dos grupos: los francos salios cuyo rey era Clodoveo,[2] y los francos ripuarios, que tenían como rey a Sigeberto el Cojo. Los ripuarios tenían por vecinos a los alamanes,[3] temibles y valerosos guerreros que, durante siglos, habían sido un dolor de cabeza para el ya desaparecido Imperio y habían plantado cara a las, durante mucho tiempo, invencibles legiones romanas. Alamanes y ripuarios tenían frecuentes enfrentamientos fronterizos, y no eran raros los saqueos y las incursiones. En el año 496,[4] los alamanes se lanzaron con todo su ejército sobre los ripuarios en una invasión en toda regla. Sigeberto sabía que, solo, no tendría ninguna oportunidad y solicitó a Clodoveo que acudiera con su ejército para socorrerlo.

Una vez enterado de la invasión, Clodoveo reunió rápidamente a sus guerreros y marchó a la guerra. Sus hombres iban armados con espadas y lanzas que, al modo romano, podían arrojar contra el enemigo durante la carga, y llevaban las famosas “franciscas”, hachas que se usaban tanto en el combate cuerpo a cuerpo como a modo de arma arrojadiza y que blandían de manera temible. Sus escudos eran de madera y cuero con una pieza metálica puntiaguda en el centro.

Aunque no tenemos números precisos de la cantidad de hombres en ambos bandos, ni mucha información sobre la batalla, los historiadores coinciden en que el ejército alamán era numéricamente muy superior al de los francos, y que, una vez comenzada la batalla, Clodoveo no tardó en ver que la derrota era inevitable. Sus hombres, a pesar de combatir con valor, caían masacrados bajo el filo de las demasiado numerosas espadas alamanas. El mismo rey Sigeberto había sido herido gravemente en una pierna,[5] Fue entonces que Clodoveo, sintiéndose abandonado por el dios de su pueblo Wotan, y a punto de ser él mismo rodeado por los enemigos, levantó los ojos al cielo y elevó una súplica al único Dios al que no había invocado antes de la batalla, el Dios cristiano de su esposa burgundia Clotilde:

“Oh, Jesucristo, al que Clotilde proclama hijo del Dios vivo, tú que ayudas a aquellos que sufren y que le das la victoria a aquellos que tienen fe en ti, te imploro devotamente la gloria de tu asistencia; si tú me das la victoria sobre estos enemigos y si experimento la virtud milagrosa, que el pueblo consagrado a tu nombre se dé cuenta que ella viene de ti, creeré y me haré bautizar en tu nombre. Yo, en efecto, he invocado mis dioses, pero, como ya me he dado cuenta, se han abstenido de ayudarme. Creo, pues, que ello se debe a que no tienen poder alguno, puesto que no vienen en socorro de sus servidores. Es a ti a quien invoco ahora, es en ti en quien deseo creer, tanto como pongas en fuga a mis adversarios”.[6]

Apenas dijo estas palabras, la fuerza volvió a los brazos de sus guerreros y se encendieron sus corazones con la esperanza de la victoria. Se lanzaron sobre los alamanes que, desconcertados, no pudieron contener el avance de estas tropas que ahora parecían recién entradas en combate. El rey alamán cayó atravesado por una flecha y esto terminó de desmoralizar a los alamanes, que huyeron del campo de batalla. A los que se rindieron se les perdonó la vida.

Clodoveo, luego de la victoria[7] obtenida con la ayuda divina, recibió el sacramento del bautismo junto con su hermana y tres mil guerreros de las manos del obispo Remigio en Reims el 25 de diciembre del 496.[8] Al acercarse a la pila bautismal cuenta san Gregorio que el santo obispo le dijo al rey:

“Inclina humilde tu cerviz, adora lo que quemaste y quema lo que adoraste”.

El bárbaro se civilizaba, el germano se romanizaba y el pagano se hacía católico abriendo el camino a la época de la cristiandad, a san Bernardo y a san Luis rey.

Clodoveo se convirtió así en el primer y único rey católico de Europa y el reino de Francia ganó el título de “hija primogénita de la Iglesia”.[9]

El obispo de la Galia, san Avito, diría luego al nuevo rey católico:

“¡Gracias a Vos, este rincón del mundo brilla con poderosa intensidad, y la luz de una nueva estrella ilumina el Occidente! ¡Al elegir para Vos, habéis elegido para todos! ¡Vuestra fe es nuestra victoria!”.[10]

TOMÁS MARINI

 

Bibliografía consultada

– San Gregorio de Tours (S. VI), Historia de los francos. Edición digital de FS (2018)

– José Javier Esparza, Visigodos, La esfera de los libros (2018)

– Juan Carlos Losada, Batallas decisivas en la historia de España, Debolsillo (2006)

– Thomas E. Woods, Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela Libros (2007)

– Régine Pernoud, La mujer en el tiempo de las catedrales, Editorial Andrés Bello (2008)


[1] “Bárbaro” es un exónimo que procede del griego y su traducción literal es “el que balbucea”. Los romanos utilizaban este término para designar a aquellos pueblos que habitaban fuera de sus fronteras. Lo tomaron de los antiguos griegos quienes lo usaban para referirse a personas extranjeras que no hablaban el griego ni el latín, y cuya lengua extranjera sonaba a sus oídos como un balbuceo incomprensible.

[2] En honor a él la mayoría los reyes franceses se llamaron “Luis” (Louis), forma moderna de “Clodoveo” (Clouis).

[3] De esta tribu germánica deriva el nombre de “alemán” en español y otros idiomas. El nombre de “Alamania” es la latinización de una expresión en alto alemán antiguo: Alle Mannen (“todos los hombres”), que engloba a todos los pueblos que habitaban esa zona en tiempos de Julio César.

[4] La historiografía francesa más reciente ha redatado la batalla y el bautismo del rey franco unos años más tarde, años 506 y 508 respectivamente.

[5] Por la que luego se lo conocería como “el cojo”.

[6] San Gregorio de Tours (S. VI), Historia de los francos.

[7] Según nuevas investigaciones, en la batalla habría habido una primera conversión de Clodoveo, pero su conversión definitiva se daría un tiempo más tarde frente a la tumba de san Martín de Tours.

[8] A partir de entonces, casi todos los reyes franceses fueron consagrados en la catedral de Reims, hasta 1825, fecha en la cual el rey Carlos X de Francia accedió al trono.

[9] Llegará un día, y Nos esperamos que no esté muy lejano, en que Francia, como Saulo en el camino de Damasco, será envuelta por una luz celeste y escuchará una voz que le repetirá: “Hija mía, ¿por qué me persigues?” Y respondiendo: “¿Quién eres, Señor?”, la voz replicará: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Dura cosa es para ti cocear contra el aguijón, porque en tu obstinación te arruinas a ti misma”. Y ella, temblorosa y atónita dirá: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Y Él dirá: “Levántate, lávate de tus manchas que te han desfigurado, despierta en tu seno los sentimientos adormecidos y el pacto de nuestra alianza, y ve, hija primogénita de la Iglesia, nación predestinada, vaso de elección, ve a llevar mi nombre, como en el pasado, a todos los pueblos y los reyes de la tierra”. San Pío X

[10] Al escuchar la historia de la pasión de Cristo, el rey Clodoveo exclamó: “Ah, ¡si yo hubiera estado allí con mis francos!”

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