Roca y el mito del genocidio indígena

Por Juan José Cresto

Hace poco más de un siglo, el 12 de octubre de 1904, el general Roca entregó al doctor Manuel Quintana los atributos de la presidencia de la República. Había cumplido su segundo mandato, pero su influencia política desde 1880 había transformado el país. La Argentina era una potencia respetada. El general Mitre, ya anciano y verdadero patriarca de la argentinidad, fue a su casa ese mismo día para felicitarlo por su gestión: «Ha cumplido», le dijo parcamente, porque el juramento de su asunción, en 1898 lo había hecho ante el patricio.

Diez años después, el 19 de octubre de 1914, Roca moría en Buenos Aires. Los últimos años los dedicó a organizar su estancia La Larga, levantando casas para su personal, cultivando arboledas y caminos y mejorando su hacienda. Se cumple este año el centenario de su alejamiento del poder y noventa años de su fallecimiento. El país no lo ha recordado suficientemente.

En los últimos tiempos una historiografía carente de toda documentación sostiene que la expedición de Roca de 1879 contra los indios, fue un genocidio. Ello revela supina ignorancia u oculta intereses de reivindicaciones territoriales. El tema indígena es complejo, porque abarca regiones muy diferentes, desde los paisajes andinos atípicos hasta la cuña boscosa del Chaco, con razas que no eran ni son comparables, como los diaguitas, los abipones o los mapuches. En el Sur, los pueblos araucanos procedían de Chile e ingresaron al hoy territorio nacional hacia principios del siglo XVIII, según lo refieren numerosos historiadores de ese país, algunos con carácter reivindicatorio.

La pampa agreste estaba totalmente desierta, con algunos bolsones de pobladores aislados. En la provincia de Buenos Aires se denominaba «poblador del Salado» a quien se instalaba más allá de ese importante río. Sin alambrados, sin títulos de propiedad, salvo antiguas mercedes realengas, o con títulos imprecisos basados en la simple ocupación, el llamado «estanciero» era el ganadero que cuidaba vacas criollas, que no tenían parecido con las de nuestra época, vivía con el cuchillo en la faja y dormía en un rancho que él mismo construía. Su beneficio empresario consistía solamente en la explotación del cuero del vacuno, que canjeaba en la pulpería o en «las casas», o poblado más próximo. Compartía, sí el temor al malón indígena.

Al caer la tarde, hacía recostar a su caballo en el suelo para ver la reacción del animal, cuya sensibilidad le permitía saber si la tierra se movía. En ese caso, sabía que, a lo lejos, los indios galopaban y él debía huir, abandonando todo.

El horror del malón se ha descripto repetidas veces, pero hay que recordar que el indio fue temible cuando aprendió a montar el caballo que trajo el europeo, para robar las vacas que también vinieron con los españoles y venderlas en Chile. También cuando aprendió a usar la cuchilla de hierro, que también obtuvo de la industria del hombre blanco. Los aduares indígenas estaban llenos de cautivas, mujeres blancas a las que se les hacía un tajo profundo en la planta de los pies para impedirles la fuga. Ellas tenían que soportar la indignación y el odio de las mujeres indias de la tribu.

La historia argentina está llena de historias de pequeños y de muy grandes malones a lo largo de los siglos XVIII y XIX, hasta la decisiva ocupación de desierto por Roca. La política de ocupación no se inicia con este exitoso militar, sino que continúa desde los primeros gobiernos patrios. Rosas hizo una expedición contundente, pero después de Caseros las tribus se alinearon, unas con el gobierno de la provincia de Buenos Aires y otras con el de la Confederación, participando en la política partidista.

Mitre quiso erradicar el delito en las pampas y no lo pudo lograr por tener que dedicar sus esfuerzos a la guerra del Paraguay. Sarmiento sufrió grandes malones y la batalla de San Carlos es un verdadero hito de la historia. Avellaneda, que soportó una grave crisis financiera internacional, tuvo una política de ocupación a través de su ministro Adolfo Alsina, quien hizo construir una larga zanja de más de cuatrocientos kilómetros para evitar los malones, en una guerra defensiva sin mayores resultados. Finalmente, Roca, que conocía el desierto, organizó una expedición ocupacional decisiva. Este joven general había ganado todos sus ascensos, uno tras otro, en los campos de batalla.

¿Estaba Roca ocupando tierras de indios? La respuesta es categóricamente negativa. Esas tierras desiertas comienzan a ser ocupadas con las expediciones pobladoras de la España colonizadora del siglo XVI que, repetimos, trajeron el caballo y la vaca. Los indios iniciaron su ocupación 180 años después.

Los indígenas americanos precolombinos estaban radicados en mínimas parcelas de territorio y aprovecharon los descubrimientos, invenciones, ingreso de animales antes desconocidos y la tecnología del blanco para su expansión territorial. De suponer válida la peregrina teoría del primer poblador, tal vez debiéramos remontarnos al homínido y considerar al propio hombre de Neanderthal como un usurpador.

Pero existen algunas consideraciones que hay que sopesar: la expedición debe adjudicarse al gobierno del presidente Avellaneda, quien designó para comandarla a su ministro de guerra, el general Julio Argentino Roca, en estricto cumplimiento de la ley del 25 de agosto de 1867, demorada doce años por las dificultades políticas y económicas del país. «La presencia del indio -decía la ley- impide el acceso al inmigrante que quiere trabajar.» Para financiar la expedición se cuadriculó la pampa en parcelas de 10.000 hectáreas y se emitieron títulos por la suma de 400 pesos fuertes cada uno, que se vendieron en la Bolsa de Comercio. Aunque prohibieron la adquisición de dos o más parcelas contiguas, esta venta fue la base de muchas de las fortunas argentinas.

La ley, la expedición y la organización fueron discutidas en el Congreso y votadas democráticamente. Todo el país, toda la población de la Nación, quería terminar con este oprobio, desde el Congreso y los gobiernos provinciales hasta los periódicos, sin excepción.

Roca organizó la expedición y a ella se incorporaron no solamente cuerpos militares, sino también periodistas, hombres de ciencia y funcionarios. El periodista Remigio Lupo la integró como corresponsal del diario La Prensa y remitió sus crónicas. Monseñor Antonio Espinosa publicó su diario, con noticias muy valiosas de todo lo mucho que vio, pero también escribieron hombres de ciencia, como los doctores Adolfo Doering y Pablo Lorenz, y naturalistas, como Niederlein y Schultz, que estudiaron la flora, la fauna y las condiciones del suelo.

Acompañaron también enfermeros y auxiliares. Los indios prisioneros y los niños, mujeres y ancianos fueron examinados por sus dolencias, vacunados y muchos de ellos remitidos a diversos hospitales de la muy precaria Buenos Aires de esos días.

Ahora bien: ¿puede creerse que todas estas personas y otras que siguieron paso a paso la expedición pueden ser cómplices de silencio en caso de genocidio? ¿Se concibe un secreto de cinco mil personas? ¿Lo hubiera permitido un humanista como el presidente Avellaneda? La única realidad es que la llanura pampeana quedó libre de malones y que a los indígenas se les asignaron grandes reservas, si bien es cierto que individuos inescrupulosos les cercenaron posteriormente muchas de sus parcelas con supuestos derechos, actitud reprobable, sin duda, que forma parte de litigios del derecho civil (…). Lo que se quiso hacer y efectivamente se hizo fue concluir con los asaltos a pueblos indefensos y poner la tierra fértil a disposición de la población para ser trabajada. En efecto, en menos de 25 años a la Argentina se la llamaba «la canasta de pan del mundo».

El 12 de octubre de 1880, Roca juró como presidente de la República, por haber vencido a Tejedor en las elecciones. Hizo un gobierno histórico: concluyó el tratado de límites con Chile, en 1881; desarrolló la instrucción pública; construyó escuelas; extendió los ferrocarriles. Los inmigrantes agricultores comenzaron a agruparse en colonias. Se estibaron miles de bolsas de trigo en las estaciones.

El pedestal de la gloria de Roca está en sus dos gobiernos y en su orientación política, mucho más que en la ocupación del desierto, pero ésta es un timbre de honor de su biografía. Con el tiempo, a través de personas que no han leído específicamente sobre el tema o que tienen otros intereses, se ha creado una fábula que gente de buena fe la ha creído, porque así se elaboran los mitos que después parecen «verdades reveladas» de valor teológico. Felizmente, cualquier serio investigador de historia, cualquier estudioso del pasado que se documente, se preguntará azorado: ¿qué genocidio?

 

Por Juan José Cresto

23/11/2004  

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/656498-roca-y-el-mito-del-genocidio (extracto)

 

 


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