De pluma ajena. La revolución de Mayo y la independencia argentina

Una nueva semana de Mayo, donde se recuerda la «autonomía» (que la independencia es en 1816); venga entonces un vídeo breve de unos jóvenes amigos, un artículo de nuestra autoría y, esta vez, un texto de pluma ajena de alguno de nuestros lectores para,

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE


La revolución de Mayo y la independencia argentina

Por Amadeo D’Agostino

 

Para comprender el proceso independentista argentino es necesario tener en cuenta tres elementos de primordial importancia: sus fundamentos legales, el hecho que las Indias occidentales eran reinos y las características del vínculo entre los americanos y el rey. Asimismo, el proceso tuvo un distintivo aspecto religioso que raramente es mencionado. En este artículo haremos un breve tratamiento de estos puntos.

En 1808 el emperador francés Napoleón Bonaparte invadió España y tomó cautivo al rey Fernando VII, perteneciente a la dinastía de los Borbones. El 5 y 6 de mayo del mismo año, en la ciudad de Bayona, en el sudoeste de Francia, Fernando VII y su padre, Carlos IV, renunciaron al trono español. El 12 de mayo también renunciaron a sus derechos los otros posibles sucesores Carlos y Antonio en Burdeos, al igual que la infanta María Luisa, reina de Etruria.

La legislación entonces vigente, en las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, preveía que, ante la muerte o ausencia del rey, sin que éste haya dejado un regente, la soberanía se revirtiera en los pueblos. Además, las leyes de Indias tenían previsto, en la misma situación, el derecho de los cabildos de constituir juntas y legislar por medio de ellas. Por ende, desaparecida toda autoridad legítima en España, los americanos se vieron obligados a dotarse de un gobierno propio, según lo mandaban las leyes. En la Argentina, este proceso es conocido como la Semana de Mayo de 1810, cuyo día más memorable fue el viernes 25, fecha de establecimiento de la Primera Junta.

El Imperio Español era una monarquía múltiple, compuesta por partes unidas en y por la cabeza. Las Indias occidentales, entre las cuales se encontraba el Virreinato del Río de la Plata, eran reinos incorporados al dominio público de la Corona de Castilla. No eran parte de Castilla ni de ninguna otra entidad territorial de la Península Ibérica, sino que estaban unidas por un pacto de vasallaje explícito y sinalagmático con el Rey de Castilla, quien a su vez lo era de los otros Reinos hispánicos. En la actualidad puede tratarse de un concepto difícil de entender, porque en ningún país iberoamericano existe un pacto similar, pero se trataba de un contrato bilateral, que suponía obligaciones para las partes firmantes, que debían cumplir y respetar para que el pacto mantenga su vigencia. Por Real Cédula de Carlos V, firmada el 9 de julio de 1520 (precedida por otra similar del 14 de septiembre de 1519) e incorporada luego a las leyes de Indias en la Ley Primera, Título Primero, Libro Tercero de Indias, la sujeción de los americanos a la Corona reposaba en el hecho que los reinos americanos no se encontraban fusionados con España, sino que directamente dependían del rey y poseían tres derechos a perpetuidad: autonomía, inalienabilidad e indivisibilidad. Era una “obligación recíproca porque debemos guardar respeto y obediencia al Rey pero éste debe guardar nuestros derechos”, en palabras de fray Pantaleón García.

Desde la llegada de los Borbones al trono español en el año 1700, la Corona violó los tres derechos de los reinos americanos en numerosas ocasiones: al entregar las Misiones Occidentales a Portugal en el Tratado de Permuta de 1750, al ceder Santo Domingo a Francia en el Tratado de Basilea de 1795, al considerarnos “colonias” en documentos oficiales de la segunda mitad del siglo XVIII, al ceder la Louisiana en el Tratado de San Ildefonso de 1800, al entregar y vender los reinos americanos a Napoleón en la conferencia de Bayona de 1808 a cambio de una hacienda considerable, al declararnos provincias el 24 de septiembre de 1810 por parte de las Cortes de Cádiz y al querer subordinarnos a un ilegítimo Consejo de Regencia contra lo previsto en las Siete Partidas de Alfonso X en caso de muerte o ausencia del rey.

Estas violaciones anulaban el contrato y en consecuencia derogaban la obligación de guardar obediencia al Rey. A pesar de ello, los americanos intentaron de diversos modos pacíficos evitar la ruptura del imperio. Las Juntas americanas habían resguardado su autonomía conforme a derecho, pero jurando fidelidad a Fernando VII. El 27 de mayo de 1813, después de sucesivas derrotas, Napoleón reconoció a Fernando VII como rey de España y éste regresó a territorio español el 22 de marzo de 1814. El 28 de diciembre, Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia zarparon rumbo a Europa para acudir a felicitar al rey por su restauración en el trono, explicarle en persona las razones que nos habían llevado a formar gobiernos a su nombre y evitar la independencia salvaguardando los tres derechos de los Reinos americanos: autonomía, inalienabilidad e indivisibilidad. Pero Fernando VII ambicionaba implantar un sistema absolutista, en violación a lo estipulado por la Real Cédula de Carlos V de 1520 y otras similares, y se negó a recibirlos. Posteriormente, envió al continente una expedición terrorista a cargo de Pablo Morillo, le declaró la guerra a las mismas juntas americanas que le habían jurado fidelidad y volvió a pactar con Napoleón en 1815. Otras tres nuevas violaciones a la citada Real Cédula.

Los Borbones, al violar las condiciones que se habían establecido para obedecer a la Corona, pusieron fin a la obligación de los americanos de ser sus súbditos. Aun así, los americanos buscaron reconstruir el vínculo pidiendo a Fernando VII que respetara las condiciones, pero su negativa selló definitivamente la suerte del Imperio Español. Las independencias hispanoamericanas no sólo fueron un conjunto de campañas militares. Fueron, también, una victoria de la legalidad y la legitimidad.

Un hecho a destacar es que el proceso independentista argentino se caracterizó por incontables expresiones del más piadoso catolicismo.

Al asumir sus cargos los integrantes de la Primera Junta de 1810, el Presidente de la misma, Cornelio Saavedra, prestó juramento “hincado de rodillas y poniendo la mano derecha sobre los Santos Evangelios”, como consta en el acta de acuerdos del Cabildo. La Proclama de la Junta, emitida el 26 de mayo, habla de “proveer, por todos los medios posibles, la conservación de nuestra Religión Santa”. El 2 de noviembre la Junta y el Ayuntamiento aprobaron el “Tratado de las obligaciones del hombre”, del canónigo Juan Escóiquiz, que enseñaba en varias páginas los deberes con Dios. En 1815, el fray Francisco de Paula Castañeda afirmó en la Catedral de Buenos Aires, en ocasión del aniversario del 25 de mayo, que se trata de un día que “será memorable y santo, que ha de amanecer cada año para perpetuar nuestras glorias”. Al año siguiente, el fray Juan Esteban Soto lo describió como “el día de gloria para este continente”.

José de San Martín juró por Dios y la Patria la independencia nacional. Sus tropas usaban el Santo Rosario al cuello y lo rezaban a orden del sargento de semana. El Ejército de los Andes condenaba la blasfemia en su código de honor y proclamó a la Virgen del Carmen como su Patrona. Cuando finalizó el Combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, San Martín ordenó Misa y colocó cruces en las tumbas de los muertos. Al terminar su campaña en Perú, donó al convento de franciscanos de Mendoza su bastón de general. Su sable sería donado en su testamento a Juan Manuel de Rosas, a quien apoyó públicamente y ayudó con valiosos consejos durante su guerra contra el Reino Unido y Francia.

Manuel Belgrano era terciario de la Orden de Predicadores y fue enterrado con el hábito de los mismos. Dirigió un periódico, Correo de Comercio, en cuyas páginas podemos leer: “La religión es el sostén principal e indispensable del Estado y el apoyo firme de las obligaciones del ciudadano.” Antes de la Batalla de Tucumán, Belgrano puso a su ejército bajo protección de la Virgen de las Mercedes y, al resultar vencedor, la nombró Generala e hizo celebrar solemnemente su triunfo en la Iglesia de la Merced. Incluso realizó una promesa, llamada “voto de la victoria”, consistente en edificar en Tucumán una iglesia a la Virgen de la Merced para constituir en ella la Parroquia de la Victoria.

Martín Miguel de Güemes llevaba siempre un escapulario del Justo Juez y una medalla rectangular de unos 10 x 14 centímetros representando a Jesucristo en el Ecce Homo. Una de las preocupaciones de Güemes fue la construcción, bendición y nombramiento del capellán de la Iglesia de El Chamical, a 35 kilómetros de la ciudad de Salta. El padre Francisco Fernández fue designado capellán, el cual siguió en permanente comunicación con Güemes, lo asistió como consejero espiritual cuando fue herido de muerte y se preocupó porque su cuerpo fuera trasladado a la misma iglesia, donde fue enterrado.

El padre de la Armada Argentina, el irlandés Guillermo Brown, donaba parte de su sueldo a las monjas Catalinas de Buenos Aires. Portaba el palio los días de Corpus y era infaltable en los tedéum de la Catedral en los días patrios. No dormía sin persignarse y era devoto de San Telmo, el protector de la escuela de náutica fundada por Belgrano. Al morir Brown, su confesor, el Padre Fahy, afirmó que el marino fue “un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad”.

Los colores de la bandera argentina, izada por primera vez el 27 de febrero de 1812 por Belgrano, fueron tomados de los colores de la Inmaculada Concepción. Este hecho es confirmado por José Lino Gamboa, antiguo cabildante de Luján, juntamente con Carlos Belgrano, hermano del General: “Al dar Belgrano los colores celeste y blanco a la bandera patria, había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, honrar a la Pura y Limpia Concepción de María, de quien era ardiente devoto por haberse amparado a su Santuario de Luján”. Existe, además, un antecedente. Al fundarse el Consulado de Comercio de Buenos Aires en 1794, Belgrano quiso que su patrona fuese la Inmaculada Concepción y, por esta razón, su bandera constaba de los colores azul y blanco. El 25 de septiembre de 1812, el Coronel Domingo French anunció en Luján: “¡Soldados! Somos de ahora en adelante el Regimiento de la Virgen. Jurando nuestras banderas os parecerá que besáis su manto…”

El Sol de Mayo, agregado por iniciativa del canónigo Luis José de Chorroarín, posee el mismo número y disposición de rayos que el Escudo Eucarístico de Cristo, 16 rectos y 16 flamígeros intercalados, como puede verse en el sello de la Compañía de Jesús, conocida popularmente como la orden jesuita. Es posible que Chorroarín se haya inspirado en cierta iconografía barroca de Nuestra Señora de la Esperanza, que la representa vestida de manto azul celeste y túnica blanca y en su vientre un sol con rostro. Esta iconografía puede encontrarse incluso hoy en España; por ejemplo, en una talla en madera del convento de San Juan de la Penitencia de Orihuela.

El 7 de octubre de 1812, el padre Neirot, en su oración fúnebre por los caídos en la batalla de Tucumán, exclamó: “Sabiendo que peleaban por su amabilísima patria, por su libertad y por la religión de sus padres, prefirieron como Judas Macabeo, la muerte gloriosa a una fuga vil y cobarde”.

El 20 de febrero de 1813 la bandera argentina flameó por primera vez en combate, en la Batalla de Salta. Al llegar a Buenos Aires la noticia del triunfo, el Gobierno hizo celebrar un Tedéum en la Catedral el 5 de marzo. El orador en ese acto fue el padre Julián Perdriel, provincial dominico.

En la inauguración de las sesiones preparatorias para la independencia en 1816, los diputados imploraron la luz del Espíritu Santo en el templo de San Francisco, en medio de las aclamaciones del pueblo. La declaración fue eminentemente cristiana: “Nos los Representantes de las Provincias Unidas en Sud-América reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los Pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos…” De los veintinueve que, el 9 de julio, firmaron el Acta de la Independencia, once eran sacerdotes; uno sería ordenado posteriormente y otro no pudo firmarla por cumplir una Comisión oficial. Después del 9 de julio se incorporarían siete sacerdotes más, incrementando su número a veinte. El 10 de julio se ofició una misa de acción de gracias, con una oración patriótica pronunciada por uno de los diputados, el presbítero Pedro Ignacio de Castro Barros. El 14 de septiembre, por impulso de otro diputado, el fray Justo Santa María de Oro, los firmantes del Acta declararon a Santa Rosa de Lima como patrona de la independencia argentina.

Sirva también este artículo para rescatar del olvido la profundidad de aquella Fe.

Amadeo D’Agostino


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3 comentarios sobre “De pluma ajena. La revolución de Mayo y la independencia argentina

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  • el mayo 22, 2023 a las 3:50 pm
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    …»dependían del rey y poseían tres derechos a perpetuidad: autonomía, inalienabilidad e indivisibilidad»…

    …»ante la muerte o ausencia del rey, sin que éste haya dejado un regente, la soberanía se revirtiera en los pueblos. Además, las leyes de Indias tenían previsto, en la misma situación, el derecho de los cabildos de constituir juntas y legislar por medio de ellas»..

    Pues para ser colonias tenían una libertad y autonomía que no existía en muchos paises de Europa. Desde luego no en Francia, ni antes ni después de la revolución. Tenían exactamente las mismas normas que en Castilla, con las mismas obligaciones y los mismos privilegios.

    Dudo incluso que haya un sólo Estado moderno en el que los pueblos y ciudades tengan esa libertad y autonomía.

    Parece que toda la historia ha sido convenientemente reescrita, porque, como decía George Orwell, «Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro».

    Simplemente a alguien con turbios intereses secretos le interesa cortarse un pasado a su medida.

  • el mayo 22, 2023 a las 5:09 pm
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    La verdad es que la dinastía de los Borbones es lo peor que le pudo pasar a la Corona Española.

    No tenía ningún derecho a la corona porque cuando las Infantas Ana María Mauricia de Austria y Austria-Estiria y María Teresa de Austria y Borbón salen de España para casarse con Luis XIII y Luis XIV respectivamente, renuncian a sus derechos sucesorios (y por tanto no los pasan a sus futuros hijos )

    Lo que pasa es que Luis XIV, que tenía el ejército más numeroso de Europa y unos Estados con el doble y el cuádruple de población que España e Inglaterra, había conquistado a España lo que hoy es todo el norte de Francia, el Franco Condado y el Charollés en el este y el Rosellón y la Cerdaña en el sur. Aunque no tuviesen derecho y Carlos II quería que le heredase el Archiduque de Austria (hijo de la Infanta Margarita Teresa de Austria y Habsburgo y nieto de la Infanta María Ana de Austria, ambas hermanas menores de las reinas de Francia) , parece que, para evitar que Luis XIV siguiese atacando a España (porque ahora serían familia), se fuerza (o tal vez se falsifica su firma ) que le declare heredero. El obispo de Astorga sale al balcón de palacio para enseñar al pueblo el testamento.

    Desgraciadamente no funcionó, porque la muerte del Carlos II dio lugar a una guerra internacional entre los dos pretendientes y una guerra civil en la península y que acaba con la pérdida total de los territorios europeos: Lo que hoy es Bélgica y Luxemburgo, los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, el Ducado de Milán, los Presidios de Toscana, el Marquesado de Finale más la isla de Menorca y el peñón de Gibraltar.

    (el candidato que Carlos II designa en su testamento es José Fernando de Baviera (cuyos derechos vienen a través de su Madre, la Archiduquesa de Austria María Antonia de Austria, hija de la Infanta María Ana de Austria), pero muere antes que Carlos, habiendo rumores de haber sido envenenado)

    La primera consecuencia de la nueva dinastía fue la de convertir España en un protectorado francés al ceder el rey Borbón la toma de decisiones a su abuelo Luis XIV, entre las cuales, el establecer el monopolio francés del tráfico de esclavos en la América española.

    Otra consecuencia es, según la profesora Elvira Roca Barea, alimentar la leyenda negra al demonizar la anterior dinastía como «decadente» y necesitada de una regeneración que justificase la nueva dinastía. Con esta dinastía extranjera se empieza a rechazar todo lo español en favor de lo extranjero (francés), hasta hoy mismo.

    El consejo de Luis XIV a su nieto Felipe fue de «construir menos capillas»

    (consejo que unido a la presunta «decadencia» de España es uno de los fundamentos del anticlericalismo, porque «la religión impide razonar y por tanto impide hacer Ciencia» (sic); de ahi el atraso» de España; fantasía que dura hasta hoy y que favoreció el genocidio católico durante la Segunda República española bananera)

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