Historia de héroes para jóvenes. El Capitán Montoya
“En el peligro ¡qué Cristo!
El corazón se me enancha,
Pues toda la tierra es cancha,
Y de esto naides se asombre:
El que se tiene por hombre
Donde quiera hace pata ancha.”
Martín Fierro.
Por Tomás Marini
En la segunda mitad del siglo XIX la frontera con el indio cruzaba todo el ancho de nuestra patria argentina. El sur estaba prácticamente todo en manos de los salvajes que, en malones, atacaban y saqueaban las tierras cristianas, asesinando, quemando y tomando cautivos. En el extremo occidental, por el lado de la majestuosa cordillera de los Andes, allá por donde cruzó con sus hombres el gran general San Martín para liberar a Chile, en la provincia de Mendoza, un 5 de julio de 1868 un puñado de valientes soldados defendió un fuerte militar a orillas del río Diamante del ataque de un malón de más de mil indios. El fuerte tenía el nombre del arcángel “San Rafael”, que le daría el nombre a la actual ciudad. Entre los soldados que se batieron con los indios, hubo uno que sobresalió por su arrojo y valor: era el capitán del Ejército Argentino, Ezequiel Montoya. Esta es la historia.
La mañana del 5 de julio, decíamos, un centinela medio muerto de frío esperaba con impaciencia el momento del relevo. Habiendo dejado el fusil de chispa en el suelo, se frotaba las manos heladas para darles calor, como cuando falta la calefacción en el aula las mañanas de invierno. El horizonte ya empezaba a clarear. De pronto, como salidos de la tierra misma, miles de indios montados a caballo se descolgaron de las lomas en medio de unos gritos del infierno. El centinela paralizado unos segundos por el terror, tomó el fusil y dio la voz de alarma con toda la fuerza de sus pulmones: ¡¡Vienen los indios!! ¡¡Vienen los indios!! ¡¡Nos están rodeando!! Cerca de ahí había una campana y corrió a tocarla para advertir a todos del ataque.
Cerca del fuerte había un caserío en el que vivían algunas familias que, al escuchar la campana, salieron rápidamente de sus casas y se dirigieron al fuerte. Algunos pocos no consiguieron llegar y los indios los atravesaron con sus chuzas o los pisaron con sus caballos.
En el fuerte abrieron las puertas para que pudieran entrar. Las mujeres lloraban desconsoladas y abrazaban a sus niños, mudos de terror. Llevaban apretando entre sus brazos lo poco que habian podido salvar de sus hogares. Los hombres se pusieron a disposición de la defensa. No eran muchos para la avalancha de indios que se les venía encima.
Dentro del fuerte, rápidamente se habían formado y ya estaban montados los ciento cincuenta hombres que conformaban la tropa del 1° de línea. Gracias a Dios los caballos habían pasado la noche en los corrales del fuerte porque al día siguiente se los iba a trabajar. ¡Si habrán sido de a caballo estos soldados que en unos minutos tenían agarrados y ensillados a los patrios! Los más rápidos ya habían salido al galope para escoltar a los últimos vecinos que huían, descargando algunos disparos de fusilería para mantener alejados a los indios, que todavía andaban muy ocupados en los alrededores saqueando, quemando, robando la hacienda y destruyendo todo lo que no pudieran llevarse.
Con todos los vecinos a salvo, el coronel Segovia, montado en un oscuro renegrido, brillante como una golondrina y negro como una noche sin luna ni estrellas, dio la orden de salir a la guarnición. Los 150 valientes se lanzaron sobre los indios, diez veces más numerosos, en una terrible carga que los agarró desprevenidos. Después de atravesar a varios con sus lanzas, desnudaron los sables y empezó el combate. Los indios se defendían también con lanzas y cuchillos, pero no faltaban los que manejaban unas boleadoras que hacían crujir los huesos que se cruzaban en su camino. Entre los hombres del fuerte se encontraba el capitán Ezequiel Montoya que entre los indios identificó a uno de los jefes del malón, un bandido, un desertor de apellido Cáceres, que se había pasado a los indios. ¡Nada peor que un cristiano renegado! (Porque una cosa es ir con los indios para escapar de la ley, como Martín Fierro y Cruz, pero que todavía entre los indios sigue siendo cristiano y argentino y, otra muy distinta es pasarte a los indios para ganarte la vida combatiendo a tu país, a tu gente y olvidando tu condición de bautizado e hijo de Dios). Decía, entonces, que el Capitán vio a este traidor, lo encaró al galope y antes de que pudiera reaccionar le atravesó el corazón de un lanzazo, tirándolo del caballo.
Los infieles, a pesar de su número, fueron cediendo terreno, porque como dirían en el campo: amontonaos como bosta e’padrillo no podían aprovechar su superioridad entre el caserío, y como habían visto caer a uno de sus jefes se escaparon atravesando el río, aunque era solo una huida táctica. Del otro lado rápidamente se reorganizaron para un segundo ataque.
Desde la seguridad de la banda opuesta daban alaridos con furia sanguinaria desafiando a la tropa a cruzar el río y presentar combate. El coronel Segovia no lo dudó ni un segundo y sin importarte lo desparejo de los números, atravesó el río con sus bravos oficiales y soldados.
Una vez del otro lado quedaron enfrentados, separados por unos pocos cientos de metros. Esta vez los salvajes estaban preparados e iban a hacer valer su superioridad numérica. Estaban a punto de cargar contra los soldados, pero entonces se escuchó a uno que dio una orden y los indios sostuvieron las riendas frenando a sus caballos. De entre las filas del malón se adelantó un hombre blanco montado en un alazán, un capitanejo de indios. Los soldados del fuerte apretaron los dientes de odio, lo conocían bien, ¡otro desertor! Y este de sus propias filas, del mismo regimiento 1° de Línea, un asqueroso traidor de apellido Barros. Parándose en sus estribos de botón pampa, esgrimiendo una lanza que sabía utilizar más que bien, se presentó ante los defensores y con pedantería vociferó:
—¡Que salga ese famoso Montoya tan mentado!
Claro, había visto caer a su compañero y ahora andaba con la sangre en el ojo.
Montoya no vaciló ni un segundo, se presentó y solicitó permiso a su jefe para aceptar el reto, envainó su sable curvo, ajustó la cincha sin bajarse, empuñó también una lanza y se apartó al trote de sus camaradas. Había que verlo, solo, montado en un flete azulejo overo, guapo y ligero, la lanza en la mano derecha y las riendas bien agarradas en la izquierda, firmes los pies en los estribos, la mirada imperturbable clavada en el enemigo.
El bravo Montoya clavó entonces las espuelas al caballo y se dirigió galopando a las disparadas contra su rival que acababa de hacer lo mismo. Bajaron las lanzas. ¿Te acordás de las justas medievales cuando dos caballeros en armadura y a caballo trataban de tirar al otro con sus lanzas? Así se encararon Montoya y Barros, solo que esta vez era a muerte.
Los dos ejércitos observaron el choque conteniendo la respiración. Las puntas mortíferas de las lanzas apuntaban al corazón del rival. Todo sucedió en un instante, echaron el brazo para atrás, se pararon sobre los estribos para afirmarse mejor y descargaron el golpe. Montoya fue más rápido, quebró su lanza contra el cuerpo de Barros haciendo saltar las astillas, tiró de las riendas y puso su caballo al trote haciéndolo volver grupas. Barros estaba caído, desplomado en el polvo con la punta de la lanza quebrada clavada y apuntando al cielo. Lo había atravesado de la garganta a la nuca. Los soldados explotaron en vítores a su campeón.
El Capitán volvió a las filas y los ciento cincuenta bravos cargaron contra la indiada, que, supersticiosos como eran, y habiendo visto caer tan rápidamente a dos de sus jefes y ambos bajo la misma lanza, pegaron media vuelta y se perdieron por las lomadas olvidándose todo lo que habían robado por el julepe que les había dado.
Así termina esta historia del capitán Montoya y de cómo defendió el fuerte de San Rafael. Digno de una película de Hollywood dirían algunos, yo digo ¡digno de un argentino! Si tuviéramos que hacer películas de los héroes y heroínas que tuvo nuestra patria no nos alcanzarían mil años, así de rica es nuestra historia y así de llena está de valientes que estuvieron dispuestos a dar su vida por Dios y por la Patria.
Basado en el relato de Narciso Sosa Morales publicado en el libro “Compendio de historia de San Rafael” de María Elena Izuel.
Tomás Marini
VOCABULARIO
Hacer pata ancha: afrontar un peligro. La expresión ha de tener su origen en que haciendo pata ancha, la planta del pie bien afirmada y los pies bien separados, se puede resistir el empuje o ataque de un contrario asegurando así el equilibrio.
Malón: asalto de indios con saqueo de pueblos, estancias, rancheríos, etc. Depredación de campos, sorpresiva acometida de los indios salvajes.
Fusil: arma larga de fuego.
Caserío: conjunto formado por un número reducido de casas.
Chuza: la lanza de los indios. Se dice también a los caballos duros.
Patrio: caballo patrio, perteneciente al estado. Antiguamente se le llamó caballo reyuno, que tenía cortada la punta de una o las dos orejas, señal de pertenencia al rey.
Infiel: el paisano siempre que habla de los indios pampas, los llama infieles. Se le dice así a la persona que no ha sido “cristianada”, bautizada.
Amontonaos como bosta e’padrillo: amontonamiento, agrupamiento de personas, animales o cosas. Eso viene de que el padrillo, caballo no capado, siempre bostea en el mismo lugar.
Alazán: pelaje de caballo de matiz rubio, formado por la mezcla de pelos colorados y amarillos.
Botón pampa: forma de estribo antigua que consistía en un botón de cuero. Solo se estribaba entre los dos primeros dedos del pie.
Con la sangre en el ojo: andar resentido con una persona, buscar venganza.
Cincha: pieza del recado que, formando conjunto con la encimera, sujeta los bastos y piezas colocados anteriormente.
Azulejo overo: pelaje de yeguarizo de abundantes manchas menores, blancas y negras, de cuya combinación resultan reflejos azulados.
Espuelas: instrumento que coloca el jinete en sus talones y sirve para picar al caballo.
Grupa: parte superior y delantera del recado.
Julepe: susto.
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¡Es verdad!, rica es nuestra historia en héroes, y sin dudas, en estos tiempos no han de faltar otros tantos Montoyas para aniquilar cuantos cerdos traidores como barros.
Hoy, tal vez, no se usen lanzas y sables, pero, es necesario dar la batalla en todo ámbito, social, cultural, espiritual, moral, deben surgir héroes dispuestos a defender la Patria, la Verdad, la Vida, la Libertad.
Y la formación-educación, es la semilla de futuros héroes.
De ahí la importancia de estas publicaciones!!!
Lindo relato! Emocionante!!
excelente