A los que blasfeman contra la Inmaculada Concepción de María
«El primer adorno de este privilegiado Corazón,
desde el primer instante en que palpitó
en el seno materno, es ser Inmaculado”[1]
Por Vinícius Almeida
El 8 de diciembre de 1854, el Sumo Pontífice Pío IX definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María:
La Santísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en vista de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original; esta doctrina ha sido revelada por Dios, y por ello debe ser creída firme e inviolablemente por todos los fieles[2].
Decir que el Papa Pío IX definió este dogma de fe en el siglo XIX no significa, como dicen algunos sofistas protestantes, que la Inmaculada Concepción fue «inventada» por este Papa. Las leyes del movimiento planetario solo fueron definidas por Copérnico en el siglo XVI, pero desde la existencia del cosmos los planetas se han movido en órbitas elípticas alrededor del sol. Del mismo modo, aunque sólo en 1854 la Iglesia definió el dogma de la Inmaculada Concepción, esta verdad de fe ha existido desde la eternidad en los planes de la providentísima Sabiduría Divina.
¿Y por qué Dios concedió a la Virgen María el privilegio de la Inmaculada Concepción? Porque convenía a la santidad y a la majestad de Jesucristo que la Virgen destinada a ser su Madre no fuera, ni siquiera por un momento, esclava del diablo[3]. Ahora bien, si todo «el que comete pecado es del diablo» (1 Jn 3,8), alegar que la elegida por Dios Padre para ser la portadora de Su Verbo había «pertenecido al diablo» desde el vientre de su madre, Santa Ana, sería de una ignorancia y de una malicia luciferinas. Si María Santísima hubiera sido concebida con el pecado original, al menos por un instante habría sido esclava del demonio, y el demonio podría decir al Salvador: «Tu madre era mía antes de ser tuya»[4]. Ahora bien, ¿cómo podría el Padre permitir que Su Hijo naciera de una Madre que fuera esclava del diablo?[5] ¡Esta suposición es horrible y diabólica! – y así lo proclama abiertamente la descendencia de la serpiente infernal (cf. Gn 3,15 ss.). Pero los verdaderos hijos de Dios, iluminados como están por su Espíritu, proclaman sin error que la santísima Virgen María nunca fue tocada por la serpiente diabólica: desde su concepción es toda y enteramente del Padre; toda y enteramente del Hijo; toda y enteramente del Espíritu; ¡Ella es la Inmaculada Concepción!
María fue concebida Inmaculada en vista de los méritos de su Hijo[6], recibiendo preventivamente los frutos de la redención. Un médico puede actuar sobre un enfermo de dos maneras: curándolo de la enfermedad ya adquirida, mediante la administración de medicamentos y tratamientos; o preservándolo de esta enfermedad, mediante la administración de una vacuna. Del mismo modo, el Padre ha aplicado los méritos de la Pasión de Cristo a la humanidad de dos maneras diferentes: a los hombres, perdonándoles el pecado, y a María, preservándola del pecado.
Este había sido siempre el plan del Padre, que «la eligió en Cristo desde antes de la fundación del mundo, para que fuera santa e irreprochable ante él en el amor» (Ef 1,4)[7]:
Así, Dios, desde el principio y antes de los siglos, eligió y preordenó para su Hijo una Madre, en la que se encarnaría, y de la que después, en la feliz plenitud de los tiempos, nacería; y la hizo objeto de tanto amor con preferencia a cualquier otra criatura, como para deleitarse en ella con singularísima benevolencia. Por eso, más que todos los ángeles y todos los santos, la colmó de la abundancia de todos los dones celestiales, tomados del tesoro de su Divinidad. Así, siempre absolutamente libre de toda mancha de pecado, toda bella y perfecta, posee tal plenitud de inocencia y santidad que, después de la de Dios, no puede concebirse mayor, y cuyas profundidades, aparte de Dios, ninguna mente puede alcanzar a comprender. Y, ciertamente, era del todo conveniente que esta venerable Madre brillara siempre con el resplandor de la santidad más perfecta, y, enteramente inmune a la mancha del pecado original, lograra el más hermoso triunfo sobre la antigua serpiente; Porque Dios Padre había querido darle a su Hijo unigénito, engendrado de su vientre, que era igual a él y amado como él, para que fuera por naturaleza el Hijo único y común de Dios Padre y de la Virgen; porque el mismo Hijo había determinado hacerla sustancialmente su Madre; y el Espíritu Santo había querido y hecho que de ella fuera concebido y naciera Aquel de quien él mismo procede[8].
Es el Espíritu Santo el que exclamó por los labios de su Elegida, obligándola a declarar lo que su humildad querría ocultar: «El Todopoderoso ha hecho maravillas en mí» (Lc 1,49). ¿Estáis tan ciegos, señores protestantes, que no sois capaces de confesar con el Espíritu Santo las maravillas que el Todopoderoso ha obrado en Su Sierva? ¿Por qué dedicáis tanto esfuerzo a tratar de rebajar a Aquella que fue exaltada por el propio Dios (Lc 1,52)? ¿No han aprendido de Lucifer que el destino de los que se oponen a la Obra de Dios es el fuego inextinguible del infierno? ¿Queréis unirse a él? ¡Pues ese será vuestro destino si os presentáis ante Cristo como blasfemos de su Madre!
Ahora bien, os consideráis muy conocedores de la biblia, ¿ustedes que desprecian la Inmaculada? Entonces demostrad que sois verdaderos amantes de las Escrituras y repetid ahora, con voz fuerte, el mismo saludo con la cual el ángel Gabriel, enviado por Dios (Lc 1,26), reverenció a Aquella que despreciáis: «Ave, Gratia Plena». (Lc 1,28). Fíjense bien, señores, que el Ángel no dice «Dios te salve, María»; sino «Dios te salve, llena de gracia» (Kekharitômenè); ¡Él saluda a María por lo que Ella es! Así como Dios, al revelar su Nombre a Moisés, se reveló como «El que es», el Ángel, al revelar el Nombre de María, la revela como la «Llena de Gracia». ¿Hasta qué punto llega el orgullo y la ceguera espiritual de un hombre que, arrogándose la condición de «cristiano», desprecia a Aquella que fue así saludada por un Ángel? ¿Y no sólo por un Ángel, sino por el Dios que lo envió? Ya has dicho la respuesta: es que, mientras un Ángel glorifica a la Mujer, otro – ¡envidioso! – la desprecia. ¡Algunos imitan a Gabriel; otros imitan a Lucifer!
Ahora, lo que está lleno de algo no puede contener más que aquello de lo que está lleno; Aquella que no sólo «está» llena de la Gracia de Dios, sino que «es» la Llena de Gracia no puede estar llena sino de la Gracia misma – y ¿qué es esto sino decir que en Ella no puede haber la menor mancha de pecado?
¿Oyen ahora, señores, el dogma católico siendo pronunciado por la voz del Ángel? ¿O las palabras de Gabriel no son lo suficientemente claras para creer?
¿Qué diréis, después de todo? ¿No eréis obedientes a la palabra de Dios? Pues entonces repitáis, como hacen los católicos – desde el día en que su Fundador se apoderó de las entrañas de María –, las palabras que Dios ordenó a su Ángel que dijera al saludar a Su Elegida: «¡Dios te salve, Llena de Gracia!». Y cuando lo hagáis, estén conscientes de que van a estar diciendo, constreñidos por el peso de la Verdad Divina: «¡Dios te salve, INMACULADA!”
Vinícius Almeida
[1] Pinho, Fr. El Corazón Inmaculado de María a la luz de Fátima. São Paulo: Editorial Corazón Inmaculado; p. 78
[2] Ineffabilis Deus, 41.
[3] Catecismo Mayor de San Pío X, n. 139
[4] Lombaerde, Fr. En defensa de la Virgen. San Pablo: Inmaculada Concepción; p. 50
[5] Alfonso María de Ligorio, santo. Glorias de María. 3 ed. Aparecida: Editorial Santuário, 1989; p. 239
[6] Lumen Gentium, 53
[7] CIC 492
[8] Ineffabilis Deus, 2-3
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Que Maravilha o presente de Deus Pai e de seu filho Jesus ao nos dar aos pés da cruz a imaculada mãe como nossa mãe. Com muita fé alegria e esperança entregamos todos os dias nossas vida intercendo pela nossa mãe Maria santíssima para que ela nos cubra com o seu Manto e nos fortaleça na nossa caminhada e que ao final da nossa jornada aqui na terra intercedemos todos os dias para que ela nos apresente diante diante do pai se formos merecedores da sua misericórdia.