Historia de héroes para jóvenes: «In hoc signo vinces». El caso de Constantino
“Al Emperador César Flavio Constantino, el más grande, pío
y bendito Augusto: porque él, inspirado por la divinidad,
y por la grandeza de su mente, ha liberado el estado del tirano y
de todos sus seguidores al mismo tiempo, con su ejército y sólo por la fuerza de las armas”
(Inscripción en el Arco de Constantino en Roma)
Por Tomás Marini
Demos ahora un salto grande, ¿hasta dónde? Al siglo IV d.C. Nos encontramos ahora en el gran Imperio romano: el Coliseo, las luchas de gladiadores, las legiones, el gran Julio César ¿se acuerdan?… Cuando Jesús nació, lo hizo en Judea, que era provincia del Imperio romano, en ese tiempo gobernado por el primer emperador, Augusto. Justamente fue este emperador el que mandó hacer el censo en todo el imperio que obligó a san José y a la Santísima Virgen a viajar a Belén, la ciudad de David, donde nacería Jesús.
Varios años (y algunos emperadores) más tarde, los doce apóstoles habían llevado la Fe cristiana a todos los rincones del Imperio e incluso más allá,[1] como Jesús les había mandado justo antes de subir a los cielos. Pero los emperadores romanos eran paganos, es decir, adoraban falsos dioses y, desde un principio, vieron a esta nueva religión que se propagaba rápidamente y a todos los que se convertían a ella como una amenaza para Roma.
Para el siglo IV, ya habían tenido lugar muchas violentas persecuciones contra la Iglesia y los cristianos, ordenadas por los emperadores o por los gobernadores de sus provincias.[2] Familias enteras de cristianos, desde los más grandes hasta los más chiquitos, eran martirizadas, muchas veces en terribles espectáculos en los circos de todo el Imperio, donde fieras salvajes o gladiadores los despedazaban o donde eran crucificados y entregados luego a las llamas. Fueron los primeros mártires de la Iglesia. Pero para gran sorpresa de los romanos, la Iglesia no dejaba de crecer, aumentando el número de fieles, y es que como decía una frase dicha en esa época por un hombre llamado Tertuliano: “La sangre de mártires es semilla de nuevos cristianos”.
En el Imperio de Occidente (el Imperio en el siglo IV estaba partido entre Oriente y Occidente) había dos aspirantes al trono: Constantino, pagano, pero hijo de una cristiana que llegaría a ser declarada santa, llamada Helena,[3] y Majencio, también pagano, pero este a diferencia de Constantino odiaba a muerte a los cristianos.
Constantino y Majencio se enfrentaron en una batalla por el cetro imperial en el 312 d.C a las afueras de Roma. Dentro de la ciudad se refugiaba Majencio con numerosas tropas y fuera de las murallas acampó Constantino y sus veteranos ejércitos traídos de la campaña contra los bárbaros en Britania, lo que hoy es Inglaterra.
Acompáñenme ahora al campamento de Constantino, donde el general acaba de terminar de conferenciar con los altos mandos de su ejército…
Los tribunos de Constantino salieron de la tienda y el aquilífero, tocado con piel de león, que hacía guardia fuera de la tienda junto a las águilas de la legión, los saludó llevándose el puño al pecho. El sol se ocultaba detrás de las murallas de Roma y sus últimos rayos hicieron resplandecer por un momento las águilas doradas, símbolo de la legión y del Imperio. Los tribunos pasaron cabizbajos con el semblante preocupado junto a ellas y devolvieron distraídamente el saludo al portaestandarte. Por todo el campamento los legionarios aprovechaban los últimos minutos de luz, limpiando sus armas, afilando sus espadas, gladios, las puntas de las flechas o sus pilum; revisando sus cascos y escudos. Varios, aunque estaba prohibido, jugaban a los dados y a las tabas por algo de dinero tratando de no pensar mucho en la batalla que se acercaba.
Al sonido de la tuba, los legionarios se reunieron con sus camaradas de tienda para comer la acostumbrada ración, que consistía en queso, un poco de carne y agua con vinagre.
Detrás de la piel de lobo que cubría la entrada, Constantino, sentado en silencio en una sella curulis sin cojines, bebía de una copa plateada y repasaba en su mente la conversación con su estado mayor. Las fuerzas del enemigo eran muy superiores y tenían la enorme ventaja de poder replegarse a la ciudad si la batalla no les era favorable. Eso si salían a presentar batalla y no obligaban a Constantino a un asedio largo y costoso. Él todavía vestía la túnica blanca salpicada con un poco de sangre, con la que había realizado los sacrificios de animales a los dioses, para que los arúspices, sacerdotes romanos, examinaran las entrañas. Los presagios habían sido buenos, pero Constantino no se hacía ilusiones, dudaba seriamente que los dioses de Roma fueran a intervenir en la batalla que se avecinaba. Hace tiempo que dudaba y su madre tenía mucho que ver con ello. Helena, la madre de Constantino, era cristiana. El no compartía su fe, pero tampoco esperaba ninguna ayuda de los dioses romanos de los que hace tiempo pensaba que no eran más que figuras de piedra y madera. Había prometido a su madre poner fin a las persecuciones a los seguidores de Jesús una vez sentado en el trono imperial. Jesús… ¿cómo era que ese nombre, el de un carpintero judío condenado a muerte se había vuelto tan famoso en todo el mundo conocido? ¿Sería verdad que devolvía la vista a los ciegos, e incluso la vida a los muertos? ¿Qué volvió a vivir después de ser crucificado por los sacerdotes y príncipes de los judíos? ¿Era en verdad el Hijo de Dios como su madre le decía? ¿Cómo saberlo…?
Levantándose se acercó a la mesa donde estaban distribuidos los mapas de la ciudad y las defensas que había dispuesto Majencio. La única iluminación de la tienda de campaña, austeramente militar, procedía de unos braseros de aceite. Se apoyó sobre la mesa y se frotó la barbilla con gesto preocupado. Sería imposible asaltar las murallas con los medios de los que disponían, tardarían semanas en construir rampas y, más todavía, en levantar las torres de asalto. No tenía ese tiempo. La única oportunidad era provocar a Majencio a salir fuera de la ciudad y presentar batalla, pero ¿cómo?
Mientras pensaba esto, una sorpresiva ráfaga de viento sacudió la tienda, hizo volar los pergaminos de la mesa y apagó los braseros dejando todo a oscuras. Constantino, desconcertado, estaba a punto de llamar a su guardia, pero una luz radiante lo iluminó todo súbitamente y lo cegó, obligando al general a taparse los ojos con la palma de su mano. Cuando se acostumbró a la luz levantó la vista, el techo de la tienda había desaparecido, y aunque el sol hace tiempo ya se había ocultado, parecía estar resplandeciente en lo alto del cielo iluminando todo con luz dorada. Lo que en un principio Constantino confundió con el sol, comenzó a tomar forma, la forma de una cruz. ¿Qué podía significar aquello? Sabía que era el signo de los cristianos, el signo de su madre. ¿Es que el Dios cristiano quería decirle algo? Entonces, unas palabras luminosas aparecieron debajo de la cruz, pudiéndolas leer claramente. Estaban en lengua griega y decían “Εν Τούτῳ Νίκα”, “Por esto… ¡la victoria!” (Lo que en su propio idioma latino se tradujo como in hoc signo vinces) es decir, “En este signo, vencerás”.
La visión desapareció y se encontró mirando el techo de su tienda nuevamente a oscuras. Constantino cayó de rodillas en el suelo mirando hacia arriba. ¿Una señal de los dioses? ¡No! Una señal de Dios, del Dios de su madre. Le había dado una nueva arma, no sabía cómo, pero sabía lo que tenía que hacer. “En este signo vencerás” había leído, y bajo ese estandarte de la cruz, pelearía y vencería con la ayuda de Dios.
Lo que siguió debe haber sido uno de los acontecimientos más extraños en toda la historia de las armas romanas. A la mañana siguiente el general mandó agregar el signo de la cruz a todos los estandartes y a las águilas de las legiones. La cruz era un signo extraño para la mayor parte de los legionarios, un patíbulo monstruoso, un instrumento de tortura para criminales. ¡Cuánto tuvo que ser el desconcierto y, al mismo tiempo, la fidelidad de esos soldados, veteranos de mil batallas! Siempre habían marchado y combatido bajo la supuesta protección de Marte, Júpiter o Minerva, a los que atribuían el haber sobrevivido, y ahora tenían que obedecer y pintar en sus propios escudos el signo de un dios extranjero y enemigo de Roma, de una secta nacida en la perdida y despreciada provincia de Judea, y perseguida por todos los emperadores desde hacía trecientos años. Solo un milagro pudo hacer que los supersticiosos soldados de Roma se atrevieran a marchar a la batalla bajo el signo de un dios desconocido, con riesgo de ofender a los celosos dioses de su patria.
Y pensemos cuánta debió de ser la alegría de los soldados cristianos, que no eran pocos, y que ocultamente adoraban al verdadero Dios sirviendo bajo las águilas imperiales, al ver que su propio general, el hombre por el que estaban dispuestos a dar la vida y al que sabían pagano, les ordenó pintar en sus propios escudos la misma cruz que hasta ese día habían llevado oculta y que sacaban en la oscuridad de la noche para rezar.
Pero eso no fue todo. Majencio, cegado por su soberbia, confiando en la superioridad de sus tropas, unos cien mil hombres, que doblaban en número a las de Constantino, quiso terminar con su rival al trono de una vez por todas y salió con sus tropas fuera de la seguridad de las murallas y las hizo formar enfrente del puente Milvio sobre el río Tíber. Cual no habrá sido la sorpresa para éste y sus hombres cuando frente a ellos se encontraron con un ejército romano que en sus águilas, estandartes y escudos llevaba pintada la cruz cristiana.
Los dos ejércitos formaron a la manera de las legiones: en el centro el cuerpo principal de legionarios, flanqueados por la caballería y las tropas auxiliares, formadas por hombres de todas partes del imperio. Constantino en persona se situó al frente de su ejército, vestido con una capa purpura y rodeado de su guardia. Miró al cielo, elevó una plegaria y alzando el brazo blandiendo su resplandeciente spatha ordeno atacar.
Los cornicines hicieron sonar los cuernos, y los tubicines le hicieron eco con sus trompetas rectas para que todo el ejército conociera la orden del general. El aire se llenó de gritos de batalla que miles de soldados elevaron en un coro ensordecedor. Los primeros en enfrentarse fueron los cuerpos de caballería. La luz del sol brilló en los cascos pulidos y en los extremos de las lanzas mientras galopaban contra el enemigo dando gritos de guerra. El encuentro fue brutal cayendo muchos de ambos bandos, aunque los de Majencio se llevaron la peor parte. Era ahora el turno de las infanterías que, a diferencia de la caballería, avanzaron en silencio y la marcha de miles de cáligas resonaba en el suelo levantando inmensas nubes de polvo. Sobre el silencio se escuchó la orden de los centuriones mandando preparar las pila. Los legionarios tomaron una de sus dos pilas y aguardaron la orden.
— ¡Ahora, soldados, ahora!— Cientos, miles de pila volaron hacia arriba para clavarse en los cuerpos del enemigo.
— ¡Segundo pilum, en ristre! — ordenaron los centuriones, pero no llegaron a lanzarlo, las dos formaciones compactas de legionarios chocaron haciendo temblar la tierra como un trueno. Enseguida se desenvainaron las espadas y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.
Las tropas de Majencio, a pesar de su superioridad numérica, no resistieron mucho tiempo y como si un rebaño de ovejas asustadas se tratara, dieron media vuelta y salieron corriendo.
—¡Por todos los dioses! — Aullaba Majencio desde detrás de las líneas ¡Mantened las posiciones, mantened las posiciones!
Pero sus hombres retrocedían y retrocedían, hacia el rio Tíber y el puente. Majencio viendo perdida la batalla ordenó volver a la capital decidido a resistir allí un largo asedio. Pero la única vía de escape era cruzando el puente Milvio y otro puente que había mandado construir al lado de éste para facilitar el cruce de los soldados. Los legionarios huyendo en desbandada, se amontonaron a la cabeza de los dos puentes y fueron alcanzados por los hombres de Constantino que les infligieron enormes pérdidas. Mientras esto ocurría, el puente provisional, que era de madera, se derrumbó por la gran cantidad de soldados que estaban tratando de escapar y cayeron al agua cientos de hombres que por el peso de sus equipos murieron ahogados. El propio Majencio se lanzó con su caballo desbocado al río, esperando cruzarlo sobre su lomo, pero cayó, y su armadura y su capa lo arrastraron al fondo.
La batalla no tardó en finalizar. Fue una victoria aplastante para las fuerzas de Constantino que, terminada la batalla, entró triunfante a la ciudad de Roma, llevando el cuerpo de Majencio delante de él.
Pocos meses después, en el año 313, el nuevo emperador[4] proclamaba, junto con el emperador de Oriente, el Edicto de Milán que detenía la persecución contra los cristianos y les permitía practicar libremente el culto al Dios verdadero en todo el Imperio romano. El Imperio y con él Europa daban de este modo el primer paso hacia su bautismo definitivo a la fe de Cristo, que llegaría unos años más tarde, a finales de ese mismo siglo, bajo el reinado del emperador Teodosio que establecería a la religión cristiana como la única verdadera y la oficial del Imperio.
Tomás Marini
VOCABULARIO:
Mártir: El término Mártir viene del griego y significa «Testigo», lo mismo que «Martirio» significa «Testimonio».
Por lo tanto, los mártires son los que murieron dando testimonio de su fe católica.
Tribuno: oficial superior de una legión (normalmente había seis tribunos por legión), inferior a los legados y superior a los centuriones.
Aquilífero: suboficial portaestandarte que llevaba el águila.
Águilas: emblema de metal precioso con forma de águila fijado a un palo de lanza, que servía de estandarte a una legión.
Legión: regimiento de infantería pesada compuesto por alrededor de 6.000 soldados de infantería y unos 300 jinetes.
Gladio: espada corta de doble filo de origen celtíbero.
Pilum: lanza arrojadiza de los legionarios que medía 2 m.
Tuba: trompeta recta que hacía sonar el trompetero para trasmitir las órdenes a nivel de las cohortes y de manípulos.
Sella curulis: silla de marfil, símbolo de algunas magistraturas romanas.
Arúspice: sacerdote romano encargado de interpretar los presagios.
Spatha: era similar a la gladius en muchos aspectos. Era de doble filo, con un mango corto y un punto cónico. Sin embargo, era más larga, llegando a medir hasta 1 metro. Esto le dio a la spatha más alcance que la gladius. Como tal, era muy popular entre las unidades de caballería.
Cornicines: los que tocaban los cuernos.
Tubicines: los que tocaban la tuba.
Cáligas: especie de sandalia guarnecida de clavos que usaban los soldados de Roma antigua.
[1] Según la Tradición santo Tomás Apóstol llegó hasta la India.
[2] Especialmente crueles fueron las persecuciones de los emperadores Nerón, Domiciano, Adriano y Dioclesiano.
[3] Santa Helena sería la que durante el reinado de su hijo financiaría y llevaría adelante la búsqueda de la verdadera cruz de Cristo en Tierra Santa, encontrándola en el año 326 y llevándola a Roma. La fiesta de la Invención (hallazgo) de la Santa Cruz se celebra el 3 de mayo.
[4] En el 324, el Emperador hizo construir una basílica en Roma, en el lugar donde según la tradición cristiana martirizaron a San Pedro: la colina Vaticana. Esta basílica perduró más de mil años hasta la construcción de la nueva basílica que conocemos hoy día en el año 1506. Constantino se bautizaría al final de su vida.
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Excelente.
Muchas gracias Padre por este esfuerzo. Una vez más mi profundo agradecimiento. Quiero también comentarle que imprimiré todas las historias de héroes que publique y las leeré con mis hijos pequeños. Esto les ayudará a tener una perspectiva real de los verdaderos héroes y no los de las tiras cómicas (comics).
Sea para la Gloria de Dios.
Dios le pague y le bendiga Padre.
Viviana
Maravillosa serie de historias, una alegría leer y aprender de ellas. ¡Que grande es El Señor!
Maravilloso relato pero tiene algunas impresiciones, en primer lugar, el empleo de la palabra «habían» usada en el habla popular pero no para el escrito culto. En segundo lugar, siempre se ha hablado del sueño de Constantino, no de de una visión, la escena quizá fue la misma pero Constantino estaba dormido. Y la tercera es que muy probablemente se halla pintado el monograma griego de Jesús fusionado con la cruz, no solamente el santo madero. De resto, no queda más que agradecer la intención y la recreación de la batalla que resalta por ser épica y muy bien ilustrado ¡Un saludo en cristo Jesús y Qntlc!
Que hermoso relato!!! Si bien conocía a Santa Helena y su influencia que hizo de su hijo un paladín de la libertad de los cristianos , su lucha y victoria del paganismo y también la actuación de su vida en muchas obras que instituyeron el reinado de Jesus en el mundo Romano, está descripción tan perfecta hace que se “vea con la imaginación” tal cual fue ese combate y victoria sobre Magencio, lo que comenzó todo lo que posteriormente fue la aceptación Cristiana del mundo en su época. Gracias por darla a conocer. Tiene un gran valor
Maravillosa serie de historias, una alegría leer y aprender de ellas. ¡Que grande es El Señor!
Me parece una narración de muy buena calidad que une presentar modelos cristianos para admirar e imitar y una prosa educativa con calidad literaria y que efectivamente formará al joven en la comprensión de obras clásicas de literatura en español; y con ello el entrenamiento en el lenguaje y la inteligencia necesarias para estudiar una carrera universitaria con provecho.
Me ha venido a la mente los consejos de John Senior en su «muerte de la cultura cristiana» y «restauración de la cultura cristiana. Específicamente al problema que el ve en los universitarios, que no han leído de niños cuentos y leyendas populares.
(tanto por el idioma literario como por el trasfondo psicológico que tienen y que enseñan a crecer )
Si esto es un libro, es el regalo ideal que puede hacer un abuelo a su nieto y que pueden leer y releer juntos.
No necesito recordar el daño que producen en los cerebros de los niños las pantallas de televisión y de teléfonos: hay ya demasiados estudios científicos que lo prueban.
?podría dar los datos del libro?
Todavia no esta disponible el libro. Pero se va a notificar en este mismo medio cuando salga a la venta.
Muchísimas gracias, Padre Javier, es una bendición leer esta maravillosa recreación de la Batalla del Puente Milvio entre Constantino y Majencio, escrita con ese estilo ágil, vivo y plagado de términos eruditos.
Me gustaría que reuniera todos relatos en un libro.
Doy gracias al Señor por esa gran capacidad de trabajo, por todos los temas que usted toca y porque me ayuda mucho a crecer en la fe.
Que Nuestro Señor se lo premie y le conceda abundantes bendiciones.
lo he leído , emocionada y agradecida!!!
Excelente trabajo, muy didáctico y con una redacción que atrapa la atención.