Cuando el México revolucionario cazaba a los indios
Grupo de apaches fotografiados por Edward S. Curtis (1868-1952) en 1903. Los llamados apaches broncos se rebelarían contra un destino de sometimiento en las reservas estadounidenses, lugares insalubres en los que vivían hacinados bajo la tutela agentes tan corruptos como ineficientes, la constante fricción entre las autoridades civiles y las militares, los inútiles intentos por sedentarizar a los indios y la progresiva usurpación por granjeros y mineros blancos. No es de extrañar que muchos decidieran abandonarlas para tratar de recuperar sus modos de vida tradicionales, aunque les costara la muerte. Fuente: Library of Congress.
Mientras Diego Rivera pintaba los impresionantes murales llamados Epopeya del pueblo mexicano (1929-1935), en los que se mostraba la conquista de México por los españoles y se ensalzaba el pasado indígena, el mismo régimen que financiaba su obra daba fin a la última y cruel fase de la Guerra del Yaqui (1876-1929), en la que docenas de miles de indios yaquis, pimas, mayos y ópatas fueron asesinados o deportados como trabajadores forzados al Yucatán, y ello a la par que consentía y alentaba el exterminio de los últimos apaches libres de América. La historia de estos últimos y del implacable acoso al que fueron sometidos por mexicanos y estadounidenses, contra los que mantuvieron una guerra a muerte, merece ser contada y recordada.
En septiembre de 1886 los jefes Gerónimo y Naiche se entregaban con sus escasos seguidores al general Nelson Miles del Ejército de los Estados Unidos y con ello se ponía fin oficial a las llamadas Guerras Apaches. Pero en lo más agreste de Sierra Madre, en las llamadas montañas Jaguar y en las demás serranías igualmente quebradas e inaccesibles que se alzan en los límites entre Sonora y Chihuahua, quedaron pequeños grupos de apaches que, refugiados en los bosques de coníferas, siguieron llevando una vida independiente y libre. Eran llamados apaches broncos, esto es, “sin domar”, y hasta sus hermanos de las reservas norteamericanas –chiricauas, tontos, mescaleros, jicarillas, aravaipas, lipanes, etc.– los temían. Pues los apaches broncos no se habían aculturado como ellos y seguían usando el arco y vistiéndose con pieles de venado. Cazaban ciervos y cultivaban pequeños huertos de maíz y calabazas. Puede que algunos de ellos fueran apaches lipanes y que otros tuvieran parientes entre los mescaleros y los chiricauas, pero a fines del siglo XIX los broncos constituían por sí mismos un subgrupo apache cuya principal seña de identidad era su feroz determinación a seguir viviendo libres, así como su refractaria tozudez a la aculturación. En efecto, a fines del siglo XIX y durante el primer tercio del XX, los broncos siguieron siendo guerreros temibles y, cuando los inviernos eran duros y la nieve los obligaba a bajar de las alturas en donde habían tenido que refugiarse, asaltaban ranchos, granjas y pequeños poblados. El mundo había cambiado, pero ellos no.
Para esas pequeñas bandas de apaches broncos, los mexicanos o los estadounidenses no eran ciudadanos de países poderosos, sino vecinos molestos que les habían usurpado sus mejores tierras de caza y cultivo. Los apaches, divididos en diminutas bandas, no podían entender que los mexicanos de tal rancho o tal poblado formaran parte de la misma “banda” que los que habitaban a cien kilómetros del lugar. Por eso, podían llegar a convivir con algunos de sus vecinos, pero a la par hacer la guerra contra otros, sin tener conciencia alguna de que atacar a unos era desatar un conflicto contra todos ellos.
Además, los apaches broncos no olvidaban. No olvidaban años, décadas de acoso y exterminio. El Gobierno mexicano venía pagando una prima por cabellera de indio bravo, hombre, mujer o niño, desde que se convirtió en un país independiente en 1821. Atraídos por esas recompensas, muchos ganaderos, pistoleros y hasta mercenarios, mexicanos y estadounidenses por igual, se habían dedicado durante todo el siglo XIX a una brutal y despiadada cacería humana fruto de la cual fue que hacia 1887 poco más de trescientos apaches siguieran viviendo en la Sierra Madre mexicana.
Hay que reconocer que su integración era difícil. Los apaches, desde los días en que se vieron desplazados de las Grandes Llanuras por la presión de los comanches, habían constituído un pueblo belicoso y duro que veía a menudo a sus vecinos como una fuente de recursos. Todavía en la década de 1920, el “Indio Juan”, uno de los últimos jefes de los apaches broncos, gritaba a los desgraciados vaqueros y campesinos mexicanos a los que dejaba con vida tras robarles: “No os mato para que podáis seguir criando ganado para mí.” Evidentemente, este rasgo depredatorio de la cultura apache atraía el odio y el encono de la población mexicana y estadounidense que sufría las incursiones de los broncos y justificaba ante la opinión pública de la época que se les tratara de exterminar a toda costa.
Como fieras
Como fieras. Así fueron tratados los apaches broncos y, justo es decirlo, así trataron a sus enemigos mexicanos y estadounidenses. A través de las noticias que los periódicos de Estados Unidos y México recogieron podemos ir esbozando su historia desde 1887 hasta su completo exterminio hacia 1940. Es una historia sangrienta y amarga.
Los apaches broncos, recluidos en sus boscosas y casi desconocidas montañas, evitaban en lo posible el contacto con los mexicanos. De tanto en cuanto, sin embargo, una partida de guerra, espoleada por el hambre o por el deseo de venganza, bajaba de sus refugios serranos y realizaba larguísimas expediciones que a veces los llevaban hasta Texas, Nuevo México y Arizona, aunque por lo general solían limitarse a los territorios de los estados mexicanos de Chihuahua y Sonora. A menudo, el único indicio, la única evidencia de que tal o cual minero, trampero, viajero, ranchero o campesino había sido asesinado por ellos o de que el ganado de tal o cual rancho lo habían robado los apaches broncos, eran las singulares y extrañas huellas que dejaban sus caballos calzados con botines de piel de venado.
La mayoría de estos apaches usaban rifles, pero también llevaban arcos y flechas. Por ejemplo, en 1892, un grupo de vaqueros norteamericanos que había sufrido el robo de ganado por parte de una partida de apaches broncos, persiguió y dio muerte a uno de ellos y comprobó que iba armado con un “excelente arco” y con una aljaba que contenía cuarenta flechas.
Desde 1889 los apaches broncos pasaron a formar parte de una suerte de “psicosis colectiva y nostálgica.” Sus ataques eran puntuales y espaciados: un goteo diminuto de violencia en un área gigantesca que entre Estados Unidos y México sumaba más de un millón de kilómetros cuadrados y que se podría haber “disuelto” entre los innumerables actos de violencia que los propios ciudadanos mexicanos y estadounidenses de la época cometían, sino fuera por el exotismo, la fascinación y el encono que los apaches atraían sobre sí desde hacía generaciones. En efecto, entre 1889 y 1935, los apaches broncos mataron a unas trescientas personas en el área antes indicada, pero durante esos mismos años y en la misma región, Arizona, Nuevo México, oeste de Texas, Sonora y Chihuahua, las muertes violentas causadas por ciudadanos estadounidenses y mexicanos pueden contarse por millares. Pero, sin embargo, cada ataque apache, y la mayoría no pasaban de robos puntuales de ganado o causaban una o dos víctimas mortales, atraía la histérica atención de los periódicos y de los gobiernos locales y regionales, mientras que los asesinatos e incluso matanzas perpetradas por ciudadanos mexicanos o estadounidenses no merecían semejante cobertura.
Así, el 2 de mayo de 1889 se reportaba que los broncos habían atacado una explotación minera cerca de Dee Creek, Arizona, capturando a un hombre al que habían herido y al que habían dado muerte torturándolo salvajemente mediante el horrible método de asarlo vivo sobre una estufa. Mientras que los días 30 y 31 de mayo de 1890 el diario Ephita de Tombstone, Arizona, publicaba la noticia de que diez apaches habían atacado a un grupo de agrimensores y que la misma partida de guerra, dos días más tarde, asaltó una caravana en la que dieron muerte a un hombre e hirieron a otro, completando su incursión en Arizona con el ataque lanzado el 24 de mayo, en los montes Chiricaua, sobre un reputado abogado local y su cuñado, dando muerte al primero y persiguiendo sin éxito al segundo. El Ephita de Tombstone aprovechó para clamar contra los apaches y denunciar la supuesta pasividad del Ejército estadounidense.
¿Pero qué podía hacerse? Ese mismo año, 1890, los apaches broncos realizaron más incursiones en Arizona y durante toda la década de 1890 atacaron establecimientos en todo el norte de México. Esta belicosidad apache se explica porque su territorio estaba siendo más y más limitado por los rancheros y granjeros euroamericanos. Por ejemplo, muchos colonos mormones se estaban mudando al norte de México y se establecían en las proximidades de los últimos asentamientos de los apaches libres. Estos se veían más y más empujados hacia las cumbres de las montañas más inaccesibles y sus recursos en caza y tierras fértiles disminuían obligándoles a depender más y más de las periódicas y ahora cada vez más frecuentes incursiones de saqueo.
Por otro lado, los apaches eran guerreros despiadados: en septiembre de 1892, una partida de guerra de ocho broncos cayó sobre un rancho mormón, Cliff Ranch, a unos 50 km al oeste de Colonia Juárez, dando muerte a un hombre y a su anciana madre y robando el ganado y cuantos enseres domésticos lograron cargar.
Un factor a tener también en cuenta es que los apaches broncos se veían a menudo reforzados por la llegada de apaches fugados de las reservas norteamericanas, algunos de ellos tan célebres como Massai o como el conocido “Apache Kid”. Estos “refugiados” solían guardar un fuerte rencor contra los blancos y un considerable desprecio contra los apaches que preferían seguir malviviendo en las reservas. De hecho, en cierta manera eran la prueba viviente para los broncos de cuál era el destino que podían esperar si cesaban en su guerra contra los euroamericanos. Quizá por todo ello, la hostilidad de los broncos y de los apaches norteamericanos que se les sumaron en la década de 1890 se dirigía también contra los apaches de las reservas de Arizona y Nuevo México, a los que hostigaban con frecuencia y que aprendieron a temerlos.
Para 1896 los ataques de los apaches broncos de México habían causado tanto temor y revuelo que el 6 de junio de ese año los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron un acuerdo que permitía a los ejércitos de ambos estados cruzar la frontera para perseguir a las partidas de guerra apaches.
En aquel momento y muy particularmente, destacaban los ataques encabezados por “Apache Kid”, un antiguo explorador del Ejército estadounidense que había terminado por huir a México y que ahora encabezaba una banda mixta de apaches broncos de las montañas mexicanas y de refugiados aravaipas, chiricauas y mescaleros de Arizona y Nuevo México. Hartos de sus ataques, Estados Unidos y México destacaron fuerzas contra la banda de “Apache Kid” y contra otras partidas de broncos. Concretamente fueron enviados contra ellos un pelotón de Rurales mexicanos, y por parte de Estados Unidos, dos compañías del famoso 7.º de Caballería, su última misión contra los indios, apoyadas por un destacamento de exploradores apaches. En total unos trescientos hombres que, sin embargo, no lograron ni atrapar ni dar muerte a “Apache Kid” ni a su banda de salteadores.
Pero al cabo, siempre en guerra, siempre perseguido, “Apache Kid” fue abatido en Nuevo México, en el cañón de San Juan, en 1907, por un grupo de furiosos ganaderos estadounidenses que habían organizado una “partida de caza” contra los apaches. Su muerte era la demostración de que, por duros y rebeldes que fueran los apaches broncos, antes o después, serían aniquilados.
Pero mientras tanto, como si el siglo XX no pudiera con ellos, los broncos se aferraban a sus refugios montañeses y combatían con fiereza a cuantos se acercaban a ellos. Su historia, una historia olvidada, parece fuera del tiempo e imposible de estar sucediendo en el México y en los Estados Unidos de los felices años veinte y de la Gran Depresión de los años treinta. Si en aquellos años hubo unas verdaderas “uvas de la ira”, sin duda las cosecharon los broncos.
Cazadores de apaches
Lenta, pero inexorablemente, las hasta ese momento inaccesibles montañas de los últimos apaches libres se vieron violadas por exploradores, tramperos, mineros, ganaderos y granjeros en busca de riquezas, una vida mejor o, simplemente, aventuras y emociones fuertes. Los apaches broncos llegarían a ser objeto de lo que hoy llamaríamos “turismo de riesgo” y eso, si cabe, hace todavía más patético y terrible su final.
Así, por ejemplo, en 1929, H. White, un explorador y buscador de oro estadounidense guió a una partida de vaqueros hasta el corazón de las montañas Jaguar, el último santuario de los apaches broncos y asaltó su campamento principal. Los sorprendidos apaches se retiraron a los bosques circundantes y vigilaron a sus atacantes. White contó unas cuarenta y cinco chozas junto a un fuerte de adobe y tras recoger algunos objetos del abandonado poblado, se retiró ante el temor de que los apaches los cercaran. Según su informe, ampliamente replicado, los apaches broncos contaban aún con unos sesenta y cinco guerreros. De ser así, el grupo contaba con entre ciento ochenta y doscientos miembros.
La expedición de White tenía como principal objetivo proporcionar a sus participantes la emoción y la celebridad de los “auténticos combatientes de indios”. No era barato conseguir formar parte de una partida que se adentrara en las montañas de la Sierra Madre Occidental en busca de los últimos apaches libres. Pero la expedición de White también era en cierta medida una respuesta a las incursiones apaches en territorio mexicano y estadounidense llevadas a cabo incesantemente por los broncos durante la década de 1920. En efecto, tras una década, la de 1910, en la que se reportaron pocas incursiones apaches, en la de 1920 estas se multiplicaron.
Durante sus últimos años, los apaches broncos seguían divididos en varias bandas, aunque dos de ellas, las encabezadas por el llamado “Apache Blanco”, un misterioso renegado anglonorteamericano, y la del “Indio Juan” se hicieron especialmente célebres por sus violentas correrías en Sonora, Arizona y Nuevo México. Así, por ejemplo, en 1924 la partida del “Apache Blanco”, formada por tan solo seis guerreros, cruzó la frontera y robó ganado en un rancho de Nuevo México, dando muerte, además, en otro rancho, a un vaquero. Los apaches broncos fueron perseguidos hasta las montañas mexicanas por un grupo de vaqueros norteamericanos que no lograron atraparlos.
Sus últimos refugios, los de las montañas Jaguar, se veían cada vez más estrechados por el crecimiento de la colonización del área. Las comarcas de Bavispe y Nácori Chico, en los límites de Sonora con Chihuahua, fueron a menudo el escenario de sus últimas correrías en las que destacó por su crueldad el “Indio Juan”.
Estas incursiones apaches causaron varias docenas de víctimas durante la década y culminaron en 1930 cuando un grupo de apaches, que según se decía iban encabezados por un nieto de Gerónimo, atacó cerca de Nácori Chico a un grupo de vaqueros y mató a tres de ellos.
Ataques como el arriba mencionado provocaban las correspondientes expediciones de represalia mexicanas. A veces esas expediciones eran oficiales y otras las encabezaban particulares. Una de estas últimas fue la que capitaneó un ranchero de los alrededores de Douglas, Arizona, Francisco Fimbres, quien hacia 1925 se adentró en la sierra con dos de sus vaqueros con los que sorprendió a un poblado apache dando muerte a algunos broncos, recuperando parte del ganado robado y capturando a una niña que resultó ser una bisnieta de Gerónimo y que fue adoptada por la familia de Fimbres, que la bautizó como Lupe.
Pero la frontera había sido siempre tierra de venganza y lo siguió siendo hasta el último de sus días. En octubre de 1927, una partida de guerra apache bajó de las montañas, cruzó la frontera y cayó sobre el rancho de Francisco Fimbres degollando a su mujer, dando muerte a uno de los hijos mayores del matrimonio y llevándose como cautivo al menor. Ojo por ojo.
El ataque al rancho de Fimbres fue para los apaches broncos el comienzo de su fin. Francisco Fimbres resultó ser un hombre consumido por el deseo de la venganza y a ella dedicó su vida y su dinero. Contrató pistoleros estadounidenses y alistó a sus vaqueros y con este “ejército privado” batía incansablemente las montañas en busca de la banda apache que había raptado a su pequeño y matado a su mujer y al mayor de sus hijos.
No solo apaches, Fimbres también acosaba a los escasos yaquis que aún no habían sido exterminados o deportados por el Gobierno mexicano. Así, el 12 de febrero de 1931, desde Ciudad de México se reportaba la siguiente noticia publicada en el Arizona Daily Star de Tucson, con el siguiente titular en grandes letras: “FIMBRES TIENE ÉXITO EN CAMPAÑA YAQUI.“ y que decía así:
«Despachos de Guaymas informaron hoy de que Francisco Fimbres había entrado a caballo en el pueblo con tres cabelleras de indios Yaquis como evidencia del éxito de su larga campaña de venganza contra los indios que mataron a su mujer y a su hijo hace tres años. Fimbres dijo que él había seguido la pista de la banda hasta las montañas y había matado a tres de los guerreros. Ha sido su segunda expedición de venganza y ha durado varios meses. Dijo que pensaba que los indios aún mantenían cautivo a su otro hijo.»
Guaymas, Sonora, está a unos 600 km al sur de Douglas y a más de 400 km de los refugios de los apaches broncos. Fimbres conocía bien el territorio y debía de saber sin lugar a dudas que no hallaría apaches broncos en Guaymas, sino yaquis, y sabía lo suficiente de indios como para tener plena conciencia de que los yaquis no habían tenido nada que ver con el asesinato de su esposa e hijo mayor, ni con el secuestro de su pequeño. Aun así, nadie pidió explicaciones a Francisco Fimbres por el asesinato de los inocentes y desgraciados yaquis. La venganza de Fimbres era indiscriminada: simplemente, odiaba a todos los indios y los perseguía y mataba allí donde podía hallarlos y la gente, tanto los estadounidenses de Arizona como los mexicanos de Sonora, aplaudían y admiraban sus “cacerías” y su determinación por vengarse.
Francisco Fimbres atrae nuestra piedad por su desgraciada historia y al mismo tiempo, su implacable venganza nos asombra por su crueldad. Los yaquis, por ejemplo, no poseían una cultura depredatoria como los apaches. No lanzaban incursiones de saqueo contra sus vecinos si no eran atacados y su único crimen era el de haber constituido, junto a otros grupos como los mayos o los ópatas, pacíficas y prósperas comunidades que no consintieron en plegarse sin más a las disposiciones del Gobierno que los privaban de parte de sus tierras o que favorecían descaradamente los intereses de los grandes propietarios mexicanos que expoliaban las tierras indígenas.
¿Por qué entonces atacar a los ya de por sí acorralados yaquis? La respuesta es desalentadora: porque se podía. Se podía matar indios que hubiesen sido señalados como “bárbaros” o “bravos” y para un hombre desquiciado por el dolor y el deseo de venganza, como lo era Fimbres, eso era suficiente. Lo que se debe de denunciar es ante todo que un Gobierno supuestamente moderno, como lo era el del México surgido de la revolución, lo permitiera.
Para 1930 Fimbres no solo contaba con una veintena de hombres armados a su servicio, sino que había logrado el apoyo de influyentes hombres de negocios estadounidenses de Douglas, Arizona, y con su ayuda dio pie a una disparatada campaña publicitaria que recorrió todos los Estados Unidos promocionando abiertamente la que fue denominada como “la última cacería de apaches” y como “la última oportunidad de penetrar en las últimas regiones vírgenes e inexploradas de México”. Con semejante campaña en los medios de comunicación de la época, no es de extrañar que se reunieran más de un millar de “cazadores” estadounidenses equipados con las armas más modernas y asistidos incluso por una avioneta que debía de localizar desde el aire los campamentos apaches para señalizarlos y conducir hasta ellos a los “cazadores”.
El Gobierno mexicano, alarmado por el número de estadounidenses armados que entraba en su territorio, terminó abortando aquella “cacería” pero a la par, apoyó a Francisco Fimbres en sus expediciones contra los apaches broncos dotándolo de cobertura oficial y facilitándole medios.
El exterminio de los últimos broncos de Sierra Madre
Fue así como en marzo de 1931 Francisco Fimbres volvió a internarse en las montañas en busca de los últimos y acosados apaches libres. En marzo tendió una emboscada a una partida y mató a tres guerreros a los que arrancaron el cuero cabelludo. Con sus cabelleras posaron, días más tarde, para un fotógrafo del Daily Star de Arizona, que publicó a bombo y platillo la imagen acompañándola de una melodramática crónica en la que se resumía la particular guerra de Fimbres contra los apaches:
«Trayendo consigo la sobrecogedora evidencia de que una sombría venganza ha tenido lugar, Francisco Fimbres, ranchero asentado cerca de Douglas, Arizona, ha regresado de las regiones salvajes del norte de México, con las cabelleras de tres indios apaches a los que Fimbres y su expedición mataron mientras buscaban a su hijo secuestrado hace tres años y mantenido como prisionero por los indios. La esposa de Fimbres fue asesinada por los indios cuando estos huyeron con el niño. Esta es su segunda expedición de venganza y aquí aparece (arrodillado, a la derecha) con sus macabros trofeos y con parte de su fuerte banda. Fimbres cree que el niño, ahora de unos ocho años de edad, sigue todavía con vida.»
La fotografía, publicada en la página 6 del Daily Star del 13 de marzo de 1931, es impactante y ocupa la parte superior de la página. En ella podemos ver de pie, con sus modernos rifles de repetición apoyados en el suelo, a diez de los pistoleros al servicio de Francisco Fimbres. Todos ellos posan orgullosos y apuestos, como si en vez de haber estado acechando y asesinando a seres humanos, hubiesen estado en la Sierra Madre occidental cazando venados o antílopes. Fimbres, en el centro de la fotografía, está arrodillado, y exhibe sus recién cobradas cabelleras apaches, mientras que en cuclillas y a la izquierda, otro de sus hombres posa junto a un niño apache capturado por Fimbres en su expedición y que fue separado a la fuerza de su familia, puede que asesinada, para ser entregado a una familia mexicana.
El periódico confundía algunos datos, por ejemplo, situaba el ataque apache al rancho de Fimbres en 1926 cuando realmente tuvo lugar en octubre de 1927, pero el éxito de su noticia, replicada en otros medios, muestra hasta qué punto era popular Francisco Fimbres y, sobre todo y de forma más siniestra, hasta qué punto, en plena década de 1930, pervivían las aptitudes de rechazo, exterminio, racismo y demonización esgrimidas por estadounidenses y mexicanos contra los indios y, muy particularmente contra los no sometidos y aculturados, así como hasta qué grado esas aptitudes eran no solo admitidas y reconocidas públicamente y sin pudor, sino también aplaudidas, tanto en los democráticos y capitalistas Estados Unidos, como en el revolucionario y socialista México.
Y la cacería continuaba. Ese mismo año de 1931, Fimbres volvió a penetrar en Las montañas y esta vez logró hallar a la partida del “Indio Juan” sorprendiéndola y dando muerte a este último y a dos docenas de apaches entre guerreros y mujeres. Los supervivientes, en venganza y durante su huida, dieron muerte al cautivo hijo de Francisco Fimbres. El ranchero juró continuar con su venganza hasta dar muerte al último apache de Sierra Madre.
Mientras, el Gobierno mexicano llevaba a cabo su propia política de exterminio. De forma encubierta contrató a varios “cazadores” y así, lenta pero inexorablemente, fueron cayendo los últimos broncos. Al cabo, el propio Francisco Fimbres formó parte de esos “cazadores gubernamentales”, logrando así la aniquilación de la principal banda de apaches broncos.
Para 1934, el antropólogo estadounidense Greenville Goodwin calculaba que no debían de quedar más de una treintena de apaches broncos. En una carta que escribió ese mismo año a su colega, el doctor Opler, reflexionaba así sobre el inexorable destino de los apaches libres: “Están librando una batalla perdida en México y solo es cuestión de tiempo que sean exterminados.” Tenía razón.
Goodwin trató de contactar con los últimos apaches libres pero estos, en palabras del antropólogo, eran “tan primitivos” y tan desconfiados y belicosos que ningún hombre blanco podría acercarse a ellos con vida y en cuanto a los apaches de Arizona y Nuevo México que colaboraban con Goodwin, “Ninguno se atreve a aproximarse a ellos, pues les tienen mucho miedo.”
Sse podría haber intentado una aproximación a los apaches broncos? ¿Se podría haber contactado con ellos y haberles dado la oportunidad de sobrevivir como pueblo? Por los mismos años, en Brasil, el coronel Rondón lo hizo con tribus no menos belicosas y hostiles que los apaches broncos. Todavía hoy se hace con algunos grupos “no contactados” en Brasil, Perú, Paraguay o Ecuador. Pero en el México de los años 30 faltó la voluntad política de hacerlo y sobró hipocresía y violencia.
Así que Goodwin tenía razón: los apaches libres estaban condenados. El año anterior, 1933, una partida de rancheros mexicanos había tendido una emboscada a una banda de apaches broncos y mató a dos docenas de ellos. Los asesinos advirtieron entonces que la mayoría de sus víctimas eran mujeres y niños, pues pocos guerreros quedaban ya entre el pueblo de los apaches. Los rancheros se llevaron con ellos a tres bebés que fueron adoptados por familias mexicanas. Otra superviviente de la matanza, una niña adolescente de doce o trece años, fue capturada días más tarde y encerrada en la cárcel del pueblo de Nuevo Casas Grandes en donde la niña, a quienes los campesinos contemplaban por los barrotes de la celda como si fuera una fiera, cayó en una fuerte depresión y se dejó morir de hambre y sed.
La treintena de apaches que seguían vagando libres por los bosques más recónditos de las montañas y los despeñaderos más apartados no hallaron, sin embargo ni piedad, ni reposo. Cada vez que los vaqueros mexicanos avistaban a uno le disparaban y las cacerías de apaches eran todo un acontecimiento permitido y alentado por el Gobierno.
En noviembre de 1935, obligados por las fuertes nevadas de aquel año, una pequeña banda de apaches broncos bajó de Sierra Madre y fue emboscada por Francisco Fimbres y sus cazadores, que dieron muerte a todos: dos guerreros y ocho mujeres.
Aún quedaron, aislados, acosados, solitarios, aquí y allá, algunos broncos. Fueron cayendo durante los siguientes años. Para 1940 los bosques de las montañas Jaguar estaban en silencio. El único testimonio que quedaba de la libertad de los apaches broncos era el de sus abandonados huesos. El último pueblo indígena libre de México había sido total y sistemáticamente exterminado en pleno siglo XX.
Bibliografía
- Arizona Daily Star: jueves 13 de febrero de 1931 y viernes 13 de marzo de 1931. Tucson, Arizona. El periódico se sigue publicando hoy día bajo la cabecera de Tucson.com.
- Chicago Tribune: 27 de julio de 1997: «Ghosts of a Vanished Frontier.” Con testimonios de un sobrino de Francisco Fimbres, Pedro Fimbres, y de un anciano de 82 años que vivió las últimas expediciones contra los broncos.
- Flagler, Edward K. (2006): “Después de Gerónimo:los apaches broncos de México.” Revista española de Antropología americana. Vol. 36, pp. 119-128.
- Meet, Douglas V. (1993): They Never Surrendered: Bronco Apaches of the Sierra Madre, 1890-1935. Tucson.
- Opler, Morris E. (ed.) (1973): Grenville Goodwin among the Western Apache. Tucson.
- Worcester, Donald E. (2013). Los apaches. Barcelona.
- Roberts, David (2008): Las guerras apaches. Barcelona.
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Qué interesante, yo lo sabía
La mujer, la madre y los hijos de Gerónimo, el famoso apache chiricaua, fueron asesinados en una expedición de exterminio del ejército mexicano en 1858.
Este hecho le produjo un intenso odio contra los mexicanos que duró toda su vida y que se manifestó en los ataques permanentes contra los mexicanos.
Gerónimo había nacido en Arizpe (hoy en el Estado de Sonora, México), pueblo fundado por los misioneros jesuitas Jerónimo de la Canal e Ignacio Morlaja, de ahí el nombre de Gerónimo, muy común por ello entre los bendokes. Se conservan las partidas de bautismo de Gerónimo y sus padres.
La manera como los ilustrados legitiman el exterminio genocida de los no ilustrados es calificandoles de «salvajes», «malones», «broncos»…Sobre todo si tienen tierras que robar o éstas contienen oro, como sucedió en la apacheria de Palo Alto, Arizona.
Carlos III de Borbón concede a Arizpe el título de ciudad.
Además de su dialecto apache, hablaba español; y en español dicta sus memorias al final de su vida a un periodista anglo, a pesar de que éste le pide que las dicte en inglés.
Con la «independencia» de «España» (Península), los indígenas se quedan sin la protección personal del Rey de España y de la «medieval» y «oscurantista» Iglesia Católica y estorban a los codiciosos y racistas ilustrados.
La invasión usera del ex virreinato de la Nueva España acabó extinguiendo a la mayoría de la tribu de Jerónimo por tuberculosis, malaria y hambre encerrados en campos de exterminio.
Todo en nombre de la «libertad», la «igualdad» y la «fraternidad», la civilización, la ilustración y el progreso de unos cuantos vivos sin fe, ni moral ni entrañas.
Impresionante. Cómo pasó en el extremo sur de Chile con algunos pueblos indígenas en tiempos de vigencia de la República.
Pues como pasó con los charrúas de Uruguay.