Panoplia Monástica II: el ayuno
por Pablo Sepúlveda
Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná (…)
para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre,
sino de todo lo que sale de la boca del Señor… (Dt. 8: 3)
En la primera parte de la trilogía “Panoplia Monástica”, se explicó la nepsis y los logismoi en los padres del desierto, es decir, la vigilancia de los propios pensamientos e impulsos de la carne y la lucha que se establece entre el asceta y los ocho demonios principales que lo perturban: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedia, vanagloria y orgullo. Estas enseñanzas de los monjes, emanadas de su experiencia en el yermo y la vida solitaria, estaban ya en las Sagradas Escrituras. Nuestro Divino Salvador Jesucristo dijo a sus discípulos: Velad y orad para que no entréis en tentación (Mt. 26: 41). Cuando el espíritu inmundo sale del hombre (…) va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero (Mt. 12: 43-45).
Considerando estas palabras y las doctrinas previamente recapituladas, estando como centinelas sobre nuestro corazón y conociendo los nombres de los enemigos que vendrán, nos reconocemos débiles y pecadores, incapaces por nuestras propias fuerzas de expulsar toda la inmundicia que alojamos. Así que imploramos al Señor y Él nos responde que hay ciertos demonios que no salen sino con ayuno y oración (Mt. 17: 21). A continuación, hablaremos pues, sobre el ayuno en el monacato primitivo, dejando la oración para la última entrega de la “Panoplia Monástica”.
El ayuno, la abstinencia en el comer y el beber, es una práctica eclesial inmemorial. El Didajé o Doctrina de los Apóstoles exhortaba a ayunar dos veces por semana: miércoles y viernes -tal como aún se practica en las Iglesias de rito bizantino-. El canon 19 del sínodo de Gangra, en Asia Menor, anatematizó a los ascetas orgullosos que no hacían “los ayunos establecidos para ser cumplidos por todos y guardados por la Iglesia”. En el cuarto Concilio Ecuménico, ante la dificultad de llegar a un consenso cristológico, los Padres pidieron la intercesión de santa Eufemia, cuyas reliquias señalaron el Credo verdadero luego de que los jerarcas de ambos bandos ayunaron tres días. En ese mismo espíritu el papa Juan XXIII dio su encíclica Paenitentiam Agere como antesala del Vaticano II: “Todos los cristianos tienen realmente el deber y la necesidad de violentarse a sí mismos o para rechazar a sus propios enemigos espirituales o para conservar la inocencia bautismal, o para recobrar la vida de la gracia perdida mediante la transgresión de los divinos preceptos.”[1]
El ayuno es “una de las costumbres ascéticas más esenciales y generalizadas en todo el monacato primitivo”, y aunque está presente en variedad de creencias y filosofías en todo tiempo y lugar, los monjes cristianos “no hacían (…) más que seguir una larga tradición judía y cristiana, consagrada por los santos de ambos Testamentos, y muy en particular por el mismo Jesucristo”[2] que ayunó cuarenta días. Los padres del desierto no ayunaban para conservar la salud, ni por pretensiones estéticas, sino para hacer penitencia por los pecados, mantener el control sobre la carne y alcanzar la humildad. Así pues, abba Daniel decía que “Cuanto más engorda el cuerpo, tanto más enflaquece el alma, y cuanto más enflaquece el cuerpo, tanto más engorda el alma”[3].
Sin perjuicio de la exégesis según la cual Adán pecó de soberbia al comer el fruto del Árbol por querer ser como Dios (Gn. 3: 5), los monjes dieron una explicación a primera vista elemental: el pecado de Adán fue la gula. Desde entonces meditaron sobre el llanto del primer hombre, sobre su vida errante una vez expulsado del Paraíso y, no queriendo perder su filiación divina, se avocaron al ayuno, al que amaron mucho y por el que no vendieron su primogenitura por un plato de lentejas como hizo Esaú (Gn. 25: 27-34). Lo que pudiera parecer simple literalismo es profundamente ortodoxo si lo pensamos en relación con la doctrina ascética y demonológica de los Padres del Desierto que enseña el combate contra las pasiones. Abba Juan Colobos comparó el ayuno con una batalla: Si el emperador quisiera apoderarse de una ciudad enemiga, se apoderaría primeramente del agua y del alimento, y de este modo los enemigos, pereciendo por el hambre, se someterían a él. Lo mismo ocurre con las pasiones de la carne: si el hombre vive en el ayuno y el hambre, se debilitarán los enemigos de su alma[4].
Hay tres logismoi que atacan la parte concupiscible del alma, aquella donde residen los impulsos más básicos, a saber: la nutrición, la reproducción y el mantenimiento material; instintos buenos en sí, pero que a causa del pecado se pervierten en gula, fornicación y avaricia. Como se deduce del orden en que son expuestos, la gula está en la base de los vicios y siempre es la antesala de la fornicación, por lo que Evagrio Póntico escribió “Establece con moderación tu pan y bebe con medida tu agua, y huirá de ti el espíritu de fornicación”[5].
La acción de la gula no se circunscribe sólo a la concupiscencia, sino que también asciende hasta la parte irascible del alma, allí donde residen los sentimientos y la voluntad cuyos enemigos son la tristeza, la cólera y la acedia. En este caso, la gula excita de sobremanera la cólera, especialmente como consecuencia de los excesos en el consumo de bebidas espirituosas, los banquetes y la promiscuidad. No por nada el Apóstol habla sobre las obras de la carne como de un conjunto de vicios, sin aislarlos entre sí: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas (Gal. 5: 19-21). También la gula tiene su parte en los ataques de la acedia por el cual “el día parece tener cincuenta horas (…) le inspira [al monje] aversión por el lugar donde habita, por su mismo modo de vida, por el trabajo manual y, al final, le sugiere la idea de que la caridad ha desaparecido entre los hermanos”. Este demonio, “es el más pesado de todos. Ataca al monje hacia lo hora cuarta y acosa el alma hasta la hora octava”[6], es decir, según las costumbres monásticas, justo después de comer.
La sabiduría de los Padres del Desierto no se agota en las “técnicas” ascéticas y el conocimiento de los demonios. La lucha espiritual no es una lidia recreativa donde exhibir acrobacias pseudoespirituales. El ayuno se trata de adquirir humildad y caridad; a fin de cuentas, el Diablo no come ni bebe, pero es incapaz de humillarse y de amar. Por eso los ascetas cristianos no entendían el ayuno como meta, sino como medio para alcanzar virtudes mayores. Abba Isidoro el presbítero dijo: “Si se esfuerzan regularmente en el ayuno, no se ensoberbezcan, es preferible comer carne a gloriarse en esto. Conviene más al hombre comer carne, que ensoberbecerse y gloriarse”[7]. Se ayuna para amarse menos a sí mismo y más a Dios y a los hermanos. Y si para amarlos aún más es necesario abandonar la abstinencia, entonces la caridad perfecciona la ascesis. Un anciano de Egipto que rompió su ayuno para recibir a san Juan Casiano enseñó: El ayuno está siempre conmigo, pero a ustedes no puedo retenerlos (…). El ayuno es útil y necesario, pero depende de nuestra voluntad, pero el cumplimiento de la caridad es impuesto por la ley de Dios. Al recibir en ustedes a Cristo, debo servirlos con toda diligencia (…). Los amigos del esposo no pueden ayunar mientras el esposo esté con ellos[8](Mc. 2: 19-29).
Junto a la regla de humildad y caridad los monjes enseñaron la virtud de la prudencia. Aunque en los Apotegmas o Dichos de los Padres del Desierto y en las hagiografías abundan los ascetas que llegaron a extremos de mortificación, la gran mayoría de monjes anónimos, que como manantial de almas vivificó los desiertos del mundo antiguo y cuyas experiencias espirituales nos son desconocidas, no dejaron de perfeccionarse con gran discreción y constancia. Abba José preguntó a abba Pastor: “¿Cómo me conviene ayunar?”. Abba Pastor le respondió: “Por mi parte, prefiero a aquel que come un poco cada día para no saciarse”. Abba José le dijo: “Cuando eras joven, ¿acaso no ayunabas durante dos días seguidos, abba? Respondió el anciano: “Sí, y aun durante tres, cuatro y toda una semana. Los Padres, hombres resistentes, probaron todas estas cosas y hallaron preferible comer todos los días una cantidad pequeña; y nos legaron un camino real, que es confortable”[9]. Del ayuno inmoderado, caracterizado por su fluctuación entre la inanición y la gula, amma Sinclética dice que es una ascesis impuesta por el enemigo (…), demoníaca y tiránica[10].
Hasta aquí hemos tratado sobre la lucha que los monjes establecieron contra los demonios para, luego de vencerlos por la gracia de Dios, ser habitados por el Espíritu Santo. Para conocer al Enemigo que ataca por los logismoi -pensamientos, vicios, pasiones- el monje practicó la nepsis -atención interior, guarda del corazón- y con el hambre debilitó su carne corruptible para enriquecer su alma inmortal. Aun así, el ayuno es del todo inútil sin un elemento fundamental de la ascética y de la vida de todo cristiano: la oración. De ella hablaremos próximamente en la tercera y última entrega de la “Panoplia Monástica”.
Tú, cuando lleguen los pensamientos, invoca con continuidad y constancia al Señor Jesús, y ellos huirán porque no toleran el calor del corazón. Dice [san Juan] Clímaco: “Flagela a los adversarios con el nombre de Jesús (…)” Gregorio el Sinaíta
Pablo Sepúlveda
[1] Juan XXIII, Carta Encíclica “Paenitentiam Agere”.
[2] García Colombás, El monacato primitivo, pp. 574-575. Biblioteca de Autores Cristianos.
[3] Apotegmas. Abba Daniel, 14.
[4] Apotegmas. Juan Colobos, 3.
[5] Evagrio Póntico, “Espejo de los Monjes”, 102.
[6] Evagrio Póntico, “Tratado Práctico”, 12.
[7] Apotegmas. Abba Isidoro el presbítero, 4.
[8] Apotegmas. Casiano, 1.
[9] Apotegmas. Abba Pastor, 31.
[10] Apotegmas. Amma Sinclética, 15.
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