Françoise Després, agente secreto
La mañana. Por Jules Breton, 1888
“Cuando me decidí a escribir, lo que me hizo tomar la pluma no fue un desordenado amor de vanagloria, ni la orgullosa ambición de celebridad. Sino el hecho de que, habiendo tenido la dicha de servir con provecho a mi religión y a mi patria en la guerra de la Vendée, quise inspirar sobre todo a los jóvenes al contarles mis logros y las pruebas de mi celo…”
Así comienza Françoise Deprés el sencillo y muy llevadero relato de sus andanzas contrarrevolucionarias. Por su brevedad, lo hemos traducido casi íntegramente, para dejarla hablar a la protagonista en primera persona sin agregarle casi nada a su sufrido testimonio tan atrapante por momentos, como una película de suspenso.
Solita se fue quedando…
Nacida en 1746 en Montreuil-Bellay, Anjou, donde su padre servía al rey en el regimiento de d’Autichamp, quedó huérfana de muy pequeña junto a sus tres hermanos, siendo su tío sacerdote, el párroco de Bessay-sur-Loire, quien los acogió en el presbiterio dándoles una instrucción superior. “Él enseñaba latín a mis hermanos y yo aprendía con ellos; hice mis humanidades, traduje el Telémaco al latín. Esta parte de mi educación, aunque alguna gente pueda verla como inútil, me sirvió, ya sea para comprender lo que se decía en latín o para que no se den cuenta de lo que se hablaba, y también para conversar con los monárquicos delante de los soldados de la República.
Mi tío, que se ocupaba con una ternura verdaderamente paternal de todo lo que podía sernos útil, se dedicaba sobre todo a inculcarnos los deberes religiosos y monárquicos. En 1775 me facilitó los medios para entrar en el ‘College royal de Saint-Cyr’, en calidad de despensera, donde estuve hasta 1792, época en la cual los destructores de todas las instituciones monárquicas, suprimieron este hermoso establecimiento que Louis XIV había fundado (…) y como mi tío todavía era el párroco de Bessay, me volví con él.
A causa de los primeros movimientos revolucionarios en la Vendée, pronto fui separada de mi tío, a quien condujeron a la prisión de Angers, donde terminó santamente su carrera, poco tiempo después. Mis hermanos, luego de la toma de Angers, fueron arrestados y enseguida fusilados. Mi hermana y sus niños perecieron en los ahogamientos ejecutados en Nantes por las órdenes del feroz Carrier. Quedando la única de mi familia, y continuamente expuesta a los mismos peligros, me fui reafirmando en mi resolución de emplear todos los medios y fuerzas para ayudar a mis bravos compatriotas en sus generosos proyectos”.
Ahogamientos en Nantes. Grabado de A. Garnier, 1834
Penetrando los escondidos bosques del oeste, Françoise propuso sus servicios a los cabecillas del levantamiento para lo que fuese necesario, sin temor a la muerte. “Encargada de diferentes misiones por los jefes vendeanos, recorrí toda la región teatro de la guerra, tanto a pie como a caballo y, en ocasiones, con una muleta en la mano, a menudo vestida de mendiga. Yo llevaba secretamente las proclamaciones del ejército monárquico. Buscaba sostener el celo de los monárquicos, a veces desalentados por el número y las atrocidades de soldados y emisarios republicanos (…) Tuve la ventaja de ser conocida por los generales Lescure, Bonchamps, D’Elbée, La Rochejaquelein, Cathelineau, Piron, Stofflet, Charette, etc. Estos franceses monárquicos me juzgaron digna de su confianza y me emplearon a menudo para misiones difíciles”.
Aunque debía cuidarse en demasía pues, como había perdido la vista del ojo izquierdo, era fácil de reconocerla a siempre vista como… ¡la tuerta!
Efectivamente, se convirtió en una mensajera confidencial, encargada de llevar a los principales focos de insurrección las órdenes de los generalísimos. Y de paso, aprovechaba para sondear la opinión popular, según fuera el caso. Incluso fue encargada de operar un levantamiento campesino de 200 hombres en los alrededores del bosque de Brissac, donde fue interceptada por los republicanos y hecha prisionera.
Plantada en sus trece
La mañana siguiente a su encarcelamiento, vio entrar a su celda un soldado de aspecto salvaje y brutal. “Este hombre, sin ningún respeto por mi sexo, me desvistió entera para registrar todas mis ropas: creían poder encontrar papeles importantes. En efecto, yo tenía algunos que podrían haber comprometido a los buenos monárquicos, pero había tenido tiempo de aniquilarlos en el momento de mi detención. Cuando pude vestirme nuevamente, este individuo me condujo al ‘Comité Revolucionario de Brissac’, donde me hicieron un interrogatorio que duró ocho horas. Resuelta a sufrir más bien mil muertes que traicionar mi conciencia y mi rey, respondí a todas las preguntas con calma y firmeza, sin decir nada de todo lo que querían saber”.
Un hombre presente en la sala, al escuchar el tenor de sus respuestas, se interesó por la joven y acercándose le dijo al oído que podría obtener su libertad declarando simplemente que los monárquicos la habían forzado a obedecer bajo amenaza de muerte. “Yo le respondí que no consentiría jamás salvar mi vida por una mentira (…), y agregué, elevando la voz, que todo lo que me reprochaban, lo había hecho de buena voluntad, para sostener mi religión y mi rey, y que yo le sería fiel hasta mi último suspiro”.
Ni bien terminó el interrogatorio, Françoise fue conducida a caballo a Ponts-de- Cê por cuatro soldados que conocían muy bien a toda su familia, “aunque tenían una posición diferente de la nuestra”, nos dice al pasar. Uno de ellos, Emmery, capitán de la guardia nacional de Brissac, había sido despechado por la joven tiempo atrás y aprovechó la circunstancia para reprocharle su negativa a tomarlo como marido. “Le respondí que hubiese preferido la muerte a unirme con semejante monstruo” (¡Sic!).
“Cuando llegamos a la prisión un centinela gritó: ‘¿Quién vive?’ Se le respondió: ‘La guardia nacional de Brissac’, agregando malignamente, ‘que conduce a la prisión de Angers a la monárquica más famosa de Francia’.
No tardaron en hacerme comparecer delante del comandante de la tropa republicana: el execrable Santerre[1], todo cubierto de la sangre de su rey. Su vista me hizo experimentar de repente un escalofrío de horror. Me miró, y luego de hacerse el que conocía mi caso, sin querer escucharme, dio la orden de trasladarme al campo de Angers, donde la guillotina funcionaba con intensa actividad. Partí con una buena escolta para Angers”.
Mujer al cadalso. Grabado, siglo XIX
Allí fui encerrada por tiempo indeterminado en la prisión repleta de condenados por diversos delitos contra la República. Sin embargo, “los éxitos monárquicos forzaron a los enemigos, durante algún tiempo, a ocuparse de su propia conservación, y nos valieron una prolongación de los días en la prisión, que continuaba llenándose…”
Tiempo después la trasladaron a un antiguo convento que funcionaba como cárcel llamado El Calvario, donde había más de 1200 detenidos. “Este nombre me hizo una viva impresión. Entrando en esta casa, me sentí transportada sobre el Calvario, donde nuestro Divino Salvador había sufrido mil ultrajes y la muerte por nosotros. Mis compañeras estaban desesperadas: unas lloraban, otras daban gritos lamentables. Yo conservé una gran calma, exhortándolas a no dar a los verdugos el espectáculo de nuestra sensibilidad y tormentos, con los cuales se alegraban. Era tan dueña de mí misma que, viendo la torpeza de nuestros enemigos, hasta les llegué a mostrar cómo debían agarrarme para poder atarme”.
En medio de tantas penurias cayó del cielo un carcelero bastante favorable, el Sr. Trottouin, quien les dulcificó la estadía. “Nosotras lo tomamos como un ángel consolador que Dios nos había enviado”.
La trampa se rompió…
Finalmente, en noviembre de 1793 fue llevada a la iglesia de san Mauricio, catedral de Angers, donde pasó la noche con cientos de prisioneros que debían ser ejecutados al día siguiente. “En la puerta de la iglesia había un cañón con una mecha a punto de ser prendida para hacernos creer que nuestra última hora había llegado. Pero la Providencia había dispuesto otra cosa…
Por la mañana nos ataron de nuevo de dos en dos, y nos hicieron tomar el camino de Ponts-de-Cê. El representante del pueblo, Francastel y la guillotina iban adelante. Este sanguinario convencional nos conducía a la muerte, con un aire triunfante. Todavía estábamos a medio camino, cuando un correo que iba a buscarlo a Angers, le comunicó que no debía llevar los detenidos al calvario. Nos hicieron hacer un alto, pero por la mirada siniestra y feroz de Francastel creímos que iban a tirarnos al Loire (…). Luego de pasar más de tres horas en la más viva angustia, fuimos conducidos a Saint-Aubin, y encerrados en la iglesia de la ciudad, donde pasamos tres días sin recibir ningún alimento (…). Será fácil hacerse una idea del estado de inanición y debilidad en que nos encontrábamos, deseando salir de allí al precio que fuese…”
Inesperadamente les abrieron una puerta lateral que daba al cementerio de la iglesia para que saliesen en tandas. “Esto duró mucho tiempo por la dificultad que implicaba el arrancar de los brazos de las madres, fundidas en lágrimas, a sus hijos, a quienes se les reprochaba duramente los sentimientos religiosos y monárquicos que ellas le habían inculcado, y diciéndoles que ahora iban a instruirlos en los principios opuestos, lo que era el colmo de la desolación…. Muchos de los niños pedían como gracia morir con aquellas que les habían dado la vida. Jamás vi escenas más desgarradoras.
En ese mismo momento, la Providencia, en quien he esperado siempre, me dio una prueba evidente de su bondad. El cementerio no tenía ninguna clausura, aunque estaba rodeado de soldados republicanos que nos vigilaban, bien apretados uno con el otro. Una mujer me acercó en un tarro un poco de carbón encendido para calentar mis manos heladas. Al principio rechacé esta ayuda, creyéndola inútil en la última hora de mi vida, pero finalmente cedí, como por inspiración, a las solicitudes de esta brava compatriota. En el instante que tendía mi brazo para agarrar el recipiente, los dos azules que se encontraban entre ella y yo se abrieron para permitirnos un abrazo. De golpe mi benefactora me empujó hacia ella, y temblando di un paso que me puso fuera del cementerio. Me sentí arrastrada. Los azules se juntaron nuevamente sin ocuparse de nosotras. Gracias a la cantidad de curiosos que había, pronto estuvimos lejos de la vista de los guardias del cementerio y fui milagrosamente salvada. Desde que estuve segura, me apresuré a caer de rodillas y dar gracias a Dios de una liberación tan inesperada. Pero mi alegría estaba obscurecida por la idea de tantas desgraciadas compañeras, con quienes yo no podía compartir este bien. Enseguida busqué un asilo, lo más alejado posible y al abrigo de las requisas que comenzarían a hacer las autoridades, una vez que se dieran cuenta de nuestra evasión al llamar por su nombre a las víctimas. Fui a lo de una mujer que conocía y que su marido había perecido en el cadalso unos días antes, por haber puesto la bandera blanca en el campanario de la iglesia de Ponts-de-Cê. Me recibió con los brazos abiertos y se apresuró a esconderme detrás de fajos de paja”.
Pasó una breve noche para no comprometerla demasiado, continuando su camino hacia Angers por pequeños atajos y durmiendo en bosquecillos apartados.
Un espectro en el desierto
Como le informaron que el ejército vendeano estaba en Saint-Sylvain, muy cerca de Angers, llegó a pie al campamento. “¡Viva el rey, vivan los Borbones!”, gritó Françoise con todo su corazón al mismo tiempo que olvidaba los males pasados. Era la retaguardia del Gral. Stofflet. Al día siguiente se sumó al ejército de La Rochejaquelein, poniéndose nuevamente a su servicio “teniendo siempre mi lugar en el campo de honor y compartiendo los gloriosos peligros de nuestros bravos”.
Se dirigieron entonces a Angers, con la intención de comenzar el sitio el 1 de diciembre de 1793, pero luego de treinta horas de ataque sin parar, debieron levantar el campamento sin obtener el éxito esperado, replegándose hacia el norte hasta llegar a La Flèche. Hubo un intento fallido de atravesar el Loire a mediados de diciembre a la altura de Ancenis, pero fueron muchos los que murieron ahogados en la tentativa verdaderamente desesperada. Obligados a renunciar a cruzar el río, continuaron la marcha hasta Savenay donde se toparon con Westermann y su ejército de republicanos. Ni bien comenzó el combate, Françoise fue enviada al puesto de enfermera donde estuvo cumpliendo heroicamente sus servicios hasta escuchar el grito de retirada general y el “¡sálvese quien pueda!” final.
Milagrosamente salvó su vida de esta última gran masacre perpetrada durante la Navidad contra los vendeanos que intentaban volver a sus tierras. Refugiada varios días en una abandonada aldea, pudo escuchar los últimos fusilamientos de sus compatriotas. Se quedó allí, petrificada, sin comer ni beber, sin dar un paso en falso hasta que el silencio sepulcral la invitó a salir descalza y temblando de pavor…
Pastora bretona. De William Bouguereau,1868
“Muchas veces me había encontrado en situaciones espantosas, pero aquel día fue la peor de todas; estaba sola sobre un suelo pantanoso, todo desértico a mi alrededor; acabada por el dolor, la fatiga y la necesidad. Sin nada, salvo mis desarrapadas vestimentas, no sabiendo a dónde dar un paso, y no teniendo la fuerza de ir a buscar auxilio, que en mi extrema debilidad, se me iba haciendo cada hora más necesario. El único fin a tantos males los veía en mi propia muerte, tan pronta como inevitable… seguí caminando con mucha pena, creyendo que iba a morir en cada paso”.
¡Y no era para menos! hacía más de tres días que no probaba bocado, acabada por la guerra y el dolor, el pobre espectro en que se había convertido esta heroica joven continuó errando sin rumbo fijo con una fuerza sobrehumana que la impulsaba a seguir…
De pronto divisó en la lejanía una fumata que anunciaba vida. “Poniendo toda mi confianza en la Divina Providencia, que me había dado muestras de protección eficaz”, nos sigue contando, pidió ayuda sin saber con qué huéspedes se iría a encontrar. A Dios gracias, eran tan monárquicos y católicos como ella, pasó 15 días hasta reponerse bien, “jamás olvidaré a estos buenos realistas a los que les debo la vida”.
Habiéndose enterado que su ejército había sucumbido totalmente y no sabiendo dónde podría encontrar otros compatriotas, recorrió a pie diferentes cantones de la Bretaña hasta dar con un refugio donde había cuatro sacerdotes refractarios escondidos cerca de Fégréac. Pudo recargar nuevamente fuerzas físicas y morales para seguir su lucha. A principios de 1794 ya le tenemos reunida a 300 vendeanos errantes en el bosque de Gâvre.
Salvada por Charette
Firmada oficialmente la paz con Charette en 1795, Françoise fue a reclamar su “certificado de amnistía” en Nantes, que le permitiría transitar libremente. Aunque no fue tan fácil como se le había dicho. Ya cara a cara con el representante del pueblo que otorgaba los documentos según su capricho, Ruelle le preguntó con desprecio: “¿Eres una bandida?”. “Si no lo fuera, no tendría necesidad de la amnistía”, contestó sin amedrentarse. Ruelle le dijo que se lo otorgaría si ella se quedaba a vivir en Nantes. “Yo no puedo, ciudadano, pues no tengo los medios para pagar el pan 50 francos. Gano mi vida vendiendo manteca y huevos”. A continuación le hizo una inquisición de lo que había hecho durante la guerra de la Vendée y con qué trabajo se había mantenido: “con el mismo oficio”, respondió secamente. Luego de un silencio que se le hizo eterno, la astuta vendeana salió victoriosa con su papel en mano para reintegrarse al ejército que la solicitaba con premura.
En efecto, Charette había vuelto al combate con unos pocos que debía rearmar militarmente, y ahí la tenemos a Françoise, feliz de servir una vez más a la causa: “Yo hice muchos viajes a Nantes con todo el éxito deseable. Entre las comisiones que me encargó el general, estaba la de comprar armas. Y las hubiese conseguido, si no fuese porque alguien me traicionó…” Denunciada al comité revolucionario, fue arrestada y conducida frente a un tribunal que le hizo dos interrogatorios de más de quince horas cada uno, pero la agente confidencial de Charette había sido más astuta que las serpientes. “Felizmente, en el momento de mi detención, bajo el pretexto de una necesidad, tuve tiempo de destruir en mil pedazos las órdenes y las instrucciones que me habrían valido un fusilamiento en el mismo instante. En efecto, me requisaron con extremo rigor y solo me encontraron el certificado de amnistía. Yo estaba disfrazada de jardinera bretona. El oficial público encargado de interrogarme interpretó que el nivel de mis respuestas estaban por encima de mi estado. Me dijo que mis vestimentas no me convenían y que sin duda mi padre no era un jardinero, que una hija nacida en esa clase no se expresaba con los términos que yo había empleado. Le respondí que mi padre, aunque jardinero, había tenido los medios para hacerme instruir, siendo celoso de darme una buena educación. El oficial me replicó que todo lo que yo podía decir no le haría cambiar de opinión, pues veía bien que yo era una noble disfrazada”.
A continuación fue encerrada en una prisión de Nantes. El último jefe de la resistencia, habiéndose enterado de su detención, tuvo la bondad de escribirle comunicándole que se trabajaba para acelerar la pacificación y su liberación. Luego de un mes se firmó otra negociación en el campo de Sorinières entre Charette y Canclaux. Fue en esta ocasión que el general vendeano pidió expresamente por la libertad de Françoise Deprés y el indulto le fue concedido en el acto.
La joven continuó al servicio del general hasta que lo fusilaron el 29 de marzo de 1796. La muerte de su jefe la determinó a abandonar el ejército de manera definitiva e instalarse en el pueblo de Amailloux donde comenzó a ocuparse de la catequesis de niños. “Los instruía en secreto en la religión católica, apostólica y romana pues el culto estaba prohibido”, incluso organizó unas procesiones clandestinas a un perdido santuario mariano, Notre-Dame de la Chapelle. Su apostolado no duró mucho, fue detenida nuevamente “por enseñar a los niños a rezar a Dios y fomentar sentimientos religiosos a los habitantes de Amailloux”. Tales fueron los motivos enunciados en la orden de arresto que la condujeron a la cárcel de Niort.
Luego de un mes, sin ser interrogada, le vinieron a ofrecer la libertad bajo condición: no dar más instrucción a no ser con los libros que la República había destinado a los jóvenes. “Inquebrantable en mis principios en la religión y la monarquía, respondí que terminaría mi carrera como la había empezado, que no cambiaría jamás de opinión, ni de juramento y que más bien estaba dispuesta a sufrir la muerte que mentir a mi conciencia y deshonrarme. Mi suerte estaba decidida: fui condenada a la deportación a Brouage, cerca de la isla de Oléron…”
Sin embargo, el cielo y la tierra se manifestaron de nuevo a su favor. Debido al insistente reclamo que hicieron los mismos aldeanos de Amailloux y de Clessé, Françoise recuperó una vez más la libertad.
Una vendeana verdaderamente irreductible a los parámetros republicanos, incluso bajo el imperio de Napoleón, su actividad de mensajera secreta continuó traspasando los límites de la Vendée militar. Instalada en el sur, ella recorrerá las comunas disfrazada de mendiga, sembrando falsas noticias para desmoralizar a los enemigos y transmitiendo a la población monárquica las órdenes de los emigrados. Trabajó infatigablemente hasta lograr ver la restauración en el trono de Luis XVIII, el Deseado, redoblando su labor durante los 100 días de la aventura napoleónica.
“Me encontré tan feliz de haber sido testigo de esta segunda victoria, que en el momento que me enteré de su regreso, entoné con lágrimas de alegría, el cántico de Simeón: ‘Nunc dimittis’. Sí, la muerte no tiene nada de penoso para mí, pues mis deseos más grandes han sido cumplidos. Esta gracia, que ha penetrado mi alma más allá de toda expresión, me hizo olvidar todo lo que sufrí”.
Así termina su increíble crónica… ¡olvidando todo lo que sufrió!
El rey Luis XVIII le otorgó una pensión de por vida para su sostén cotidiano, como lo hizo con la mayoría de las heroínas vendeanas que se habían jugado la vida por la restauración monárquica y la reconquista del culto público, sin recibir nada a cambio. O mejor dicho, solo ultrajes y menosprecios… en este mundo. Pero en el otro, la vida eterna.
Marie de la Sagesse Sequeiros, S.J.M.
Bibliografía consultada:
– Comte de Chabot (2016). Vendéennes & Chouannes. 1793-1832. Cholet, Ed. Pays -Terroirs.
– Gabory, Émile (1935). Les femmes dans la tempête. Les vendéennes. Paris. Ed. Librairie Académique Perrin.
– Rouchette, Thérèse (2015). Femmes oubliées de la guerre de Vendée. La Roche-sur-Yon, Ed. du CVRH
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Los jacobinos son unos sanguinarios genocidas.
Creen que agitando los ideales ilustrados y humanitarios es posible y legitimo robar y asesinar a la gente honrada en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad.
Nunca en la Historia de la humanidad ha habido estos genocidios. Ni siquiera con los hunos y los mongoles.
Desgraciadamente el mismo truco, con los mismos procedimientos y los mismos fines los utilizaron con éxito para asesinar a los indios (muchos de ellos catolicos) en las limpiezas étnicas para robar sus tierras y en la Rusia ortodoxa para hacer un genocidio cristiano ortodoxo y oprimir a la población.
¡increíble está historia! Gracias por publicarla. Me da vergüenza ver cómo nosotros nos excusamos mintiendo con tal de zafar y está heroína prefería la muerte a liberarse con una mentira ¡cuánto por aprender!
Gracias por compartirnos el testimonio de esta santa alma, por inspirarnos a una entrega mayor, a no olvidarnos que nuestra vida tiene sentido solo si con ella alabamos a Dios.
Hermana Marie.
Gracias por este inmenso aporte del irreductible pueblo vendeano al que nos tiene acostumbrados.
De nada Leandro! Para mí también es un gozo espiritual profundizar la vida y muerte de estos héroes y heroínas.
Agradecemos Hna. Marie, por el profesionalismo y la libertad responsable de publicar y compartir otra historia de la humanidad. Responde a grandes principios de la acción y la presencia de Dios.