El mito acerca del cinturón de castidad
Entre los innumerables «clichés» pseudo-históricos que pueden leerse en internet se encuentran aquellos que hacen de la mujer medieval, una «esclava del hombre» con una «sexualidad reprimida» o bien una simple compañera que se utilizaba a despecho y para satisfacer los bajos instintos masculinos. Olvidan sin embargo quienes esto piensan, que no sólo esta opinión daría risa a cualquier historiador serio, sino incluso a aquellos que mínimamente tuviesen acceso al arte de la época.
En efecto, las descendientes de Eva no por ser mujeres de aquella época y vivir en tiempos en que la filosofía del Evangelio gobernaba los estados, se encontraban en un estado de gracia permanente. Pensar esto sería tan ilógico como pensar que hoy, por estar en la época de las cirugías, todos moriremos jóvenes y con cuerpos bellos… No. La humanidad no está determinada por la sociedad en la que vive y se puede ser tan santo en Sodoma como pecador en la mejor ciudad de Dios.
Las fallas humanas existían en aquellos tiempos, tanto para el hombre como para la mujer; testigo de ello son incluso algunas canciones picarescas que hasta demuestran la infidelidad femenina por aquellas épocas. Los términos usados en el lenguaje popular y en los villancicos (aunque un tanto fuertes) no por ello dejan de mostrar el humor y el realismo en el que se vivía:
¡Cucú, cucú, cucucú!
Guarda no lo seas tú.
Compadre, has de guardar,
para nunca encornudar;
si tu mujer sale a mear,
sal junto con ella tú.
¡Cucú, cucú, cucucú!
Guarda no lo seas tú[1].
Sí; la mujer caía tanto como el hombre; y caía porque podía caer, es decir, no sólo porque era débil, sino porque existía la posibilidad fáctica (¡ay, que somos hijos de Adán!) de hacerlo.
Ha habido, sin embargo, quienes han intentado crear en los últimos tres o cuatro siglos, ciertas leyendas por medio de las cuales, o bien la mujer estaba impedida de pecar en este ámbito o bien, que era un objeto sexual a piacere de los señores feudales: nos referimos a las leyendas del cinturón de castidad y del llamado derecho de pernada.
Pero vayamos por partes; ¿qué era un «cinturón de castidad»?
La leyenda, nacida en el Renacimiento para burlarse de la mentalidad cristiana del Medioevo, tomó forma especialmente en la Inglaterra del siglo XIX. Se afirmaba entonces que los caballeros medievales, al momento de partir a las Cruzadas u otros viajes, colocaban a sus esposas un cinturón de hierro que, cubriéndole sus partes íntimas y cerrado con una llave que sólo él poseía, hacían imposible la infidelidad conyugal durante su ausencia.
El mito se difundió tanto que hasta comenzaron a recrearse para colocarlos en los museos medievales para turistas desprevenidos.
Ahora bien, lo cierto es que no existen referencias históricas anteriores al siglo XIX, siendo que ninguno de los cinturones de castidad que actualmente pueden exhibirse están datados más allá del 1800.
Ni la música los canta, ni el arte los ha pintado, ni la literatura contemporánea de aquella época los menciona, siendo, hoy por hoy, un mito desechable incluso por el más acérrimo crítico de la historia de la Iglesia o de la Edad Media. Sin embargo, como la repetición es madre de la ciencia (incluso de la histórica) cada cinco o seis años suele suscitarse un debate sobre el tema, para volver a repetir y corroborar el mito de los cinturones de castidad.
Esto es lo que sucedió, por ejemplo, hace algunos años atrás, cuando en Roma, en la Academia de Hungría, situada en el Palazzo Falconieri, se expusieron reproducciones de todos los tipos de cinturones de castidad bajo el título «La historia misteriosa de los cinturones de castidad. Mito y realidad»[2].
Allí, el estudioso Efe Sebestyen Terdik, declaró que los mismos son «más mito que realidad porque las investigaciones históricas ya han demostrado que la historia de los cruzados y caballeros que habrían garantizado la integridad de sus mujeres gracias a un instrumento de tortura y sado-fetichismo ha sido en realidad, una gran mentira».
En realidad, observando de cerca los cinturones de castidad resulta imposible imaginar a una mujer embutida en semejantes artilugios de metal pesados, duros y cortantes, algunos con agujeros estratégicamente colocados y otros sin ellos, cerrados con enormes candados, con los que ni siquiera podría caminar libremente, ni mucho menos sentarse.
Además, según Terdik, los metales producirían sin lugar a dudas y con el pasar de los días,terribles y profundas heridas, lesionando a la epidermis de las partes íntimas que terminarían en septicemias incurables para la época.
Algunos estudiosos ingleses y americanos, como James Brundage, historiador de la sexualidad medieval, Felicity Riddy y Albrecht Classen, entre otros, expresaron en esta muestra su desacuerdo con la veracidad de estos objetos, al punto que recordaba que algunos de los supuestos cinturones de castidad que se habían expuesto en grandes museos (como el British Museum de Lonres, que desde 1846 exhibía un supuesto «original») acabaron por retirarlo por considerarlo una patraña histórica que desacreditaba al mismo museo.
Como decíamos, la veracidad de su existencia se pone en duda incluso a partir de la literatura crítica y picaresca del mismo Renacimiento, puesto que entre los siglos XIV y XVI ni siquiera se encuentra alusión alguna a los mismos (Bocaccio, Bardello o Rabelais, jamás los nombran[3]).
Entre los siglos XVI y XVII su nombre reaparece en algunas obras satíricas como ejemplo de la estupidez masculina que, buscando ser el único varón de su esposa, intenta imponerle la castidad a la fuerza; pero será recién a partir de la Ilustración y durante el período pre-revolucionario francés, donde los pensadores «iluministas» como Voltaire y Diderot, se encargarán de difundir la leyenda como un símbolo de la «oscuridad medieval».
En fin, un mito más que, a fuerza de repetir y repetir, quedó grabado como una verdad indiscutible.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
[1] Juan del Encina (1464-1523), ¡Cucu, cucu! (el sonido cucu hace referencia al Cuculus canorus, un ave cuya hembra, pone los huevos en otro nido, de allí que se asocie el cucu a quien es traicionado por su mujer). Pueden verse, además, los romances que el gran recopilador español, Joaquín Díaz, realizó para la música de aquella época, en especial «La esposa infiel», «Romance de Gerineldo» y «La molinera y el corregidor», entre otros.
[2] Véase «La gran mentira de los cinturones de castidad» en http://www.abc.es/20120220/sociedad/abci-gran-mentira-cinturones-castidad-201202201403.html (20/02/2012).
[3] En 1548 aparece un cinturón de castidad en el catálogo del arsenal de la República de Venecia, que pertenecía a Francisco II «El Joven», señor de Padua, quien tras enfrentarse en guerra con Venecia, fue conducido allí para ser estrangulado. A fin de denigrar su memoria y demonizarlo aún más, se difundió maliciosamente la creencia de que torturaba a su esposa y amantes con un cinturón de castidad. El hecho de que Venecia definiera a su víctima como un «torturador» significaba que no sólo, de haber existido, no era una práctica común, sino incluso repudiada.
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Bueno saberlo aunque nunca he dado importancia a semejante tontería.