No queremos que Éste reine sobre nosotros
Un resumen de la historia de la Iglesia a partir de las persecuciones para,
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
“No queremos que éste reine sobre nosotros”
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Conferencia dictada el 19/6/2019
Tucumán, Argentina
El título de esta conferencia nos remite al Evangelio de San Lucas, más puntualmente, al capítulo 19 en el cual se nos narra la parábola que, Nuestro Señor, predicó muy probablemente en casa de Zaqueo, el pequeño publicano que había querido ver al Rey de reyes. Se trata de la “parábola de las minas” en la cual se hace referencia no a la primera venida del Rey-Mesías, sino a la de su segundo y final advenimiento.
Un rey deja en administración varias minas y regresa a su reino para, al volver, pedir cuenta de la administración.
Y llamó a diez servidores entregándoles una mina a cada cual para explotarla, pero al retirarse, enviaron ellos mismos una embajada para decirle:
“No queremos que ése reine sobre nosotros”.
Sin embargo, dicen los Evangelios, algunos negociaron con las minas y, al regreso del rey, uno entregó el doble de lo que se le había dado, otro lo mismo más la mitad y, otro, sólo lo mismo.
De los siete restantes nada se nos dice.
Y termina: “En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia”.
Así de drástico era el Príncipe de la Paz…
1. El primer grito: “no queremos que éste reine”
Sin embargo, el rechazo del Hijo de Dios no se da sólo en la historia terrena; según varios de los Santos Padres y conforme a la Tradición de la Iglesia, el grito de non serviam, “no serviré”, resonó por primera vez en los orígenes de la metahistoria cuando Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia y en atención a la redención, al pecado original, comunicó a los ángeles el modo en que iba a redimir al género humano a partir de la Virgen Santísima.
Conocemos la cita:
“Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol y con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas, la cual, hallándose encinta, gritaba con dolores de parto y en las angustias del alumbramiento. Y vióse otra señal en el cielo y he aquí un gran dragón de color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas. Su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. El dragón se colocó frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo luego que ella hubiese alumbrado. Y ella dio a luz a un hijo varón, el que apacentará todas las naciones con cetro de hierro; y el hijo fue arrebatado para Dios y para el trono suyo” (Ap 12,1-5).
He aquí entonces donde se halla implícita la negación angélica de servir a Dios.
Dos gritos entonces; dos gritos que se funden en uno solo tanto al principio como al final de la historia. En el prólogo de la salvación y en su conclusión: “no serviré”, “no queremos que éste reine sobre nosotros”.
Son estos dos gritos los que, eligiendo dos amores, crearán dos ciudades distintas al decir de San Agustín en la Ciudad de Dios: el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la Jerusalén celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la Babilonia terrena.
Y estos dos amores que van mezclados en dos ciudades se han dado también mística y realmente a lo largo de la historia humana. Se han dado desde el principio de los tiempos en el pueblo judío antes de venida del Mesías de Yahvé y se seguirán dando hasta el fin de los tiempos, cuando el Rey venga a pedir cuenta de la administración.
2. El segundo grito: las traiciones de Israel
Para quien se pasee alguna vez por las iglesias europeas, podrá ver que, normalmente, Israel es representada como una mujer, una mujer coronada pero, a la vez, vendada. Es la imagen alegórica de la Sinagoga que, voluntariamente, quiso quedar ciega ante las promesas de Dios.
Porque mucho antes de ese “no queremos que este reine sobre nosotros”, es decir, mucho antes de la Pasión de Nuestro Señor, Israel había decidido, no servir al rey y preferir al César.
Fue Israel quien adoró el becerro de oro; fue Israel quien mató a los profetas; fue Israel quien fornicó con los reyes de la tierra y, una vez ciego gritó “¡Crucifícalo!¡crucifícalo” (Jn 19).
“¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado” (Hech 7, 51-52).
Dijo San Esteban con enorme parresía.
Es que este mismo pueblo que, a lo largo de toda la historia de Israel, buscaba hacer “una de cal y otra de arena”, como denunciaba el profeta Elías diciéndole a sus hermanos:
“¿Hasta cuándo van a andar rengueando de las dos piernas? Si el Señor es Dios, síganlo; si es Baal, síganlo a él” (1 Reyes 18,21).
3. El tercer grito: Grecia y Roma
Pero terminado el tiempo de Israel, vendrá el tiempo de las naciones, es decir, el tiempo de los gentiles, porque luego de la venida del Rey, la antigua alianza queda perimida siendo mortua et mortífera, según Santo Tomás.
Y Dios Nuestro Señor, aprovechando los verdaderos semina Verbi esparcidos por Su prodigalidad en la cultura greco-romana, los aprovechará para hacer que de estos pueblos praeordenati para la vida eterna (tetagmenoi, dice el texto griego, completamente ordenados, acabadamente ordenados), alaben a verdadero Rey de los cielos que los volvería a colocar en la anhelada Edad de oro, como narró Virgilio en su profética Égloga
“Ya del canto de Cumas llega la edad postrera
Ya de nuevo nace un gran orden de siglos
Ya vuelve también la virgen, vuelven los reinos de Saturno
Ya una nueva progenie es enviada desde lo alto del cielo”.
Fue Roma, la Roma eterna, con todo su orden latino y su legado griego la que, gracias al legado lingüístico y a la cultura griega, a sus caminos y a la omnipresencia imperial permitió que, como un reguero de pólvora se diseminase la Buena Nueva por todo el orbe conocido.
Pero también fue Roma la que, apenas visto que el Rey de reyes no quería disputar su tronos con “los señores y dioses de la tierra” (Ps. 15), comenzó a perseguir a los primeros cristianos por adorar al único Dios que debe ser adorado; tanto era así que, los proto-mártires romanos eran acusados de ateísmo por no poner al mismo nivel al Dios verdadero y los falsos dioses.
Ricos y pobres, ancianos y niños, hombres y mujeres llegaron a ofrendar sus vidas al grito de non possumus, “no podemos”; es que no podían servir a otro rey que no fuese el Rey. Y así iban al martirio, es decir, al supremo testimonio, como narra Eusebio de Cesarea:
“En Arabia mataban a hachazos. En Capadocia, colgaron a algunos de los pies, cabeza abajo, y encendieron debajo de ellos una hoguera para que el humo les ahogase. Algunas veces les cortaban la nariz, las orejas y la lengua. En el Ponto hundían bajo las uñas cañas afiladas o vertían plomo fundido en las partes más sensibles”[1].
De allí vendrán los primeros mártires, en un tiempo en que no había ni el sexo más débil hacía menguar la ferocidad. Todos, hombres y mujeres sufrirían tormentos indecibles: Lino, Cleto, Clemente, Sixto… Agueda, Lucía, Inés, Cecilia…
Y así, según la famosa sentencia de Tertuliano, la sangre de mártires se convertirá en semilla de nuevos cristianos.
Pero Roma, la Roma eterna, pasados los siglos de persecución, aceptará la Fe cristiana con Constantito y la oficializará con Teodosio el grande, tanto que, al decir de San León Magno: «La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad…”.
Y vendrá un tiempo en que con sus más y con sus menos, los emperadores acepten a Rey de reyes como su capitán.
4. El cuarto grito: el arrianismo
Fue entre las persecuciones y los consuelos de Dios, al decir de San Agustín, que cuando aún el cristianismo comenzaba a ser tolerado, resonó el grito impío de un Cristo edulcorado, un Cristo que, a pesar de sus proezas, no pasaba de ser una creatura. Fue ésta la herejía de Arrio, la tremenda herejía que, diseminada por todo el orbe cristiano, le hizo exclamar a San Jerónimo que “de pronto el mundo se despertó arriano”.
Era una nueva batalla contra el Rey, como narra San Basilio:
“Cuando el Demonio vio que, a pesar de la persecución, que partió de los paganos, la Iglesia iba creciendo y floreciendo aún más, modificó su plan y ya no luchó abiertamente, sino que preparó la persecución secreta, escondiendo su traición bajo el nombre que lleváis (el nombre de cristianos), de manera que sufrimos lo mismo que, en sus días, sufrieron nuestros padres, pero eso no parece ser por Cristo, puesto que también los perseguidores llevan el nombre de cristianos”[2].
El cuadro parecía imposible: la mayor parte de los obispos adhería a la herejía arriana; el mismo Papa había firmado un credo semi-arriano y apenas un par de obispos fieles se mantenían con la Fe verdadera junto con el pueblo, lo que, al gran San Atanasio le hacía decir: “Ellos tienen los templos, nosotros tenemos la Fe”.
Fue, según narra el beato cardenal Newman, el pueblo fiel, el sensus fidei fidelium, el sentido de la Fe de los fieles lo que hizo perdurar la sana doctrina a pesar incluso de los obispos, como bien señala Newman: “el pueblo católico, a lo largo y a lo ancho de la Cristiandad, fue obstinado campeón de la verdad católica; los obispos no lo fueron”[3].
Y así, lo que parecía una batalla perdida y un nuevo intento de destronar a Nuestro Señor Jesucristo, fue milagrosamente vencida por un grupo de apóstoles invencibles que, contra viento y marea permanecieron en la Nave de Pedro a pesar de que ella parecía ocupada.
5. El quinto grito: los bárbaros
El quinto grito es el de los bárbaros; esos pueblos indómitos que, desde mediados del siglo V comenzaron a asolar el Imperio, como lo narra San Jerónimo:
“La mente tiembla cuando se piensa en la ruina de nuestros días. Por más de veinte años la sangre humana ha corrido incesantemente sobre una vasta extensión… los godos, los hunos y los vándalos sembraron la desolación y la muerte […]. ¡Cuántos nobles romanos han constituido su presa! ¡Cuántas doncellas y cuántas matronas han caído víctimas de sus lúbricos instintos! Los obispos viven en prisión. Los sacerdotes y clérigos son pasados a cuchillo. Las iglesias son profanadas y desvalijadas. Los altares de Cristo son convertidos en establos. Los restos de los mártires son arrojados de sus tumbas. Por doquier pena, lamentación por doquier; en todas partes la imagen de la muerte. (…). Mi voz se ahoga y los sollozos me interrumpen (…). Ha sido conquistada la ciudad que conquistó el universo… al caer esa ciudad el Imperio se ha derrumbado”.
Todo parecía derrumbarse; todo lo que, durante un tiempo los emperadores cristianos habían favorecido, parecía caerse a pedazos a partir de esta horrenda irrupción. Si casi parecía que Dios no diera respiro o que no quisiese reinar sin que sus súbditos peleen por defenderlo.
Los bárbaros, venidos de todas partes del planeta, se encontrarán sin embargo no sólo con Roma, la Roma imperial, sino con la misma Iglesia que, poco a poco y con un esfuerzo ciclópeo, logrará catequizarlos y civilizarlos al mismo tiempo.
Y allí vendrán los francos, los hijos de Clodoveo, el primer reino de occidente convertido al cristianismo por obra y gracia del Espíritu Santo.
Y la barbarie comenzará a trocar en cristiana humanidad gracias a la aparición de los monjes, capaces de trasformar marismas en manantiales y las piedras en vergeles. El bárbaro vikingo vestirá cogulla monacal y usará su espada sólo para defender su Fe, su religión o su dama. Y surgirá así la Caballería, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, como la llamaba el recordado Padre Sáenz.
Y nuevamente se vivará a Cristo, Rey de reyes y señor de señores.
6. El sexto grito: Mahoma y las Cruzadas
Y vendrá esa herejía judeo-cristiana, mezcla de Antiguo Testamento y herejía nestoriana que es el Islam con su guerra “santa” y su dominación a sangre y fuego de tal magnitud que no quedará casi recuerdo del cristianismo en el norte africano, otrora patria del mismo San Agustín.
Una vez más, el príncipe de este mundo se las arreglará para que el Rey de reyes sea degradado al rango de un profeta más y la Virgen Santísima al rango de madre del profeta Jesús hasta que, llegando a fines del siglo XI, todo cambiará con la toma de Jerusalén por parte de los hijos de la Medialuna.
“De Jerusalén y de Constantinopla llegan tristes noticias… Una raza maldita, salida del reino de los persas, un pueblo bárbaro, alejado de Dios, ha invadido las tierras cristianas y las ha devastado (…). Los invasores ensucian los altares, circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de la circuncisión sobre los altares o las pilas bautismales (…). Si queréis salvar vuestras almas tenéis que cambiar de proceder. Marchad a la defensa de Cristo. Vosotros que estáis en la lucha constante, haced la guerra a los infieles. Vosotros que sois ladrones, convertíos en soldados. Guerread por una causa justa. Trabajad por una compensación eterna”.
Y así comenzarán las Cruzadas, las Cruzadas que no fueron sino una guerra defensiva contra el islam invasor. Y los soldados de Cristo rey vencerán algún tiempo, vencerán y liberarán a los cautivos; y habrá órdenes militares, órdenes hospitalarias y la violencia estará tan justificada que hasta el mismísimo San Francisco de Asís o el mismísimo San Luis Rey de Francia participarán de las mismas. Y habrá un rey en Jerusalén, un Godofredo de Bouillon, el que prefirió no ceñir corona de oro donde Jesús ciñó la de espinas.
7. El séptimo grito: el humanismo renacentista
En pleno tiempo de las Cruzadas, con sus aciertos y errores, la Iglesia vio un tiempo de gloria, un tiempo en el que, al decir de León XIII “la filosofía del Evangelio gobernaba los estados” (Immortale Dei). No; no es que en este tiempo la santidad floreciese espontáneamente; se pecaba y se pecaba fuerte, pero se tenía conciencia de estar pecando.
Fue éste el tiempo en que Dios fue el primer servido, le premier servi como decía Santa Juana de Arco. Eran tiempos en aún se creía que sólo Dios era el ser per se (Ex 3,14) y el resto por participación. Un tiempo en el cual floreció la sabiduría del más santo entre los sabios y el más sabio entre los santos: Tomás de Aquino.
Pero fue también después de este tiempo en que, el centro comenzó a perderse y, por uno escepticismo sumado a ambiciones políticas de los reyezuelos de turno, el hombre comenzó a perder su centro para centrarse en sí mismo; es el grito de Prometeo que busca desencadenarse.
Así, desde la pintura a la música, desde la literatura a la filosofía, pasando por la espiritualidad y el derecho, todo comienza poco a poco a centrarse ya no en Dios, el rey supremo, sino en el hombre, el rey de esta tierra para lo cual, al decir de Pico della Mirandola, “nada de lo humano le es ajeno”, siguiendo a Terencio.
“No queremos que éste reine sobre nosotros”, dirá tímidamente el hombre del renacimiento que quiere reinar en su lugar. Y así el hombre moderno poco a poco se irá desvinculando de la misma realidad, natural y sobrenatural, para adentrarse puramente en su propia interioridad, en su propia naturaleza.
Todo es puesto en duda y, la realidad, comenzará a ser conforme a propia voluntad individual, según el cogito cartesiano: cogito ergo sum, que, más literariamente, podría ser traducido, “quiero, luego soy”, según la enseñanza de Cornelio Fabro.
Y vendrá así, de la mano, un nuevo grito: el aullido protestante.
8. Octavo grito: la revolución protestante
La revolución humanista con su centro en la persona, le dará el paso a un personaje que, aprovechado por los gobernantes de turno, quebrará en dos a la Cristiandad: nos referimos a Martín Lutero, el apóstata fraile alemán quien con sus escritos y homilías hará que cada cual, con el tiempo, termine –como decía irónicamente Voltaire- siendo un Papa para sí mismo.
“Cristo” -en el mundo protestante- “claramente es el centro; el rey” –se nos dirá. Y es cierto. Pero es un rey que previamente ha pasado por el tamiz de la subjetividad y de la libre interpretación. Un rey que gobernará conforme a las leyes de cada cual y que, por ende, no reinará más que en una realidad virtual.
El hombre, según Lutero, estaba tan corrompido que hasta su misma inteligencia debía ser desechada
“La razón se opone directamente a la fe; deberían dejarla que se vaya; en los creyentes hay que matarla y enterrarla[4] (…). Es imposible poner de acuerdo a la fe con la razón[5] (…). Has de abandonar tu razón, ignorarla, aniquilarla por completo, de lo contrario no entrarás en el Cielo (…)[6]. La razón es la prostituta del diablo”[7].
Y así, separados del tronco de la Iglesia, las ramas se irán secando poco a poco, diseminándose en diversas sectas que, aun manteniendo ciertas verdades fundamentales, se han separado de la gracia que viene por medio de los sacramentos diciendo: “Cristo sí, la Iglesia no”.
Algo análogo a, lo que en nuestros tiempos, algunos de nuestra Iglesia Católica quieren hacer llamando al mismo Lutero “testigo del Evangelio” y queriendo armar una Iglesia a la carta, como ha sucedido hace algunas semanas con la amenaza de varios obispos alemanes con hacer un cisma si “la Iglesia no cambia” su postura respecto de los sodomitas, divorciados, etc.
9. Noveno grito: el laicismo liberal de la Revolución Francesa
Caldeados los ánimos por el subjetivismo imperante, el catolicismo partido y la decadencia del clero y del poder político, los “filósofos” del “Siglo de las luces” serán quienes, como si hubiesen visto claramente el acontecer futuro, planeen la gran revolución liberal que culminará con la sangrienta Revolución Francesa, una revolución donde ni hubo fraternidad, ni igualdad ni libertad.
Fue la ideología liberal la que ensalzando la libertad, hará de ésta el fin último del hombre al punto proclamándolo autosuficiente tanto de la Revelación como de la recta razón.
“Dios sí, Cristo no”, dirán, donde, al final de cuentas, el Dios ensalzado será el Dios de los deístas, el Dios de los masones, un Dios que no reina puesto que, parafraseando al agnóstico Borges, el mundo “le queda lejos”.
Será la tremenda Revolución Francesa, madre de todas las revoluciones modernas, la que arrasará pueblos enteros, masacrando a quienes se opongan al “progreso” liberal como la región de la Vendée, región católica, monárquica y contra-revolucionaria que al grito de “Cristo, el Rey” decía con uno de sus jefes: “si avanzo, seguidme, si retrocedo, matadme, si muero, vengadme” (Henri de La Rochejaquelein).
Fue la Vendée esa historia silenciada a pesar de la masacre sufrida:
“Ya no hay Vendée. Ella ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus hijos. Acabo de enterrarla en los pantanos (…). He aplastado a los niños bajo las patas de los caballos y masacrado a las mujeres (…). No tengo un prisionero que reprocharme (…). Nosotros no hacemos prisioneros (…). La piedad no es revolucionaria…”[8].
Esa misma revolución liberal intentará terminar con Cristo rey no sólo en Europa, sino también en América, en nuestra América católica. E intentará hacerlo primero, adueñándose de una legítima autonomía frente a una monarquía española imbuida por el liberalismo en sus reyes borbones, dominada por Napoleón y subyugada a las ideas afrancesadas y borbónicas de la época.
Serán esos movimientos liberales los mismos que atacarán a quienes, por estas tierras, busquen la soberanía de Dios por sobre la soberanía popular, como el mártir de la masonería, Don Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador que, al salir de la catedral de Quito fue inicuamente asesinado por un sicario de la secta para, antes de morir, susurrar: “Dios no muere, Dios no muere…”.
10. Décimo grito: el marxismo ateo
Decía el gran Dostoievski en una novela memorable titulada “Demonios” que, de padres liberales salían hijos comunistas. Y ello no a raíz de una posible “dialéctica” o contraposición entre padres e hijos, sino a partir de que es la misma la raíz que engendra a uno y al otro. El liberalismo es padre del marxismo porque ambos poseen la misma matriz, el mismo epicentro: es el hombre caído, el hombre “nuevo”, el hombre separado de su tradición primordial que desoye la realidad misma haciéndose un dios para sí mismo y entronizándose en un pedestal.
De allí que se postule la invención de Dios, como dice Feuerbach o “la muerte de Dios”, como plantea Nietzsche. Y –de nuevo Dostoievski- si Dios no existe, todo está permitido (como planteaba Iván Karamazov); ¡y vaya si lo estuvo!
En el siglo XX, apenas en el alborear, quienes vivaban a Cristo Rey en el México cristero, eran masacrados y abandonados por el odio de los deicidas, como fue el caso de beato Anacleto González Flores, padre de familia, abogado y docente:
Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria… Por segunda vez oigan las Américas este santo grito: ¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!”[9].
Y pasará también en España, en la España profunda que, durante la década del treinta fue el pueblo elegido para instaurar el marxismo a capa y espada por medio de marxismo soviético. También allí hubo mártires y héroes; porque España se levantó en una verdadera Cruzada que detuvo el accionar del comunismo enarbolando la Reyecía de Cristo.
¡Y para qué hablar de nuestros mártires argentinos! Sacheri, Genta, por nombrar sólo a dos devotos de Cristo Rey, como sus propios verdugos afirmaron luego de ultimarlos cobardemente:
“Enterados de la ferviente devoción que los extintos profesaban a Cristo Rey, de quien se decían infatigables soldados, nuestra comunidad ha esperado las festividades de Cristo Rey según el antiguo y nuevo “ordo missae” y ha permitido que los nombrados comulgaran del dulce Cuerpo de su Salvador para que pudieran reunirse con Él en la gloria”.
Así, para resumir esta última parte, lo decía ese gran pontífice que fuera Pío XII:
“En estos últimos siglos…quisieron la naturaleza sin la gracia: ‘Cristo sí y la Iglesia no’ (Revolución protestante)… Después Dios sí y Cristo no (Revolución liberal)… Al fin, el grito impío: Dios ha muerto (Revolución comunista)” (Pío XII, 12/10/1952):
11. El último grito: no queremos a Cristo en la Iglesia
Como es de público conocimiento Cristo ya no reina en los estados, ni en las universidades, ni en las escuelas…; apenas si reina en algunas familias.
Pero hasta podríamos preguntarnos: ¿Cristo reina realmente en la Iglesia?
Dice el padre Castellani que, la Iglesia, por ser la Nueva Israel, la nueva depositaria de las promesas, al final de los tiempos padecerá la misma agonía que padeció la Sinagoga antes de la primera venida de Nuestro Señor; es decir, así como antes la Sinagoga se había vuelto un sinsentido porque habían transformado la religión del Padre “en tradiciones de hombres” (Mc 7,7), así pasará con la Iglesia.
El padre Meinvielle, otra luminaria de nuestra Iglesia, en el último párrafo de su último libro (De la Cábala al Progresismo) decía también[10]:
“Sabemos que el mysterium iniquitatis ya está obrando (II Tes, II, 7) ; pero no sabemos los límites de su poder. Sin embargo, no hay dificultad en admitir que la Iglesia de la publicidad pueda ser ganada por el enemigo y, convertirse de Iglesia Católica en Iglesia gnóstica. Puede haber dos Iglesias, la una la de la publicidad, Iglesia magnificada en la propaganda, con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un Pontífice de actitudes ambiguas ; y otra, Iglesia del silencio, con un Papa fiel a Jesucristo en su enseñanza y con algunos sacerdotes, obispos, fieles que le sean adictos, esparcidos como “pusillus grex” por toda la tierra. Esta segunda sería la Iglesia de las promesas, y no aquella primera, que pudiera defeccionar. Un mismo Papa presidirá ambas Iglesias, que aparente y, exteriormente no sería sino una. El papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco. Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de la Iglesia de las Promesas. Por otra parte, produciendo hechos equívocos y aún reprobables, aparecería como alentando la subversión y manteniendo la Iglesia gnóstica de la Publicidad”.
Y algo similar se nos dice San Pablo: “vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, acumularán para sí maestros conforme a sus propios deseos” (2 Tim 4,3). Estos tiempos, que parecen ser los que estamos viviendo incluso dentro de la misma Iglesia, parecen estar incluso indicados por el mismo Catecismo de la Iglesia Católica que nos dice:
“Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el «misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad”[11].
Es, al parecer, ante este nuevo grito, similar al de la primera Semana Santa de la historia, que hoy pulula una buena parte del mundo católico, incluso en buena parte de su jerarquía.
Cardenales contra cardenales, obispos contra obispos, sodomía en el clero, mártires falsos y acomodo con el mundo… Si casi pareciera que una parte de la Iglesia dijese con el pueblo de Israel aquella frase fatídica del primer Viernes Santo de la historia:
“No queremos que este reine sobre nosotros”… “no tenemos más rey que el César”.
* * *
Ante esta aparente desolación en la que podemos vernos sumidos, ¿qué hacer? ¿cómo responder?
En primer lugar, saber que, como dice San Pablo, “es necesario que Cristo reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies” (1 Cor 15,25), por lo que, si somos verdaderos siervos del Señor, debemos sentirnos escogidos por él, como dice San Ignacio, (EE.EE. nro. 145) para ir como “apóstoles, discípulos, etc.”, enviados “por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas”, haciendo no una revolución contraria, sino lo contrario a la Revolución anticristiana para restaurar la Cristiandad.
En segundo lugar, saber que la victoria ya es nuestra, porque es de Cristo que ya ha vencido al mundo pero quiere, para que esa victoria se aplique, contar con nuestra cooperación, de allí que –de nuevo Castellani– no cuenten tanto las batallas ganadas en pos de Cristo Rey, sino la calidad de las cicatrices sufridas en Su Nombre.
Y, por último, saber que, si la que nos toca librar hoy es la batalla de las batallas, dichosos lucharemos espalda con espalda, por más que seamos un puñado de hombres, levantando nuestras cabezas, pues está pronta nuestra liberación (cfr. Lc 21,28).
¡Y que viva Cristo Rey!
P. Javier Olivera Ravasi, SE
19/6/2019
[1] Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, VIII, 11.
[2] Escritos escogidos del Santo doctor de la Iglesia Basilio el Grande, en Biblioteca de los Padres de la Iglesia (Kosrl Pustet, München 1925) I vol., 162.
[3] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades, Gladius, Buenos Aires 2002, T. I., 248.
[4] Weim., XLVII, 328, 23–25 (1537–1540).
[5] Weim., XLVII, 329, 29–30. “Ratio est omnium maximum impedimentum ad fidem”. Tischredem, Weim., III, 62, 28, Nº 2904 a.
[6] Weim., XLVII, 329, 6–7.
[7] Weim., XVIII, 164, 24–27 (1524–1525).
[8] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La Epopeya de la Vendée, Gladius, Buenos Aires 2009, 168.
[9] Joaquín Blanco Gil, El clamor de la sangre, Rex-Mex, México 1947, 138. Este oír por “segunda vez” el grito de “Dios no muere”, hacía referencia al martirio y a las postreras palabras que, cincuenta años antes había proferido el presidente católico Gabriel García Moreno, antes de ser martirizado por la masonería, en 1875.
[10] Estas palabras, durante todo mi seminario, las conservé yo (P. Javier Olivera Ravasi) en mi breviario para, cuando me encontraba desolado, leerlas y darme fuerzas.
[11] CEC, n. 675.
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Ud. está recibiendo esta publicación porque aceptó su envío.
Gracias por publicaciones. Muchos temas he venido aprendiendo y con interés de saber más de la historia de la Iglesia y la fe en Jesucristo.
Paz y Bien, para Ud. Padre Olivera.
Excelente linea del tiempo Padre. Cuantas cosas y hechos que ignoraba. De haber tenido esta perspectiva histórica catolica en mi conocimiento hace 20 años atras, otros caminos hubiera andado, cuantas personas hubiera reconfortado y ayudado, otras obras hubiera llevado adelante. No puedo menos que sentir culpa y remordimiento por no haber buscado esta verdad mucho antes. Espero poder proclamar en toda ocasion estos hechos historicos para abrir algunos ojos mas y que no sea tarde aun para difundirlos. Gracias Padre y que Viva Cristo Rey!!!!