Crónicas de la Vendée (5-5). François Charette, «el rey de la Vendée»
Vive le Roy!
François Athanase Charette nació en Couffé, cerca de Nantes, el 21 de abril de 1763, en una noble familia de la región de Bretaña. Aunque su padre tenía el título de ‘Caballero y Señor de La Contrie’, no poseía gran fortuna y fue el tío quien se encargó de pagarle la educación. A los 16 años entró como aspirante a la marina real en Brest, a pesar de ser declarado por los médicos “inepto” para el mar y la guerra. Todos los días se lo veía correr a lo largo de precarias embarcaciones, con el fin de ejercitarse en las maniobras y vencer su débil constitución, y a fuerza de perseverancia, logró dominar el miedo al naufragio y mejorar su estado físico; dos años después ya era guardiamarina. Excepcionalmente fue promovido a teniente con 24 años: recorrió los océanos y mares, mostrando espíritu de mando, sangre fría y autoridad. En solo tres años ya había participado en once campañas desde el Caribe y el Mediterráneo hasta en las costas rusas del Mar del Norte, amén de participar en la guerra de la independencia americana, donde tuvo un rol destacado.
En noviembre de 1790, viendo que el caos revolucionario desbordaba por doquier, pidió el retiro voluntario de la marina. Por esa misma época, en un baile de Nantes se enamoró de una quinceañera… hasta que apareció la madre de la jovencita reprochándole: “mi hija es demasiado joven para casarse con usted y yo no soy tan vieja para renunciar a eso”. Ni lerdo ni perezoso, se terminó casando con la viuda, Marie-Angélique Josnet, 15 años mayor que él; el matrimonio no duró mucho y solo tuvieron un hijo que murió a los tres meses de vida. Como la mayoría de los nobles, nuestro ‘Caballero François’ se exilió un tiempo en Alemania, pero enseguida volvió a la acción para participar entre los heroicos defensores de Las Tullerias como oficial del rey, exponiendo su vida por la monarquía. Al igual que Henri de La Rochejaquelein, logró escapar a tiempo de la masacre entremezclándose en las filas enemigas al llevar como trofeo la pierna de un guardia suizo que encontró por el camino y terminó refugiándose en su castillo de Fonteclose hasta nuevo aviso.
Allí, el ex oficial de marina comenzó a llevar una vida despreocupada y frívola como un ‘bon vivant’ en medio de bailes y mujeres que pronto le hicieron olvidar la situación política de su patria. Sin embargo, los habitantes de Machecoul, levantados en armas contra la tiranía republicana, lo bajaron a la realidad suplicándole por las buenas que se pusiera a la cabeza de la insurrección. Sabiendo que irían al muere de antemano, Charette se rehusó en dos oportunidades, incluso se dice que se escondió bajo la cama esperando que se fuesen; pero a la tercera vez no le quedó mucha opción ya que los ruegos se tornaron en amenazas de muerte en caso de no aceptar. Cortando por lo sano exclamó: “¡Y bien! Vosotros me forzáis a ir, iré a vuestra cabeza, pero haré fusilar sobre el campo, al primero que me desobedezca”. Al día siguiente, 19 de marzo de 1793, fue proclamado general por 4000 insurrectos de la región de Poitou. Antes de partir, en la pequeña iglesia de Machecoul, toda la tropa de rodillas hizo juramento de fidelidad a Luis XVII[1] de combatir hasta el final, prometiendo regresar: “muertos o victoriosos”.
Charette toma juramento a su tropa de ser fieles a Dios y al rey. Vitral iglesia Saint Pavin
¡No tengáis miedo!
El ejército que acababa de ponerse bajo su mando no estaba compuesto de campesinos sumisos y dóciles como los de Cathelineau o los de Bonchamps, sino por gente bien ruda y simple, con verdadero espíritu de independencia, además de contar con varias cabecillas que le boicoteaban las órdenes. De hecho, la indisciplina y la sedición fueron los principales problemas que Charette debió enfrentar internamente, ganándose de a poco la verdadera autoridad en el campo de batalla.
Sin ir más lejos, la primera tentativa de tomar la ciudad de Pornic fue un desastre a causa de la situación anárquica de sus tropas, problema que se repetiría aún varias veces por más de que el segundo intento haya sido mucho más ordenado. Sus hombres eran tan impulsivos en el ataque como en la retirada… Así, en el asalto a Challans, defendido por una poderosa guarnición azul, los campesinos se asustaron con el sorpresivo fuego de los cañones enemigos y huyeron de inmediato dejando casi solo a su jefe. Otro tanto sucedió en Saint-Gervais… y fue la gota que rebalsó el vaso. Ante la imposibilidad de triunfar con semejante tropa, el general decidió someterlos a una rigurosa disciplina y comenzar a ejercitarlos con los escasos armamentos que contaban.
Enterados de sus movimientos, 4.000 republicanos al mando Gral. Pajot, salieron de Nantes a la caza de los “bandidos” de Charette. Estos al ver el ejército azul en línea de batalla, huyeron despavoridos tirando sus armas, las vestimentas y hasta sus zapatos para correr más rápido. Cansado de la situación, decidió no retroceder y continuar como si nada con un puñado de hombres bien preparados. Y si bien acabó por refugiarse en Legé, donde estableció su cuartel general, desde allí pudo reunir nuevamente a sus tropas dispersas para contraatacar Nantes. Mas, como de nuevo sus campesinos comenzaron a replegarse casi hasta las puertas de la ciudad, Charette se lanzó al ataque, sin preocuparse si lo seguían, luchando a brazo partido hasta que los republicanos lo rodearon. Cuando estaba ya a punto de perecer, algunos valientes, inflamados por su ejemplo, acudieron en socorro de su general, y, contra toda expectativa, terminaron ganando su primera batalla, apoyados por el resto en fuga que volvió a la carga.
A pesar de esta victoria, una revuelta interna explotó en su contra, al ser injuriosamente acusado por un jefe realista, Vrigneau, de traición y de desconfianza por no confiarle sus planes. Los sediciosos llegaron a amenazaron de muerte apuntándole con un fusil, pero el antiguo militar no sólo logró escabullirse entre los amotinados y recuperar sable en mano su autoridad, sino que, luego de una magnífica arenga, consiguió que volviesen al frente: “-Mis amigos, hay doscientos azules en Saint-Colomban; ¡es allí que hay que ir para vengarme las injusticias de las que soy víctima!” Solo les llevó una hora tomar la ciudad.
Pronto la fama de sus hazañas y el valor personal de ‘Monsieur Charette’ corrieron de boca en boca tanto entre los jefes vendeanos como entre las líneas enemigas, a medida en que afianzaba su poder interno y consiguía que su gente aprendiese a dominar el miedo en el campo de batalla. Llevaba su divisa bordarda con letras doradas en el pañuelo de su cabeza: “¡Combatido, a menudo. Vencido, a veces. Abatido, jamás!”
Bravura, unión y laureles
Hasta ese momento, el Gral. François Athanase Charette había peleado sin pedir ayuda a sus pares realistas, que acababan de elegir a Cathelineau como Generalísimo. Por otra parte, tampoco le simpatizaba mucho la idea de someterse a una voluntad por encima de la suya, amén de tener suficiente con la insurrección interna y el restablecimiento su propia autoridad.
Fue después de la victoria del ejército católico en Saumur, el 9 de junio de 1793, que Louis Lescure, en nombre de los otros generales, felicitó a Charette por todos sus esfuerzos perpetuados hasta ese momento y le propuso unirse oficialmente al ejército vendeano, lo que este aceptó honrado. Luego del ataque conjunto a Nantes, D’Elbée decidió sitiar Luçon y al consultar al nuevo general por el puesto que prefería, contestó secamente: “El más cercano al enemigo”. Se lo mandó a la vanguardia, donde tuvo una actuación heroica protegiendo la retirada realista que se desbandó en masa, intentando cada uno salvar su pellejo. Charette, perseguido de muy cerca, vio un aldeano herido en el pecho que le suplicaba: “¡Mi general, sálveme!”. Al instante le respondió: “Por supuesto amigo, jamás podrá decirse que haya abandonado un defensor del Rey”, y colocándolo sobre su caballo logró ponerlo al abrigo del peligro.
Reproducción del uniforme de Charette
Les Chouans (lechuzas) en acción
Fue después de esta seguidilla de victorias que Charette comenzó a mostrarse un genio militar con talento propio. A decir verdad, nuestro héroe se sentía como león enjaulado, no se hallaba útil recibiendo órdenes de otros; deseaba combatir por la misma causa, pero con independencia del resto. Ejercer el mando le era necesario para seguir adelante, ya que solo él sabía de lo que era capaz, del potencial que llevaba dentro… A fuerza de golpes, se había ido forjando una gran coraza interior que lo hacía desconfiado en las intrigas, inalterable en las derrotas e impasible en los triunfos.
Luego de varias diferencias estratégicas con Bonchamps y D’Elbée, especialmente en cuanto al cruce del Loire, decidió separarse del ejército real a pesar de las consecuencias que su decisión acarrearía. Determinado en sus objetivos, se dirigió hacia la isla de Noirmoutier, donde en poco tiempo logró la capitulación de los republicanos.
Siempre en inferioridad de condiciones para enfrentar al enemigo directamente, además de contar con poco armamento y escaso número de soldados en comparación con la República, Charette decidió adaptar el combate a la gente que tenía, y no a la inversa, e iniciar la guerra de guerrillas, efectiva táctica de los débiles contra los fuertes. Comenzó así por sorprender a las filas enemigas en la retaguardia y a asaltar columnas aisladas en medio de los bosques, apareciendo donde menos se lo esperaba y golpeando donde no lo imaginaban. De este modo logró ganar guerras sin librar batallas, conduciendo al enemigo a buscarlo en emboscadas donde los vendeanos se sentían seguros mientras que los azules avanzaban a tientas y desmoralizados, sin saber por dónde los sorprendería ‘el gran bandido’.
La emboscada. Por Évariste Carpentier, 1883.
Como muestra valga un ejemplo. El Gral. Nicolas Haxo, convertido en el enemigo personal de nuestro héroe, andaba como león rugiente buscando cómo devorarlo. Informado que se escondía con su gente en los alrededores de Bouin, el jefe republicano sitió el pueblo con 7.000 soldados divididos en tres columnas y, pensando que ya los tenía acorralados, pospuso el asalto para el día siguiente. Un espía azul logró penetrar el bosque y observar de lejos el campamento realista. Volvió atónito, informando la increíble situación: “¡Los vendeanos están bailando!” y, como era de costumbre, el mismo Charette dirigía la danza…
Al amanecer, cuando Haxo y los suyos asaltaron el lugar ya no había nadie. Una vez más, el escape había sido inesperado, puesto que el jefe vendeano se había escabullido en medio de la bruma matutina atravesando un gran pantano casi imposible de penetrar y dejando la mayoría de su armamento abandonado. Horas más tarde, la retaguardia republicana fue sorprendida por 800 bandidos que salieron como lechuzas de entre los árboles. La victoria realista les devolvió la artillería que habían sacrificado con un botín muchísimo mayor. Así, el ex marino se fue ganando a sus hombres, y quienes al principio lo abandonaban en la acción, terminaron gritando: “¡Hasta que Monsieur Charette lo quiera, lo querremos!”
Combatido, a menudo…
Burlado en su propia cara, el Gral. Haxo se obsesionó con la captura del jefe vendeano, prometiendo a la Convención enviar su cabeza en un mes y medio, o perder la suya en el intento. Por lo cual, los azules redoblaron la persecución llevándola a tal extremo que durante diez días Charette no tuvo morada fija, ni subsistencia propia. Él y sus 800 espectros se vieron obligados en pleno invierno a errar mojados y hambrientos de bosque en bosque, de matorral en matorral; durmiendo de día y avanzando de noche, sin dejar ningún rastro de su pasaje, al punto que ni siquiera se atrevían a cocinar el pan para evitar ser descubiertos.
Luego de un duro enfrentamiento en Brouzils, nuestro general fue herido por una bala que le quebró el brazo, logrando refugiarse en el convento de Val-de-Morière durante una semana. Creía estar a salvo, cuando unos niños lo despertaron para prevenirlo justo a tiempo: “¡Mi general, los azules están aquí!”. Cuando los republicanos entraron, él ya no estaba… En represalia el batallón se desquitó a golpes de bayoneta contra las religiosas y huérfanos que rezaban en la capilla.
Mientras tanto, el general republicano, con soldados siempre frescos y bien alimentados, continuó hostigando sin descanso a los agotados realistas hasta que de nuevo los cercó en el bosque de Grasla. Lejos de amedrentarse, la situación límite inspiró en nuestro héroe una gran resolución: “¡Mejor morir que huir constantemente! No hay salvación para nosotros, pues bien, mostremos lo que pueden los últimos defensores de la monarquía, y que al menos Haxo comprenda que ¡la Vendée existe todavía! Y se lanzaron al ataque por sorpresa. Inesperadamente Haxo cayó herido luego de un combate ejemplar. Advertido Charette se dirigió hacia el general pensando que todavía vivía, pero lo encontró muerto: “¡Qué lástima! -exclamó- haber matado un hombre valiente. Si lo hubiera encontrado con vida, lo hubiera enviado de regreso con sus tropas, para darles un buen ejemplo”.
Muerte del Gral. Nicolas Haxo. Grabado s. XIX.
Sin perder tiempo, decidió aprovechar el impulso de la victoria y atacó exitosamente tres campamentos republicanos de la zona. La victoria completa y decisiva, coronó su valiente tenacidad con una gloria imposible de negar. Dueño de toda la región del bajo Poitou, nuestro héroe pasó a ser conocido como el “rey de la Vendée”.
Falsa paz
Solamente después que los propios revolucionarios guillotinaron a Robespierre en 1794, en la misma plaza en la cual él había mandado decapitar a Luis XVI y a María Antonieta, el Terror jacobino comenzó a disminuir: Muerto el perro se acabó la rabia… Al poco tiempo, la Convención, buscó un plan conciliador para la Vendée ofreciendo una amnistía para todos aquellos que habían participado de la insurrección. Como era de esperar, los realistas recibieron estas ofertas con muchísima desconfianza y, si bien al principio rehusaron cualquier propuesta, pronto se dieron cuenta que necesitaban negociar, pues no podrían mantenerse mucho tiempo más en pie de guerra. Después de todo, ellos deseaban una verdadera paz, pero no a cualquier precio.
Los republicanos entraron en tratativas con “el rey vendeano” y su consejo de guerra, pues el asunto se decidiría con el acuerdo de todos los que le quedaban. Enseguida Charette comprendió que la Convención, bajo la aureola de la pacificación, hacía un doble juego, y que si bien cedía a sus exigencias, pronto cambiaría de parecer, mostrando nuevamente las garras. Por esta razón, François Athanase Charette preguntó con un aire tan frío como digno: “Señores, me llamáis aquí ¿por la paz o para una amnistía?”.
Luego de varios tires y aflojes, el 17 de febrero de 1795 fue firmado un tratado en La Jaunaye: los republicanos prometieron la libertad religiosa y el regreso de los sacerdotes exiliados, amén de indemnizaciones por los desastres provocados en el territorio; como contrapartida, los insurrectos debían abandonar las armas y someterse a las leyes de la República. Para los azules el acuerdo era una victoria; para ‘Monsieur Charette’ solo implicaba un cese momentáneo de las hostilidades. No podía confiar en los falsos representantes del pueblo que tarde o temprano lo traicionarían.
Pocos días más tarde, el líder vendeano debió entrar en Nantes con su impecable uniforme, ostentando el Sagrado Corazón en el pecho, una faja blanca flordelisada en la cintura y su blanco penacho al viento, insignia de todos los generales. A su paso lo acompañaba el jefe republicano Canclaux con la escarapela tricolor y salvas de artillería que iban sonando mientras el pueblo alborotado festejaba a gritos el fin de la guerra: ¡Viva la paz! ¡Viva Charette! Sin embargo, él se mantuvo sombrío, triste y hasta con un aire inquieto.
François-Athanase de Charette. Por Paulin Guérin, 1815
En el pacto firmado se encontraban cláusulas secretas que nunca fueron cumplidas. La República se había comprometido a devolver a los vendeanos al pequeño Luis XVII, prisionero todavía en el Temple. Poco y nada duró la promesa, ya que tan solo cinco meses después los revolucionarios dieron a conocer la muerte del niño en prisión, al mismo tiempo que recomenzaban las masacres e incendios por la región.
¡Muerto el rey, viva el rey! Al día siguiente del asesinato, el conde de Provenza[2] fue proclamado en el exilio como Luis XVIII y prometió enviar a su hermano, el conde de Artois[3], a la cabeza de nuevas tropas para apoyar la contrarrevolución. Además, los Borbones ordenaron a Charette volver de inmediato al combate, y ante esta situación de fuerza mayor, nuestro héroe declaró públicamente: “Con dolor vuelvo a retomar las armas; los republicanos han jurado nuestra pérdida, no podemos evitarla sino combatiéndolos”. En efecto, la falsa paz había sido una breve tregua, y aún faltaba lo peor.
La traición de los Borbones
En julio de 1795, Luis XVIII le envió una carta a Charette otorgándole el grado de ‘General’ del Ejército católico y monárquico, ‘Caballero’ de la orden de San Luis y concediéndole el título de ‘Marqués’. Poco y nada importaron estos nombramientos honoríficos en los momentos críticos que se vivían. En realidad el general vendeano esperaba la ayuda concreta de los nobles exiliados que habían prometido en varias oportunidades un desembarco de la familia real con apoyo militar y municiones.
Luego de varias tentativas, el conde de Artois anunció su próximo arribo para octubre en el puerto de Tranche. De inmediato, Charette convocó entusiasmado a todas sus divisiones para dirigirse hacia la costa de Poitou. Pero al acercarse al lugar acordado, un mensajero anunció que el desembarco había sido aplazado para una ocasión más favorable… Como premio consuelo, el enviado le entregó un magnifico sable con el lema: “No cedo jamás” grabado en el filo. Ante esta situación completamente inesperada, François Athanase, dominando su cólera e indignación, contestó con crudeza: “Decid al príncipe que me ha dictado la sentencia de muerte. Hoy, yo tengo 15.000 hombres junto a mí, mañana no podré reunir ni 300. No tengo más opción que esconderme o morir con las armas en la mano. Yo moriré”.
Así, traicionado por quienes había prometido restablecer en el trono, el general abandonó la playa asqueado de la política mezquina de los Borbones. Y sin darse por vencido, decidió continuar la resistencia con los voluntarios de su pequeño rebaño, no sin antes relevarlos de la obligación moral: “Señores, levanto vuestros juramentos, buscad salvaros; yo lo apruebo. En mi caso, al volver a tomar las armas, juré no dejarlas jamás; sabré morir como soldado y como cristiano”. Su franca y sincera determinación solo encontró una respuesta entre los pocos que lo rodeaban: seguir la misma suerte de su jefe. Irían al muere sabiendo que se inmolaban por los que vendrían después: “Si nosotros vivimos, la causa perecerá, pero si morimos, la causa vivirá”, y así fue.
En plena desolación, el jefe vendeano al menos tuvo un legítimo reconocimiento que compensó tanta amargura, cuando recibió desde el extranjero la carta del generalísimo ruso Alexander Souvarov, invicto en todas las batallas y quien más tarde lucharía contra los revolucionarios franceses: “¡Héroe de la Vendée! ¡Ilustre defensor de la fe de tus padres y del trono de tus reyes, salud! (…) ¡Bravo Charette! Honor de los caballeros franceses, el universo está lleno de tu nombre. Europa atónita te contempla, y yo, te admiro y felicito. Dios te ha elegido, como en otra oportunidad a David para castigar al filisteo. Adoro sus designios. Vuela, ataca, golpea, y la victoria seguirá tus pasos. Tales son los deseos de un soldado que, limpio en el campo de honor, constantemente vio, al obtener la victoria, coronar la confianza que él había colocado en el Dios de los ejércitos. ¡Gloria a Él, porque Él es la fuente de toda gloria, gloria a ti, porque Él lo quiere! Firmado: Souvarov. 1 de Octubre de 1795, Varsovia”.
Vencido, a veces…
Creyéndolo vencido, el general Hoche presionó a Charette con un plan de escape por mar, más la opción fue rechazada con una atrevida contraoferta: “Sabré perecer con las armas en la mano, pero huir o abandonar a los bravos que comando, no. Jamás. Todos los barcos de vuestra república no serán suficientes para transportarnos a Inglaterra, ni vuestros ejércitos para escoltarnos. Lejos de temer las amenazas, yo mismo os iré a atacar en vuestro campo de batalla”.
Acorralado por todos lados, François Athanase continuó como si nada con una increíble destreza, no dejándose vencer por la desesperación y siempre manteniendo su buen humor: “Mientras quede una rueda, la Carreta[4] [Charrette] seguirá rodando”. Seis veces los republicanos anunciaron su captura, y otras tantas debieron desmentirla… Cuando solo le quedaban 32 camaradas fieles, le avisaron que 200 azules se dirigían hacia él: “¡Es ahora, que hay que combatir hasta la muerte y dar la vida a un alto precio. Vencer o morir por mi Dios y por mi rey, he aquí mi divisa incuestionable!”
Luego de tres horas de encarnizado combate, ya sin municiones en el fusil y cubierto tras una trinchera humana de cadáveres, nuestro héroe continuó la lucha cuerpo a cuerpo con su espada. Y aunque perdió tres dedos de la mano en un golpe de sable, siguió en pie hasta que una bala le perforó la frente y cayó bañado en su propia sangre. En ese momento, Pfeiffer, un soldado que lo admiraba, le dio su propia capa, tomando a cambio la pluma blanca del sombrero, mientras le decía: “¡Mi General, sálvese usted! Con la ayuda de este penacho, los atraeré y me matarán a mí”. No se equivocaba, cinco azules lo masacraron a pocos metros del verdadero Charette.
Mientras tanto, el vendeano Bossard logró cargar sobre sus espaldas al jefe desangrado e internarse a tiempo en el bosque de l’Essart. Mas enseguida también cayó abatido, no sin antes pasar la gloriosa posta al joven La Roche d’Avau, que puso al general en sus hombros y avanzó hasta caer a su vez muerto por el camino. Un tercer Cirineo, del cual desconocemos su nombre, logró transportar el cuerpo abatido cerca del dominio de La Chabotterie, donde fácilmente al Gral. Travot los tomó prisioneros. Ya delante de su víctima, el republicano se lamentó: “¡Cuánto heroísmo perdido!”, pero Charette le replicó lúcidamente: “No señor, nada se pierde para siempre”. Era miércoles santo, y estaba dispuesto a su calvario.
Castillo de La Chabotterie
Abatido, ¡Jamás!
Minutos más tarde, el “rey vendeano” fue asistido por los mismos republicanos en la cocina del castillo, pues lo necesitaban vivo para el gran circo que iban a montar. ¡Ay de los vencidos! De inmediato fue conducido a Nantes para ser juzgado por traición a la República. Entre las filas azules, su captura fue celebrada como un auténtico triunfo, a tal punto que durante todo el camino se fueron disparando cañones en signo de victoria. El jefe republicano Grigny escribió a Hoche: “Charette está en nuestras manos, mi querido general. En verdad, estamos como locos después de conocer la buena nueva”.
Cruz indicando el lugar exacto de la captura de Charette
Paradójicamente el general vendeano entró prisionero en la oscuridad de la noche en la misma ciudad que hacía poco lo había saludado con entusiasmados vivas. De madrugada lo despertaron para mostrar la presa al pueblo; antes de salir pidió afeitarse pues un oficial de la marina debía estar siempre impecable, pero le replicaron que él era un ‘bandido’ y como tal debía mostrarse.
Así, precedido por una decena de generales a caballo y una escolta militar por detrás, debió caminar lentamente, atado de pies y manos, para ser humillado y escupido… haciendo exactamente el mismo recorrido de su entrada triunfal. La herida de la cabeza le seguía supurando, provocándole terribles dolores y un agotamiento que lo hizo caer varias veces en su vía dolorosa, suplicando a los oficiales: “Señores, si yo os hubiese capturado, os hubiera hecho fusilar sobre el campo de batalla”, tal como se estimaba hacer en aquella época. Pero los azules, haciendo oídos sordos, siguieron adelante con el escabroso paseo entre insultos y gritos de ¡muerte al bandido!
Vuelto al calabozo, el ultimo vendeano pudo recibir a algunos familiares que entre llantos le dieron su adiós, aunque él les suplicó estoicamente: “Retened vuestras lágrimas y no debilitéis en nada mi coraje, pues hoy me es más necesario que nunca”. Y como para distraerse un poco se dio el gusto de jugar a la oca con la pequeña hija de uno de los carceleros.
Al día siguiente el consejo de guerra lo convocó en audiencia acusándolo de haber violado la paz y retomado las armas. Más François Athanase respondió con una serena parresia: “La República no cumplió sus promesas. He luchado por mi religión, por mi patria y por mi rey”. Y al Gral. Hédouiville, un tanto extrañado de que se haya dejado capturar sin quitarse antes la vida, le replicó: “Yo he combatido por mi religión, pues bien, mi religión me prohíbe el suicidio. Por lo demás, pronto sabré demostrar que no temo la muerte”.
Su sentencia final estaba decretada de antemano y la escuchó impávido, sin turbarse ni expresar ninguna emoción en el rostro. Como último deseo pidió un sacerdote no juramentado, pero no le concedieron semejante favor bajo pretexto de que la ley los desconocía. A cambio, le enviaron uno cismático, el P. Guibert, con quien hizo una larga confesión de dos horas. De todas formas, cuando su hermana Marie Anne lo visitó en prisión le aseguró que, de camino al suplicio, un sacerdote fiel le daría la absolución con un pañuelo blanco.
Llegado el momento de enfrentar la eternidad, Charette se dirigió con paso firme y sereno hacia la plaza Viarmes donde lo esperaba una columna del ejército republicano formada frente al paredón de la ejecución. Al pasar por el lugar exacto que le habían indicado, recibió la bendición desde lo alto de una ventana, sólo pudo inclinar la cabeza, mientras su boca y corazón murmuraban el Miserere.
Charette perdonado desde la ventana por un sacerdote fiel. Vitral iglesia Saint Pavin
Camino al suplicio, tuvo momentos distendidos donde se dio el lujo de conversar familiarmente con los oficiales de la escolta y tomó conocimiento que un general azul había sido encarcelado por traición a la República al abandonar el combate contra los vendeanos. Y aprovechando hasta el último instante de vida para hacer el bien, se acercó al comandante pidiéndole una gracia: “Sé que el Gral. Jacob ha sido acusado de haber huido de mí. Yo debo a la verdad y al honor de ese bravo soldado declarar públicamente que es una calumnia. No huyó; yo lo vencí porque tenía soldados aguerridos y los suyos eran novatos. Devolvedle la libertad”.
Directo al corazón
Mientras suplicaba el perdón para su enemigo se topó con su propio sarcófago que lo esperaba abierto al lado del pelotón. Charette lo miró de reojo sin inmutarse, y estrechando la mano del P. Guibert le dijo: “He estado cien veces delante de la muerte, ahora voy por última vez”. Recitó el acto de contrición en voz alta. Al terminar, un oficial le ordenó que se arrodillara sobre una piedra, pero se negó; también le ofreció un pañuelo para cubrirse los ojos, mas no lo aceptó, queriendo enfrentar la muerte cara a cara. Inesperadamente, de general a general, pidió dar la orden de fuego: “Señor, yo mismo daré la señal al inclinar mi cabeza”. Concedido.
Charrete frente al pelotón. Por Zivax, 2008
Erguido, la frente en alto, sacó su mano herida del pañuelo que la sostenía y colocó la otra sobre su corazón gritando: “Apuntad bien, es aquí donde hay que tirar a un valiente. ¡Viva la Religión Católica! ¡Viva el Rey!”. Y luego de inclinar la cabeza, todo se cumplió como él lo había pedido. Cinco balas dieron en su pecho, Charette permaneció de pie algunos segundos, hasta desplomarse lentamente. Tenía 33 años, la plenitud de la edad, para entregar su espíritu en Pascua, el 29 de marzo de 1796.
Máscara en yeso del rostro de Charette
Antes que su cuerpo fuese echado a la fosa común del cementerio de Nantes, un escultor obtuvo la autorización para hacerle un molde de su rosto, en el cual se han inspirado los artistas para representarlo con mayor fidelidad.
Ejecución del Gral. Charette en Nantes. Por Julien Le Blant, 1882
Tal fue el broche de oro de la guerra de Gigantes, el último penacho, que había participado en más de 106 combates, cayó sin ser vencido… Mejor dicho, venciendo al enemigo, pues La Vendée consiguió la libertad religiosa a cambio de su sangre y fue la primera zona donde se liberó el culto católico y se pudo restablecer la misa pública.
Así pasó a la gloria uno de los hombres más grandes que forjó la resistencia al terror revolucionario, y cuyo nombre sublime resplandece en la historia de la epopeya vendeana a pesar del ‘memoricidio’ oficialista. Hasta Napoleón le daría tiempo después su póstumo homenaje cuando, visitando la Vendée, le presentaron a la viuda de Charette, que ya se había casado por tercera vez: “-Señora, cuando se tiene la suerte de llevar el nombre de un héroe, hay que conservarlo”.
Quizás nos sintamos pequeños a su lado, y los somos, con una enorme ventaja gracias a su legado, pues ellos combatieron ayer para que nosotros podamos creer hoy. Como decía Bernardo de Chartres, “Somos enanos montados en hombros de gigantes”. ¡A ellos gloria y honor por los siglos de los siglos!
Hnas. María Mater Afflicta y Marie de la Sagesse, S.J.M.
Bibliografía consultada:
– De Villiers, Philippe. (2012) Le Roman de Charrette. Ed. Albin Michel. Paris.
– Crétineau-Joly, Jacques (2018). Les 7 Géneraux Vendéens. Ed. Pays & Cholet.
– Brégeon, Jean-Joël (2019). Les héros de la Vendée. Ed. du Cerf. Paris.
– Delahaye, N. et Mênard, J-C (2015). Guide historique des Guerres de Vendée. Ed. Pays & Terroirs, Cholet.
[1] Hijo del guillotinado Luis XVI, en esa época era un niño que estaba prisionero en el Temple junto con su hermana María Teresa.
[2] Hermano del rey Luis XVI y del conde de Artois, futuro Carlos X.
[3] Futuro Carlos X, hermano del rey Luis XVI y Luis XVIII.
[4] Juego de palabras, pues en francés carreta se escribe casi igual que su apellido, con una r de más: charrette.
Crónicas de la Vendée (1-5). Peregrinando en tierra de mártires contra-revolucionarios.
Crónicas de la Vendée (2-5). Jacques Cathelineau, el santo de Anjou
Crónicas de la Vendée (3-5). Charles Bonchamps, el perdón heroico
Crónicas de la Vendée (4-5). Henri La Rochejaquelein, el Aquiles de la Vendée
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