Crónicas de la Vendée (3-5). Charles Bonchamps, el perdón heroico
Charles Bonchamps
Vaivenes del marqués
Charles Melchior Arthus marqués de Bonchamps, nació en 1760 en el castillo de Crucifix, en la región de Anjou, en el seno de una familia de la más antigua nobleza, que se gloriaba de remontar sus orígenes hasta Carlomagno… Como la mayoría de los ilustres angevinos, el joven Charles entró en el ejército y a los 22 años ya era capitán de un regimiento de caballería en la campaña de la India, destacándose por su intrepidez y valentía.
Regresando en barco a su patria, una violenta enfermedad lo dejó en tal estado de letargo que los médicos lo dieron por muerto y ordenaron tirar su cuerpo al mar. Pero uno de sus sargentos les suplicó de rodillas darle un poco más de tiempo y, gracias a los cuidados prodigados por este buen amigo, Bonchamps recobró la salud contra toda esperanza. Evidentemente todavía no era su hora y Dios le reservaba otros caminos.
Al llegar a Francia, en 1789, contrajo matrimonio con Marguerite de Scépeaux eligiendo el castillo de la Baronnière, cerca de Saint Florent-le-Vieil, para vivir en familia. Su buen trato y finísima instrucción fueron fuente inmediata de estrechas amistades con vecinos y soldados del entorno.
El buen pasar del marqués no duró mucho tiempo. Pronto llegaron desde París los ecos de agitaciones políticas y de persecuciones religiosas que pusieron fin a la tranquilidad hogareña. La Asamblea Constituyente exigía de todos los soldados y oficiales un compromiso incondicional para cumplir sus perversos fines. Bonchamps, no quiso contradecir a su conciencia con un falso juramento y presentó su renuncia, retirándose del ejército hasta nuevo aviso.
Por el trono y los altares
Poco y nada le duró su retiro, ya que abrumaban su alma los sufrimientos que atravesaban sus dos amores más grandes: la Patria y la Iglesia. Una profunda pena comenzó a apoderarse de su alma sin saber aún que la verdadera sanación pasaba por tomar el partido de la contra-revolución. El regicidio de Luis XVI en enero de 1793 fue como un tiro de gracia para este espíritu tan fino y sensible: una mezcla de impotencia e indignación lo hicieron caer nuevamente enfermo y durante varias semanas se debatió entre la vida y la muerte.
Todavía estaba en plena convalecencia cuando el marqués de Bonchamps escuchó hablar del levantamiento de los vendeanos en su vecino Saint Florent-le-Vieil y de la inminente represalia. El 13 de marzo de 1793 una delegación de vendeanos se dirigió a la Baronniére para ofrecerle el mando de una tropa sublevada. Charles pidió tiempo para pensarlo y ante las insistentes súplicas redobló la oferta:
– “Bueno, ¿están ustedes irrevocablemente dispuestos a sacrificarlo todo por la santa causa que quieren defender? ¿Prometen no abandonarme nunca? ¿Juran ser fieles a nuestra sagrada religión, a nuestro joven rey que se consume en la cárcel, y finalmente, a la monarquía y a la patria?”
– “¡Lo juramos!”,
Respondieron al unísono todos los campesinos, que salieron detrás de su jefe para unirse con los insurrectos de Cathelineau. En medio del torbellino, Bonchamps solo tuvo tiempo de dirigir a su mujer e hijos estas insignes palabras que lo muestran a la altura de un noble cristiano, más del cielo que de la tierra:
– “Ármate de valor, redobla tu paciencia y abnegación pues te serán muy necesarias; no hemos de engañarnos; no hemos de contar con una recompensa aquí abajo; estaría por debajo de las pureza de nuestra intención y la santidad de nuestra causa. Ni siquiera hemos de contar con la gloria entre los hombres; en la guerra civil, no la hay. Veremos nuestros castillos incendiados; seremos saqueados, proscriptos, insultados, calumniados y, tal vez, también sacrificados. Demos más bien gracias a Dios de poder ver las cosas así, pues esta previsión duplica el merecimiento de nuestras acciones, y que Él nos dé fuerza para cumplir hasta el final nuestro deber”.
Marguerite agrega en sus ‘Memorias’: “Me desgarró el corazón cuando lo vi marcharse tan solo en medio de aquellos labriegos sin disciplina ni pericia militar”.
No hay dos, sin tres
Ni bien el joven marqués se unió a las fuerzas de Cathelineau y Stofflet, fue nombrado general de una columna de “l’armée catholique et royal” el ejército católico y monárquico, al tiempo que su profecía se hacía cruel realidad: el castillo de la Baronnière acababa de ser incendiado por completo. Sus compañeros le insistieron para volver y tomar revancha sobre los republicanos, pero una vez más el noble jefe demostró estar por encima de los intereses este mundo:
– “Agradezco las pruebas de compromiso que me mostráis, pero no quiero que ni una gota de sangre vendeana sea derramada por la defensa de mis propiedades”.
Uno de sus soldados le reprochó que esa actitud llevaría la ruina a su familia, más el general replicó:
– “Me bastaría con tener la alegría de ver a mi rey nuevamente sobre su trono; y si no, ya no tendremos necesidad de nada más”.
Sin lamentar lo pasado, el flamante general se lanzó hacia adelante y, junto con las tropas de Maurice D’Elbée, logró importantes victorias en Anjou, Bressuire y Thouars. Durante la batalla de Fontenay, Bonchamps debió socorrer con todo su ímpetu a los campesinos de D’Elbée que fueron vencidos a causa de un cambio en la estrategia a último momento. En medio de la lucha, un republicano, diciéndose padre de siete hijos se tiró debajo de las patas de su caballo para implorar misericordia, éste no dudó en perdonarle la vida y concederle la libertad. Apenas había hecho algunos pasos, el soldado se dio vuelta y disparó con alevosía contra su liberador… la bala penetró en el pecho del general tirándolo del caballo y quebrándole la clavícula. No obstante, por segunda vez, su hora aún no había llegado.
Todavía estaba en reposo, cuando los jefes vendeanos se reunieron para elegir un generalísimo en vistas de tomar la ciudad de Nantes. En medio de acaloradas discusiones y ajustes de cuentas por varios fracasos militares, Stofflet retó a duelo a Bonchamps para poner fin a la discusión, mas el noble angevino mirándolo a los ojos le contestó: – “No señor, no acepto vuestro desafío; Dios y el rey solamente pueden disponer de mi vida, y Francia perdería demasiado si fuera privada de la vuestra”. Y continuó explayando su plan que desgraciadamente no fue tenido en cuenta.
Herido y todo, nada le impidió ponerse en primera fila en el avance contra Nantes. El combate fue gigantesco, la ciudad fue atacada por siete puntos diferentes; al principio la suerte pareció estar del lado realista, aunque todo cambió cuando el Generalísimo Cathelineau cayó mortalmente herido. Para evitar mayores desastres, Bonchamps ordenó la retirada inmediata.
Luego de esta significativa derrota los soldados realistas comenzaron a rebelarse contra sus jefes naturales con intenciones de defeccionar. Fue en ese momento clave que Henri de La Rochejaquelein suplicó al marqués reavivar el ánimo de su gente: “Vendeanos, –dijo en una de sus últimas arengas- luchad con confianza. Combatís por Dios. La vida eterna, recompensa de los justos, será el premio de vuestros sacrificios. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo ¡Viva el Rey!”
Los días de la Vendée estaban contados por la Convención Nacional, que dio orden a las columnas infernales de exterminar la raza maldita de “bandidos”, aniquilando sus tierras, incendiando sus bosques y asfixiando todo ser viviente. No le tembló la voz al Gral. Carrier cuando se dirigió así a sus tropas: “No nos hablen de humanidad hacia estas fieras de la Vendée: todas serán exterminadas. No hay que dejar vivo a un solo rebelde”. Y el Gral. Turreau se propuso brutalmente: “Convertir La Vendée en un cementerio nacional”. No por nada, el nombre del departamento al final de la guerra será cambiado por “Vengée”, tierra “Vengada”.
Tigres contra leones
Sin embargo, para los vendeanos ¡no estaba muerto quien peleaba! A pesar de la desigualdad de las fuerzas, el 17 de octubre de 1793 se dio una de las batallas más sangrientas entre las dos facciones que terminó con una victoria decisiva de las fuerzas republicanas al mando del general Jean B. Kléber y sus 27.000 soldados de élite.
Los generales realistas concentraron sus fuerzas en las proximidades de Cholet, con 40.000 vendeanos mal disciplinados y casi desarmados, -salvo la columna de “los bonchamps” que siempre se destacó sobre el resto por su buen orden y disciplina militar, incluso con uniformes provistos por el mismo general. Hubo varias discusiones entre los jefes, Bonchamps no estaba de acuerdo en focalizar todas las tropas en un solo punto, pero finalmente debió acatar la orden de más arriba.
El enfrentamiento fue feroz y comenzó con proezas admirables de ambos lados, dignas de elogios por parte del mismo Kléber: “Jamás nos han dado un combate tan tenaz y ordenado, pero al mismo tiempo tan funesto. ¡Los rebeldes combatieron como tigres y nuestros soldados como leones!”
En medio del combate una bala atravesó el vientre de Bonchamps haciéndolo caer de su caballo, aunque intentó montar de nuevo, sus fuerzas lo traicionaron y cayó desvanecido por tierra. ¿La tercera sería la vencida? El general fue colocado en una camilla entre las lágrimas de desesperación de sus soldados que logaron ponerlo al abrigo en casa de un amigo, Jean Bélion, de Saint-Florent. Pero los médicos que lo atendieron no dieron mucha esperanza: esta vez la herida era mortal.
Al atardecer de esa jornada de titanes, las pérdidas para los rebeldes eran fatales: tres de sus mejores generales estaban fuera de combate, Lescure, D’Elbée y Bonchamps, además de contar 8.000 muertos y muchísimos heridos graves. Acosados por los estragos de las fuerzas republicanas que seguían degollando e incendiando todo, la misma noche del 17 de octubre, los vendeanos decidieron tomar el camino del exilio hacia el norte cruzando como pudieron el vasto Loire, en busca del apoyo inglés que nunca llegó.
Cruce del Loire. Jules Girardet, 1882
Así fue cómo una columna interminable de más de 80.000 hombres se puso en marcha junto con sus mujeres y niños, acarreando lo poco que les quedaba de animales, artillería y carruajes cargados de ancianos y heridos. Imposible imaginar el esfuerzo sobrehumano que implicó el éxodo forzado de todo un pueblo vencido en busca de su libertad.
La fuga de Cholet. Jules Girardet, 1885
Saber perdonar
A pesar del desastre de Cholet, las fuerzas realistas habían capturado 5000 soldados, que encerraron en la iglesia abacial de Saint-Florent. ¿Qué hacer? ¿Trasladarlos con ellos o masacrar la iglesia a cañonazos como los azules había hecho? La noticia de que Bonchamps no tenía cura exacerbó los espíritus a decidirse por la segunda opción, sin embargo, nadie se atrevió a dar la orden.
Iglesia de Saint-Florent donde fueron encerrados los 5000 republicanos
La marquesa Marguerite nos lo cuenta en primera persona: “Llevaron a Bonchamps a Saint-Florent, donde en ese momento se encontraban 5000 prisioneros republicanos encerrados en la iglesia. La religión hasta ese momento había preservado a los vendeanos del crimen de represalias sangrientas; ellos siempre había tratado generosamente a los republicanos; pero cuando les anunciaron que mi infortunado marido había sido herido mortalmente, su furia alcanzó a su desesperación; y juraron la muerte de los prisioneros. Durante este tiempo, Bonchamps había sido llevado a la casa de la Sra. Duval, al sur del pueblo. Todos los oficiales de su ejército se pusieron de rodillas alrededor de la cama sobre la cual estaba recostado, esperando con ansiedad la decisión del cirujano. Pero la herida era tan grave que el médico no dio ninguna esperanza. Bonchamps se dio cuenta de la sombría tristeza que reinaba sobre todos los rostros y buscó calmar el dolor de sus oficiales; luego pidió con insistencia que las últimas ordenes que iba a dar fuesen ejecutadas, y de inmediato ordenó que se perdonara la vida a los prisioneros encerrados en la abadía; y mirando a M. D’Autichamp, agregó: ‘Amigo, indudablemente es la última orden que les daré, asegúrame que será ejecutada’. La orden de Bonchamps dada desde su lecho de muerte produjo todo el efecto que se esperaba. A penas fue conocida por los soldados, de todos lados se oyó gritar: ‘¡Perdón! ¡Perdón! ¡Bonchamps lo ordena!’ Y los prisioneros fueron salvados”.
Todo el mundo esperaba afuera implorando al cielo un milagro por su jefe, hasta que resonaron los tambores para anunciar una proclamación desde la puerta de la casa donde agonizaba. Una muchedumbre enardecida rodeó al oficial D’Autichamp, quien llorando repitió la última orden de su general: “¡Gracia a los prisioneros! ¡Bonchamps lo ordena!”
Muerte de Bonchamps. Thomas Degeorge, 1837
Contra toda expectativa, el héroe cristiano fue obedecido sin protesta alguna. Las puertas de la iglesia se abrieron de par en par y los prisioneros salieron temblando delante de cañones y fusiles cargados contra ellos… Eran verdaderamente libres gracias a la misericordia heroica de un solo hombre, que había vencido los deseos vengativos de todo un pueblo.
Antes de entregar su alma la noche del 18 de octubre de 1793, Bonchamps fue asistido con los últimos sacramentos por el P. Courgeon, párroco de Saint Florent, quien lo exhortó a tener confianza en Dios, virtud bien arraigada en el marqués, quien, mirando al cielo, contestó: “Confío en la misericordia de Dios. No he combatido por la gloria humana. Y si no he podido volver a erigir los altares y el trono, al menos los he defendido. He servido a mi Dios, a mi Rey, a mi Patria. He sabido perdonar”. Tenía 33 años, la misma de Cristo al morir en la Cruz.
El gigante de Anjou dejaba un irremplazable vacío en sus tropas. “La muerte del general Bonchamps, valió para la República como una victoria de las más importantes”, informó a París el “representante del pueblo”, M. Bourbotte. Y como para asegurarse que no resurgiría de las cenizas, el barón Brugière afirmó que días después los azules exhumaron su cuerpo para cortarle la cabeza y enviarla como trofeo a la sede de la Convención Nacional.
Se dice que de los 5000 azules liberados, 4900 volvieron a la guerra… grave error estratégico que todavía se le reprocha al jefe vendeano; y en efecto, quizá lo haya sido desde un punto de vista exclusivamente militar, más allá de que en realidad la derrota ya se había producido y tales tropas ya no eran decisivas.
No obstante, para el alma magnánima de Bonchamps no se trataba de una guerra cuyas batallas se limitasen al estrecho marco de esta tierra o apenas a la vida o muerte de los cuerpos. Su decisión, sin duda inspirada por Aquel que escogió dar Su Vida por quienes lo crucificaron y que no dudó en madarnos incluso “amar a nuestros enemigos”, parecerá poco comprensible para quienes niegan esta realidad, pero no para quienes saben que hubiera sido una horrible derrota no sólo la perdición eterna de tan heroicos cristianos, -en el caso de haber consentido a asesinar a los vencidos desarmados-, sino la inestimable degradación que hubiera supuesto el asimilarse por sus actos a la sórdida criminalidad de la República. Bonchamps comprendió que no se debían perder las almas de sus vendeanos ni mancilar la pureza de sus martirios, evitando asimismo confirmar en el error tanto a aquellos prisioneros que morirían maldiciendo como a las futuras generaciones confundidas por una posible similitud de procederes.
Ni siquiera los republicanos pudieron soportar el “potencial simbólico” presente y futuro de semejante gesto que tornaba resplandeciente la santidad de la causa católica y monárquica, y la volvía inequiparable al sádico odio de los revolucionarios. Así, Merlin de Thionville ordenó al Comité de Salud Pública silenciar el hecho alegando cínicamente: “Hombres libres aceptando la vida de la mano de esclavos. Esto no es revolucionario. Hay que sepultar en el olvido esta lamentable acción. No hay que informarla ni siquiera a la Convención. Los bandidos no tienen tiempo de escribir o de hacer periódicos. Esto se olvidará como tantas otras cosas”. Y en efecto, se prohibió a los liberados volver a hablar del hecho y se inventó una leyenda según la cual los propios republicanos habrían salvado a los presos.
A Dios gracias, las palabras vuelan, y los escritos permanecen… Años después, el perdón heroico acabó siendo narrado por los propios beneficiados:
– “Nosotros, los abajo firmantes, habitantes de Nantes, declaramos y atestiguamos bajo honor que habiendo formado parte de los prisioneros republicanos que se encontraban amontonados el 18 de octubre de 1793, en número de alrededor 5.500, en Saint Florent-le-Vieil, debemos nuestra salvación, en esta fatal época, solo al carácter noble y generoso del Señor de Bonchamps, uno de los generales del ejército vendeano, quien pocos instantes antes de su muerte, logró por sus exhortaciones, contener la furia de sus tropas, y defender la vida de los prisioneros, cuyo sacrificio estaba decidido. Nantes, 2 de julio de 1817. Firmado: Haudaudine, Painparey, J. B. Maucomble, F. Marion”.Por esas vueltas de la vida, los republicanos tuvieron la oportunidad de responder dignamente a la gracia concedida cuando un día llevaron prisioneras a Nantes a la viuda del jefe angevino junto con una hija. Al ser interrogadas, se hizo un silencio estremecedor y solo hubo para con ellas honores militares espontáneamente rendidos. Y en esa época del Terror, donde los “bandidos” eran asesinados sin piedad, la marquesa de Bonchamps y su pequeña escaparon a una muerte segura, protegidas por la memoria viviente de quien ellas llevaban orgullosamente su apellido. Después de todo, incluso algunos azules habían aprendido la lección.
La pequeña Bonchamps. Jean Paul Laurens, 1893
El mármol hecho hombre
Entre los prisioneros republicanos favorecidos por el perdón del Marqués de Bonchamps, se encontraba Pierre-Louis David, carpintero en Angers que en 1793 tenía un hijo de cinco años, quien con el tiempo se convertiría en un famoso escultor y en un ardiente republicano.
Cuando en 1825, exhumaron los restos de Bonchamps para trasladarlos a la iglesia abacial de Saint-Florent, que antaño había servido de prisión, fue el artista David quien recibió el encargo de inmortalizarlo en un digno mausoleo. Con gran perplejidad aceptó el desafío, dejando por escrito las razones que lo motivaron: “Este hombre (Bonchamps) ha legado al futuro una lección de generosidad a todas las partes que se devoran en las guerras civiles. Después de los combates, ya no hay más enemigos, ya son hermanos confundidos entre sí (…) Yo solo tengo mármol y bronce para el genio, la virtud y el coraje heroico… y nada para los tiranos…”
Mausoleo de Bonchamps, obra maestra de David d´Angers, hijo de un oficial republicano que salvó su vida gracias al perdón del general vendeano
Allí está el glorioso agonizante, esculpido en mármol blanco extendido sobre la camilla, medio torso desnudo apenas marcado con una herida, su capa militar cayéndose y con el brazo en alto implorando la gracia. Debajo están inscriptas las principales victorias y a cada lado dos figuras femeninas: la Religión con la cruz que simboliza la Fe católica, y la Patria, con una flor de lis, que representa a la monarquía francesa. A sus pies el sarcófago en mármol negro, contrastando con todo el resto, está sellado con una réplica de su espada y el escudo de la familia Bonchamps.
En un costado de la sepultura se puede leer: “A la memoria de Charles Melchior Arthus, marqués de Bonchamps, segado a los 33 años, joven aún en demasía, por la sagrada causa de la lis”.
Hoy en día, en que nuevos vándalos del mismo Terror derriban y profanan las estatuas de los héroes y los santos de la civilización cristiana, recordemos el elogio poético de Víctor Hugo, descendiente de una madre vendeana, al escultor David d’Angers: “¡Porque cuando cae un héroe, eres tú quien lo levanta soberano!”
Sigamos levantando mármol, bronce y voces nuevas para estos gigantes que vencieron como héroes y supieron morir como cristianos.
Hnas. María Mater Afflicta y Marie de la Sagesse, S.J.M.
Bibliografía consultada:
Delahaye, Nicolas (2011). Le Cœur vendéen. Histoire, symbole, identité. Ed. Pays & Cholet.
Crétineau-Joly, Jacques (2018). Les 7 Géneraux Vendéens. Ed. Pays & Cholet.
Brégeon, Jean-Joël (2019). Les héros de la Vendée. Ed. du Cerf. Paris.
Delahaye, N. et Mênard, J-C (2015). Guide historique des Guerres de Vendée. Ed. Pays & Terroirs, Cholet.
Crónicas de la Vendée (1-5). Peregrinando en tierra de mártires contra-revolucionarios.
Crónicas de la Vendée (2-5). Jacques Cathelineau, el santo de Anjou
Crónicas de la Vendée (3-5). Charles Bonchamps, el perdón heroico
Crónicas de la Vendée (4-5). Henri La Rochejaquelein, el Aquiles de la Vendée
Crónicas de la Vendée (5-5). François Charette, «el rey de la Vendée»
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