«¡A casarse todo el mundo!»: cuando se mandó el mestizaje en América hispana
Un artículo que «desentona» y que se acerca a lo «históricamente incorrecto»; para que se entienda por qué en Hispanoamérica no hubo nunca racismo.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
El día que la reina Isabel ordenó que los españoles de América se casaran con indígenas
Fuente: Infobae (Por Claudia Peiró)
Un crimen racial en los Estados Unidos desató una justa ola de protestas. Pero la furia dio lugar también a una sucesión de venganzas extemporáneas sobre personajes del pasado, a veces justamente señalados, pero con frecuencia dirigidas hacia otros que son víctimas de anacronismos, errores históricos y leyendas negras. Una vez más, hubo descabezamiento de estatuas de Cristóbal Colón o de San Junípero Serra, y hasta fue incendiada la capilla de una de las numerosas misiones que éste último fundó en California.
En ese marco, resultó oportuno un artículo reciente de César Cervera, en el diario español ABC, recordando que, “en 1503, la Reina Isabel reclamó al gobernador Nicolás Ovando, hombre fundamental en los primeros años de presencia europea en América, que fomentara los matrimonios mixtos, ‘que son legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española’”.
Ovando era el gobernador de La Española -hoy, República Dominicana y Haití- la primera isla a la cual llegó Colón creyendo haber encontrado el camino a la India.
Periódicamente, cierta prensa española se esmera en recordar estos hechos y tratar de dar una imagen más equilibrada de la colonización de América, alejada del falso cliché del genocidio aborigen. Se busca así contrarrestar el “deconstruccionismo” que se ha apoderado de la izquierda española, moderada o extremista, y que la llevó a no conmemorar en absoluto en 2019 los 500 de la conquista de México por Hernán Cortés.
“Abrumadas por la Leyenda Negra, las elites dirigentes españolas llevan siglos asumiendo con contrición los mitos y falsedades elaborados contra la presencia de España en América”, decía en aquella ocasión el historiador Fernando J. Padilla Angulo.
Momento oportuno entonces para recordar que, lejos de prejuicios racistas, la promoción de matrimonios mixtos fue una característica propia de la colonización española. La historia registra las medidas que los Reyes Católicos tomaron desde muy temprano para promover un mestizaje que modeló a América con una peculiar fisonomía étnica y social.
A diferencia de otras metrópolis, que instauraron el racismo como sistema, o que utilizaron la separación estricta de razas como marco organizacional, España promovió el mestizaje desde el comienzo y concedió a los nativos americanos el estatus de vasallos libres de la Corona.
Es obvio que detrás de este mestizaje temprano había también razones prácticas. Como recuerda Cervera en la nota citada, la desproporción numérica entre los españoles y los aborígenes era desmesurada. “Si los europeos consiguieron someter a imperios que, como los incas o los aztecas, tenían a su disposición a millones de súbditos, miles de ellos guerreros de élite, y fundar centenares de ciudades fue, simple y llanamente, gracias a la colaboración con los pueblos indígenas y a través del posterior mestizaje impulsado por la Corona.”
Esta política explica el carácter mestizo de nuestras sociedades. Por regla general, el mestizaje fue más intenso allí donde las poblaciones autóctonas eran más numerosas y tenían un importante grado de sedentarismo. El choque cultural fue más brutal con las tribus nómadas. No es casual que los mayores porcentajes de población mestiza se den allí donde antes hubo civilizaciones aborígenes desarrolladas, como los incas en Perú o los aztecas en México.
En los Estados Unidos, donde se ha puesto de moda jibarizar estatuas de españoles, hay que decir que éstos efectivamente sometieron a las tribus nómadas de California a través de las reducciones. Pero el gran exterminio de estos pobladores nativos se produjo después del dominio español, cuando los colonos blancos, anglosajones y protestantes protagonizaron la fiebre del oro.
Más allá del desequilibrio entre poblaciones, lo cierto es que la Corona española decretó desde un primer momento que los americanos eran humanos y vasallos. Toda una novedad para la época.
El mestizaje nació con la conquista. No hubo reparo por parte de los españoles en mezclarse con los indios y los primeros conquistadores bregaron incluso por el reconocimiento legal de sus hijos mestizos. El matrimonio con hijas de caciques locales fue frecuente desde el inicio. Respondía a varios objetivos: desde heredar tierras y mano de obra hasta consolidar alianzas militares. En lo referente a la mano de obra, recordemos que algunas formas de trabajo forzoso, como la mita y el yanaconazgo, eran instituciones preexistentes que los españoles adoptaron y extendieron.
En México, Hernán Cortés siguió una política deliberada en este sentido. Promovió enlaces entre sus hombres y los herederos de Moctezma. El caso más emblemático fue el de la hija del emperador Moctezuma II. Al morir su padre y siendo aún una niña, Tecuichpo Ixcazochitzin, fue casada sucesivamente con los dos emperadores que lo sucedieron. Tras la conquista de Tenochtitlán, esta misma política matrimonial fue seguida por los españoles. Tecuichpo se convirtió al catolicismo y pasó a llamarse Isabel. En 1526, ya como Isabel de Moctezuma, contrajo enlace con Alonso de Grado, uno de los lugartenientes de Cortés, que de este modo buscaba integrar el sistema de poder azteca al del imperio colonial español. Era una forma de asentar la legitimidad de su dominio. Cuando De Grado murió sin dejar descendencia, Isabel se casó 2 veces más, tuvo cinco hijos con el español Juan Cano y hasta uno ilegítimo de Cortés.
El conquistador de México había engendrado además a su hijo primogénito, Martín Cortés, con la Malinche, su célebre intérprete. Hernán Cortés hizo todo lo posible para que este hijo mestizo fuese declarado legítimo lo que se logró mediante Bula papal de Clemente VII en 1528.
En Perú, Francisco Pizarro siguió los pasos de Cortés: se casó con la hermanastra del Emperador Atahualpa, Inés Huaylas Yupanqui, y alentó a sus hombres a seguir su ejemplo. Pizarro se casó por el rito inca y pronto de esa unión nació una hija, Francisca Pizarro Yupanqui, y luego un hijo, Gonzalo. Ambos fueron reconocidos como legítimos por el Emperador Carlos.
Otro emblema de mestizaje fue el Inca Garcilaso de la Vega. Era hijo de un alto funcionario español, Sebastián Garcilaso de la Vega, y de una princesa del extinto Imperio inca, Isabel Chimpu Ocllo. El Inca Garcilaso se mudó a España y allí se desarrolló como brillante escritor, testigo de dos mundos. Esto lo convirtió también en emblema de mestizaje cultural.
Alonso de Ojeda, conquistador célebre por haberle dado el nombre a Venezuela, que llegó a América en el segundo viaje de Colón, en 1593, fue pionero en esto del matrimonio interracial. Se casó con una indígena llamada Guaricha, a la que rebautizó como Isabel, y con la que tuvo tres hijos. Al regresar a España, la presentó como su esposa legítima en la Corte española.
Más al sur, también el poblamiento del Paraguay fue fruto del mestizaje. El historiador Ernesto Palacio dice que Asunción fue el resultado de una alianza de los españoles con los indios carios, uno de los subgrupos guaraníes, que eran labradores y pastores, y que acogieron con entusiasmo la instalación de los españoles pues vivían en permanente estado de alerta por la codicia de sus vecinos. Los blancos recién llegados tenían armas de fuego y caballos.
Por otra parte, hacia mediados del s.XVI, la directiva del Consejo de Indias ya era “poblar y no conquistar”, recuerda Palacio. Domingo Martínez de Irala, el fundador del Paraguay, cumplió la orden al pie de la letra. El gobernador y adelantado del Río de la Plata se amancebó con varias indias guaraníes, hijas de caciques locales, como método para reforzar alianzas y consolidar la posición del pequeño grupo de españoles a sus órdenes. Tuvo una prolífica descendencia mestiza a la que reconoció y de cuyo porvenir se ocupó en la medida de lo posible.
Un extracto de su testamento, fechado el 13 de marzo de 1556, así lo prueba: “Digo y declaro y confieso que yo tengo y Dios me ha dado en esta provincia ciertas hijas e hijos que son: Diego Martínez de Irala y Antonio de Irala y doña Ginebra Martínez de Irala, mis hijos, y de María mi criada, hija de Pedro de Mendoza, indio principal que fue desta tierra; y doña Marina de Irala, hija de Juana, mi criada; y doña Isabel de Irala, hija de Águeda, mi criada; y doña Úrsula de Irala, hija de Leonor, mi criada; y Martín Pérez de Irala, hijo de Escolástica, mi criada; e Ana de Irala, hija de Marina, mi criada; y María, hija de Beatriz, criada de Diego de Villalpando, y por ser como yo los tengo y declaro por mis hijos e hijas y por tales he casado a ley y bendición, según lo manda la Santa Madre Iglesia”.
Por supuesto que el serrallo de Irala fue censurado por algunos representantes de la “Santa Madre Iglesia”, pero es innegable que estas estrategias servían a los intereses de España favoreciendo la asimilación cultural de los aborígenes.
Buenos Aires también nació mestiza
Juan de Garay fundó Buenos Aires por segunda y definitiva vez el 11 de junio de 1580 con apenas un puñado de españoles y varias familias guaraníes que trajo desde Asunción. A la historia pasó como una fundación protagonizada por 65 individuos. Esos eran los que tenían estatus de “vecinos”, es decir, los que serían propietarios; e incluso dentro de ese grupo sólo una decena eran peninsulares. El resto, mestizos nacidos en Paraguay. Iban además cerca de 200 guaraníes en este contingente étnicamente variado.
A medida que el “amancebamiento” se iba extendiendo y masificando, la Corona tomó cartas en el asunto con una serie de disposiciones que llenaron el vacío legal en torno a estas uniones y a su descendencia mestiza.
El historiador británico Hugh Thomas -citado en un artículo del diario El Mundo– afirma que, a principios del sXVI, ya cerca del cincuenta por ciento de los europeos asentados en La Española estaban unidos de alguna manera con mujeres indígenas.
Fray Bartolomé de las Casas fustigaba a los colonos por este “amancebamiento” y por el hecho de que éstos llamaran “criadas” a sus mujeres, término que da idea del origen o de la naturaleza de muchas de esas uniones.
Fue para remediar esta situación que el rey Fernando el Católico, siguiendo la línea de la exhortación de su esposa Isabel, ya fallecida, firmó una real cédula en 1514 que daba validez a cualquier matrimonio de españoles con indígenas. No fue sino una legalización de lo que ya era una realidad en las colonias y una política oficial de la Corona que buscaba, entre otras cosas, facilitar la evangelización.
En contraste con esto, recuerdan varios analistas e historiadores, la Corte Suprema de los Estados Unidos puso fin a la prohibición de los matrimonios interraciales que aún subsistía en algunos estados de la Unión, recién en 1967, en pleno siglo XX.
La real cédula de 1514 legalizaba por lo tanto el mestizaje y ratificaba el estatus indígena. En un primer momento, Colón se había creído autorizado a esclavizar a los indios y de hecho en su segundo viaje llevó a un puñado de nativos a los que quiso vender. Pero la reina Isabel la Católica se opuso a ello ya desde 1495.
En 1500, los Reyes ratificaron esta posición prohibiendo la esclavización de los indios por medio de una real cédula. Esta política fue reafirmada por Fernando por medio de las Leyes de Burgos de 1512 -reales ordenanzas destinadas al “buen Regimiento y Tratamiento de los indios”- que ratificaban la condición humana de los indios aunque permitían que se los obligara a trabajar, siempre que fuesen labores tolerables y por una paga justa.
Formalmente, estas leyes buscaban poner fin a los abusos que los colonos cometían contra los indios. Desde luego que la distancia favorecía el incumplimiento de estas medidas de intención humanitaria pero poco eficaces sin un sistema de vigilancia adecuado que era muy difícil de establecer océano de por medio.
El matrimonio interracial favoreció la integración cultural y social y a la hispanización del nuevo mundo. Aunque la real cédula sólo venía a sancionar una realidad ya existente, fue la consagración de una novedad social, la legalización de un fenómeno novedoso: la simbiosis cultural asentada sobre la base del mestizaje biológico, que le dio singularidad al imperio español. Pensemos en la ausencia de población mestiza en las colonias británicas. O el sistema de dominación implantado en China mediante concesiones extraterritoriales, enclaves donde los extranjeros vivían separados de la población local.
Dice María Elvira Roca Barea en Imperiofobia y leyenda negra (Siruela 2018): “Puede el lector fatigar las leyes británicas y las actas parlamentarias. En vano. No encontrará leyes sobre el trato debido a los indígenas en los territorios que se iban conquistando en Norteamérica o planes para su integración. Simplemente no existen”.
El 12 de octubre fue instituido como “Día de la Raza” en nuestro país en tiempos de Hipólito Yrigoyen. Parece mentira que haya que aclarar que el concepto de raza que lo inspiró no era un concepto “racista”, sino todo lo contrario; era celebratorio del mestizaje, tanto en lo biológico como en lo cultural. En todas sus dimensiones. Sin embargo, no pudieron nuestros políticos evitar el ridículo de cambiarlo por “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”.
“Para nosotros –decía Juan Perón-, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino”.
En ese mismo discurso, del 12 de octubre de 1947, Perón fustigaba a los críticos de la conquista española: “…la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica. Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas…”
María Elvira Roca Barea menciona la “anomalía histórica que supone que un imperio en plena expansión detenga su maquinaria para discutir la legitimidad moral y legal de sus conquistas”. Hace referencia a las controversias que desde muy temprano se desarrollaron en España, con aval de la misma Corona, entre religiosos, juristas y humanistas en torno a dos cuestiones que el historiador francés Joseph Pérez (en Isabel y Fernando, reyes católicos de España) define así: primero, “¿con qué derecho los españoles conquistaron y dominaron las Indias?” y, dos, “¿hay derecho a reducir a los indios a la esclavitud o imponerles trabajos forzados?”
Y concluye: “Honra a España el haberse interrogado desde el inicio sobre el sentido mismo de la empresa de colonización y haber tratado de aportar respuestas adecuadas. Nunca habría que perder esto de vista cuando se habla de los excesos, indiscutibles, de los conquistadores”.
Claudia Peiró
Pingback:Anónimo
EXCELENTE ARTICULO QUE DEFIENDE LA SANTA FIGURA DE ISABEL, LA CATÒLICA, REPRESENTANTE DIGAN DE NTRA SANTA MADRE IGLESIA EN LA EVANGELIZACIÒN DEL MUNDO.
Hace siete décadas José María Pemán ponía en boca del Ángel la réplica exacta a la Bestia que quiere maldecir y tumbar nuestro Signo de Redención. Aquí lo reproducimos, para uso de pastores mitigados, de pendolistas liberales y de cristianos en cómodas cuotas.
Una mano secreta desde la noche oscura
ha ordenado una siega satánica de cruces…
Es inútil, judío.
Cruces de hierro doblará tu hoguera.
De cruces de madera
puedes barrer los campos y los suelos.
Nuestra Cruz no es aquella que en los cielos
se recorta, ni aquella de alabastro ni aquella de zafir.
Nuestra Cruz es el corte de dos puros anhelos
¡y no tiene volumen donde poderla herir!
Nuestra Cruz no es de piedra ni de leño.
Nuestra Cruz es de idea y geometría
de anhelo y poesía
y es inviolable como el sueño
y es inmortal como la alegoría.
No es preciso que hiera
nuestra mano su peso de hierro o de madera.
Basta soñarla: basta con un trazo
de espíritu o de luz…
¡Donde exista un suspiro y un abrazo
existirá la Cruz!