La inquisición española (2-4)
V.- Tópicos en torno a la Inquisición española
Unas palabras sobre el procedimiento[1]
En la Edad Media, entre el siglo VI y el siglo XII, el proceso penal estaba basado en la acusación y la prueba, por lo tanto siempre debía existir un acusador y un acusado que comparecían ante un juez; el primero tenía la carga de la prueba, el segundo podía sólo jurar su inocencia. El juramento era la prueba más fuerte que la parte acusada podía brindar, y para la mayoría de las acusaciones era un fundamento más que adecuado para cesar el litigio. Esto se conoce como procedimiento penal acusatorio: el asunto criminal se debatía entre dos particulares como un asunto civil y el juez no actuaba por su propia iniciativa sino movido por una acusación.
En los siglos XII y XIII se hace a un lado este procedimiento y se abre paso el denominado proceso inquisitivo, influenciado por el renacer del derecho romano. En vez del juramento del hombre libre, confirmado y verificado, la confesión fue elevada a la cima de la jerarquía de pruebas, al punto que los juristas pasan a llamarla la reina de las pruebas. En razón de la incertidumbre que rodeaba la reunión y la evaluación de pruebas, el testimonio de los testigos y el carácter imprevisible de jueces y jurados, la confesión significó un remedio, y fue requerida especialmente en los delitos capitales.
La modificación del proceso criminal requería de una serie de cambios, especialmente, reemplazar todo un sistema de antiguos y respetados métodos de procedimiento y los supuestos culturales que reflejaban; además, la idea de una competencia y autoridad jurídicas efectivas. El viejo sistema de pruebas dio paso, en esos siglos, a dos procedimientos distintos pero igualmente revolucionarios, los del proceso inquisitorial y el jurado; se aceptó el ideal de una justicia al alcance de la determinación humana, particularmente con la creación de una profesión jurídica y la difusión de los nuevos procedimientos uniformes.
Para superar la falta de testigos ocular y la insuficiencia de los indicios, los tribunales recurrieron al único elemento de juicio que hacía posible la condena plena y el castigo: la confesión[2]. Pero para formar la acusación, el Tribunal del Santo Oficio operaba con un proceder meticuloso: denuncias reiteradas y ratificadas; testigos honorables (no menos de tres) que coincidieran en las denuncias, quienes a su vez ratificaban sus dichos hasta tres veces; consulta a expertos teólogos para evitar errores (los calificadores); etc.
Si procedía la acusación, al reo se le asignaba la asistencia de uno o dos abogados; podía recusar a sus jueces, se le autorizaba a refutar la acusación y, abierto a prueba el proceso, podía presentar testigos de cargo para contradecir a los de la acusación e incluso testigos de abono que apoyaran los dichos del reo. En cualquier momento podía elevar memoriales al Tribunal sobre cualquier asunto vinculado a la acusación.
Luego, la falsa reputación del Tribunal, de actuar arbitrariamente, carece de todo fundamento: los expedientes ratifican que el acusado gozaba de amplios derechos que aseguraban las garantías de la defensa más amplia, incluso que en el derecho penal actual. Baste el juicio del historiador judío Bartolomé Bennasar para tener una idea de lo que era estar ante la Inquisición:
“Una justicia que examina atentamente los testimonios, que acepta sin discusión las recusaciones hechas por los acusados en virtud de testigos sospechosos, una justicia que tortura muy poco. Una justicia preocupada por educar y explicar al acusado por qué se equivocó; que reconviene y aconseja, en la cual las condenas definitivas no alcanzaban sino a los reincidentes.”[3]
La expulsión de los judíos[4]
En el año 1391 hubo un levantamiento popular contra los judíos en razón del empobrecimiento generalizado producido por el traspaso de riquezas de los cristianos a los judíos que manejaban el crédito con altos intereses. La revuelta fue generalizada en Castilla y también en Aragón, acabando con la matanza y/o la conversión de los judíos. Casi por un siglo, se vivió en paz.
Sin embargo, aparece un nuevo problema, el de los conversos, es decir, el de los cristianos nuevos, judaizantes, marranos. Es que al final de aquella persecución de 1391 a los judíos no se los privó de sus derechos ni de sus tribunales, motivo por el cual los conversos volvieron, si no a renegar, sí a ampararse en sus correligionarios, que no lo habían hecho, y caer en ritos y ceremonias que eran contrarias a las de los cristianos viejos, o castellanos de raza pura; y a influir sobre estos, incitándolos de mil maneras a la apostasía y el sacrilegio. El problema era de herejía, distinta –lo hemos dicho- de otros casos perseguidos por la Inquisición, pero herejía al fin.
Sobre los conversos tenía autoridad la Inquisición, mas no sobre los judíos por no ser bautizados. A raíz del recrudecimiento de las relaciones con los judíos y el pueblo viejo cristiano, los Reyes Católicos deciden la expulsión de aquéllos el 31 de marzo de 1492. Este hecho ha sido tomado como signo de un alarmante antisemitismo, olvidando que los Reyes durante casi un decenio protegieron a los judíos y desecharon las quejas de los viejos cristianos contra ellos[5].
Los Reyes adujeron causas teológicas, sociales y políticas, no económicas ni raciales[6]. La expulsión buscó evitar represalias contra los judíos y traer la paz a los viejos cristianos[7]. No fue obra de la Inquisición sino de la monarquía: concretamente del rey Fernando[8]. Los judíos quedan bajo la protección de los Reyes mientras deciden su partida, garantizándoles sus bienes y autorizándolos a sacarlos o llevárselos consigo. Como dice Rodríguez San Pedro: “La mejor solución, aunque costosa, fue la expulsión; resultó cara, pero mucho menos que sostener una lucha entre convecinos dentro de las ciudades, como había sido la lucha y persecución y matanza de 1391.”
Ahora bien, ¿cuántos fueron los expulsados por no abrazar el bautismo católico[9]? Algún historiador judío afirma que se exiliaron 250.000 hebreos, y otros tantos permanecieron en la península tras 1492, cifras estas muy exageradas a las ofrecidas por los investigadores. Otros, todavía más alejados de la realidad, han supuesto cerca de un millón de emigrados; Llorente afirmó que fueron 3 millones contando judíos y moros. Kamen opina que se convirtieron unos 50 mil judíos y que los expulsos alcanzan un total de entre 165 mil y 400 mil.
Los datos fidedignos son muy diferentes. Así, Comellas señala entre 150.000 y 160.000 los emigrados. Pero aún así persisten las dudas. ¿Cuántos judíos había en España? Uno de los máximos estudiosos del tema, Luis Suárez, señala que, en el mejor de los casos, había 80.000 hebreos en Castilla, mientras que en la Corona de Aragón existía un número menor de judíos. ¿Cómo pueden haber sido expulsados tantos judíos cuando el total de ellos apenas superaba los 100.000?[10] No sería insensato pensar que –dado que muchos se convirtieron antes de la expulsión- esta se redujo a casi 50.000 judíos[11].
Se omite otro dato, que Dumont prueba con la bibliografía especializada: a poco de la expulsión un tercio de los judíos regresó a España, lo que indica que la cifra de los expulsos no es tan elevada y que estos judíos no consideraban tan espantosa a la Inquisición.
La expulsión de los moriscos
Tras la reconquista de la península a los moros, los reyes permitieron la supervivencia del Islam en Granada y en Levante, donde los mudéjares seguían practicando sus costumbres y creencias gracias a los pactos de capitulación firmados por los reyes. Se les reconocían tres grandes derechos: la posibilidad de vivir en territorio cristiano, la libertad personal y la capacidad para ser propietarios[12]. En tales circunstancias sólo era posible alcanzar la unidad religiosa mediante las predicaciones y la conversión voluntaria.
El proceso de conversión fue lento y, como en el caso de los judíos, no siempre sincero; comenzaron pues los recelos. A comienzos de 1500 estalló una gran revuelta popular en el Albaicín. La guerra fue muy dura, debido a la débil presencia cristiana en el viejo reino granadino. La rebelión fue finalmente aplastada y los mudéjares quedaron sometidos a la obligación de convertirse si deseaban permanecer en el territorio. Es entonces que se comisiona a Granada al Inquisidor Cisneros para investigar a los elches (moros convertidos antiguamente de los que se temían seguían islamizando)[13]. Cisneros convirtió alrededor de 50 mil moros[14]
Pero la experiencia indicaba que los resultados no serían tan buenos; al contrario, el viejo problema mudéjar se transformó en otro mayor, el morisco, que generará un sinfín de tensiones hasta culminar en la revuelta de 1568. La Inquisición fue remisa en perseguir a los moriscos, actuó con reticencia y con bastante benignidad y templanza; aplicó normas que invalidaban el tratamiento exclusivamente penal de los casos de herejía mahometana. En todo caso, la Inquisición fue capaz de concebir y coordinar una política de asimilación de los neófitos en el orden cristiano, propugnando la aplicación de una aspereza benigna[15].
La decisión de expulsar a los moriscos no fue tomada por la Inquisición sino por la monarquía por razones políticas: conspiraban poniendo en peligro la paz, planeaban una nueva invasión de España, eran remisos a la conversión y mantenían sus prácticas religiosas[16].
La expulsión fue ordenada en 1609; sin embargo, no fue efectiva. Millares de musulmanes –han podido comprobar los historiadores- permanecieron en la península, sabiendo escapar de las autoridades y hasta tolerados por éstas. Incluso progresaron en los negocios y cargos públicos. En el siglo siguiente ha podido observarse una asimilación a los cristianos, aunque un grupo criptoislámico permaneció irreductible, siendo procesado en 1727 por la Inquisición[17].
La limpieza de sangre
Uno de los aspectos más criticados a la Inquisición en España es la llamada “limpieza de sangre”, es decir, la prohibición aplicada a los conversos (cristianos de origen judío) y moriscos (cristianos de origen islámico) y a sus descendientes de ocupar cargos públicos o en el Tribunal de la Inquisición y sus dependencias. En base a esta disposición se funda la crítica al Santo Oficio por racista, antisemita e intolerancia religiosa. Se olvida que la limpieza de linaje es una exigencia bíblica a los judíos: no mezclarse con pueblos impuros, que sería prevaricación (Esdras 9, 1-2)[18].
En verdad, algunos historiadores han sabido ver la relatividad de esta disposición. Por caso, Kamen dice que los conversos judíos jugaron un papel significativo en la vida pública española, al punto que la reina Isabel tenía a varios como secretarios privados y que el rey Fernando apoyó abiertamente a los conversos que poseían altos cargos; que su número parecía plantear una débil amenaza, al extremo que en Aragón la minoría cristiana vieja (de Barcelona, Zaragoza, Teruel, Valencia) apoyó activamente a los conversos contra la nueva Inquisición[19]. Lo que coincide con la afirmación de Américo Castro, historiador español de ascendencia judía: los nuevos cristianos no eran investigados por ningún estigma biológico; su problema no era racial sino social y religioso[20]
Aunque la Inquisición estableció la limpieza de sangre, el choque entre la teoría y la práctica subsistió. La misma Inquisición tuvo una política ambigua: insistía en la incapacidad por parte de personas condenadas a ocupar cargos, sin embargo no excluyó específicamente a todos los conversos, condenados o no, hasta fecha tan tardía como 1550. En los hechos, muchos conversos no fueron privados de sus funciones, pues como dice Kamen,
“por lo que hace a carreras, un converso podía, normalmente, asistir a cualquier universidad u ocupar una cátedra, entrar en cualquier profesión ya fuera civil o comercial, servir en las fuerzas armadas, ocupar cualquier puesto en el gobierno central o municipal, obtener un título de noble o entrar en la Iglesia y llegar a ser obispo.”[21]
Era más una cuestión de estatus, de reconocimiento social, que de capacidad civil; por lo tanto, más de naturaleza moral que jurídico-política.
Una larga lista de papas, incluyendo a Pío V, Gregorio XIII y Sixto V, se había pronunciado contra los estatutos. Por otra parte, no era raro que canónigos, canonistas (Fray Francisco Ortiz Lucio) y teólogos (Vitoria, Mariana), al igual que reyes (Felipe II), nobles (el duque de Lerma) y juristas (Covarrubias, Azpilcueta), e incluso el Inquisidor General Pedro Portocarrero y su sucesor Quiroga, censuraran desde diversos puntos de vista los estatutos de limpieza y pidieran la derogación[22]; como tampoco debe extrañar que en la España de los siglos XVI y XVII, los conversos entraran en órdenes religiosas y más tarde prestaran servicios a la Inquisición. La historia de España está plagada de casos como estos.
Para concluir con este punto, demos la palabra a Kamen:
“a partir de los años 1650, fue tanto el desprecio por los estatutos que fueron abiertamente contravenidos (…) El extraordinario carácter de la convivencia española toleró por un lado la persecución de los judaizantes y por el otro la aceptación de conocidos conversos en los círculos más altos de la sociedad”[23].
¿Antisemitismo? Ni sombra[24]. En todo caso, lo hubo más del lado judío: el hermetismo de las juderías, reconoce Castro, causa el exclusivismo católico español[25]. La lista de conversos, sobre todo judíos, que luego alcanzaron altos puestos y se integraron con los cristianos-viejos, es extraordinaria e importante, en todos los ámbitos de la vida: religioso (cardenales y obispos, como Pablo de Santa María, obispo de Burgos), político (consejeros de reyes), cultural y artístico (poetas, dramaturgos, pintores). Hubo incluso Inquisidores Generales que fueron conversos, por sí o por sus familias (Torquemada, Deza y Sandoval). Todavía más: en la realeza había conversos, el propio Fernando el Católico, era por su madre -apellidada Henríquez- de raza judía. Ciertos consejeros de Fernando e Isabel eran conversos, como Diego de Varela y Fernando de Talavera; y lo era también el cronista de este reinado Fernando del Pulgar[26].
[1] Una síntesis es expuesta en el cuadro respectivo. Ver Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 117 y ss.; Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, pp. 277 y ss.; Llorca, Historia de la Inquisición en España, cap. VII, VIII y IX, pp. 168 y ss., 196 y ss., y 227 y ss.; Ortí y Lara, La Inquisición, pp. 189 y ss.
[2] Habiendo sido informado de que se había cometido un delito, el juez debía establecer que así era, recurriendo al informe de oficiales de justicia o la fama común. Una vez establecido, el juez podía entonces llamar a testigos, oír testimonios y ver si había alguien que probablemente fuese culpable. Esta parte se conocía como la inquisitio generalis (indagación general). Una vez que el acusado era identificado, comenzaba la inquisitio specialis (indagación especial o particular), el juicio propiamente dicho, que determinaba la culpa o inocencia del acusado. Debía presentarse al acusado un mandato en el que se consignaban la acusación; el mandato ponía al acusado ante el tribunal; en el siglo XIV apareció la figura del acusador público que asumía este papel y llevaba el caso contra el acusado.
[3] Cit. en Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 299.
[4] Véase el estudio del P. Raúl Sánchez Abelenda, “La expulsión de los judíos”, en Cuadernos, n° 3 (septiembre 2001), pp. 7-19; y Faustino Rodríguez San Pedro, “La expulsión de los judíos de los reinos de España, en Verbo, n° 153-154, pp. 529-563.
[5] Sin tomar en cuenta otros actos anteriores, detengámonos en diciembre de 1491, en que los Reyes conceden protección a los judíos de Ávila presuntamente perseguidos por la Inquisición. En enero de 1492 escriben al corregidor de Cáceres pidiendo la libertad de unos judíos presos. Y otros ejemplos más.
[6] Escribe Henry Kamen, La Inquisición española, Crítica, Barcelona, 1985, pp. 28-32: “Pero la expulsión fue decidida desde la corona, al parecer, únicamente por razones religiosas… Muchos han pensado que el motivo de la expulsión fue la avaricia y el deseo de despojar a los judíos, pero no hay pruebas de que haya sido así. La corona no obtuvo ganancias y no tenía intención de obtenerlas. El propio Fernando admitió que perdería cuantiosas rentas, y las sumas obtenidas por la venta de las propiedades judías fueron irrisorias. Muchos individuos y corporaciones que debían dinero a los judíos se beneficiaron claramente, pero ésta fue la consecuencia accidental de una medida motivada principalmente por razones religiosas”.
[7] Como dice el historiador de la leyenda negra anti española, Philip W. Powell, en relación al edicto de expulsión: “Si hubo algo singularmente español en todo esto, no fue la intolerancia ni el fanatismo, sino más bien una notable paciencia en comparación con la forma en que fue tratado el problema judío en otras partes de Europa”. Y agrega: “Los judíos hicieron afanosamente cuanto estuvo a su alcance para dañar el comercio español, y dieron ayuda a los proyectos musulmanes de desquite por la derrota de
Granada. Y la erudición judía y didáctica reconocida en matadas teológicas, fueron puestas a veces al servicio de la Revolución Protestante, que proporcionó a España tanta angustia.” Árbol de odio, Ed. Iris de Paz, Madrid, 1991, pp. 75 y 80.
[8] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 104.
[9] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 93 y ss.
[10] Algunos dicen 300.000. Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 217.
[11] En el siglo XX, los palestinos expulsados del territorio de Israel tras la II GM suman 900.000. Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 132.
[12] Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 153.
[13] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 203, n. 14.
[14] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 189.
[15] David Kahn, “La Inquisición y la cuestión morisca en la España de Carlos V. Ajustes procesales y doctrinales inéditos (1516-1524)”, en Áreas. Revista Internacional de Ciencias Sociales, nº 30 (2011), pp. 41-50.
[16] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 97-102.
[17] Por ejemplo, Enrique Soria Mesa, “Los moriscos que se quedaron. La permanencia de la población
de origen islámico en la España moderna (Reino de Granada, siglos XVII-XVIII)”, en Vínculos de Historia, n° 1 (2012),pp. 205-230.
[18] Lo recuerda Américo Castro y lo recoge Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 152-153. Por otra parte, en España el requisito de la limpieza de sangre era principalmente político y la Inquisición, que tenía autonomía en sus funciones, lo aplicó con bastante laxitud.
[19] Henry Kamen, “Una crisis de conciencia en la edad de oro en España: la Inquisición contra ‘Limpieza de Sangre’”, en Bulletin Hispanique, t. 88, n° 3-4 (1986), pp. 321-356 (el dato en pp. 323-324).
[20] Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 110.
[21] Kamen, “Una crisis de conciencia en la edad de oro en España: la Inquisición contra ‘Limpieza de Sangre’”, p. 326. Además, como afirma este autor, las normas de limpieza “nunca formaron parte de las leyes de España. Ningún código legal ni del estado ni de la Iglesia reconocía la discriminación por limpieza. Los estatutos tenían el status solamente de reglas adoptadas por sociedades privadas y sin
validez ni fuerza fuera de aquellas sociedades. El punto débil de los estatutos fue, por lo tanto, que no podían ser puestos en vigor por la ley pública” (ídem, p. 329).
[22] Destaca el teólogo dominico Fray Agustín Salucio, autor en 1599 de un Discurso sobre los estatutos de limpieza.
[23] Kamen, “Una crisis de conciencia en la edad de oro en España: la Inquisición contra ‘Limpieza de Sangre’”, p. 355.
[24] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 148-161.
[25] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 153.
[26] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 155-159.