LAS TRES ESPADAS DE DON JUAN MANUEL DE ROSAS

juan_manuel_rosasLAS TRES ESPADAS DE DON JUAN MANUEL

Por Ricardo Tabossi

“Esto aturde, humilla e indigna… Pero mejor es no hablar de esto”, escribió Valentín Alsina, epígono del unitarismo, a Félix Frías en 1850, refiriéndose a San Martín y la donación que hizo de su sable a Rosas.

   Desde entonces, todo tipo de interpretaciones se dieron para explicar el gesto del Libertador. Que estaba vencido por la vejez y sus enfermedades, que el sano juicio se perdió por la senilidad, que no podía conocer los sucesos americanos a causa de su mala vista o ceguera…

   El primero en referirse a la salud de San Martín fue Sarmiento en 1846, cuando lo entrevistó en Paris. La impresión que le produjo el guerrero de 68 años fue la de “un anciano abatido y ajado, con enfermedades del espíritu adquiridas en la vejez. Aquella inteligencia tan clara en otro tiempo, declina ahora”.

Desde Sarmiento y Alsina y toda la historiografía liberal detrás, no le han perdonado a San Martín ese acto de última voluntad, no le han perdonado que la más preciada reliquia histórica argentina tuviera por destino final la mano de quién representó la contracara del régimen unitario, y no el puño de ningún prócer iluminista… y eso, claro, aturde, humilla e indigna, a los santones liberales.

   Por eso que aquella disposición testamentaria, al no poder ser negada (porque sencillamente era imposible hacerlo), fue tergiversada y, en algunos casos, ocultada.

   Van dos ejemplos.

  1. Habiéndose realizado una película didáctica dedicada al Libertador, el Instituto Nacional Sanmartiniano, presidido entonces por el coronel Descalzo, no autorizó su exhibición en las escuelas, porque en su contenido se incluía ¡el testamento del prócer!
  2. Al hacer donación Manuelita Rosas del sable recibido de su padre al gobierno argentino, expresó su deseo de que la manda testamentaria de San Martín en que lega el sable al Restaurador, fuese puesta en un cuadro y colgada en el sitio donde fuese colocada la reliquia. El deseo no fue cumplido.

   El sable, como se sabe, fue repatriado en 1897.

   La ceremonia de recepción, que debió adquirir relieves apoteósicos -¡llegaba a la patria la espada del “Padre de la Patria”!- pasó sin pena ni gloria. Más diría, fue recibido indignamente. Ni el gobierno ni el ejército hicieron nada digno del acontecimiento, dando muestras de una pequeñez inconcebible. Ese día, los generales que figuraban en la Comisión receptora se enfermaron epidémicamente. Todos excusaron su asistencia. Bartolomé Mitre, el militar de más alta graduación, cuyo prestigio y cuya fama como historiador y como autor de Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana, eran notorios en nuestro país y en el resto de América, tampoco asistió al acto.

   En una palabra, para decirlo en enérgico lenguaje criollo, la recepción fue “una porquería” (diario El Tiempo, 5 de marzo de 1897).

   ¿Por qué no se le dio al acto el relieve que requería? ¿Por qué esa gélida indiferencia?

   Dejo al lector sacar sus conclusiones.

   Hubo, sin embargo, quién recibió el trofeo heroico con todos los honores, poniendo a la vez al desnudo los motivos del desplante.

   Leopoldo Lugones, recién llegado a Buenos Aires, joven de 23 años, ateo en lo religioso, antimilitarista, liberal rojo, subversivo e incendiario (al decir de uno de sus contemporáneos, en cita traída por el prof. Ramallo), saludado por Rubén Darío en artículo memorable como muchacho “bizarro y desmelenado”, fue quién vengó a Rosas y San Martín de la “conjuración de las mil triunfantes envidias pequeñas”.

  Puede decirse, sin exagerar mucho, que el artículo publicado el 4 de marzo en El Tiempo titulado “El Sable”, de prosa enfática y resonancia de campanas, es de una belleza insuperable.

II

   En 1830 Francia reconoce la independencia argentina. Con ese motivo es enviado en 1835 el marqués Vins de Peyssac, que ya había sido cónsul general en Cádiz, Nueva York y La Habana, sucesivamente. Llegó a Buenos Aires acreditado con una doble representación de cónsul general de Francia y encargado de negocios del monarca Luis Felipe.

   Rosas le negó el reconocimiento de su investidura diplomática, porque París exigía que sus súbditos gozaran de las franquicias de “nación más favorecida”, como ser ventajas comerciales y eximición del servicio militar. Rosas no estaba dispuesto a conceder a los extranjeros concesiones que lo colocaran en mejor situación que los nativos.

   Vins de Peyssac intimó al gobernador. Como buen francés de su época, creía que su misión era civilizar “aux barbares”. En sus informes consulares trató a Rosas de tirano, de sanguinario, y otras lindezas parecidas.

   La pequeña república lejana, de la cual Francia apenas conocía su nombre, obligó al cónsul a soportar un vergonzoso noviciado. Debió resignarse a soportar la humillante espera de un año, siendo recibido como encargado de negocios de manera parcial, sólo con la condición de que ello no constituía un precedente para el futuro.

Indigna condición para un imperio. Escribió Theógene Page, edecán del barón de Mackau (el que firmó la paz de 1840, poniendo fin a la guerra franco-argentina): “Confesemos que la dignidad de Francia quedó entonces comprometida”.

Recién entonces, a partir del reconocimiento de su investidura diplomática o exequatur, recibió Vins todas las demostraciones de una extrema benevolencia. El marqués hizo buenas migas con el Restaurador y tanto, que le recibió en familia, según era costumbre en aquella época patriarcal.

Inesperadamente, el 26 de mayo de 1836 falleció el francés. El gobierno le rindió los honores correspondientes. El ministro de RR. EE. Felipe Arana pronunció la oración fúnebre y lloró sobre su tumba.

   El sobrino del marqués y el vice-cónsul M. Roger, le enviaron a Rosas la espada civil del difunto Vins de Peyssac.

III

Manuel Dorrego es el Jefe militar del “partido patriota o popular”, dijo el ministro norteamericano Murray Forbes.

   En 1826, en el Congreso Constituyente se convirtió en el principal tribuno del federalismo, atacando a la oligarquía portuaria. A tal punto, que un diputado propuso una moción mordaza con el objeto de limitar la libertad de los oradores, la de Dorrego, el más temible de ellos. Aquí brilló en sus argumentaciones contra la Constitución rivadaviana, marcando a fuego el contenido oligárquico de dicha Constitución, cuando dijo: “¿Y qué es lo que resulta de aquí? Una aristocracia… la más terrible, porque es la aristocracia del dinero?

   ¡Como para que se lo perdonaran!

   Elegido gobernador durante la guerra con el Brasil, puso empeño en evitar la desmembración de la Banda Oriental, oponiéndose a los planes británicos de crear un Estado tapón en la margen oriental del Plata, una independencia bajo la garantía de Inglaterra. El advenimiento de Dorrego al gobierno significó –escribe el canadiense H. S. Ferns- “una disminución de la influencia británica”. Por otro lado, el precitado Murray Forbes escribe al Departamento de Estado que Dorrego “siempre se distinguió por la virulencia de su hostilidad hacia los ingleses”

   En efecto, contra las presiones del enviado británico Lord Ponsonby, Dorrego manifestó: “Me río… de Lord Ponsonby, cuyas cartas no me afectan”.

¡Como para que se la perdonasen!

La segregación de la Banda Oriental, para hacer de ella –nuevamente Murray Forbes- una “colonia inglesa disfrazada”, representó el final del primer acto del drama.

   Segundo acto: revolución y fusilamiento de Dorrego

 Lord Ponsonby jugó fríamente su partida contra Dorrego, teniendo por instrumento el reducido círculo rivadaviano. Escribió al Foreing Office: “Veré su caída, si se produce, con placer”.

Lo demás es conocido.

   Rosas, compañero y amigo de Dorrego, fue el primero en presentarse a su lado para auxiliarle a sostener las instituciones barridas al golpe de Lavalle, y el que después de su muerte dejó claro que el crimen y la virtud no serían confundidos.

   Angela Baudrix de Dorrego, esposa y viuda, le entregó el sable que usaba el extinto Gobernador.

   La espada de Dorrego, guerrero de la Independencia, tribuno federalista, líder del “partido patriota y popular”, en manos de Don Juan Manuel de Rosas, ¡todo un símbolo!

Prof. Ricardo Tabossi

Fuente: Diario El oeste, 25 de Junio de 2015, Mercedes (Bs. As.).

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