Aprendiendo a pensar: lógica de los sofismas (21-21)
Apéndice
DE LAS CAUSAS MORALES DEL ERROR
La causa inmediata del error es un vicio en el razonamiento (ya sea una falsedad en las premisas, ya sea un defecto en el procedimiento que pretende inferir cierta conclusión a partir de aquéllas). Ahora bien, la causa mediata por la cual los hombres cometen errores cuando emiten discursos o cuando son persuadidos por un discurso ajeno, suele ser la debilidad nativa de nuestra inteligencia, pero también a veces el error tiene una raíz de índole moral. Por ello se habla de “causas morales” del error, que consisten en algún desorden de la voluntad o de los apetitos sensibles.
¿Por qué a veces no se pone la debida atención al considerar los objetos y al discurrir acerca de ellos? ¿Por qué otras veces, en que se hubo puesto la necesaria atención al principio del razonamiento, aquélla no se mantuvo a lo largo del discurso, hasta el final? Ello suele deberse a la fatiga, cuando no podemos conservar la concentración de nuestro espíritu mucho tiempo continuo sobre una cosa. Pero la causa puede ser también la pereza: el hombre suele ahorrarse el esfuerzo que exige la complejidad de las proposiciones, y formula entonces juicios precipitados.
¿Por qué no corregimos nuestros propios errores? ¿Por qué no los advertimos, reflexionando sobre las convicciones que tenemos? ¿Por qué uno se confía en que es verdadero, aquello que cree verdadero? A veces la ignorancia es inevitable, por más diligencia que pongamos, pero otras veces un pertinaz estacionarse en el error procede del orgullo. Algunos se consideran tan excelentes que ni imaginan que pueden estar equivocados, y entonces no revisan sus convicciones; otros, por no dar su brazo a torcer, no examinan sus aseveraciones cuando les asalta la duda, y acaban convenciéndose de que son seguras. También cuando alguno prefiere refutar al adversario más que hacer surgir la verdad, se vuelve ciego para ver las verdades de éste. Actúa aquí la pasión por vencer y rebajar al otro, que también nace de la soberbia. Decía San Agustín: «Para investigar, el primer camino es la humildad; el segundo, la humildad; el tercero, la humildad»[1].
También suele el hombre persuadirse de aquellos errores que están conformes con sus intereses, o con alguna de sus pasiones, como la cólera, el deseo de placeres o de riquezas o comodidad…
Tanto la concupiscencia como la soberbia constituyen un apego excesivo al yo, un exceso de “amor propio”. Aquélla es un desorden en el procurar los placeres sensibles; ésta es un desorden en el ansia de la propia excelencia. Ambos desvían el espíritu de la objetividad, que existe cuando el yo se somete a la verdad de las cosas. A menudo los nombres no aman suficientemente la verdad, porque se aman más a sí mismos que a la verdad[2]. Como enseñaba San Agustín, «el que no ama la verdad no la encuentra».
Asimismo son causas de error el “espíritu de secta” (“sectario” es el seguidor fanático de un partido o de una idea), y la atracción hacia lo nuevo o hacia lo que parece original. Pero esto también es falta de amor a la verdad, porque quien realmente la ama, aprecia más la verdad que la novedad.
Los sofismas, expuestos aisladamente, son fáciles de reconocer, y algunos de los ejemplos ofrecidos en este opúsculo pueden parecer muy sencillos. Pero no es ésta la manera como se presentan siempre en la realidad, sino que a veces son más largos y menos manifiestos que los que hemos puesto como ejemplos. Suelen estar en un contexto más o menos complejo, constituido por una serie de razonamientos, con premisas muchas veces tácitas. A lo largo de un escrito o de una conversación los sofismas no aparecen despejados, sino que se deslizan varias falacias, en medio de la intrincada trama del discurso.
Decía el gran lógico Whately: «Una exposición muy larga es uno de los velos más eficaces de la falacia. La sofistería, como el veneno, es detectada inmediatamente y nos repugna cuando se nos presenta en estado de concentración; pero una falacia que cuando aparece desnudamente, en pocos enunciados, no podría engañar a un chico, puede embaucar a la mitad del mundo si se diluye en el volumen de un libro».
Los caminos posibles hacia el error son muchísimos, y en este libro hemos reunido y analizado solamente los que nos parecieron más frecuentes. Su conocimiento ha de servirnos para estar prevenidos con respecto a los argumentos en general, y no caer en engaño cuando ellos son inválidos —a pesar de su apariencia convincente y de su fuerza persuasiva— y también para que sepamos señalar —si es posible en el curso mismo de la discusión— dónde está la falla de un razonamiento incorrecto.
Hay al respecto una tarea de diagnosis, una labor de prevención y también una de índole terapéutica, no sólo con nosotros mismos, sino con los demás, en cuanto hemos de remover los errores que hallemos en sus razonamientos.
El estudio de los paralogismos no es un asunto exclusivo de un curso de Lógica, sino que hace a la educación de las habilidades intelectuales en general. El descubrimiento de los subterfugios del discurso oral y escrito debe formar parte de la educación común, si es que realmente se quiere procurar el desenvolvimiento de la capacidad crítica del educando. Esta necesidad de desarrollar y fortalecer la aptitud crítica es hoy más imperiosa que nunca, si se tiene en cuenta el intenso influjo de los medios de comunicación masiva, que, aun cuando pueden suministrar informaciones útiles e interesantes, también modelan la mente y debilitan la capacidad reflexiva de millones de personas.
Claro está que para evitar el error en los razonamientos que elaboramos, y para no ser sorprendidos por sofisterías ajenas, no bastan los conocimientos que nos provee la Lógica, sino que también importan mucho cuáles sean nuestras disposiciones éticas, según explicamos en el punto anterior. De ahí el consejo de Malebranche: «El mejor precepto de lógica que puedo darte, es que vivas honradamente»[3]. Poderosos auxilios de nuestro falible entendimiento son la humildad y el amor a la verdad y al bien, para que nunca pensemos ni discutamos con el fin de sobresalir y de triunfar, ni de favorecer nuestros deseos e intereses egoístas, sino que siempre lo hagamos con el fin de buscar la verdad y participarla a los demás, que para ello nos ha sido dado el logos.
Dr. Camilo Tale
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[1] Agustín, Epístola 118, n. 22.
[2] «En resumen, toda la cuestión de las causas del error puede reducirse a las tres proposiciones siguientes:
a) No encontramos la verdad, porque no la buscamos seriamente, pues no ponemos en ello nuestras facultades con la atención que se requiere.
b) No la buscamos, porque no la amamos lo suficiente.
c) No la amamos lo suficiente, porque nos amamos a nosotros mismos más que a ella» (C. Lahr, Curso de filosofía, v. I. Ángel Estrada, Bs. As., s/f., p. 668).
[3] Nicolás Malebranche, Méditations chrétiennes, XX, 24.