Cantando las cuarenta, en gregoriano (1)
Hace ya dos años (7/10/2012) un obispo vestido de blanco declaró en Roma a San Juan de Ávila y Santa Hildegarda de Bingen como “doctores de la Iglesia”. El título no implica simplemente haber entregado una tesis doctoral, sino la distinción especial que gozan algunos santos por la solidez y seguridad de sus escritos.
La mención del ilustre sacerdote español –vale aclararlo– no asombró en absoluto a los teólogos, pero la inclusión entre las luminarias de la Iglesia de una mujer, alemana, y encima del siglo XII, eso sí que resultaba novedad.
La “sibila del Rhin”, como se la conoció durante siglos, estuvo de paso por este mundo entre 1098 y 1179 gozando siempre de una fama sapiencial inmensa: profetisa, artista, música, médica, curandera, nutricionista, exorcista, escritora, reformadora, predicadora, criticadora, y… se nos acaba el aire…; a todo le hacía y a nada le esquivaba, pues nada de lo humano le era ajeno.
Al momento de doctorarla, Benedicto XVI explicó los ámbitos en los que la santa se destacó: “el diálogo de la Iglesia y de la teología con la cultura, la ciencia y el arte contemporáneo; en el ideal de vida consagrada, como posibilidad de humana realización; en la valorización de la liturgia, como celebración de la vida; en la idea de reforma de la Iglesia, no como estéril modificación de las estructuras (…). Por ello la atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a Hildegarda de Bingen tiene un gran significado para el mundo de hoy”. Un gran significado… Con cada una de las partes citadas podría hacerse uno una fiesta, comenzando por la “valorización de la liturgia”, hoy relegada a la impúdica y carnavalesca mente sacerdotal de algunos brutos.
Pero principalmente, la nueva “luz de la Iglesia” (como se llama a los doctores en la tradición católica) planteó en concreto el saneamiento de una barca en problemas, una Iglesia que, al igual que hoy, se hallaba “en medio de ruinas” (Fátima dixit) haciendo “agua por todos lados” (Ratzinger dixit). Una Nave en tempestades que, en vez de navegar contracorriente era llevada por sus marineros y capitanes a los remolinos del acomodo, la náusea y el aplauso del mundo.
Relaciones carnales
El siglo XII no era más sofisticado que el nuestro en materia de pecados, pues nunca hemos sido muy originales en este tema; y menos la gente “de iglesia”: el amancebamiento de pretes con pretes y pretes con prietas, eran sólo algunos de los peccata de la época, por los que –si le creemos Santa Catalina de Siena, como dejó escrito– vendría la famosa Peste Negra, destructora de casi un tercio de Europa. Pero había una conciencia distinta. Podía uno caer, sí, como decía el Rey David: tibi, tibi peccavi (“contra ti, contra ti solo pequé”), pero esa caída era reconocida y su confesión era clara como lo es el “sí, sí, no, no” evangélico. Nadie hubiese encomiado entontes una caída como la del rey como Don Rodrigo quien, para pagar su pecado, hizo penitencia siendo castigado allí donde más pecó (“ya me come, ya me come, por do más pecado había…”). Errar era humano y perdonar sigue siendo divino. Pero ninguno hubiera alentado o felicitado a quien, siendo un pastor con más olor a conejita que a oveja, se hubiese bañado en Cancún para demostrar la “calidad de su vida y corazón” (como el tristemente célebre obispo argentino, Mons. Bargalló).
Pero en tiempos de Hildegarda la cosa era distinta, no porque las damiselas estuviesen más tapadas sino porque, en caso de caer en la debilidad de la carne, eran los mismos obispos y sacerdotes los que, arrepentidos, pedían que se les predicase para su propia conversión; y la santa no se negaba:
“Vosotros –les enrostraba en un sermón Hildegarda– ya os habéis fatigado buscando cualquier transitoria reputación en el mundo, de manera que a veces sois caballeros, a veces siervos, otras sois ridículos trovadores (…). Deberíais ser los ángulos de la fortaleza de la Iglesia, sustentándola como los ángulos que sostienen los confines de la tierra. Pero vosotros habéis caído bajo y no defendéis a la Iglesia, sino que huís hacia la cueva de vuestro propio deseo”[1].
Propaganda homosexual con motivo de un bautismo
Por sus malos actos, el clero ni se atrevía a predicar la verdad, de allí que la santa doctora y reformadora, dijese de parte de Cristo:
“Yo lo hablo a través de ti, hasta que se avergüencen quienes debían manifestar a Mi pueblo la rectitud, pero por el insolente descaro de sus costumbres rehúsan proclamar públicamente la justicia que han conocido porque no quieren apartarse de sus malos deseos (…) al punto tal que se avergüenzan de decir la verdad”[2].
Santa Hildegarda tuvo, en el año 1170, una de sus tantas visiones aterradoras:
“Vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas (…). Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: ‘Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados (…). Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad’. Y escuché una voz del cielo que decía: ‘Esta imagen representa a la Iglesia’”[3].
«Bendición» de sodomitas en una iglesia argentina
continuará…
[1] Carta 15 al deán de Colonia Felipe de Heinsberg, año 1163.
[2] Scivias 2, 1.
[3] Carta a Werner von Kirchheim, año 1170.
Explicaba el Santo Padre Benedicto XVI sobre esta visión de Santa Hildegarda que: «En la visión de Santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de los sacerdotes (…) Ésta es la ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio» . (Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a la Curia Romana para el intercambio de felicitaciones con ocasión de la Navidad, Lunes 20 de diciembre de 2010).
¡¡Cómo no pensar que esos sacerdotes que rasgan el vestido de la Iglesia son los que hacen las profanaciones como la del P. Lamberti, o los que callan ante estos horrores, o los que prefieren el error en compañía a la verdad en soledad!!
Cristianos, sepamos aprovechar las enseñanzas de los santos para ver con claridad en estos tiempos tan oscuros.