Carlos V: efemérides de un grande
Carlos V: efemérides de un grande
Este mes de junio se cumple un aniversario más del inicio de la campaña del Emperador Carlos V a Túnez (1535), capturada diez meses antes por el pirata y Almirante musulmán Barbarroja, vasallo del sultán de Turquía, Solimán el Magnífico.
Es oportuno entonces publicar una semblanza del Emperador, del Dr. Vicente Gonzalo Massot, precedida por una breve descripción de la campaña hecha por Otto von Habsburg –capítulo LA CRUZADA de su libro Carlos V – Un Emperador para Europa, al que le hemos agregado algunas notas para una mejor comprensión.
LA CRUZADA
La razón inmediata para atacar Túnez fue un grave empeoramiento de la situación en el Mediterráneo occidental, a causa de lo cual los intereses españoles y la seguridad de las costas italianas resultaban amenazadas[1].
De conformidad con el sultán, y en calidad de vasallo del mismo, el jefe de los piratas, Khair ben Eddin Barbarroja dominaba una gran parte del norte de África, aceptaba las directrices políticas y militares y recibía de los turcos armas, pertrechos y, sobre todo, naves. En el curso de la campaña, el ejército imperial descubrió que los piratas disponían también de material de guerra francés, que le era proporcionado en parte directamente y en parte por mediación de los turcos.
A sabiendas de su superioridad, Barbarroja había atacado y devastado las zonas costeras de España, Nápoles y el Estado Pontificio. Había saqueado puertos y había raptado a toda la población cristiana de los mismos para venderla en los mercados de esclavos de África y Oriente. Se dice que perseguía sobre todo a bellas mujeres, que enviaba como tributo al harén del sultán[2]. El pirata era increíblemente escurridizo, escogía su objetivo de ataque, se lanzaba al mismo sin precauciones de ninguna clase y desaparecía de nuevo en pocas horas. Pero sus rivales eran incapaces de vigilar toda la ribera del Mediterráneo al mismo tiempo. Sólo les quedaba una solución: un contraataque, que habría de efectuarse en el centro de las operaciones, es decir, en Túnez[3].
Naves turcas
Revista de tropas en Barcelona
En cuanto se tomó la decisión el Emperador pudo poner en marcha la empresa guerrera con una relativa rapidez. Y esta vez Roma aligeró su tarea, concediéndole un apoyo ilimitado[4], ya que los Estados Pontificios eran también víctimas de los abusos de Barbarroja[5]. Después de que pudo reunir el dinero necesario, la flota de guerra se concentró en Barcelona, de donde zarpó el 21 de mayo de 1535, mientras que las tropas de tierra se reunían en Cagliari, en Cerdeña. La flota se componía de naves españolas y portuguesas, a las que se añadían las galeras de Andrea Doria, hasta alcanzar la centena de barcos de guerra.
Aunque el Emperador en persona estaba a la cabeza de la expedición, éste cedió el mando en el mar al dogo de Génova[6], y dejó las operaciones terrestres en las experimentadas manos del marqués Del Vasto[7].
Las tropas[8] disponían de trescientos botes para cruzar el estrecho en Sicilia. El 14 de junio se hicieron a la mar, y, tras una travesía de veinticuatro horas, la flota fondeó anclas frente a las ruinas de Cartago, en la entrada de un golfo formado por dos salientes de tierra y vigilado por el fuerte de La Goleta.
Detalles de tapices de la época
Sin más demora, el fuerte fue sitiado[9], para lo que se disponía de todos los medios de la época. Bastó un mes para la preparación, y el 14 de julio se dio la orden de ataque[10]. La dirección técnica se confió al hombre mejor cualificado de aquel tiempo, Álvaro de Bazán. El Emperador en persona tomó parte en la batalla, alineado con la artillería. Como su abuelo Maximiliano, tenía una marcada predilección por las armas. En aquella época la artillería estaba ya muy desarrollada. Sin embargo, había mantenido la fama de tratarse de un arte secreto, como su mismo nombre expresa, mucho más que una ciencia para ingenieros y artificieros que un instrumento de soldados.
Para Carlos, que contaba ya 35 años, esta batalla significó su bautismo de fuego. Cuando en el fragor de la batalla su caballo recibió un disparo, y uno de sus pajes cayó al suelo a su lado, el Emperador mantuvo, según las crónicas de sus contemporáneos, una sangre fría digna de un veterano. Y lo que es aún más significativo: el Emperador no hace la más mínima referencia a ello ni en sus cartas ni en sus memorias. Todo lo que se sabe de sus acciones individuales procede de la descripción de otros testigos.
La operación fue un gran éxito. Un valioso botín cayó en manos de los vencedores: ochenta y dos barcos, casi la totalidad de la flota de Khaird ben Eddin, y un arsenal completo de armas, entre las que se hallaban algunas de fabricación francesa, reconocibles por la flor de lis real[11].
Muchos consejeros del Emperador defendían la opinión de que había que suspender la expedición tras esta victoria, que era suficiente con el éxito militar y moral conseguido[12]. A pesar de estas propuestas, Carlos se decidió a proseguir la lucha, aunque evidentemente se acumulaban dificultades insuperables. Las tropas sufrían sobre todo por la falta de agua potable, carencia que empeoró desde el momento en que se avanzó por el interior del país y la flota dejó de ser base de la retaguardia.
Detalles de tapices
Afortunadamente, el antiguo soberano de Túnez, Muley Hassan, expulsado del trono por Barbarroja, se unió al Emperador y trajo consigo trescientos guerreros turcos. Más valiosos que los refuerzos fue el hecho de que Mulley Hassan les mostrara en el camino que unía La Goleta a la ciudad una fuente de agua potable. Sin embargo, Khaird ben Eddin había contado con esta posibilidad y había preparado allí cerca una emboscada. Tan pronto como las tropas de Carlos comenzaron a aproximarse a la fuente, Khaird ben Eddin atacó. El golpe de mano tuvo los efectos deseados, y durante un momento existió el peligro de que el pánico se apoderara de los cristianos. Solamente el esfuerzo sobrehumano del estado mayor pudo restablecer el orden. De nuevo el Emperador había puesto a prueba su frialdad de sangre, su autoridad, su influencia personal y su valor.
Otra vez dueño de la situación[13], Carlos reinició la marcha hacia Túnez. Antes de que el ejército cristiano hubiera alcanzado los muros de la ciudad, el 20 de mayo, se produjo en el interior de la misma un levantamiento general de los prisioneros y los esclavos cristianos, que ocuparon la ciudad y facilitaron enormemente el avance el Emperador. En el último momento, Khaird ben Eddin logró huir milagrosamente y refugiarse en Argelia. Con esto desaparecía la esperanza de una pacificación duradera en el norte de África. A pesar de todo, la victoria trajo consecuencia importantes: por primera vez se había llevado a cabo una contraofensiva cristiana por tierra y mar y, según informes de testigos oculares, se liberaron setenta mil prisioneros.
El poeta Garcilaso de la Vega, y el pintor neerlandés Jan Vermeyen habían acompañado al Emperador en esta empresa, para inmortalizar las hazañas de los cruzados. Vermeyen bosquejó los esbozos que sirvieron como muestra paa los magníficos gobelinos que se pintaron en los Países Bajos y se pueden admirar aún hoy en día. Sin embargo, el historiador Brandi señala con razón que los vistosos lienzos idealizan los sucesos de la guerra; las privaciones no asoman en los mismos: la sed, el calor desacostumbrado, la carencia de animales de carga que obligó a los hombres a transportar los cañones a sus espaldas por el desierto.
Los contemporáneos de Carlos V quedaron profundamente impresionados por el éxito extraordinario de la expedición; llenos de fantasía, lo adornaban con detalles pintorescos y sobreestimaban el alcance de la victoria. El mismo Emperador, que había diseñado el plan conjunto y que había dirigido la expedición, se mostró como un hábil dirigente, con una visión clara de las cosas, que sabía delegar responsabilidades en sus colaboradores mejor cualificados. Gracias a la sobresaliente coordinación y concentración de las tropas, a la acción conjunta por tierra y por mar, a la planificación estratégica y a su realización práctica, la batalla de Túnez, tal y como Carlos la había planteado, fue un ejemplo clásico del arte de la guerra. La personalidad del monarca había dejado una profunda impresión entre los soldados, en medio de los cuales combatió; la fama de la nueva cruzada se difundió por toda Europa. Cuando el Emperador regresó a Sicilia, fue recibido en medio del entusiasmo general. Messina le dio la bienvenida como a un verdadero triunfador. Nápoles no lo recibió con menos cordialidad y, cuando llegó un año después a Roma, los recuerdos del sacco se habían difuminado; los habitantes de la ciudad de los papas lo acogieron como a su Emperador[14].
SEMBLANZA DEL EMPERADOR (por Vicente G. Massot*)
Detalle de Carlos V a caballo en Mühlberg (Tiziano)
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
La Edad dichosa en que promete el cielo
Una grey y un pastor solo en el suelo,
Por suerte a nuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal jornada
Nos muestra el fin de nuestro santo celo,
Y anuncia al mundo para más consuelo
Un Monarca, un imperio y una espada.
Hernando de Acuña
Gante, cuyo «sprit» motivara la célebre frase del emperador: «¡Ay Gante mío! tienes derecho a envanecerte que el París de Francisco puede bailar en una sola de tus calles», es puro ruido de monedas que hacen la historia de la burguesía y de alegres calafates afrontando las naves de su empresa económica; de tabernas abiertas al festín y kermeses despreocupadas del mundo. De Gante, ciudad burguesa de Flandes, donde la rubia cerveza embriaga la anatomía lábil del comerciante e impulsa la fuerza bárbara del lansquenete; de Gante, imperio de los Países Bajos, pródigos en oro y mujeres, ha de llegar a la Pie! de toro, a la España eterna, el joven Carlos, flamenco por cuna, instrucción y temperamento, dueño de vidas, haciendas y coronas. Deja aquellas comarcas y, lleno de señorío y majestad, cruza Francia para sentar sus reales en la ibérica tierra. Su linaje, regado por la sangre azul de Habsburgos y Castellanos, era una promesa de gloria, pero gloria consubstanciada
más con la grandeza que con el éxito. Deja la Flandes de su infancia, de todos conocida, reino hecho a la medida de Rubens, cuyo pincel feérico la inmortaliza en telas pletóricas de dioses festivos y concubinas sin sayo, de mozas rubicundas y desnudeces púdicas, a fin de reinar en la dura Castilla.
El 5 de enero de 1515, en la gran sala del Palacio de Bruselas, en el mismo lugar donde 40 años más tarde abdicaría, jura como Señor de los Países Bajos ante los Estados Generales.Durante aquel acto, se dirigió a sus súbditos con las siguientes palabras: «Sed buenos y leales súbditos y yo seré para vosotros un buen príncipe».«NODUM» fue su divisa, más tarde reemplazada por «PLUS ULTRA». (Pintura de Henri Leys, 1863).
Llegar y desconocer su idioma bronco y entraña anárquica fue todo uno. De Fernando, el católico, había heredado el reino, mas no el querer. Sólo el tiempo obraría aquel milagro, convirtiendo al pequeño flamenco en señor de una nación a la cual amaría y serviría hasta su muerte en las agrestes cumbres extremeñas. De momento, trae consejeros europeos y costumbres poco caras al pueblo vencedor de Mahoma. Entrado en años, Francisco Ximénez de Cisneros, el gran cardenal alcalaíno, sacerdote de Cristo y gobernante sin par, diplomático y guerrero de Doña Isabel, el de la Biblia políglota, habrá de ser despedido en beneficio de Guillermo de Croy, burgrave de Chevres. Carlos no entiende a España, y España, incapaz de soportar el peso de un gobernante extranjero, malentiende al César. Recién en 1520, cuando se alcen los comuneros, despertará en Carlos la impronta española.
Padilla no fue —cual se ha sostenido sin fundamento— el primer separatista. Fue, si se quiere, el primer nacionalista. Como quiera que sea, lo uno o lo otro, quien antes de morir afirma: «Señor Juan Bravo, ayer era día de pelear como caballeros y hoy lo es de morir como cristianos», no puede sino ser un hidalgo. Los vencidos en Villalar pecaron por estrechos. Las once flechas del yugo real, tensas, en vigilia, con vocación de combes, marcaban otros tantos derroteros al imperial destino hispánico. Las comunidades pretendían serenar su ímpetu y tenerlas prestas para defenderse del enemigo. Querían una nación y un rey. Carlos, en cambio, anhelaba rematar su obra ciñendo la corona de Carlomagno. Quería ser César de un imperio católico y defender una religión ecuménica contra el fraile de Wittenberg, cuyo martillazo estampando las 95 tesis impías todavía resonaba en los oídos de Europa. Nada de reino, ¡Imperio!; nada de secta, ¡Religión! No en balde era Carlos de Austria, rey de España y Nápoles, Sicilia y los Países Bajos, de Alemania y las recientes tierras de la hispanidad americana.
La fijación nacional del bravo Padilla cayó hecha pedazos ante la empresa universal de España. Pues España es esto: unidad de fe y unidad de destino, unidad de mando y de misión, es decir, unidad imperial. España y el César se han unido y ya no se abandonarán hasta Septiembre de 1558. Nunca como entonces, al vencer en Villalar y encaminarse hacia el Septentrión, cobraba vigencia el «Plus Ultra». Porque, entendido a derechas, el Plus Ultra que exclamara Carlos V, emperador católico de Occidente, defensor del libre albedrío y de! sentido sacramenta! de la Cruz, no se reduce a lo geográfico. Es, sí, la confirmación del nuevo mundo, pero es mucho más que eso. Para aquella España, impulsada por el alma de su destino, no existen valladores capaces de tronchar una empresa que le viene dada desde lo alto. La exclamación del César resume su voluntad de dar alas a una de las más grandes misiones de la historia y, a la vez, una de las de mayor fundamento.
Blanqueando razas y civilizando a! indio llegarán los conquistadores. La espada y la cruz. Aquélla prevaleciendo en el combate del cuerpo, ésta en el combate del alma. España ha venido trayendo la más sublime respuesta que se le haya dado a pregunta ninguna en el decurso del tiempo. Tupá, ¿qué eres?, demandaban, frente a las fuerzas de la naturaleza, de suyo hostiles, los nativos rioplatenses. «Soy el que soy», responde, seguro, la voz del fraile en el latín universal, lenguaje romano, lenguaje ecuménico.
No quiere el inglés sino el botín de sus colonias; el galo pretende la gloria. Carlos V, convencido por Francisco de Vitoria sobre la necesidad de la colonización americana, sueña con ver aplicadas «Las leyes de Indias». Sus dominios son reinos; sus vasallos, hombres hechos a imagen y semejanza del Señor Nuestro Dios Todopoderoso. Por asumir tamaña posición le ha denostado hasta el hartazgo el anglosajón. Sombrío se le ha dicho, confundiendo la natural reserva del rey español con una fementida tetricidad que el protestante Schiller le estampó en un arranque
de furia.
La convocatoria de la Dieta de Worms en 1521, presidida por Carlos V, intentó suavizar la tensión, llamando a Lutero a declarar ante el emperador el 16 de abril. El monje no se retractó de sus escritos ni de sus actitudes por lo que fue declarado proscrito, ordenando que sus libros fueran quemados y enviándole a la cárcel. Federico de Sajonia se convirtió en su máximo defensor y refugió a Lutero en el castillo de Wartburg. (Lutero en Worms).
Carlos se empeña en salvar a Europa. Defiende «la unidad metafísica del orbe» contra Lutero y los príncipes alemanes. Es el alma de Occidente lo que se halla en trance de desaparecer y, en defensa de esa alma, Carlos convoca a somatén. Allá va hacia las nebulosas tierras de Odin, a escuchar en la Dieta de Worms a Martín Lutero. Su tranquila respuesta, hela aquí: «Un solo fraile, fiándose de su solo juicio, se ha opuesto a la fe que los cristianos profesan hace más de mil años. . . Estoy dispuesto a defender esta causa con mis dominios, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma». Son las únicas palabras que, huyendo de la retórica empalagosa, salen de su boca, ni bien pone punto final a su diatriba el agitado reformador. Se levanta y, sin más gestos, se prepara a luchar contra los príncipes contestatarios.
Su vida será una guerra continua. Desde Viena, último bastión de la Cristiandad en armas, hasta las costas africanas. De Italia a la rebelde Germania. Frente al Vaticano y al traidor Francisco, frente a Solimán y el pirata Barbarroja. Un hombre, una Nación, una fiel infantería salvando el honor de la catolicidad toda. Carlos V, España y los tercios, en estrecha comunión de armas e ideas.
Detalle de un tapiz sobre la batalla de Túnez
Carlos V informa al Papa sobre la conquista de Túnez
Vence el emperador en Mühlberg y Pavía, junto al fiel Antonio de Leiva y el magnífico Andrea Doria, no sin mencionar a Jacobo Függer, banquero de la dinastía Ausburgo. Hace prisioneros a Francisco I y a los cabecillas protestantes Felipe, Landgrave de Hesse, y Juan Federico, elector de Sajonia. Les hospeda, les sirve —que servir es virtud de reyes— y, finalmente, contra la palabra empeñada les deja en libertad. Se rebelarán una vez más e incendiarán el alma de Europa. Carlos V ha fracasado. Detiene a las tropas del infiel en Austria y al pirata lo hace trastabillar y
volver grupas en África, pero la unidad metafísica se ha roto para siempre. Trento será la postrera oportunidad… y en Trento se salvará la libertad del hombre y se perderá la unidad religiosa.
El emperador deja los campos de Marte y las coronaciones y se vuelve a sus queridos Países Bajos. Resigna en favor de Felipe su parte del Imperio y, bebiendo vientos, marcha hacia Yuste, al convento de los Jerónimos.
La ceremonia de abdicación (25-X-1555) revistió gran solemnidad y tuvo lugar en el mismo salón donde 40 años antes había sido Carlos proclamado mayor de edad. Después de dar sabios consejos a su hijo, que escuchaba de rodillas, con lagrimas en sus ojos resumió su labor en las siguientes palabras: «He estado nueve veces en Alemania, seis en España, siete en Italia y diez en Flandes; en paz y en guerra, cuatro veces en Francia, dos en Inglaterra y dos en África; total cuarenta expediciones, sin contar los viajes para visitar mis reinos; ocho veces he atravesado el Mediterráneo y tres el Océano; estoy en paz con todos y a todos pido perdón, si he ofendido a alguien.»
Consigo, en la mochila, lleva dos libros que serán de cabecera y que revelan el espíritu del emperador: Los comentarios de César y las meditaciones de Agustín. En Yuste asiste a los actos religiosos con puntualidad, escuchando, miércoles y viernes, el sermón de alguno de los predicadores. Este hombre, sobre cuyas sienes había descansado la corona de Carlomagno, se desentiende del poder para prepararse a bien morir. Confiesa sus pecados a Fray Juan Regla y aprende matemáticas junto a su amigo y compañero de armas, Francisco de Borja, que fuera Duque de Gandía y virrey de Cataluña, fundador de misiones en Florida, Méjico y Perú, ahora humilde jesuita y más tarde -—ya en la gloria de Dios— santo de la cristiandad.
Sus últimos años habrán de transcurrir en medio de un recogimiento recoleto, entre su colección de relojes que arma y compone con paciencia sin par y los mapas del Nuevo Mundo, que no se cansa de estudiar. ¡Plus Ultra! Sus tiempos de experto jinete han pasado. Su armadura de caballero, con la cual lo inmortalizara Ticiano, no ha de vestirla más, como preanunciando que una época terminaba. Felipe II, su hijo, dirigirá el Imperio desde el Escorial, sin acercarse a los campos de batalla. Carlos V era, todavía, un hombre de la caballería; Felipe II será un caballero de gabinete.
Cuando llega su hora, el 21 de Septiembre de 1558, en una casa junto al convento, en las montañas de Extremadura, espera la muerte en paz. Uno de sus últimos recuerdos es para un niño de once años, al que se conoce por el nombre de Jerónimo. Es el hijo bastardo de Carlos y Bárbara Blomberg de Ratisbona, Juan de Austria.
Al morir, Francisco de Borja pronunciará el sermón fúnebre de quien alguna vez había sido coronado rey en Roma y emperador en Aix-la-Chapelle y que ahora, tras una vida llena de nobleza y distinción, marchaba al cielo.
La Gloria (magna obra de Tiziano encargada por Carlos V), representa el juicio de su alma ante Dios Trino. La llevó consigo a su retiro en Yuste y pasaba largas horas meditando sobre su salvación. En palabras de su contemporáneo Alonso de Santa Cruz (Crónica del Emperador Carlos V), Él fue amigo de buenos y virtuosos y enemigo de malos y mentirosos.
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*Artículo publicado en la Revista Mikael, Año 11 nº 31, Primer cuatrimestre de 1983, Pg. 59.
[1]Cuando el rey de Aragón Fernando el Católico murió en 1516 poco menos se paralizó la expansión ibérica en el norte de África, entre Trípoli y Orán, circunstancia aprovechada por el pirata Barbarroja para tomar Argel. La costa mediterránea de la península tuvo entonces que soportar frecuentes ataques y devastaciones, no sólo en sus costas sino en algunos casos bien tierra adentro, con la peor de las consecuencias: el cautiverio de hombres, mujeres y niños. Si bien se intentaron algunas operaciones militares para terminar con Barbarroja y recuperar Argel, todas fracasaron, comenzando por la de Hugo de Moncada en 1518. Tanta fue la audacia de Barbarroja que llegaron hasta saquear algunas poblaciones catalanas cerca de Barcelona en 1519, estando Carlos V en la ciudad. La situación se agravó a partir de 1529, cuando Carlos hace su viaje para pacificar Italia: naves que lo llevaron, al regresar fueron capturadas por un lugarteniente del corsario, Cachidiablo (el mote puesto por el pueblo español lo dice todo), perdiéndose también por esa época el Peñón de Argel. Pero en 1534 Barbarroja, ascendido ya a Almirante de la armada turca, toma Túnez el 2 de agosto deponiendo al Rey Muley Hassan, vasallo de Carlos V. Ello después de saquear una villa napolitana, Fondi, y llevarse cautivos.
[2] Según refieren cronistas contemporáneos (Fray Prudencio de Sandoval y Gustavo de Illescas), el saqueo de Fondi tuvo por objetivo principal raptar a la bella viuda Julia Gonzaga, para ofrecerla como regalo a Solimán para su harén. A duras penas y medio desnuda pudo escapar en la noche. Según Reston mató a quién la había salvado “porque había visto demasiado” (Defenders of the Faith, James Reston, Penguin Books, USA, 2010).
[3] Túnez no era precisamente una aldea: su población civil no bajaba de los sesenta mil habitantes. Algo menos que Sevilla por entonces. Y como Cartago, distante pocos kilómetros, su ubicación estratégica era clave.
[4] El apoyo más importante no fue material (si bien el Papa aportó varias galeras), sino político, presionando a Francisco I de Francia para que no emprendiera ninguna acción contra los dominios de Carlos en España e Italia.
[5]Para tener una idea de la importancia de la presión otomana sobre Italia vale recordar que menos de veinte años atrás los turcos llegaron por el Adriático hasta muy cerca de donde estaba cazando el Papa León X, quien tuvo que huir a uña de caballo, y que el mismo Clemente VII pocos años antes no descartaba dejar Roma e instalarse en Avignon llegado el caso de que avanzase el turco.
[6] El Gran Almirante Andrea Doria.
[7]“Díjose también que preguntaron al Emperador quién había de ser capitán general en esta guerra, porque como había tantos señores, reinaba entre ellos presunción, y que Su Majestad, estando armado y descubierta la cabeza, les mostró un crucifijo levantado en alto, diciendo: «Aquel cuyo alférez yo soy.» Palabras por cierto en que el César mostró el amor, reverencia y fe viva que siempre tuvo a Cristo crucificado. Con estas palabras, y con tener los ojos arrasados, hizo derramar muchas lágrimas de devoción a los que allí estaban, suplicando a Dios diese vitoria al príncipe.” (Fray Prudencio de Sandoval, Historia de la Vida y Hechos del Emperador Carlos V, T. IV, pg 195).
[8] “Era cosa notable ver un ejército de tantas y tan diferentes gentes, y tan conformes, que no hubo desmán ni pendencia de consideración entre ellos. Hallábanse en campo imperial veinte y seis mil soldados de paga, según la lista de los capitanes: dos mil hombres de armas, y caballos ligeros españoles, italianos, y muchos hidalgos caballeros portugueses que compraron caballos y sirvieron a su costa en esta guerra. No se supo el número de los aventureros de a pie. Los que más sabían de guerra decían que, sin los que llevaban paga, se podían sacar diez y seis mil hombres bastantes para tomar armas. De los mercaderes y tratantes era grande el número. Había, además de éstos, muchos hombres de mar, que a necesidad se podían armar, más de diez mil buenos para tierra y diestros en el agua. Por manera que eran más de cincuenta y cuatro mil hombres los que el Emperador tuvo sobre Túnez, contando los que usaron las armas y los que podían a necesidad pelear, y todos tan conformes, como digo.” (ïdem, pg 212). Entre los mercenarios había también alemanes e italianos.
[9] Durante las semanas previas a la toma de La Goleta se sucedieron innúmeras batallas y escaramuzas. En una de ellas cundió tanto desánimo que estuvieron a punto de ser batidos, retrocediendo en desbande hacia el campamento. Sandoval cuenta la reacción del Emperador: “Aquí dicen que hizo el Emperador lo que el cónsul Mario y Paulo Emilio en la de Macedonia, y Epaminondas, capitán y príncipe tebano, que por salvar los suyos no temieron la muerte. Detuvo Carlos los que huían, concertólos, rehízolos y peleó junto con ellos, de manera que ya no era escaramuza, sino batalla: la artillería y arcabucería de los enemigos, disparaban muy espeso; con la confusión y polvareda no se veía el daño que hacían. El Emperador peleaba con tanto peligro de su persona, que Hernando de Alarcón le suplicó que se retirase, porque en su persona no sucediese alguna desgracia que fuese perdición de todos. No hizo caso el Emperador de estos ruegos, sino diciendo con voz alta: «Santiago», su lanza en ristre, arremetió contra los turcos: viéndole sus caballeros y soldados, hicieron lo mesmo. Que es poderosa la presencia del príncipe, para hacer, en tales ocasiones, de los hombres leones. Como tales pelearon los cristianos, y apretaron a los enemigos, de suerte, que, desbaratados, huyeron.” (Ibídem, pg 226)
[10]“Sosegado el mar y segura la tierra de la tempestad que los embarazó, como dije, tres días, para no poder dar el combate ni por mar ni por tierra; pues esta noche, antes de la batalla, el Emperador en persona, acompañándolo su cuñado el infante don Luis de Portugal, visitó todos los reparos y bestiones, las trincheas, la artillería, exhortando con dulces palabras los capitanes y soldados con rostro alegre y semblante animoso, diciéndoles que en esta jornada tan santa y pía, y tan necesaria a ellos y a toda la Cristiandad, quisiesen mostrar su valor, porque vencida y espugnada la Goleta, ni a Túnez ni a todo el resto de Berbería quedara reparo; y que en esta victoria ganaban nombre y riquezas que durarían para siempre. Que mirasen las victorias que habían ganado en Italia, de los franceses y de otros príncipes poderosos, las ciudades y castillos que habían conquistado no estando él con ellos, sino muy lejos en España, que agora que le tenían consigo no debían ser menos. Que no perdiesen la honra que habían ganado en Alemaña, pues con sólo su nombre habían espantado al Turco, y héchole retirar sin verles la cara, trayendo quinientos mil combatientes. Que mirasen que estaba él allí como su capitán, y como un particular soldado de ellos. Que acometiesen con ánimo, que él prometía de hacer mercedes satisfaciendo, según los méritos, a cada uno. Con esta exhortación, tan digna de memoria, que el César hizo a sus soldados, lunes a catorce de julio, ya que quería abrir el alba, habiendo el Emperador oído misa y comulgado con los de su corte, se pusieron en escuadrones todos con gran concierto, tocaron las trompetas y descubrieron los tiros de los bestiones, que estaban cubiertos con fajina.” (Sandoval, pg 255)
[11]También se recuperaron banderas, armas y equipos de guerra capturados a San Luis Rey de Francia, quien enfermó y murió allí 265 años antes, durante el sitio a Túnez, que terminó en fracaso.
[12]“Estos y otros inconvenientes que muchos decían, llegaron a oídos del César, el cual, maravillado de tan nueva alteración, que en su pensamiento no había caído, mandó venir ante sí todos los caballeros, capitanes y hombres de cargo, a los cuales, con palabras modestas y graciosas, y de majestad, a 17 de julio les dijo: Que pareciéndoles tener ya conocida su virtud y valor, jamás había pensado, si bien se lo habían dicho, que tanta bajeza de ánimo pudiese caber en corazones de gente tan generosa, y que en el colmo de sus vitorias quisiesen desamparar aquella empresa, teniéndola casi vencida, faltando en lo que a Dios debían, a sus honras, a la obligación de quienes eran, a su fe y al juramento de caballeros. Que viesen si se debía estimar más la reputación que la salud, que antes de salir de España, donde se pudiera estar holgando, se le habían representado aquellos trabajos y otros peligros mayores, pero que todos los había pospuesto con determinado corazón de servir a Dios; que si la ganancia de la Goleta, o el temor de nuevos trabajos, o de mayores peligros, los tenía tan deseosos de volver a sus patrias, desde luego daba licencia a todos los que se quisiesen ir. Que él, con los que por amor de Jesucristo y por el de sus honras, quedasen en su compañía, o darían glorioso fin a la jornada, o sería de él y de ellos lo que Dios tenía ordenado; pero que les hacía saber: que él vio había pasado de España en Berbería con tanto aparato de guerra para sólo ganar la Goleta y el armada de los turcos, sino para echar de Túnez un ladrón enemigo del nombre cristiano y poner en posesión de aquel reino a Muley Hazem, como se lo tenía prometido. Que no tenía olvidados más de veinte mil hombres cristianos que estaban cautivos con miserable servidumbre dentro en Túnez, esperando que los sacasen de aquella esclavonía, por lo cual estaba determinado, o de quedar muerto en Africa o vencedor enteramente entrar en Túnez.” (Sandoval, pg 265)
[13]“Ordenado, pues, el campo imperial, puesto el César en la vanguardia les dijo: Que ya veían el punto en que estaban delante al enemigo con su gran multitud. Que el acometerlos estaba en su mano, y el vencerlos en la de Dios. Que, pues era causa suya, y para ensalzamiento de su santo nombre, fiados en El acometiesen con ánimo. Que la victoria no estaba en ser muchos ni pocos, sino en la justificación y causa sobre que se peleaba. Que allí le tenían, que era su Emperador, y el primero que había de quedar en aquellos arenales o vencer. Que valiese esto para que la honra de España, Italia y Alemaña no se perdiese en Africa, donde tantas veces habían, siendo menos, vencido y destrozado a tantos. Pidióles el sufrimiento de la sed y trabajo del calor, la obediencia y orden con el pelear. Que sus hechos serían honrados y gratificados por él. Finalmente, en breves razones, el César armó sus gentes de brío, ánimo y coraje, de tal arte que ya les parecían pocos los enemigos y largo el tiempo que se detenían en acometerlos. No tuvo lugar el César de ser más largo en su plática, y púsose delante de los caballos con los gentileshombres de su cámara.”(Sandoval, pg 271)
[14]Desafortunadamente Túnez volvió a manos turcas. Y por una de esas paradojas de la historia, en el siempre cáustico imaginario popular quedó como responsable el vencedor de Lepanto. El historiador francés Joseph Pérez (Carlos V, Emperador de dos mundos, Italia, 1998) lo relata en estos términos: “La ciudad volvería a ser tomada por los turcos el 13 de diciembre de 1974. Esta derrota fue atribuida a don Juan de Austria y al cardenal Granvela, quienes en aquella época se hallaban en Sicilia, uno ocupado en jugar a la pelota con pala y el otro en cortejar a las damas, de ahí que las malas lenguas en Madrid pusieron de moda el adagio: “Don Juan y Granvela, el uno por la pala y el otro por la bragueta, han perdido La Goleta”.