¿Por qué surgieron las Cruzadas?
A prestar vida y acero
Que es tiempo de calidad
Y es tiempo de restaurar
Es trance de combatir
Y es hora de decidir
Y ocasión de despertar.
(Ricardo Corazón de León)
Muchas veces en nuestro tiempo escuchamos decir que el fenómeno de las Cruzadas ha sido una barbarie de los cristianos medievales que intentaron imponer sus ideas a fuerza de espada. De este modo, no solo se viola la justicia sino también el buen sentido histórico[1]. La verdad es que donde sin duda se expresó mejor el espíritu de la Cristiandad fue en el decurso de las Cruzadas. Hubo, por cierto, en el desarrollo de las mismas, acciones realmente deplorables, como parece ser inevitable en el obrar humano, pero el impulso general fue siempre noble y ennoblecedor, un impulso que hacía al hombre sentir la nostalgia del Oriente cristiano y de la tierra de Cristo.
Los orígenes
Para entender el porqué de las Cruzadas debemos trasladarnos con la mente al mundo oriental, o mejor, a lo que acontecía en el Imperio Bizantino. Durante mucho tiempo, las relaciones entre Bizancio y el Islam, poderosa herejía originada en el siglo VI, habían sido relativamente cordiales, hasta el punto de que los Emperadores podían participar sin dificultades en la reconstrucción del Santo Sepulcro, que estaba en manos de los musulmanes, y enviaban trigo a la Siria islámica. Pero hacia el año 1000 la situación cambió radicalmente con la aparición de una tribu proveniente de las estepas del Aral[2], que aprovecharía la decadencia en que se encontraban por aquel entonces los muelles árabes de origen persa y la disgregación de su Imperio en principados provinciales. Eran los turcos, de talante guerrero como pocos, que habían encontrado un caudillo de leyenda, el príncipe Seldjuq; así fue como, con los seldjúcidas (o seléucidas), se retomó la dormida Guerra Santa musulmana. A mediados del siglo XI entraron en la Mesopotamia y sin encontrar mayor resistencia conquistaron Bagdad. La campaña seguía adelante y Bizancio ya estaba en la mira.
Durante esa ofensiva, que fue bastante prolongada, los cristianos sufrieron dos reveses particularmente dolorosos. En 1064 se derrumbó la Armenia cristiana, el primer reino que se había convertido completamente al cristianismo en Oriente. Quizás los bizantinos no la defendieron como debieron hacerlo, posiblemente influidos por el hecho de que los armenios eran monofisitas[3]. La otra gran desgracia acaeció en el año 1071 cuando los turcos sitiaron Mantzikert, uno de los últimos bastiones armenios todavía en poder de Bizancio.
Acudió en su socorro el emperador Román Diógenes quien tras luchar heroicamente acabó siendo capturado por los turcos. La derrota de los bizantinos fue un acontecimiento sintomático, ya que demostró hasta qué punto el Imperio de Oriente se había vuelto incapaz de seguir siendo el baluarte seguro de la Cristiandad como lo había sido hasta entonces. Solo podría relevarlo la joven Cristiandad occidental. Como bien escribe Daniel-Rops: “la Cruzada fue la respuesta a la dimisión de las fuerzas bizantinas: 1095 estaba en germen en 1071 y el derrotado Román Diógenes reclamaba a Godofredo de Bouillon”[4].
Y así sucedió, en efecto. El nuevo emperador Miguel VII se dirigió humildemente al Papa Gregorio VII pidiéndole ayuda militar. El Papa asintió con presteza, exhortando en ese sentido a los Príncipes cristianos; pero todo fue en vano. El momento político era muy difícil y apenas si consentía un esfuerzo conjunto. Mientras tanto los turcos, viendo expedito el camino, seguían avanzando en todas las direcciones posibles. En 1076, penetraban en Jerusalén, noticia que conmocionó a todo el mundo cristiano. Luego fueron ocupando el Asia Menor, entremezclando sus posesiones con las de los bizantinos. En 1081, el turco Solimán se proclamó Sultán, poniendo su capital en Nicea, donde antaño había sesionado el famoso Concilio. Dicho Sultanato perduraría hasta 1302.
La situación era gravísima. Occidente no podía permanecer impasible. Fue entonces cuando el Papa Urbano II reunió un Concilio en Clermont, Francia (1095), donde se hicieron presentes los principales prelados y nobles de la Cristiandad, y solicitó la formación de un cuerpo expedicionario contra el Islam. Ante la voz del Papa, la asamblea entera se puso de pie, y prorrumpió en un grito clamoroso: “Dieu le vult!” (¡Dios lo quiere!, en francés antiguo), que resonó por toda la meseta de Clermont; clamor que recogió el Pontífice para convertirlo en la divisa de la empresa. La gente comenzó a cortar retazos de los mantos y cortinas para hacer con ellos cruces de tela roja, que los voluntarios cosieron sobre el hombro derecho de cada soldado. Cuentan que esa misma noche se llegó a acabar la tela roja en Clermont.
He aquí el discurso pronunciado:
“De Jerusalén y de Constantinopla llegan tristes noticias… Una raza maldita, salida del reino de los persas, un pueblo bárbaro, alejado de Dios, ha invadido las tierras cristianas y las ha devastado. Estos invasores son árabes y turcos. Han avanzado por el Imperio de Constantinopla hasta el Mediterráneo, hasta el estrecho conocido por el Brazo de San Jorge (…). Los turcos se han llevado cautivos a muchos cristianos; han destruido las iglesias de Dios o las han empleado para sus propios ritos. ¿Qué más hemos de deciros? ¡Escuchad! Los invasores ensucian los altares, circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de la circuncisión sobre los altares o las pilas bautismales. Guardan sus caballos en las iglesias, que ya no son consagradas al servicio de Dios. Ahora los turcos torturan a los cristianos, cubriéndolos de flechas u obligándolos a arrodillarse y a inclinar la cabeza para ver si sus guerreros pueden cortarles el cuello con un solo golpe de su espada. ¿Qué vamos a decir de las violaciones de las mujeres? Hablar de ello es peor que permanecer callados. Vosotros caballeros, estáis llenos de orgullo y os lanzáis contra vuestros hermanos ¿Es éste el modo de servir a Cristo? Digamos la verdad, aunque nos avergüence. Esta no es forma de vivir. Si queréis salvar vuestras almas tenéis que cambiar de proceder. Marchad a la defensa de Cristo. Vosotros que estáis en la lucha constante, haced la guerra a los infieles. Vosotros que sois ladrones, convertíos en soldados. Guerread por una causa justa. Trabajad por una compensación eterna”.
Con gran éxito comenzaron a responder todos al grito de “Dieu le vult!”. Urbano permanecía en silencio, con el rostro levantado. Por todas partes se oían gritos y se agitaban los brazos. Luego el Papa se dirigió nuevamente a ellos pues tenía algo más que decir:
“Cuando dos o tres personas se reúnen en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”. Si Dios no hubiera estado en el espíritu de todos vosotros no habríais gritado así. Por lo tanto, os digo que Dios os ha inspirado ese grito. Y ese debe ser vuestro grito de guerra. Cuando marchéis contra el enemigo, decid: ¡Dios lo quiere! Y más aun, todos los que realicen el viaje deben llevar una cruz sobre su cabeza o pecho. Dejad que el rico ayude al pobre. Que no os detengan las riquezas, ni el amor a vuestros familiares. Recordad el Evangelio: “Todo aquel que por Mi causa abandone casa, hermanos, padres, esposa, hijos o tierras, recibirá cien veces más y gozará de la vida eterna”. Poneos en marcha hacia el Santo Sepulcro; arrancad aquellas tierras del poder de la raza maldita y guardadlas para vosotros… Jerusalén… Allí murió Cristo por nosotros; allí fue enterrado. Y en el sepulcro continúa realizándose el milagro anual. Pues –os digo lo que bien sabéis– todos los años, durante la Pasión, las lámparas se encendían sin intervención humana en la oscura iglesia. Y ahora, solo unos cuantos han presenciado el milagro; las lámparas continúan encendiéndose milagrosamente. Esto debe servirnos de estímulo ¿Quién tendrá el corazón tan duro que no se conmueva con tan gran milagro? Id y no temáis. Vuestros bienes quedarán a salvo, y arrancaréis al enemigo tesoros aun mayores. No temáis morir donde Dios ha muerto por vosotros. Si alguno muere durante el camino o en su lucha, le serán perdonadas sus culpas. No temáis la tortura, pues con ella ganaréis la corona del martirio. El camino es corto, la lucha breve, el premio eterno”[5].
De aquí vino la denominación de “cruzados”, o “señalados con la cruz”. Porque no fue sino el signo de la cruz el que guiaría a aquellas falanges. Después de la conquista de Jerusalén, la Vera Cruz los precedería en los combates; y el canto de guerra de los cruzados sería un himno litúrgico referido a la cruz, el Vexilla Regis prodeunt, que se entona en las Vísperas de la Pasión y en las fiestas de la Cruz, compuesto cuatro siglos atrás por Fortunato, el obispo poeta.
El grito de guerra que atronara en Clermont se propagó por toda la Cristiandad, desde Sicilia a Alemania y desde España hasta la lejana Escandinavia, con una capacidad de convocatoria que superaría incluso las previsiones del Papa, y se mantendría en el aire por lo menos durante dos siglos. “Vióse a muchos hombres –dice Michelet– asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así los barones abandonaron sus castillos, los aldeanos sus campos, para consagrar sus esfuerzos y su vida a preservar de sacrílegas profanaciones aquellos diez pies cuadrados de tierra que habían recogido, durante unas horas, el despojo terrestre de su Dios”.
Y así la Cristiandad se puso en marcha, abriéndose una página admirable de su historia. Según Régine Pernoud, las Cruzadas representan uno de los puntos culminantes en los anales del medioevo, una aventura única en su género, llevada a cabo por voluntarios procedentes de todos los pueblos de Europa, al margen de cualquier organización centralizada[6].
[1] Seguimos principalmente aquí a Alfredo Sáenz, La Cristiandad y su cosmovisión, 228-247.
[2] Propiamente su dominio se extendía a una gran superficie comprendida en el cuadrilátero Siberia, Afganistán, Mar Caspio y Turkestán.
[3] La mayor parte de los armenios sobrevivientes se fueron a Capadocia, donde establecieron una nueva Armenia que más tarde se haría presente durante el transcurso de las Cruzadas.
[4] Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Luis de Caralt, Barcelona 1956, 496.
[5] Cfr. Harold Lamb, Historia de las Cruzadas (2 vol), Juventud Argentina, Buenos Aires 1954; las cursivas son nuestras. El discurso de Urbano está tomado de los extractos de cuatro cronistas, probablemente ellos lo oyeron en Clermont en lengua vernácula y luego lo tradujeron al latín. Para hacerse una idea gráfica de las Cruzadas, recomendamos los hermosos grabados de Gustave Doré, en Las Cruzadas (Ilustraciones), Edimat, Madrid 2005, pp. 208.
[6] Régine Pernoud, Los hombres de las Cruzadas, Swan, Madrid, 1987, 13.
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