¿El hombre proviene del mono? ¿hay evidencia científica?
A veces, el antropólogo con su hueso,
se vuelve tan peligroso
como un perro con el suyo”.
G. K. Chesterton
Hasta el siglo XIX, la creencia de que el hombre venía del mono era totalmente impensada. Si nos adentráramos en las culturas antiguas encontraríamos allí infinidad de mitos y tradiciones orales que nos hablan de una creación realizada a partir de un Ser Supremo y al hombre hecho en cierto “estado de perfección”. Solo basta recordar la más importante de las culturas occidentales, como fue la greco-latina, para saber cuál era el pensamiento al respecto.
La gran cosmovisión griega, cuna de la cultura occidental, representó siempre al tiempo como un ciclo cerrado que iba repitiéndose regularmente por medio de la metáfora de los metales: la historia (para ellos) era circular, pero el ciclo no era homogéneo sino cualitativamente heterogéneo: había una edad de oro, luego una de plata, una de bronce y una de hierro que se repetían indefinida y necesariamente.
Era la edad de oro la mejor edad, en la que los hombres convivían con los dioses y con el Dios supremo, Zeus, a quien los romanos llamaban pater hominumque deumque (“padre de los hombres y de los dioses”). Fueron los poetas griegos y latinos los que mejor le cantaron al origen del hombre; baste para esto recordar el ciclo Troyano del gran Homero o el De los trabajos y de los días de Hesíodo, o la misma Eneida del inmortal poeta Virgilio. Hasta el famosísimo Platón (s. V a. C.), en su diálogo inconcluso acerca de La Atlántida, habló acerca de una creación inicial en perfección y el gran Diluvio que sobrevino por la desobediencia primera.
En fin: los ejemplos sobre una edad primordial en la que el hombre era “más hombre” (incluso que ahora) serían infinitos y podrían verse en innumerables épocas, culturas; es decir, el hombre para los antiguos, no solo no venía del mono sino que, a medida que se iba yendo hacia atrás en la historia era superior a los “hombres modernos” por su cercanía con la divinidad creadora.
Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que, por razones ideológicas, se comenzase a divulgar la hipótesis acerca del origen simiesco de la humanidad. A partir de la noción de “progreso” indefinido, heredero del iluminismo francés y de la revolución industrial, el hombre también debía “progresar”; si lo hacían las máquinas: “¿por qué no podría haberlo también el hombre?”, se preguntaban.
Y así, a fuerza de repetición, se ha venido grabando esta supuesta verdad de que “el hombre viene del mono”. Tanto se ha repetido que terminó por convertirse en uno de los “dogmas” de la “ciencia moderna”.
Vamos a intentar ahora y de modo muy escueto, resumir los supuestos “descubrimientos” en los cuales se basa la “antropología moderna”; de este modo trataremos de ver si nos convence la idea que de nuestros antepasados se alimentaban a fuerza de comer… bananas.
Pero antes una aclaración.
Ha sido sin duda Charles Darwin quien planteó por vez primera en su obra El Origen del Hombre que el ser humano provenía de los simios y, más concretamente, de los del viejo mundo; con el tiempo, decía, el simio habría ido evolucionando hasta llegar a un estadio pre-humano y post-simiesco, estadio que se vería reflejado en la figura de varios medio-hombres que sería el “eslabón” entre lo previo y lo actual que somos. Eslabón que, paradójicamente se “ha perdido”…
Decíamos que valía la pena una aclaración y es esta, es decir, que antes de entrar específicamente en tema y a manera de premisa fundamental, es necesario destacar que cualquier hipótesis sobre el origen del hombre es necesariamente extra-científica o para-científica. Es decir que, por la naturaleza misma del caso, escapa por completo al método riguroso que supone observación y reproducción experimental de los fenómenos bajo estudio. Esto no significa, por cierto, que no podamos abordar el tema con ayuda de datos y razonamientos de orden científico; pero sí es importante que se comprenda que cualquier hipótesis[1] sobre el origen del hombre y de la vida en general, no puede ser otra cosa que un postulado que sirva como modelo para explicar una serie de datos.
Hecha esta aclaración recordemos ahora que todos los esfuerzos de los investigadores creyentes en el origen simiesco del hombre, se han dirigido en los últimos cien años a buscar el famoso “eslabón perdido” entre el mono y el hombre. La conclusión es sencilla, para ellos: al encontrar restos fósiles con caracteres intermedios entre el mono y el hombre quedaría “probado” que este desciende de aquel.
Como es imposible aquí analizar gran parte de los hallazgos fósiles, hemos seleccionado solo los más importantes que resumen, en gran medida, la historia del tema[2].
El hombre de Neanderthal
El primero de los fósiles “humanos” descubierto fue el famoso Hombre de Neanderthal el cual, si bien ha perdido hoy en día bastante de su antiguo interés, sigue siendo el característico “hombre de las cavernas”[3].
Pero… ¿cómo fue su historia?
Aun cuando el primero de los “neanderthales” se descubrió en Gibraltar en el año 1848, el hallazgo que lo bautizó fue el realizado en el fondo de una cueva en el valle del río Neander, cerca de Düseldorf, Alemania, en el año 1856. Los restos encontrados, que incluían una bóveda craneal, huesos de los miembros y partes de las cinturas torácica y abdominal, debido a ciertas deformidades y tosquedades del esqueleto, fueron interpretados por muchos autores como los de un bruto pre-sapiens, de andar semi-encorvado (parecido a los simios) e incapaz de cualquier actividad cultural o religiosa.
No obstante su capacidad craneal, incuestionablemente humana hizo que muchos antropólogos le atribuyeran instantáneamente las características arriba mencionadas. Loren Eiseley, antropólogo de la Universidad de Pennsylvania decía: “Su espaciosa cavidad craneal, no fue obstáculo para que lo rotulara como un bruto y sus características fueron de tal manera alteradas, que sin el más mínimo fundamento, fue descrito como poseyendo enormes y salientes caninos y una apariencia horrible y feroz en el más alto grado”[4]. Pasado el tiempo, este descubrimiento hizo que hasta se introdujese su nombre en nuestro leguaje corriente, empleándose la palabra “neanderthal” como sinónimo de bruto, bárbaro o salvaje.
Los posteriores hallazgos de La Chapelle-aux-Saints, en 1908, no hicieron sino confirmar la impresión de muchos antropólogos respecto de este ser “sin el más mínimo rastro de preocupaciones estéticas o morales…; de aspecto brutal…; que acusa el predominio de las funciones puramente vegetativas o bestiales sobre las cerebrales”, como decía el antropólogo francés Marcelline Boule, en su clásica descripción de los fósiles[5].
Aun en la actualidad es posible observar en museos, series televisivas y publicaciones de distinto tipo (y especialmente en manuales escolares), modelos de “Hombres de Neanderthal”. Se los representa a la entrada de su caverna, en actitud semi-encorvada, con los cabellos desgreñados, una expresión feroz y estúpida en la mirada, el torso peludo y –cuando tuvo suerte– a una mona-hembra tirándola por los pelos e introduciéndola en su amorosa caverna nupcial.
Los sesudos estudios de algunos curiosos dieron resultados distintos a los del “establishment” antropológico: David Pilbeam, por ejemplo, antropólogo de la Universidad de Yale, dijo en relación a este tema: “Durante algún tiempo se creyó que estos neanderthales eran criaturas brutales y sub-humanas, apenas capaces de caminar en posición erecta. De hecho, nada pudiera estar más alejado de la verdad. Fabricaban utensilios de piedra muy complejos, cazaban grandes mamíferos, enterraban a sus muertos con ceremonial y colonizaron Europa Occidental en el agudo frío de la última glaciación”[6].
Aun más categórico en su juicio es el conocido antropólogo Ashley Montagu, quien expresa: “Debido a la falta de los más elementales conocimientos de anatomía, algunas de estas «autoridades» ocupadas en la «construcción» del Hombre de Neanderthal, lo han representado con rasgos grotescos y caminando encorvado. También se ha aseverado a menudo que el Hombre de Neanderthal debía haber sido de poca inteligencia… Todas estas difamaciones son insostenibles (…): caminaba tan erecto como cualquier hombre moderno y a decir verdad tenemos muy buenas razones para pensar que era absolutamente tan inteligente como nosotros”[7].
Pero… ¿qué sucede? ¿De dónde viene tanta contradicción entre los antropólogos?
Los estudios posteriores al hallazgo y realizados con menos apasionamiento determinaron que la columna vertebral semi-encorvada del pobre hombre llamado “de Neanderthal” eran solo el producto de una enfermedad osteoarticular[8] (artritis y raquitismo). Dicha enfermedad no escapó, en su momento, al análisis del ilustre patólogo y antropólogo alemán Rudolf Virchow, quien ya en esa época había cuestionado el atribuir la postura semi-encorvada del H. de N. a una supuesta proximidad genealógica con los simios, señalando precisamente que esta postura era debida al hecho de haber padecido el organismo en cuestión, raquitismo en su niñez, seguido por artritis en la vejez[9].
Uno de los principales responsables de esta “monización” en vistas de hacer del pobre raquítico al “eslabón perdido”, fue el famoso antropólogo francés Marcelline Boule quien “guiado por sus ideas preconcebidas (…) se dedicó a destacar todo lo que era primitivo, bruto y simiesco del esqueleto. Incluso ni siquiera se dio cuenta de que en este caso concreto, el viejo (H. de N.) había padecido sin duda alguna artritis severa”[10], como observaba agudamente su colega, Richard Leakey
Además, podríamos preguntarnos también por qué otros “hombres neanderthales” cuya datación es anterior al primero que se halló de los dos, tenían rasgos aun más “humanos” que aquel, como los encontrados en Ehringsdorf, Saccopastores, Monte Carmelo, por citar solo algunos; estos son cronológicamente más antiguos que los neanderthales clásicos y más “humanizados” que aquel.
Pero siguiendo con el fósil que nos ocupa, el doctor Arthur Custance señaló respecto de la mandíbula hallada, que habría tenido un esfuerzo masticatorio excesivo, lo que le habría ocasionado el agrandamiento de la mandíbula y el aplanamiento de la frente[11]. Además, la adaptación al clima frío, en ausencia de vestimenta o vivienda adecuadas, podría también explicar los cuerpos bajos pero fuertes y las piernas relativamente cortas del Hombre de Neanderthal[12] (con solo dar un ejemplo podríamos observar a los esquimales y compararlos con los africanos para pensar que estamos frente a seres de diversas especies…).
Como vemos, un caso que se tomó a la ligera (¿intencionalmente?) pero que ha quedado en el “inconsciente colectivo” como una “verdad científica”.
[1] Es importante llamar a las cosas por su nombre; lo de la evolución de las especies es una “hipótesis”, pues no se ha demostrado aún; sus defensores, se desviven por llamarla “teoría de la evolución”, como si ya estuviera comprobada.
[2] Nos valemos en este post de la juiciosa obra del médico argentino Raúl Leguizamón (cfr. Raúl Leguizamón, Fósiles polémicos, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2002, 160 pp.) que resumimos aquí. Tanto las citas utilizadas como el modo de aplicarlas, corresponden a este opúsculo; véanse también del mismo autor La ciencia contra la Fe, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2001; 52 pp. y En torno al origen de la vida, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2001, 140 pp.
El Dr. Raúl Leguizamón se doctoró en medicina en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Cursó además estudios en universidades de EE.UU., Alemania y Japón. Durante veintidós años ejerció como anatomopatólogo del Hospital San Roque, de la ciudad de Córdoba, de cuya Comisión de Bioética fue miembro. Ha sido docente de Histología, Embriología y Genética y de Anatomía Patológica en la Universidad Nacional de Córdoba, y desde el año 2003 dirige el Instituto Creacionista de la Universidad Autónoma de Guadalajara (Méjico). Ha dado conferencias y publicado libros sobre temas de su especialidad, destacándose en particular por denunciar los errores del evolucionismo en cualquiera de sus modalidades, incluida la sedicente católica.
[3] En algunos libros se cita “Neardenthal” en vez de “Neanderthal”; hemos seguido la transcripción más común.
[4] Loren Eiseley, “Neanderthal Man and the Dawn of Human Paleontology”, The Quarterly Review of Biology, Vol. 32 Nº 4 (diciembre 1957) p. 328.
[5] Marcelline Boule, “L’Homme de la Chapelle-aux-Saints”, Annales de Paleontologie, T. VI-VIII, p. 260. Citado por Andérez V., “Hacia el Origen del Hombre”, Univ. Pontificia, Comillas, Santander, 1956, p. 90.
[6] David Pilbeam, El ascenso del hombre, Ed. Diana, México, 1981, p. 210.
[7] Ashley Montagu, Man: His First Million Years, Signet Science Library, 1962, p. 58. Citado por B. Davidheiser, Evolution and Christian Faith, Baker Book House, Michigan, 1969, p. 333.
[8] Cfr. William Sraus y J. Cave, “Paleontology and the Posture of neanderthal Man”, The Quarterly Review of Biology, Vol 32, Nº 4 (diciembre 1957) p. 359.
[9] Cfr. Richard Leakey, La formación de la humanidad, Ed. del Serbal, 1981, p. 148.
[10] Ibidem, p. 150.
[11] Arthur Custance, “The Influence of Environmental Pressures on the Human Skull”, Doorway Papers Nº 9, Otawa, 1957, pp. 11 y 14.
[12] Cfr. Richard Leakey, op. cit., p. 151.
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