Tomás de Anchorena y su teoría sobre la eman­cipación. Por Julio Irazusta

Tomás de Anchorena

y su teoría sobre la eman­cipación*

Artículo de Julio Irazusta

 

Ante todo, el 9 de julio de 1816 nos da una lección de política. Nos enseña que las resoluciones, las decisiones trascendentales, las aparentemente más difíciles de adop­tar por las dificultades que presenta su realización, se toman esperando contra toda esperanza llevarlas a cabo en los momentos menos indicados, cuando el cumplimien­to del deber se exalta hasta el heroísmo-

La situación en que los congresales de Tucumán de­cidieron el acontecimiento era la más inadecuada. Varias otras ocasiones mejores tuvieron las Provincias Unidas para declarar su independencia de España y no las apro­vecharon. Y ahora, el 9 de julio, la política mundial, de favorable que fuera hasta entonces para la emancipación del país, se había vuelto contraria. Sin embargo los dipu­tados de nuestros pueblos, dando pruebas de una entereza nada común, desafiaron esas circunstancias adversas. De haber tenido ellos la cautela de la Primera Junta, la eman­cipación no se habría votado en 1816.

En 1810, el momento era propicio para una política más audaz de la que se siguió. España estaba comprometida desde hacía ya varios años en una tremenda lucha con Napoleón Bonaparte sin más aliado que la gran isla impe­rial siempre deseosa de conquistarnos o de favorecer en lo que pudiera —que resultó muy poco— nuestra emanci­pación. Y cuando una madre patria se halla en un apuro terrible, es que las colonias rompen los lazos violentos que las mantienen en sujeción.

Pero en 1816 España se hallaba en situación comple­tamente distinta de aquella que aprovechamos para dar­nos nuestro primer gobierno central propio, deponiendo a Cisneros. Hacía un año que Napoleón había sido vencido definitivamente, y que las fuerzas de la península, aguerri­das por la titánica lucha, no teniendo que hacer frente a ningún peligro de guerra en una Europa recién pacificada, podían ser enviadas a sofocar la insurrección en Sudamérica. Así lo había ya en parte ordenado Fernando VII, logrando restablecer su dominación en casi todo nuestro continente.

Las armas españolas de América, vigorizadas por esos nuevos contingentes, habían repelido el avance de nuestro ejército llamado del Alto Perú, derrotándolo en Venta y Media y Sipe-Sipe, batalla esta última que pareció el golpe de gracia asestado a la revolución americana y que fue celebrada con tedeums en todas las catedrales de la monarquía, hecho sin ejemplo desde San Quintín, ganada hacía tres siglos por Felipe II sobre los franceses. Y el 6 de enero de 1816, la vanguardia realista ya estaba en Suipacha, y la retaguardia patriota se retiraba a Humahuaca, es decir dentro de los actuales límites del país. La amenaza de una invasión era inminente. Y el congreso estaba convocado para sesionar cerca de la frontera ame­nazada.

Como si eso fuera poco, la situación interna era tan apurada como la externa. El caudillo Güemes había obsta­culizado al ejército del Alto Perú cuando éste volvía a Salta perseguido por los españoles. Y los rozamientos acababan de evitarse por el convenio Rondeau-Güemes cuando el Congreso de Tucumán inauguró sus sesiones el 24 de marzo de 1816. En Santa Fe, el viejo conflicto entre el caudillismo provincial y el centralismo porteño seguía en pie, sustrayendo a la lucha contra los españoles pre­ciosos contingentes de ambos bandos contendientes en la guerra civil. Y la situación de Santa Fe no era sino una de las consecuencias resultantes de la política seguida por los gobiernos centrales en la Banda Oriental, donde los portugueses habían entrado con la anuencia de los repre­sentantes oficiales del Directorio, quienes veían en esa invasión la única manera de acabar con la oposición auto­nomista de Artigas y sus correligionarios de la Banda Occidental del Paraná.

Almas menos bien templadas que las de los congresales habrían desmayado ante semejante cúmulo de difi­cultades. Por eso mismo, el temple que demostraron al declarar la independencia debe servir de eterno ejemplo para los hijos de la nación que ellos fundaron. Si la inde­pendencia declarada en el peor momento de la vida del Estado se mantuvo, no hay dificultades presentes o futu­ras que el pueblo capaz de esa su primera empresa como nación independiente no pueda vencer, siempre que se lo proponga con el heroísmo de 1816. Las naciones se conservan por el modo cómo se hacen. Y el 9 de julio de 1816 nos está indicando el procedimiento a seguir el día X de nuestro siglo que los peligros de un mundo otra vez revuelto casi universalmente nos amenacen de nuevo.

La humilde sala donde se declaró la independencia nos enseña que no se necesitan palacios de congresos lujosos, monumentales, para tomar las resoluciones que hacen famosos a los países; que la grandeza política no se mide por el tamaño material de las naciones; y que el heroísmo, con toda la complejidad de facultades intelec­tivas y volitivas que comporta, basta para hacer que los David triunfen de los Goliath.

La independencia es una creación continua. En el terreno de la política mundial jamás se puede decir: ya somos definitivamente libres; descansemos sobre los lau­reles conquistados. Para que “Sean eternos los laureles que supimos conseguir” es preciso regar continuamente la planta con la sangre del heroísmo militar o el sudor del heroísmo civil, según las circunstancias. Piénsese por un momento en las vicisitudes de Italia y Alemania, antes grandes imperios mundiales, después sometidas durante siglos a otras soberanías, a soberanías extranjeras; y ahora renacientes en su unidad y en su poderío reconquistado. En las vicisitudes de Bohemia y Polonia, largo tiempo avasalladas por vecinos codiciosos, volviendo a la existencia después de siglos, y perdiéndola o a punto de perderla como si nos halláramos en la época de los ignominiosos repartos dieciochescos.

El argentino, pues, al pensar en los próceres que le dieron independencia, en vez de abrir la boca y cerrar los ojos en beatífica admiración, debe fijarse en el significado de aquel alto ejemplo, en la constancia, en la fortaleza, en la inteligencia con que aquellos hombres supieron dirigir la barca en medio de la tormenta y llevarla al seguro puerto de una soberanía conquistada por medios propios, sin ayuda de extraños.

A ese efecto, nada mejor que la lectura de sus escri­tos en ocasión de las fiestas patrias.

Agregando al precepto el ejemplo, quiero dedicar un poco de atención a un texto poco difundido y nada comen­tado de uno de los firmantes del Acta de la Independen­cia: el doctor Tomás Manuel de Anchorena.

En una carta sin fecha publicada por Adolfo Saldías en el Apéndice de La evolución republicana, en que el ex secretario de Belgrano explica a su primo Juan Manuel de Rosas el asunto de las ideas monárquicas de los congresales de Tucumán, se lee lo siguiente: “Vsd. sabe que… se estableció por nosotros el primer gobierno patrio a nombre de Fernando VII, y que bajo esta denominación, reconociendo por nuestro rey al que lo era de España, nos poníamos sin embargo, en independencia de esta nación, que consideraba a todas las Américas como colonia suya; para preservarnos de que los españoles, apurados por Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos pavo de la boda. También le exigimos, a fin de aprovechar la oportunidad, de crear un nuevo título para con Fernando VII y sus legítimos sucesores, con que poder obtener nuestra emancipación de la España, y que considerándosenos una nación dis­tinta de ésta, aunque gobernada por un mismo rey, no se sacrificasen nuestros intereses a beneficio de la Penín­sula española”.

Dejemos de lado la historia del proceso que llevó a los hombres animados de esos propósitos del 25 de mayo de 1810 al 9 de julio de 1816. Fijémonos en los conceptos subrayados.

En ellos, más que en todos los otros desarrollados por la historiografía, se puede ver la causa esencial de la independencia argentina. Son, en efecto, cada día más discutidas las viejas explicaciones sobre la tiranía españo­la y sobre la exclusión de los criollos de los empleos públi­cos. Pues examinados los hechos con mayor serenidad, se ha advertido que casi todos los criollos promotores de la independencia pertenecían a los cuerpos del Estado, tenían mando de tropa, desempeñaban funciones admi­nistrativas o judiciales, llenaban el foro; habiendo muchos de ellos estudiado en España, como San Martín en el Seminario de Nobles, con becas del Estado español. Y esa situación no podía provocar un resentimiento tan gran­de como para causar los anhelos de emancipación.

Cierto, las ideas liberales de algunos precursores pudieron influir en el movimiento que llevó a la indepen­dencia. Pero no de modo decisivo. Porque ellos no eran muchos. Y una revolución como la de mayo a julio no se hace solamente con ideales, sino también con intereses, y con los intereses del mayor número, es decir del pueblo tomado en todos sus aspectos, de minoría ilustrada y masa popular, de hombres en posición oficial y particulares voluntarios.

Esos intereses, tan generales que pueden mover a todas las clases de un país a una revolución colectiva, se hallan en la explicación del doctor Anchorena. Pues la costumbre que había adoptado el imperio español en decadencia de hacer de América su moneda de cambio en Europa, de negociar regiones americanas para colocar a los príncipes segundones en Estadillos europeos, era ominosa para los habitantes de estos distritos imperiales, sin distinción de españoles y criollos. Y en esta situación el deseo de emancipación estaba latente, reprimido sólo por el sentimiento de la lealtad de poblaciones nobilísimas que, como dice Alberdi, habían disfrutado tres siglos de profunda paz bajo el régimen español.

La convulsión de la península ibérica por la invasión napoleónica, con los peligros señalados para América, en la carta de Anchorena, debían provocar la crisis de aquella situación, y poner a los colonos rioplatenses en el camino que los llevaría a emanciparse.

Destacada esa causa de la emancipación, resta señalar un contraste notable entre las Américas del Norte in­glés y del Sur español.

Es error muy común decir que la capacidad de gobierno que tenían las colonias del imperio británico era superior a la de nuestros virreinatos. Y sin embargo, nada más discutible e improbable.

El manejo de la política internacional es la piedra de toque para juzgar aquella facultad en los pueblos. Ahora bien, no se dice sino la más deslumbrante verdad al afirmar que las colonias inglesas de Norteamérica no tenían ni sospecha de su interés nacional o regional, du­rante la lucha decisiva por el predominio continental entre Francia e Inglaterra que ocupó todo el siglo XVIII; mientras el Virreinato del Río de la Plata hizo por sí mismo, por resolver su problema vital, mucho más de lo que haría la madre patria y de lo que haría el Estado argentino como nación independiente.

Detengámonos algo en la comparación. Es sabido que hacia mediados del siglo XVIII en América del Norte había, además de las colonias inglesas de la costa del Atlántico y de las españolas del Golfo de Méjico y del Golfo de California, las colonias francesas del Canadá y la Luisiana, siendo la parte más chica la de las primeras. Los florecientes establecimientos anglosajones, cuyo de­sarrollo era pujante, se ahogaban entre el mar y las dos corrientes colonizadoras francesas, la del Mississippi y la del San Lorenzo, que ya se habían dado la mano en esa época. De la región de los grandes lagos al mar Caribe, la Luisiana ocupaba la mitad de la faja de tierra compren­dida entre el Mississippi y el Atlántico. De modo que el problema vital de la diplomacia de los colonos anglo­sajones de Norteamérica, sin cuya solución el ulterior desarrollo de los Estados Unidos como nación indepen­diente habría sido impensable e imposible, era el de rom­per el cerco levantado por los establecimientos franceses.

El Foreign Office lo vio. No así los gobiernos locales de las colonias, cuya facultad de autogobierno es tan acep­tada. Y por eso es que: 1. Los colonos participaron apenas en las luchas por el predominio en Norteamérica y en la hora del triunfo se negaron a pagar parte de los gastos de la guerra, siendo esa negativa una de las causas de la emancipación, pues el tan discutido impuesto sobre el té era lo menos que Inglaterra podía pedirles a los colonos por el servicio que les había prestado; y 2. El triunfo contra los franceses no se logró en Norteamérica, sino en Europa, donde la monarquía de los Luises, en plena decadencia, con malas finanzas, nada podía hacer por sus bravos colonos de América y de la India, y con malos generales perdía las batallas que le daban a lord Chatham motivo para decir que las colonias se conquistaban en el Rhin.

Muy otro era el cuadro en la América del Sur. Aquí eran los colonos quienes comprendían el problema vital del Virreinato del Río de la Plata, y la metrópoli la que lo desconocía, o no podía hacer nada por resolverlo. España, como Francia, perdía en Europa girones de su patrimonio imperial. Y por más que los colonos se defen­dieran, estaban a la larga destinados a fracasar, a no ser que presentándoseles la ocasión, como sucedió, optaran por emanciparse. Varias veces el Estado rioplatense, es decir el virrey español secundado por las masas criollas, logró desalojar a los portugueses de la Banda Oriental; y varias veces la metrópoli, al hacer la paz, mandó resti­tuir las posesiones reconquistadas sobre el invasor, convir­tiendo a nuestro país en un verdadero Sísifo. Esa expe­riencia fue la que, al producirse la invasión napoleónica en España, en 1808, dio a los rioplatenses —como por otra parte al resto de los hispanoamericanos— el temor de ser el pavo de la boda, el óbolo con que los ineptos Bor­bones peninsulares compraran la paz. Y la que a la larga vendría a ser la causa más importante entre las que produjeron la emancipación sudamericana.

La historia de cómo se convirtió la situación, demos­trando los estadistas norteamericanos del Estado indepen­diente infinitamente mayor comprensión del problema internacional de su nación que los argentinos, es muy interesante. Pero no se puede hacer en poco espacio. Y daría materia para otro artículo.

 

Sépase que la única manera de, no ya restablecer el contraste que nos favorecía sino de aspirar a establecer un equilibrio en el dominio del self-government, con quienes unas veces fueron inferiores a nosotros y después fueron superiores, es estudiar la obra, los métodos, las ideas, la acción de aquellos antepasados nuestros de la época privilegiada. De los que, por otra parte, dieron la mejor prueba de su capacidad política, en los terrenos intelectual y moral, fundando la independencia entre el 25 de mayo de 1810 y el 9 de julio de 1816.

Dr. Julio Irazusta

 

* Diario La Capital, Rosario, 9 de julio de 1939.

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