APOSTILLAS A LAS «RETRACTACIONES» DE A. ÁLVAREZ VALDÉS Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

Post post: nos indica un lector que Álvarez Valdés solicitó en 2019 el pedido de «reducción al estado laical» y el mismo le fue concedido por ala Iglesia en Marzo de 2020.

APOSTILLAS

A LAS «RETRACTACIONES» DE A. ÁLVAREZ VALDÉS

Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

Revisa Eclesiástica Platense (Oct-Dic 2008), 797-838

 1 – ILUSTRES PREDECESORES

Todo maestro, teólogo, predicador, catequista en el seno de la Iglesia católica, ha de estar dispuesto a adoptar la disposición de ánimo, con la que San Pablo, advirtió: «No nos predicamos a nosotros mismos» (II Cor 4, 5).

En el mismo espíritu Orígenes anhelaba: «Quisiera ser un hijo de la Iglesia, no ser conocido como el fundador de alguna herejía, sino llevar el nombre de Cristo… Este es mi deseo: que tanto mi espíritu como mis obras me den el derecho a ser llamado cristiano. Si yo, que a los ojos de los demás soy tu mano derecha, yo que llevo el nombre de cristiano y tengo por misión anunciar la Palabra, si llegara a cometer alguna falta contra la enseñanza de la Iglesia o contra la regla del Evangelio, llegando así a ser un escándalo para la Iglesia, entonces, que la Iglesia entera, por una decisión unánime, me cercene a mí, que soy su derecha y me arroje lejos de ella»[1].

Agustín, llevado por igual ansia de servir a la Esposa de Cristo y no tanto al propio prestigio, al fin de sus días sometió a rigurosa criba su obra ingente, porque no quería, en lo más mínimo, que alguna de sus posturas dañara la recta doctrina y la fe de sus lectores. Fruto de tal revisión fueron sus «Retractationes», donde reconoce que ha escrito obras no logradas, que han fallado alguna vez en su objetivo, a las que considera, con toda honestidad, como «oscuras, complicadas e insoportables»[2].

También en tierra argentina, recientemente, ha tenido el valor de ofrecer sus enmiendas a muchas de sus tesis el prolífico biblista de Santiago del Estero, A. Alvarez Valdés[3].

Dada la notoria difusión de sus ágiles artículos, que se han propuesto allegar al público creyente en general los más recientes avances de la investigación bíblica y habiendo deslizado en muchos de ellos puntos de vista, que podían inducir a confusión al común de los fieles, amonestado por sus superiores, ha ofrecido al público una lista de rectificaciones a algunos de dichos enfoques exegético – teológicos.

2 – A mitad de camino

Así y todo, a quien esto escribe y a muchos otros, no nos parece adecuado el estilo adoptado por el autor, ya que limitándose a demasiado escuetas proposiciones, permanece la duda de si estaría asimismo dispuesto a revisar otros elementos estrechamente unidos a los que ahora rechaza.

Porque el medio elegido es poco apto para contrarrestar exposiciones anteriores del mismo autor, más amplias, locuaces y provistas de referencias bíblicas, aportadas como agua para su molino.

La misma formulación de las correcciones, que presenta, llama poderosamente la atención. Porque, al exponer sus anteriores posturas, que ahora declara erradas, abunda en detallar las motivaciones en que pretendía apoyarse, mientras que los correspondientes repudios y doctrinas que ahora admite, son presentados de modo seco, cortante, cual afirmaciones gratuitas, bajo el ala de lo que enseña la Iglesia, pero carentes de fundamento alguno[4].

Por eso, al no encarar ahora expresamente las ramificaciones, previamente admitidas, de las ideas que dice repudiar al presente, puede uno todavía preguntarse con perplejidad: «¿Mantendrá aún tales consecuencias, que permanecen latentes en sus demasiado sucintas declaraciones actuales?». Además, según consta por la «Oficina de Prensa del episcopado de Santiago del Estero»: «Dichas retractaciones serían publicadas (por AAV) a condición de incluir una mención expresa que se efectúan por pedido explícito de la Autoridad Eclesiástica»[5].

Entonces, sin ese requisito, ¿habría seguido manteniendo sus perspectivas, aplaudidas sí por muchos, pero no menos desorientadoras para tantos otros? ¿No indica tal actitud que se mira a la autoridad eclesiástica sólo para evitar sus posibles condenas y no tanto para acompañarla en su ya difícil tarea pastoral, cuando todo el mundo se confabula para denigrarla y ridiculizarla?

3 – Hacia una ampliación del contexto[6]

Expuestas las premisas, pasamos ahora revista de las declaraciones brindadas por AAV.

A) Yo había afirmado que a Dios no le agrada el sufrimiento del hombre que no lo manda ni lo permite directamente, porque Dios salva mediante el amor y no mediante el dolor. Y que jamás puede entrar en la voluntad de Dios algo que pueda hacer sufrir al hombre.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia católica, de que el sufrimiento tiene un valor salvífico.

Dada la especialidad «bíblica», en la que se maneja el autor, estimamos que debería también haber declarado hasta qué punto «las enseñanzas de la Iglesia Católica» (y la de tantos cristianos, que no pertenecen a ella), están asimismo firmemente basadas en el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Porque, es claro que AAV también debería haber Jif) aclarado su afirmación: «Jesús enseñó que…si alguien se enfermaba no era porque él (Dios) lo hubiera permitido«[7].

Ante todo, siendo Dios providente, a quien nada escapa, habría que endilgarle una incuria bastante grosera, puesto que, en realidad, existe toda clase de males, que le habrían pasado desapercibidos a su amor solícito por el bien de la humanidad.

Si los mismos hombres sabemos sacar el bien del mal[8], ¡cuánto más se las ingeniará Dios para guiarnos «per crucem ad lucem»! Pero, fuera de las profundas y luminosas cavilaciones de Padres de la Iglesia, teólogos y filósofos, está el riquísimo acervo de las Sagradas Escrituras, que se ve ha tratado muy selectivamente AAV, respecto a este tema, tan crucial para nuestra fe y vida cristianas.

Sin duda, al referirse a Jesús, quien, según AAV, habría mantenido que «si alguien se enfermaba, no era porque Dios lo hubiera permitido», está pensando en Jn 9,1- 3, donde el divino Maestro corrige la opinión de los discípulos sobre el ciego, nacido así, según ellos, o por pecados propios o los de sus padres.

La respuesta de Jesús, excluye solamente que todo mal tenga que manifestar un carácter de castigo por algún pecado en quien lo sufre o en sus antepasados, pero claramente expone después la verdad sobre la permisión de aquella situación desgraciada, en vistas un concreto bien mayor: «Nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios» (ibid., v.3)[9].

En análoga perspectiva, como nuclear y lo más digno de tener presente, después del primer viaje apostólico, Pablo y Bernabé: «Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hech 14,22).

Es posible recoger un amplio ramillete de pasajes, en los que es más que evidente esta doctrina: «Sufren para corrección de Uds. Como a hijos los trata Dios. ¿Y qué hijo hay a quien su padre no corrija? Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto» (Hebr 12, 7-11).

«Aunque sea preciso que todavía por algún tiempo sean afligidos con diversas pruebas a fin de que la calidad probada de su fe, más preciosa que el oro perecedero, que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza» (I Pe 1, 6 – 7).

«¿Qué gloria hay en soportar los golpes cuando Uds. han faltado? Pero, si obrando el bien soportan el sufrimiento, eso es cosa bella ante Dios. Pues para esto han sido llamados, ya que Cristo también sufrió por Uds., dejándoles ejemplo para que sigan sus huellas» (I Pe 2, 20 -21).

“Participan en los sufrimientos de Cristo» (I Pe 4,13).

«Los que sufren según la voluntad de Dios» (I Pe 4,19) «Consideren como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sabiendo que la calidad probada de su fe produce paciencia en el sufrimiento» (Sant 1, 2 – 3).

«Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por Uds. Y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

Este gran tesoro de revelación divina, contenido en la Biblia, ha sido profundizado y ordenado en la «analogía fidei» por la Tradición y los grandes teólogos de la Iglesia, aporte indispensable, del que no le es lícito prescindir al exégeta católico, dado que tantas veces la Escritura no organiza sistemáticamente sus datos, si bien, aún en ella se da (frecuentemente de modo implícito) un mutuo trenzado de verdades. Baste recordar la eficacia de la definición acerca del «homooúsios» niceno, para desenmascarar los usos, netamente «bíblicos», esgrimidos hábilmente por Arrio, para negar la divinidad de Jesucristo.

Así, en el tema que ahora nos ocupa, Sto. Tomás de Aquino enseñó sagazmente, que algunos males son queridos por Dios «per accidens» (indirectamente), en cuanto van unidos a algo bueno[10]. De ahí que sea posible distinguir en Dios una voluntad antecedente y otra consecuente (con la que quiere justamente las penas del pecado); también se ha de diferenciar un querer directo y otro indirecto (así quiere el sufrimiento, del que aquí tratamos) y, finalmente no hay que confundir la voluntad, ni siquiera indirecta, con la simple permisión (al pecado no lo puede querer, como medio para obtener un fin bueno; sólo lo permite)[11].

Así, pues, Dios tolera el mal, en vías a conceder un bien mayor.

En cuanto al sufrimiento (que no es pecado), Dios lo quiere, al menos indirectamente, pues metafísicamente hablando, no pudo crear «otro Dios», perfecto como EL lo es. Ha querido hacer participar al orden creado de su bondad, pero dentro de esta disposición concreta de la naturaleza, necesariamente limitada. Allí también ubicó al «homo viator», que todavía no ha alcanzado la patria y, por ende, con todas las privaciones anejas a la situación del caminante. Reiteramos que esta voluntad indirecta al respecto es más que la simple permisión.

Así, antes de la restauración paradisíaca, vislumbrada por Isaías[12], Sto. Tomás, teniendo en cuenta la situación actual de lo creado, observa que el león mata a otro animal para sobrevivir, aunque eso implique sufrimiento para su presa o algún hombre, víctima de sus garras. Tal situación no es sólo permitida por Dios (al modo con que tolera el pecado), sino querida, si bien indirectamente, en cuanto persigue un bien, conectado con dicho mal.

Sea como sea, ignoraremos siempre de qué manera quiere Dios cada sufrimiento concreto o qué beneficio específico busca con tal o cual adversidad.

Semejante ciencia pertenece al secreto misterioso de los planes divinos, a no ser que Dios mismo determine revelarlo de algún modo.

Volviendo a AAV, en coherencia con sus planteos sobre el dolor, negaba que la Pasión de Cristo fuera voluntad de Dios[13]. Sostenía más bien con insistencia que Dios no quería la pasión y muerte de Jesús[14], concluyendo con esta fórmula «hemos sido redimidos no gracias a la pasión, sino a pesar de la pasión»[15].

Ahora bien, creemos que se trata de un punto suficientemente importante, como para ser omitido en sus «retractaciones», como sucede de hecho.

Ya que no puede ser pasado por alto el «es preciso» (déi), que los evangelistas ponen en labios de Cristo, para expresar que su Pasión responde a un plan salvífico divino: Me 8, 31 – 33; Mt 16, 21 – 23; Lc 9, 22; 18, 31 – 33; Hech 3, 18; 13, 27 – 29. Y como compendio de tantos otros lugares: «¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» (Lc 24,26)[16].

Consta, por fin, que todo el Evangelio de Lucas está estructurado por la única subida de Jesús a Jerusalén, indicando que toda su vida terrena se orientaba a la Pasión[17].

Este misterio duro, pero esencial para nuestra vida de fe, ha sido ahondado por toda la Tradición, vivido por todos los santos[18] fue magistralmente expuesto por Juan Pablo II en su encíclica «Salvifici Doloris», de la que ofrecemos sólo su conclusión: «El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la Buena Nueva, sino además la revelación de la fuerza salvadora y del significado salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y luego en la misión y en la vocación de la Iglesia»[19].

Todo lo anterior indica la incansable atención, con que todas las edades de la Iglesia se han prodigado en indagar y hacer fructificar este fecundo misterio. No es posible relegarlo o relativizarlo sólo por la muy buena intención, que anima al autor, de purificar la imagen de un Dios arbitrario y cruel. El objetivo, encomiable en sí, no puede desembocar en la excesiva exclusión del sufrimiento de los planes salvíficos de Dios, renunciando así a iluminar el dolor con sentido cristiano.

Lo cual no implica una resignación pasiva. Porque también el mismo crucificado ha vencido la muerte y el dolor y nos propone un adelanto de la felicidad sin ocaso, en el mandato de socorrer a los necesitados, dar de comer al hambriento, etc.

(Mt 25, 31 – 46). Pero tales obras de misericordia no han de ser confundidas con el «paraíso en la tierra», fantaseado por Marx. No es posible desterrar completamente el sufrimiento de «este valle de lágrimas», por donde ha de transitar el ya mentado «homo viator», que «ha de cargar con su cruz cada día» en seguimiento de Jesús (Lc 9, 23).

Pareciera olvidar AAV que hay situaciones, en que el dolor, al menos de momento, no puede ser evitado con medios humanos. Es entonces cuando nuestra fe cristiana aporta al sufrimiento un sentido profundo, que permite asumirlo y transformarlo en fuente de bendición.

B) Yo había afirmado -sigue corrigiéndose AVV- que Dios siempre hace milagros, pero no suspendiendo ni superando las leyes de la naturaleza, pues estas leyes están bien hechas por Dios, y no hay necesidad de suspenderlas; que Dios cuando hace milagros los hace a través de las mismas leyes de la naturaleza, muchas de ellas desconocidas por el hombre, por eso a veces tenemos la impresión de que éstas se «suspenden». Y que esta explicación no minimiza en absoluto el poder de Dios, al contrario lo afianza y engrandece.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia Católica, de que los milagros, en cuanto superación de las leyes naturales son posibles.

El autor había adoptado, sin más, las clásicas objeciones de los deístas ingleses (Locke, Hume), aclimatadas después en Francia por los «ilustrados filósofos» precursores de la Revolución francesa, Rousseau y Voltaire.

En aparente homenaje al Dios omnisapiente, pensaban que sería atribuir una torpeza intolerable al Creador, si hubiera hecho las creaturas tan desmañadamente, que tuviera después que intervenir de nuevo, para corregir errores imprevistos, debidos a un mal cálculo.

Sin embargo, su idea de Dios, a primera vista tan respetuosa: el Supremo Arquitecto, previsor de todo, que echa a andar un universo perfecto, para retirarse después de su curso, lo encerraba prácticamente en esquemas demasiado estrechos.

Porque, tácitamente admitían que Dios se había agotado en el mundo que había sacado de la nada.

No era posible otro orden superior. Quedaba Dios con las manos atadas, pues ya todo había salido inmejorable.

En cambio, los milagros, para la fe cristiana y en lo que puede comprobar la ciencia, son indicadores de lo ilimitado del poder divino, que nunca podrá quedar exhausto con lo que produce. Entonces, las leyes naturales, impuestas por el mismo Dios, funcionan dentro de un orden, no son omnímodas en todo plan posible.

Por ocultas fuerzas parapsicológicas ciertas personas son capaces de telepatías y de obtener efectos, que el común de los mortales está imposibilitado para producir. Pero, explicar todo lo prodigioso en el orden religioso por ocultos poderes psicológicos, por ejemplo, no es razonable. «En efecto, en muchos casos no sabemos hasta dónde pueden llegar las leyes de la naturaleza, pero sabemos en cambio hasta dónde no pueden llegar… Una tempestad del mar no se calma por sugestión.. . Después de tantos siglos de existencia, la humanidad no ha conseguido cambiar el agua en vino… Jesús lo hizo en un ambiente normal, sin la aplicación de determinados y sofisticados instrumentos que pudieran hacer intervenir causas desconocidas. El único medio que emplea es su voluntad, una voluntad que no puede sugestionar a un elemento inanimado como es el vino»[20].

AAV se ha referido a este tema, al tratar especialmente de las apariciones de la Virgen María, dando así lugar al planteo acerca de la posibilidad de que Dios intervenga en la historia, brindando signos por medio de su Madre o de los santos.

El modo en que el autor negaba que puedan darse dichas manifestaciones, induce a pensar que Dios está incapacitado a otorgar a los hombres esas señales sobrenaturales.

Pero no es posible negar que Dios quiera concederlas, como si estuviera EL impedido de ingresar en la historia humana, o como si no pudiera hacerlo a través de María.

Una vez más, haber omitido esta peculiaridad, en su declaración de enmienda, constituye un despiste mayor, para todo el pueblo cristiano (pasando por Papas, obispos y laicos), dada la innegable devoción que prueba hacia las visitas portentosas de María en Lourdes y Fátima, por ejemplo.

Evidente, que no niega dogma alguno, quien no admita tales visitas sobrenaturales. Pero no dejará de ser temerario, si las descalifica, habiendo la Iglesia confirmado el culto público en tales santuarios y acertado los innegables prodigios, que allí suceden.

Al expresarse el autor al respecto, pareciera que Dios no puede hacer nada, que no sea explicable por las ciencias.

Es cierto que se dan aparentes manifestaciones marianas, especialmente las ligadas a supuestos mensajes, que aportan confusión y requieren un serio discernimiento pastoral. No es menos verdadero que, en este orden de cosas suele haber más de una imprudencia y hasta manipulaciones interesadas de la piedad de la gente.

Pero, si no es posible concebir que los humores (lágrimas, sangre) emanen del cuerpo «glorificado» de María, eso no quita que no puedan ser una señal, que Dios quiera conceder o que deban ser necesariamente una proyección neurótica del hombre, explicable por las ciencias[21].

Análogamente, tampoco Dios necesita «vestirse».

Pero cuando se presenta ante Isaías, con el solo ruedo de su atuendo divino, llenando por completo el santuario de Jerusalén (Is 6,1), se trata de una visión combinada por Dios, para dar a su profeta la idea de su inmensidad.

Nuestro autor, en cambio, afirma que «la ciencia debe explicar de dónde viene el líquido»[22], porque Dios no puede actuar más allá de las leyes naturales y tampoco le es posible suspenderlas, de manera que no podemos hablar de milagro como tradicionalmente lo ha entendido la Iglesia, por ejemplo, en los procesos de canonización[23].

Encima, comete el mismo error que critica, cuando acude a una lectura literalista de Gen 8, 22[24] y Salmo 148, 5 – 6[25], para decir que, según la Biblia, Dios no puede suspender las leyes naturales o actuar más allá de ellas[26]. A partir de estos textos sostiene que hasta los hechos más extraordinarios, que hoy sólo parecen explicables por una intervención divina, serán algún día explicados por las ciencias[27].

Al decir que «la aparición de estigmas y llagas que reproducen las lesiones de la pasión de Cristo, lejos de ser una señal divina o un signo de santidad personal, es más bien una muestra de desequilibrio interior y de neurosis histérica»[28], da igualmente un paso indebido.

Es cierto que ni los estigmas, ni siquiera las obras externas de caridad (I Cor 13,3), brindan certeza sobre el estado de gracia[29], pero eso no implica que siempre las llagas de Cristo en sus santos sean necesariamente muestras de histeria o que los videntes de María sean fatalmente ilusos. Así, consta que Bernadette era una muchacha del todo normal y nada digamos de los ya nombrados Francisco de Asís o el P. Pío.

Por otra parte, el autor sostiene que, si Cristo hubiera resucitado a Lázaro, «no los dejaba libres de creer, iba a obligar a creer»[30], con lo cual olvidó a Lc 16,31: «Si no escuchan a Moisés y los profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán». También desvirtúa la naturaleza sobrenatural del acto de fe, dado que los milagros, por espectaculares que sean, nunca fuerzan la fe, sino que le señalan signos hacia ella.

Los jefes judíos contemporáneos de Jesús, a raíz de la misma resurrección de Lázaro, se decidieron a eliminarlo (Jn 11, 46-53).

Esta tendencia a limitar las posibilidades del obrar de Dios en la historia, aparece como una constante en las afirmaciones de AAV, que se expresa también cuando sostiene que «nadie se va a salvar por convertirse en el último momento»[31], condicionando la libre iniciativa divina y echando al canasto, la «confesión de fe final» del «buen» ladrón (Lc 23, 42-43).

Sobre este asunto en general cabe recordar la Instrucción que, refiriéndose al «método de la historia de las formas», pedía proceder con cautela, ya que algunos autores «llevados por los prejuicios del racionalismo, niegan la existencia del orden sobrenatural y la intervención personal de Dios en el mundo… y la posibilidad y existencia de los milagros»[32].

También sobre este rubro, por lo tanto, parece insuficiente la autocorrección del autor, habiendo esparcido sus reticencias sobre tantas áreas de la fe y devoción cristianas (omnipotencia de Dios, de Jesucristo, apariciones marianas, valor omnímodo concedido indebidamente a las ciencias y leyes naturales).

C) Yo había afirmado que, con las enseñanzas de Cristo, el valor doctrinal del libro de Job había sido superado, pues este libro fue escrito cuatrocientos años antes de la venida de Cristo y su autor no conocía las novedosas enseñanzas de Jesús respecto al sufrimiento. También afirmé que, con las enseñanzas de Cristo, el valor de los diez mandamientos había sido superado, pues éstos fueron enseñados por Moisés para el pueblo judío, mientras que Jesús afirma en el Sermón de la montaña (Mt 5) que los cristianos no deben basarse en los diez mandamientos sino mostrar una conducta superior.

Sin embargo esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia Católica de que con la aparición del Nuevo Testamento, el valor doctrinal del libro de Job o de los diez mandamientos no fue superado (CIC 123).

Nadie negará novedad, superación, plenitud en Jesucristo, su «Nueva Alianza», la Iglesia. Bastaría con rememorar el solemne prólogo de Hebreos, con sus «muchas ocasiones y diversas maneras» propias de los antiguos tiempos de los padres, comparadas con el «tiempo final», en que Dios nos habló por medio de su Hijo (Hebr 1,1-2).

Pero, sólo Marción y desvíos similares declararon perimido al Antiguo Testamento. Es que sin lo anterior y preparatorio no es posible apreciar lo superior y definitivo.

De ahí que el mismo Sermón de la montaña, al que acude AAV, señalando cantidad de innovaciones, no menos declara que «ni una iota pasará de la ley», «a la que (Jesús) no vino a abolir, sino a cumplir» (Mt 5, 17 -18).

Llama, pues, la atención la lectura selectiva, que suele practicar nuestro autor, porque se aprecia en él un insistente procedimiento de atribuir al Antiguo Testamento concepciones erróneas o perimidas, que habrían sido superadas en el Nuevo Testamento y que, por lo tanto, ya no deben ser tenidas en cuenta.

Es cierto que Jesús declaró superada la «ley del talión» (5, 38 – 42), suprimió el divorcio (ibid. , 5, 31 -32), declaró puros todos los alimentos (Me 7,19). Pero jamás se permitió definir como inútil y superada del todo la ley y los profetas, que prepararon su venida.

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Sin mayor matización son, por ende, insostenibles las frecuentes tomas de posición, en AAV, que desentonan con el mismo Nuevo Testamento respecto al Antiguo y con la doctrina de la Iglesia, fiel a Cristo aquí, como en todo su Evangelio.

Por ejemplo: «Los cristianos no debemos emplear el libro de Job para consolar las angustias de nuestra vida, porque como vemos, su respuesta aún es incompleta»[33].

La verdad que, si es por esto, debería también alejarse del uso el Salterio y tantas otras obras inspiradas de la Antigua Alianza.

Piensa asimismo que, según el Antiguo Testamento, «Dios es el que ocasiona los males que hay en el mundo»[34], que los desastres naturales «aparecen como directamente provocados por su omnipotente poder”[35]. Pero no menciona el muy valioso aporte, que aparece precisamente en el crudo libro de las Lamentaciones, donde se enseña que Dios «no humilla ni aflige de corazón a los hijos de hombre» (Lam 3, 32 – 33), con lo cual se pasa del querer directo al simplemente permisivo. Omite, asimismo, la evolución que se aprecia entre II Sam 24, l[36] y I Cron 21, l[37], pudiéndose advertir una creciente atención a las causas segundas.

El libro de ]ob, por otra parte, ha suscitado estupendos comentarios de grandes Padres y teólogos, bastando recordar los «Moralia in Job» de S. Gregorio Magno y la «Expositio in Job ‘ad litteram'» de Sto. Tomás de Aquino.

La actitud de AAV ante el Antiguo Testamento, que podría ser sólo un descuido en el uso del lenguaje, llega a un extremo al afirmar lo siguiente: «Los diez mandamientos quedaron anulados… Los diez mandamientos no son cristianos, son para los judíos pero no para los cristianos. Los cristianos ya tenemos superados los diez mandamientos… Los diez mandamientos son de la época judía, no cristiana. Se hizo después una nueva Alianza que ha venido a anular la antigua Alianza. Esta antigua Alianza ha quedado totalmente descalificada»[38].

Si bien tales proposiciones pueden ser bien entendidas en su contexto, se encuentran expresadas muy reiterada y rotundamente, pudiendo inducir al lector poco formado en Teología Bíblica a pensar que el Antiguo Testamento no tiene valor propio y ha perdido vigencia para el cristiano.

Que «los mandamientos» se compendien en: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rom 13, 9), no significa que hayan sido disueltos.

Tampoco se ha de pasar por alto, fuera de lo equivocada que es tal tesitura respecto a la propia doctrina católica, todo lo que dificultaría el diálogo con el Judaísmo.

Baste recordar cómo se dirigía Juan Pablo 11° a los judíos, reconociéndolos como el «Pueblo de Dios de la antigua Alianza, nunca revocada»[39].

D) Yo había afirmado que los primeros capítulos del Génesis (el relato de Adán y Eva, de Caín y Abel, del arca de Noé) no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, sino que pertenecen a un género literario especial, con el que se pretende transmitir más bien unas enseñanzas sobre el origen del hombre y del pecado en el mundo.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia Católica, de que, no obstante los géneros literarios, estos capítulos contienen relatos históricos[40].

Da la impresión aquí, que el autor se excediera en su celo de revisión de sus propias posturas. Porque es innegable que el género literario de los once primeros capítulos es preponderantemente sapiencial y no histórico, al modo en que esa disciplina es entendida hoy en día y ni siquiera a la manera de libros bíblicos como los de Samuel o Macabeos.

Por lo cual no habría que hablar de «relatos históricos», sino de «hechos históricos relatados bajo una óptica sapiencial».

Que en los once primeros capítulos del Génesis predomine la reflexión casi filosófica sobre tantos aspectos primordiales del universo y el hombre, no quiere decir que estén totalmente ausentes aspectos históricos en tales narraciones. Así como en la Ilíada, tenida en siglos pasados como totalmente mítica y legendaria, pero que, gracias a los trabajos arqueológicos de H. Schliemann en las ruinas de Troya, se comprobó que no era pura imaginación, todo lo narrado por Homero[41].

«Es preciso aclarar el concepto de mito, como es preciso aclarar el concepto de historia. El relato del Génesis no es historia… en el sentido de que sea un reportaje gráfico de los hechos transmitidos por testigos directos… Pero tampoco es mito en el sentido vulgar de la palabra… Mito es una «historia relativa a los dioses». Dado que en Israel únicamente existe un Dios, no parece haber en la Biblia más que rastros atenuados de mitología. Por otro lado… el Dios de la Biblia no tiene historia; sólo existe la historia del mundo y de la humanidad, en la que se realiza el designio de Dios… Podemos decir que hay una influencia en las primeras páginas del Génesis de mitos paganos, pero (esto es lo decisivo) la enseñanza que se da con tales imágenes, tomadas de culturas afines, es totalmente diferente.

El carácter trascendente que tiene el Dios de Israel y la clara y neta distinción entre Dios y la criatura impiden una concepción animista del mundo y conducen a resultados diferentes… A la hora de sopesar el significado de tales pasajes dentro de la mentalidad bíblica, lo que importa es el contenido sustancial de esas verdades y no el ropaje con el que se presentan… El Génesis pretende referir hechos reales, porque, aunque haya llegado a ellos por medio de una reflexión, quiere expresar hechos del pasado que han tenido una influencia decisiva en el curso de la humanidad»[42].

E) Yo había afirmado que el relato de la anunciación del Evangelio de san Lucas, es decir, la narración de un ángel que entra en la casa de María y conversa físicamente con ella, realmente no existió de esa manera, sino que Lucas empleó un género literario especial para contarlo, llamado «relato de anunciación», frecuentemente empleado en otras partes de la Biblia.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia Católica, de que el relato de la anunciación realmente tuvo lugar en la historia tal como lo cuenta Lucas.

Se debería acotar aquí, que las conclusiones del método histórico crítico no tienen derecho a imponerse como única fuente de verdad. Así lo ha expuesto con minucia recientemente el Papa Benedicto XVI en su obra: Jesús von Nazareth.

También tendría que tener presente el autor el principio aplicable aquí: «Analogie ist nicht Genealogie»(analogía no es genealogía), es decir: que haya parecidos entre dos relatos, no significa que uno dependa del otro y haya sido forjado en pura dependencia de su «analogado».

Si así fuera, la derrota de Hitler en Rusia, predominantemente por el «General Invierno » y no tanto por los ejércitos del Soviet, sería pura fábula, dado que es casi la copia de la capitulación de los ejércitos de Napoleón, debida a la misma causa: el feroz invierno ruso[43].

Así, que el relato de la anunciación responda al esquema de un género literario, no implica que los elementos de ese esquema sean completamente ficticios y, por lo tanto, no bastan para negar hasta la posibilidad de la existencia del ángel.

Por otra parte, si el anuncio sobrenatural, previo a la aparición de los grandes personajes bíblicos, fuera una especie de «cliché» tan común, retroyectado en un relato imaginario, sólo para realzar a héroes extraordinarios, es extraño que no funcione constantemente en próceres como Josué, David, Elias, el mismo Abraham. Un caudillo singular, pero para nada a la altura de David, como Sansón, es beneficiado con tal anuncio angélico, mientras que la persona básica de todo el mesianismo no. Señal de que no es cuestión únicamente de «género literario», sino de tradiciones históricas que transmitieron a algunas personalidades como previamente «anunciadas», mientras que a otras no. Además, ¿qué otra cosa es el diálogo entre Isaías y Acaz (Is 7, 10-17) sino un «anuncio de nacimiento»? Por más que el embajador no sea un ángel, no es menos enviado por Dios el profeta Isaías. Ahora bien, allí no hay pregunta u objeción (como la que formula María: Lc 1, 33), para hacer avanzar el diálogo[44], sino una rotunda negativa por parte del rey incrédulo. Aquel suceso no es encasillado en molde literario alguno, que férreamente oriente el diálogo.

Los datos bíblicos, pues, demuestran que no todo hombre ilustre necesita de una notificación previa, de parte de Dios y por medio de ángeles, a sus padres. No se sigue un esquema invariable. Lo cual indica que los autores dan cuenta de tales anticipos sólo cuando la tradición (y la realidad, en último término) así habían recibido el contexto de la vida de tales (y no otros) varones famosos en Israel.

Razonaba sensatamente al respecto A. Feuillet: «Algunas semejanzas con el Antiguo Testamento no son intencionales; se derivan de la naturaleza misma de las cosas y de la analogía de las situaciones. En particular hay que recordar que se dan constantes en la acción divina reveladora, que comienza en la Antigua Alianza y se continúa en la Nueva Economía. Max Zerwick observa con razón[45] que, por ejemplo, un mensaje divino transmitido por un ángel tiene forzosamente alguna analogía con otro mensaje divino transmitido por un ángel en el mismo ámbito religioso y cultural.

Por lo tanto no estamos autorizados a hablar de género literario de las anunciaciones angélicas incompatible con la historicidad de los hechos»[46].

F) Yo había afirmado que la idea de la virginidad de María «durante el parto» (es decir, que no hubo ruptura del himen) está basada en los evangelios apócrifos, y que el parto de María en este sentido debió de haber sido normal, como el de toda muchacha, ya que esto no añade ni quita nada a la grandeza de María, así como no afecta al hecho de su virginidad perpetua.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia, de que María se mantuvo virgen incluso durante el parto (CIC 499).

Aquí nos encontramos ante un caso patente de lo desproporcionado, que se da entre la abundancia de consideraciones y argumentos del autor, en favor de sus anteriores posiciones y la escasa y descarnada afirmación de lo que ahora sostiene. Porque la doctrina de la «virginidad en el parto», ayuda poderosamente, dentro de la «analogía de la fe» a internarnos más en el misterio de la encarnación.

En efecto, el Verbo eterno debía asimilarse a los hombres en todo, menos en el pecado (Hebr 4, 15). Pero, también tenía que dar signos de su divinidad, aún en su humanidad. Así, acudirá ÉL a sus «obras»[47]. Igualmente, lo distintivo de su doctrina estaba por encuna de todo lo que pudo decir hombre alguno: «Han oído… pero yo les digo» (Mt 5, 21 – 22 ss.). «Si alguno no odia a su padre y madre…por mí» (Lc 14, 26). En esta línea se ubica el parto portentoso, signo de su concepción por Dios, por ser el Hijo de Dios eterno. Ya Sto. Tomás había dado respuesta a esta objeción[48]: «De tal manera quiso Cristo demostrar la verdad de su cuerpo, que al mismo tiempo se declarara su divinidad. Y por eso mezcló las cosas admirables con las humildes. Por ende, para que su cuerpo se mostrara como verdadero, nace de mujer.

Pero, para que se mostrara su divinidad, nace de una virgen: pues tal parto conviene a Dios, como dice Ambrosio en el himno de Navidad».

El hecho de la ausencia en María de los accidentes normales en todo parto común es un signo externo de la concepción virginal, por intervención sólo divina, un sacramento de que el Verbo encarnado había sido «engendrado por Dios». Se puede concluir con S. Proclo: «Ya que el parto era por encima de la naturaleza, entonces el nacido es Dios»[49].

G) Al decir yo que todos los cristianos, por el hecho de ser bautizados, son sacerdotes de Jesucristo, algunos han pensado que yo sostenía que todos son igualmente sacerdotes de Jesucristo en el sentido ontológico. Por eso quiero aclarar que siempre creí, y que quise decir, que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial son diferentes esencialmente, y participan de distinta manera del único sacerdocio de Cristo.

AAV se manifiesta aquí con mayor nitidez, aportando razones para las aclaraciones, que ahora suministra.

Debería reconocer, con todo, que sus explicaciones previas inducían a percibir estos matices, ya que había propuesto simplemente que «todos los cristianos por el hecho de ser bautizados son sacerdotes»[50].

Acto seguido, al explicar el sentido del sacerdocio ministerial, expone que después, «para organizar mejor las tareas de la Iglesia, unos se harán ministros y otros trabajarán más directamente en el mundo, pero todos son igualmente sacerdotes de Jesucristo, participan de su sacerdocio»[51].

Como se puede comprobar, en tales exposiciones brillaban por su ausencia las distinciones, que sólo ahora explicita (diferencia esencial entre uno y otro sacerdocio), de modo que su explicación resultaba al menos confusa.

Además, sustentaba su visión, contraponiendo, el sacerdocio nuevo, en Cristo, al del Antiguo Testamento, en cuanto «el sacerdocio judío pertenecía a una casta social selecta», mientras que Jesús «abrió el sacerdocio a todos los hombres. Todos los bautizados, pues, participan del sacerdocio de Cristo»[52].

Es verdad en el fondo: todos los bautizados son sacerdotes de la Nueva Alianza en Cristo. Pero también ya el pueblo entero de los hebreos era considerado sacerdotal, pues, cuando la Ia. de Pedro hace caer en la cuenta a los cristianos de su dignidad sacerdotal, se limita a reproducir Ex. 19, 5 – 6 : «Uds., en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa…» (I Pe 2, 9).

Habría sido conveniente que AAV instruyera a sus lectores sobre estas precisiones de un reconocido especialista en el documento por excelencia del sacerdocio de Cristo y sus cristianos.

«¿Dónde colocar, entonces[53] el lugar propio del sacerdocio ordenado? Parecería que no queda ningún lugar propio para él, más aun, que éste podría obstaculizar la comunión eclesial. La verdad es que tiene su lugar, un lugar indispensable para lograr esta comunión, y que precisamente está al servicio de la misma…

Cristo era capaz por sí solo de ejercer y actuar el culto existencial perfecto (cfr. Hebr 9,14). Los cristianos, por el contrario, no están capacitados para ejercerlo por sí mismos, por sí solos; solamente en la medida en que estén unidos a Cristo pueden elevar su vida hasta Dios, en acto de verdadera fraternidad y caridad. La palabra utilizada por Pedro… propiamente significa «organismo sacerdotal» hierateuma»[54].

Observa después Vanhoye que se ha de distinguir en el sacerdocio de Cristo dos aspectos: el de ofrenda y el de mediación. En el primero participan todos los cristianos, que, en Cristo, son admitidos a la proximidad de Dios.

El segundo, en cambio, pertenece sólo a Cristo.

Ahora bien, esta mediación ha de ser manifestada concretamente en la existencia cristiana. Una mediación que no se manifiesta, ciertamente no funciona. Y ésta es precisamente la función del sacerdocio ministerial: ser el sacramento de la mediación de Cristo. El único mediador de la nueva alianza (Hebr 9, 15) establece, en consecuencia, los «ministros de la nueva alianza» (II Cor 3, 6), que lo representan a lo largo del espacio y del tiempo, siendo su capacidad no de origen humano (una organización meramente funcional), sino divino (ibid., 3, 5: «no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios»). Si actúan el «ministerio de la reconciliación» (ibid., 5,18), no lo hacen con autoridad propia, sino «como embajadores de Cristo» (ibid. , 5, 20). Deben, pues, considerarse como «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (I Cor 4, 1). Gracias a su «ministerio sagrado» (Rom 15,16) la ofrenda de las gentes puede llegar a ser «agradable a Dios», «santificada por el Espíritu Santo» (Rom 15, 16)[55].

Es triste que se vuelva a reincidir en posiciones ya una y otra vez señaladas como erróneas por el genuino magisterio de la Iglesia, porque hacía tiempo que Pío XII había amonestado: «Hay en la actualidad quienes, volviendo a errores ya de antiguo condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento solamente se entiende por sacerdocio lo que atañe a todos los que han sido purificados por las aguas del bautismo»[56].

Y mucho antes, el Concilio de Trento condenaba ya a quienes sostuvieran que «todos los cristianos son indistintamente sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí»[57]. Por fin, el Vaticano II recordó que el sacerdocio común de los fieles y el ministerial o jerárquico son «diferentes esencialmente y no sólo en grado»[58], participando de distinta manera en el único sacerdocio de Cristo[59].

En un apartado final, para el «ámbito provincial», se explica también AAV sobre lo que sigue: Yo había afirmado en este espacio, que una vez muerto el ser humano, el alma no se separa del cuerpo, porque el alma separada no sería subsistente. También que a la muerte de la persona le sigue una resurrección inmediata.

Sin embargo, esto no coincide con las enseñanzas de la Iglesia Católica, de que en el momento de la muerte se produce la separación del alma y del cuerpo y mientras el cuerpo cae en corrupción, el alma va al encuentro de Dios en espera de reunirse con su cuerpo glorificado (CIC 997).

Aquí, muy especialmente, se echa de menos una atención más cuidadosa para aclarar la totalidad de consecuencias, que desprendía AAV de sus afirmaciones contrarias a «las enseñanzas de la Iglesia Católica».

Porque se explayaba asimismo, en forma negativa, acerca de demasiadas convicciones y prácticas tradicionales, bendecidas por la Iglesia y muy caras a la piedad de los fieles. De todo lo cual nada asoma en esta rectificación.

En efecto, el autor sostenía que «la resurrección significa que después de la muerte el hombre sigue viviendo»[60]. Pero luego, al explicar esta definición, añadía que, «apenas muere, la persona completa resucita». Agregaba asimismo que «muere el alma», ya que «jamás se puede separar el alma del cuerpo», habiendo llegado a afirmar que «hoy podemos decir que en realidad no existe el alma».

Luego, al hablar del cuerpo resucitado, anunciaba: «Aquí viene la gran propuesta que hoy enseña la Iglesia… Cuando muero no resucito con el cuerpo que queda en el cementerio, sino con mi cuerpo final que es el que Dios me va a dar». Sacando enseguida estas consecuencias: «Antes la Iglesia no permitía la cremación porque pensaba que ese cuerpo iba a resucitar». AAV pedía, en consecuencia con lo afirmado, que la gente deje de ir al cementerio.

A la verdad, que el autor ha sido poco claro al exponer qué es lo que la Iglesia piensa y enseña hoy, por lo cual, una vez más, parece tan insuficiente la retractación que publica. Porque, nunca la Iglesia ha asumido la teoría de la resurrección inmediata a la muerte[61]. Más bien la ha rechazado oficialmente y hasta hoy sigue expresándose en términos de separación de cuerpo y alma, afirmando la resurrección sólo al final de los tiempos. Esto salta a la vista, leyendo, por ejemplo los números 990 y 1001 del Catecismo de la Iglesia Católica[62].

Y, teniendo en cuenta que las afirmaciones del autor se difunden en medios masivos, no se ha de olvidar la advertencia sobre «las controversias teológicas largamente difundidas en la opinión pública y de las que la mayor parte de los fieles no está en condiciones de discernir ni el objeto ni el alcance.

Se oye discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la supervivencia, asimismo se pregunta qué relación hay entre la muerte del cristiano y la resurrección universal. Todo eso desorienta al pueblo cristiano al no reconocer ya su vocabulario y sus nociones familiares»[63].

Además este documento sostiene que la teoría de la resurrección inmediata no entra dentro de los límites de un legítimo pluralismo[64].

Es cierto que hay que distinguir corporeidad de corpuscularidad[65] y que, para salvar la identidad corpórea a lo largo de la vida y en los restos mortales, no son necesarias las mismas partículas, que se modifican constantemente. Pero eso no implica que el cuerpo resucitado y transfigurado no sea material, ni exige que no tenga relación con la materia de este mundo físico, llamado también a la plenitud que se dará al final de los tiempos. A eso apuntan los textos magisteriales, que insisten en el realismo de la resurrección, que tendrá lugar «en esta carne, en que ahora vivimos»[66] y no «en una carne aérea o en otra cualquiera, sino en ésta en que vivimos, subsistimos y nos movemos»[67].

Pero, ante todo, la misma Escritura supone una escatología de doble fase. Por más que algunos autores lo nieguen, un número no despreciable de especialistas reconoce que las explicaciones, que niegan la inmortalidad del alma en el libro de la Sabiduría, no son convincentes, ya que su autor no aplica la incorruptibilidad al cuerpo[68], pero sí a Dios[69] y al hombre[70]. Con lo cual está indicando que hay en el ser humano una dimensión inmortal. La inducción teológica es del todo correcta, si, recordando que para el mismo autor el cuerpo humano es perecedero, ha de haber un elemento, también humano, por el que el hombre no fenece del todo con su deceso. Ahora bien, a ese componente, desde siempre se lo ha conocido como «alma».

Algo semejante podemos apreciar en Mt 10, 28: «No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». Por otra parte, la carta a los Filipenses evidencia una escatología de doble fase, ya que sostiene la supervivencia[71], pero también da cuenta de la resurrección de los muertos al final de los tiempos[72].

Además, es difícil explicar cómo la hipótesis de la resurrección inmediata pueda dejar a salvo la peculiaridad de la Asunción de María, el realismo de los textos sobre el sepulcro vacío, el purgatorio, la oración por los difuntos y el valor propio de este mundo físico.

No menos, hay que advertir que en el dualismo griego[73], como también el de algunos cristianos (Orígenes, por ejemplo), no está presente sólo la dialéctica cuerpo – alma, sino sobre todo en la oposición material – inmaterial[74], que, en lugar de resolverse, más bien se acentúa en la teoría de la resurrección inmediata[75].

Por lo demás, en honor de la verdad, hemos de decir que la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el tema, en la sistematización de Sto. Tomás de Aquino, no coincide con la filosofía platónica, como sostiene AAV, ya que el mismo Aquinate polemiza con Platón sobre este tema, sosteniendo que no responde a la naturaleza del alma estar separada del cuerpo, hasta el punto que «Dios no podría hacer al alma sin el cuerpo»[76].

Tampoco las argumentaciones sobre la ausencia de tiempo en el más allá deben llevar a negar todo tipo de sucesión, porque no se trata de la atemporalidad que sólo es propia del Acto Puro, Dios. En este sentido sostenía la Comisión Teológica Internacional: «No se puede declarar verdadero cuerpo a aquel que es extraño a toda noción de tiempo.

Aun las almas de los bienaventurados, puesto que están en comunión con Cristo resucitado de modo verdaderamente corpóreo, no pueden considerarse sin alguna conexión con el tiempo»[77].

Afirmar que los que mueren ya se encuentran con el fin de los tiempos, con el mundo totalmente plenificado, no permite entender cómo los que han muerto pueden ser solidarios con una historia todavía en camino, a no ser que se atribuya a los bienaventurados la perfección propia de Dios o este mundo se convierta en mera apariencia.

Finalmente, es cierto que se puede discutir si la Benedictus Deus definió directamente la separación del cuerpo y el alma, así como la realidad de un alma separada en el estado intermedio, al establecer que las almas tienen la felicidad plena de la visión intuitiva de Dios inmediatamente después de la muerte y «antes de la reasunción de sus cuerpos»[78]. Con todo, cabrá siempre, también en este caso, la siguiente advertencia: «Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus conclusiones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de conclusiones indiscutibles.

Esta discreción está exigida por el respeto a la verdad, como también por el respeto al pueblo de Dios»[79].

4 – Retractación previa

Pese a los numerosos puntos, que venimos recorriendo, enmendados, si bien con insuficiencias varias, AAV ya había tenido que rectificarse, en el 1999, respecto a otro tema, que conviene repasar una vez más, porque es muestra en nuestro exegeta de cierto talante poco cuidadoso de las orientaciones magisteriales.

Nos referimos a los «exorcismos». En efecto, AAV afirmaba: «A la altura de nuestros conocimientos actuales, tanto científicos como bíblicos, no es posible seguir creyendo en la existencia de demonios ni en la ‘posesión demoníaca”[80].

En el siglo III la Iglesia preguntó a los científicos de la época por qué ciertas personas tenían comportamientos sumamente extraños, y le contestaron: ‘están endemoniados’.

Ante esto creó la ceremonia del exorcismo. En el siglo XX la Iglesia vuelve a hacer la misma pregunta a los científicos, y ahora contestan: ‘tienen raras patologías cuyas causas a medias ya se conocen’. Entonces suprimió los exorcismos»[81].

Tanto aplomo no sólo estaba en contradicción con las últimas normativas de la Iglesia sobre el tema, sino que ya en la época, en que el autor publicaba estas explicaciones, los documentos oficiales de la Iglesia sostenían lo contrario y el autor lo sabía[82]. Por ejemplo, según el Catecismo de la Iglesia Católica: «Puesto que el Bautismo significa la liberación del pecado y de su instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el candidato»[83]. «En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia.

El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia.

Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trate de una presencia del Maligno y no de una enfermedad»[84].

«Sin licencia peculiar y expresa del Ordinario del lugar, nadie puede realizar legítimamente exorcismos sobre los posesos»[85].

Una vez más, pues, se patentiza en AAV un peligroso descuido de claras orientaciones de la Iglesia.

Ahora bien, contradecir en escritos de amplia divulgación lo que el magisterio auténtico enseña oficialmente, aun cuando no se trate de definiciones dogmáticas, y además, hacerlo como si la propia opinión fuera la de la Iglesia, aporta confusión y desconcierto en el pueblo de Dios, sobre todo cuando tales afirmaciones se presentan como indiscutibles[86]. Así de tajantes y erróneos sonaban los siguientes párrafos: «Jamás existió la posesión diabólica… Nadie estuvo poseído ni lo estará jamás…

Es totalmente absurdo… Es imposible la posesión diabólica… Desde el año 1984 no existe el exorcismo en la Iglesia Católica… El Diablo no puede poseer a nadie, ni siquiera si se lo permitiera»[87].

5 – Visión de conjunto

Por lo común, fuera de algunos temas apuntados más arriba (sufrimiento, inmortalidad del alma, milagros), los artículos de AVV no presentan errores graves, que contradigan directa y expresamente la fe de la Iglesia. A lo sumo contienen afirmaciones discutibles (presentadas con frecuencia, según se vio[88], como si fueran moneda corriente entre los especialistas «de hoy»). Están sujetas a un amplio debate exegético y teológico y requerirían ser completadas con otras posturas, para no resultar parciales.

Por otra parte, es verdad que no afirma nada que no haya sido ya dicho por muchos autores europeos, que nunca han sido sancionados por sus escritos.

Eso no justifica una tolerancia beata de parte de los pastores locales, porque, no se han de mecer en la cómoda escapatoria de relegar las decisiones enojosas… a Roma.

Ciertas expresiones en algunos escritos pueden sonar erróneas, pero pueden entenderse en el contexto de la finalidad de cada artículo y muchas veces aparecen subsanadas por afirmaciones de otros pasajes del mismo autor. Sólo que, en tal caso, sería de exigir un mayor rigor y coherencia en las propias proposiciones, ya que no puede ser un método leal, sembrar aquí o allá islotes ortodoxos, para permitirse en otros lados, visiones más aventuradas.

En consecuencia, caben las siguientes observaciones:

I) No parece conveniente presentar como opinión segura lo que es tema de discusión en círculos de especialistas, sobre todo si se trata de artículos de amplia difusión, que llegan hasta a adolescentes de las escuelas. El público poco formado teológicamente no tiene elementos para opinar distinto o para leer críticamente las hipótesis, que el autor publica como bien fundadas e indiscutibles, o cual si fueran la doctrina común, que debe enseñar la Iglesia. Sobre todo porque muchas veces las afirmaciones de AAV no están en armonía con el lenguaje oficial que la Iglesia quiere mantener[89].

También contradicen el sentir popular, que puede ser expresión de un «sensus fidelium». Estaría en el fondo la idea de que el pueblo cristiano debiera siempre someterse a las conclusiones de los exegetas.

En este sentido, por ejemplo, proponer que la gente no debería ir al cementerio[90], fundamentándose en una teoría sobre el estado intermedio, que no armoniza con el Magisterio vigente de la Iglesia, no parece ser suficientemente respetuoso del pueblo ni de sus legítimos maestros[91].

II) Con frecuencia, la exposición de AVV da la impresión de que la Iglesia, durante dos mil años, ha complicado y alterado el auténtico mensaje de las Escrituras y que la Exégesis histórico-crítica, junto con las ciencias modernas, nos liberarían de ese pesado bagaje. En lugar de tantas supuestas «contradicciones bíblicas», multiplicadas casi programáticamente, convendría ofrecer con preferencia lo que aporta la fe de la Iglesia a la interpretación de las Escrituras, para que no parezca que ella debería arrodillarse sumisa ante todas las afirmaciones -siempre sujetas a evolución histórica- de las ciencias modernas y modificar su doctrina, para adaptarse a ellas.

III) En algunos temas, como el sufrimiento, no se reconocía el aporte de la fe cristiana para darle un sentido al dolor de la gente, sobre todo a las situaciones irreversibles, como la de un enfermo terminal.

En este tema el autor contradecía la abundante enseñanza de la Escritura, magistralmente compendiada por Juan Pablo II en Salvifici Doloris, con lo cual ha podido provocar confusión y privar de un sentido cristiano al Pueblo de Dios en sus angustias. Las dos frases del autor, mencionadas en nuestro apartado A) (sobre Dios y su permisión del sufrimiento y el sentido de la muerte de Cristo) son particularmente cuestionables.

Ya hemos apreciado la buena intención de fondo en AAV, intentando purificar la imagen de un Dios que decidiría antojadizamente hacer sufrir a sus criaturas, o que está atento a cada mala acción para aplicar castigos. Sólo que, para evitar este error, no es preciso irse al extremo de renunciar a iluminar el sufrimiento del hombre con el misterio de la Pasión de Cristo.

IV) Al mismo tiempo, se ha de recordar que, cuando la Iglesia enseña, no se fundamenta sólo en lo afirmado explícitamente por la Escritura[92] leída únicamente con el método histórico-crítico, porque «la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado»[93]. Por lo cual no se ha de olvidar, a la hora de interpretar los textos bíblicos, cualquiera sea el método que se utilice, que «para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe»[94]. AAV no lo ignora ni lo niega, pero en sus escritos y conferencias parece más bien que la Iglesia sólo puede enseñar lo que sea confirmado por el método histórico -crítico y por las ciencias modernas. Basándose en los resultados de cierta exégesis, presenta como auténtica e indiscutible doctrina cristiana aquello que en realidad contradice lo que la Iglesia sigue enseñando en sus documentos oficiales y de este modo parece que el método histórico- crítico se convierte en un nuevo Magisterio paralelo, que además se expresa de manera taxativa e inapelable.

V) No menos habría que recordar la necesaria prudencia, que todo teólogo o estudioso católico ha de cultivar en lo que mira a la repercusión, que estas controversias pueden tener en los medios masivos de comunicación. Porque, no se puede esperar clarificaciones de quienes todo lo ignoran en asuntos teológicos. Además, se ha de evitar la ingenuidad de que serán ecuánimes en sus juicios, pues, como es ampliamente sabido, la mayoría de los reporteros, lamentablemente, está casi «a priori» mal dispuesta para con la Iglesia Católica, no buscando tanto la verdad, cuanto el sensacionalismo, cuando no, el descrédito expreso del magisterio, para lo cual cualquier medio les sirve, con tal de acumular sombras en torno a sus orientaciones[95].

No vendría mal, pues, tener siempre presente y secundar la amonestación paulina: «¡Y pensar que cuando Uds. tienen litigios buscan como jueces a los que no son nadie para la Iglesia!… ¡Un hermano pleitea con otro y esto, delante de los que no creen!»(I Cor 6, 4. 6).

Ya S. Agustín trazó el estatuto de quien se siente incomprendido dentro de la Iglesia y, por cierto, que no se desprende de sus reglas ninguna suerte de treta o subterfugio, para tener en calma a la autoridad, mientras, de hecho, se la está burlando.

«A menudo -escribió- la Providencia permite que también hombres verdaderamente religiosos sean excluidos de la comunidad de los cristianos, a causa de tumultos incitados por hombres carnales.

Si ellos soportan esta afrenta y esta injusticia con gran paciencia, para mantener la paz de la Iglesia y no buscan promover el cisma o inventar alguna herejía, muestran a todos con qué sentido de rectitud y de amor se debe servir a Dios. Estos hombres tienen el firme propósito de volver a la unidad, en cuanto la tormenta haya pasado; pero, si esto tarda -sea porque continúa el tumulto, sea porque se teme que con su regreso pueda surgir uno mayor-, ellos conservan viva voluntad de influir benéficamente, justo sobre aquellos, que han suscitado contra ellos la tempestad, sin siquiera pensar en formar una comunidad separada.

Defienden hasta la muerte y testimonian con su conducta, la verdadera fe que -están convencidos de ello- es anunciada sólo por la Iglesia católica.

Y el Padre, que ve en lo secreto, los coronará en lo secreto»[96].

No han faltado «fans» de AAV, que invocaron una nueva «inquisición» ante las disposiciones de su obispo, acudiendo a los ejemplos de De Lubac, Congar y otros, que después de haber sido censurados, fueron rehabilitados.

Olvidan tales panegiristas el silencio obediente, con el que tales hombres se retiraron, sin convocar a la prensa o la TV.

Tampoco se deberían pasar por alto estas consideraciones del recién citado Y. Congar: «El aspecto relativamente superficial y criticable es aquel, por el cual, la sinceridad moderna arrastra un cierto gusto por atacar lo que se sitúa como sagrado, para quitarle su aureola. Parece que, por el hecho de haber atacado un tema o un personaje sagrado, se sea más hombre; incluso, a veces, en la perspectiva de los más jóvenes; toda autoridad, toda cosa en su lugar es sospechosa, a priori, de traición o decadencia. Por el contrario, existe una especie de prestigio del herético, que parece un hombre superior[97].

Ser avanzado, no conformista, viene a ser un valor por sí mismo. Pero, como lo ha notado finamente E. Mounier, hay un conformismo y un profesionalismo de actitudes de vanguardia, de manera que esta actitud de cabeza de turco se devora a sí misma. Aquí, como en todas partes, sólo la verdad hace libres. Ser avanzado no tiene ningún sentido, ningún valor por sí mismo; cuenta sólo una cosa, ser verdadero. Por ahí encontraremos el fondo sólido y lo mejor del gusto de la sinceridad»[98].

VI) Las anteriores observaciones no niegan el valor de la obra del autor. Hay que destacar que la mayor parte de sus escritos ha sido un provechoso aporte a la formación del Pueblo de Dios, al hacer accesibles los resultados de la investigación bíblica.

Han prestado un gran servicio a los católicos poco formados su explicación sobre la presencia de María en la Escritura, los recursos que ofrece para la interpretación de los simbolismos del Apocalipsis, su exposición sobre el sentido de expresiones como «ojo por ojo diente por diente», el nombre de YHWH, la prohibición de imágenes en el Antiguo Testamento, etc. Además, no dejan de ser legítimas algunas observaciones del autor sobre la necesidad de purificar ciertas falsas concepciones corrientes en el Pueblo cristiano.

La notable acogida que han tenido sus escritos en los agentes de pastoral indica un reconocimiento de su servicio a la Iglesia en esta área tan amplia de divulgación. De manera que las advertencias hechas aquí sólo quieren invitar a mejorar este servicio, evitando incluir en ese material, que llega a tantos ambientes, como si fueran conclusiones seguras ya asumidas por la Iglesia, teorías que no condicen con la enseñanza genuina, que ella mantiene y que todavía requieren de un largo camino de investigación, reflexión y diálogo. También sería oportuno reiterar que, en lugar de multiplicar «enigmas» e insistir tanto en puntos de fricción de las Escrituras, ofreciera el autor soluciones (que las hay) a los problemas, dando a los fieles mayor confianza en la coherencia fundamental de la Biblia.

De lo contrario, en lugar de aportar claridad, puede provocar una innecesaria confusión en el Pueblo de Dios y empañar los auténticos y elogiables valores de la obra del Pbro. Dr. A. Alvarez Valdés.

 

Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

Oct-Dic. 2008

[1] Citado por A. Hamman, «Origéne» en su obra: Guide pratique des Peres de l’Église, Bruges (1967) 107-108.

[2] Retractationes, 1, 27.

[3] En adelante: AAV.

[4] Habrá comprobado tal situación el que haya leído ya las «Retractaciones» de AAV o lo podrá acertar, quien esto lea, ya que, reproduciremos literalmente el texto en cuestión.

Se las puede encontrar en: www.feadulta.com/iglesia-O-indice-htm

Ante las invitaciones de su obispo y de la Congregación para la Doctrina de la Fe, AAV ha declarado a medios masivos de difusión: «Yo durante todos estos años he tratado de demostrarles… que ninguna de estas afirmaciones mías son dogmas de fe…Todas estas afirmaciones las dicen otros autores católicos, a quienes nadie les ha dicho nada» (ver: urgente24.com/index…). Con lo cual olvida nuestro autor LG 25: «Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según el deseo que haya manifestado él mismo, como puede descubrirse, ya sea por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas» (En párrafo anterior se recordaba lo mismo respecto a «los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice»).

Por lo demás, la verdad católica es mucho más vasta que la definida expresamente como dogma.

Si nos guiáramos por los criterios del autor, podríamos negar la resurrección de Cristo, que NUNCA fue objeto de declaración dogmática alguna.

Por otro lado, A. Loisy, enseñó en l’Institut Catholique de Paris durante muchos años, hasta que fue advertido de sus desvíos por el auténtico magisterio. Lo mismo dígase de E. Schilebeecx en la Universidad Católica de Neijmegen, de H. Küng en Tübingen, L. Boff en Petrópolis, J. Sobrino en El Salvador y, por desgracia, tantos otros. Todos ellos se desempeñaron en instituciones universitarias católicas, hasta que empezaron a desentonar con la recta doctrina y llamados justamente al orden. Por lo cual, no es justificativo de los propios desvíos, el que otros autores católicos difundan iguales posturas. Cuando alguno de ellos es amonestado al respecto, los demás han de poner sus barbas en remojo.

[5] Ver: vvww.aica.org – 21/II/09.

[6] Fuera de los propios aportes, nos valdremos también de las observaciones, que va dirigieran a AAV los expertos, que asesoraron a su ordinario.

[7] AAV., «¿Prueba Dios con el sufrimiento?», Buenos Aires (1998, 3a. impresión) 48.

[8] De las más terribles epidemias y enfermedades han surgido las maravillas de la medicina. Del veneno mortal de las serpientes se extrajo el antídoto contra su mordedura. Etc.

[9] Con el mismo IV Evangelio se podría corroborar esta doctrina, cuando Jesús, expresamente «permite» la muerte de Lázaro, para obtener un fin salvífico mayor: «Les dijo abiertamente: ‘Lázaro ha muerto y me alegro por Uds. de no haber estado allí, a fin de que crean'» (Jn 11,14 – 15 ) .

Jesús nos advierte, pues, que no es fatal que toda adversidad ha de ser interpretada como punitiva por parte de Dios. Pero también dejó constancia, de que es posible, en la pedagogía divina, alguna conexión entre el pecado y sus consecuencias correctivas por medio de diferentes cruces: «Si no se convierten, todos terminarán de la misma manera» (como los perseguidos por Pilatos o los accidentados de Siloé: Lc 13,1 – 5).

Con claridad meridiana lo ha aclarado Juan Pablo II: «Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo, cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo» (Salvifici Doloris, 11b).

[10] Summa Theologiae, I, 19, 9.

[11] Sto. Tomás de Aquino, De Veritate, 23, 2.

[12] «El lobo habitará con el cordero, el leopardo se recostará con el cabrito, el ternero y el cachorro de león pacerán juntos…» (Is 11, 6 ss.).

[13] Así en las tres primeras impresiones de: ¿Prueba Dios con el sufrimiento?

[14] Ibid., 54-56.

[15] Ibid., 55.

En la tercera edición de la obra eliminó este planteo, dejando flotar solamente un interrogante, que aplica a la Pasión de Cristo todo lo dicho sobre el sufrimiento: «¿Era la voluntad de Dios la dolorosa Pasión de Jesús en la Cruz?» (ibid., 63).

Parece que un biblista católico tiene a disposición más de un dato, como para salir de un mero cuestionamiento y ofrecer respuestas válidas.

[16] Sin omitir, que antes de semejante exordio a la magistral clase de exégesis, que los pasearía por «Moisés y todos los profetas» (ibid., v.27), con fraterna, a la par que exigente caridad, los trató de «hombres duros de entendimiento» (ibid., v. 25).

[17] Lo mismo puede decirse da la segunda parte del Evangelio de Marcos. No otro es el sentido del importantísimo documento teológico sobre el sacerdocio de Cristo, que es la «Homilía a los Hebreos»: «Me has dado un cuerpo…para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad… En virtud de esta voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre» (Hebr 10, 5. 7. 10). Recordando la más que dolorosa y sufriente manera, con que el mismo autor había ya subrayado la pasión dramática de Cristo («con gritos y lágrimas»): ibid., 5, 7 – 10. Casi como emblema de todo el tratado, leemos asimismo:» Convenía, en verdad, que Aquel, por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a llevarlos a la salvación» (ibid., 2,10).

[18] Baste pensar en los estigmas de S. Francisco de Asís, de San Pío de Pietrelcina, en San Juan de la Cruz, en toda una orden religiosa, conocida como «Pasionista», etc.

[19] Juan Pablo II, Salvifici Doloris, 25 e. Véanse también: ibid.,: 16 b. c; 18 c; 19 d; 20 c.

En otro artículo AAV reconoce, por lo menos, que estaba en la intención de los evangelistas presentar los sufrimientos y la muerte de Jesús como un cumplimiento de las Escrituras (Enigmas de la Biblia, Buenos Aires – 1998 – 1, 67 – 75).

[20] A. Sayés, Cristología Fundamental, Madrid (1985) 191 y 192.

[21]¿Existen las apariciones de la Virgen?, Buenos Aires (1996) 31.

[22] Video 3 de La otra cara de la verdad, Santiago del Estero (1997).

[23] ¿Olvida AAV las consultas meticulosas a científicos de todo credo y posición ideológica, a que se someten los prodigios que suceden tanto en los procesos de canonización, como en Lourdes? 24 «De ahora en adelante, mientras dure la tierra, no cesarán la siembra y la cosecha, el frío y el calor…» Lo cual no impidió que, manteniéndose el ritmo normal de las estaciones V trabajos del hombre, sucediera una sequía por orden expresa y milagrosa de Elias, como lo atestigua, no menos, la misma Biblia (1 Rey 17,1).

[24] «De ahora en adelante, mientras dure la tierra, no cesarán la siembra y la cosecha, el frío y el calor…» Lo cual no impidió que, manteniéndose el ritmo normal de las estaciones V trabajos del hombre, sucediera una sequía por orden expresa y milagrosa de Elias, como lo atestigua, no menos, la misma Biblia (1 Rey 17,1).

[25] «El los (espacios y aguas del cielo) afianzó para siempre, estableciendo una ley que no pasará».

Estabilidad, que tampoco fue óbice para que Jesús imperara a borrascas y vendavales, sometiéndolos a su voluntad (Me 4, 39).

[26] Video 3: La otra cara de la Verdad.

[27] Suponiendo, no concediendo, que así llegara a suceder en «futurología», quedaría todavía por aclarar el enigma de por qué, esas fuerzas ignotas, que algún día se descubrirán, actuaron con tanta evidencia solamente en el ámbito bíblico y en clima católico.

[28] «¿Existen apariciones de la Virgen? 36.

[29] Catecismo de la Iglesia Católica, 2005. Concilio de Trento, Ses 6, cap.9; Dz 802.

[30] Video 3, La otra cara de la verdad.

[31] Video 2: La otra cara de la verdad.

[32] Pontificia Comisión Bíblica, Instrucción acerca de la verdad histórica de los Evangelios, Roma (1964) 1b.

[33] ¿Prueba Dios con el sufrimiento?, 42.

[34] Ibid., 44.

[35] Ibid., 45.

[36] Donde es el propio Dios, quien inspira a David, el altanero y pecaminoso proyecto del censo de todo el pueblo 37 Cuando aquel mismo mal paso de David, le es sugerido, no ya por Dios, sino por Satán.

[37] Cuando aquel mismo mal paso de David, le es sugerido, no ya por Dios, sino por Satán.

[38] Video 2 de La otra cara de la verdad.

[39] Alocución a los judíos de Maguncia, 17/IX/1980.

[40] En un apartado final ofrece dos puntualizaciones, una de las cuales tiene que ver con el tema aquí encarado: «Además de esto, quiero aclarar dos afirmaciones que hice correctamente, pero que pueden ser malinterpretadas: Al escribir yo que el relato de Adán y Eva comiendo del fruto prohibido en el Paraíso no era una narración histórica, sino que sólo pretendía transmitir una enseñanza religiosa, algunos han pensado que yo negaba la doctrina del pecado original. Por eso quiero aclarar que nunca negué tal doctrina, sino que la sostengo y reafirmo, tal como enseña la Iglesia Católica».

[41] C. W. Ceram, Gótter, Graber und Gelehrte – Román der Archáologie, Reinbek bei Hamburg ( 1972) 43-51.

[42] J. A. Sayés, Antropología del Hombre caído – El pecado original, Madrid (1991) 10 – 11. 13 – 14. El autor ha venido tomando sus consideraciones de diferentes exegetas: Dubarle, Gunkel, Grelot Renckens.

[43] «Si – como se sabe – hasta invenciones tan complicadas como, por ejemplo, la porcelana, la pólvora o el cálculo infinitesimal, fueron hechas en diferentes lugares de la tierra independientemente unas de las otras, entonces es simplemente desconsiderado admitir que, narraciones de milagros, que se asemejan en algún que otro trazo, deberían depender unas de las otras» (H. Staudinger, Die historische Glaubwürdigkeit der Evangelien, Würzburg – 1974-76).

[44] Como insisten, quienes ven en el diálogo de Gabriel con María un mero artificio retórico, tomado de usos previamente codificados.

[45] Cita aquí a: M. Zerwick, «Quoniam virum non cognosco (Lc 1, 34)» en: Verbum Domini XXVI (1959) 278.

[46] Jésus et sa Mere , Paris (1974) 160. Es verdad, que también se dan parábolas, ficciones en la misma Biblia, de las que se pueden obtener orientaciones válidas para la vida. Pero la Escritura judeocristiana se caracteriza por presentar al Dios que actúa en el tiempo humano. Si se tratara sólo y preponderantemente de ideas religiosas, prescindiendo de su realidad histórica, no se ve bien, por qué habría de ser más decisivo el Evangelio que el Corán o el Zendavesta. La credibilidad histórica de los Evangelios da su peso y carácter propio a esos proyectos divinos en medio del mundo. Se trata de símbolos reales. En caso de que el ideario religioso fuera transmitido por narraciones inventadas por un hombre cualquiera, dichas historias, por grandiosas que fueran, no poseerían significado alguno que sea único e indeclinable. Tales relatos pueden ser legítimamente suplantados por otros.

Pero, advierte con sensatez el ya mentado Staudinger:» La cosa es totalmente diversa, si se trata de interpretaciones del mismo Dios. Si Dios de hecho penetró en la historia y él mismo dejó signos de su amor y señorío, entonces estos signos no son una interpretación cualquiera entre otras, sino que poseen una cualidad propia sólo de ellos y, por eso, se convierten en incitamentos exigentes, que colocan sin escapatoria al hombre ante la decisión de creer o de rehusar la fe y el amor» (ibid., 105-106).

[47] «Crean en las obras» (Jn 10, 38).

[48] Summa Theologiae, III, 28, ad 2.

[49] Epistula ad armenios de fide, 12 – PG LXV , 869 A.

[50] Enigmas de la Biblia I, Buenos Aires (1988) 85.

[51]  Ibid.

[52] Ibid., 84.

[53] Después, justamente, de considerar I Pe 2, 4 – 5.

[54] La Cristología Sacerdotal de la Carta a los Hebreos, Buenos Aires (1997) 185-186.

[55] Ibid., 186 – 188.

[56] Mediator Dei; Dz 2300.

[57] Ses. 23, cap. 4; Dz 960.

[58] Lumen Gentium , 10b.

[59] Ibid.

[60] Video I La otra cara de la verdad, Santiago del Estero (1997). Todas las tesis del autor al respecto serán tomadas de este video, en lo que sigue.

[61] Fue sostenida por algunos autores. Pero rechazada expresamente por el magisterio de la Iglesia.

[62] Cosa que ahora hace AAV, al desdecirse públicamente de su anterior postura. Con todo, como se avisó, dada la amplitud de repercusiones, que él proponía, queda siempre un «sabor a poco», respecto a la amplitud de sus anteriores exposiciones.

[63] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi, introducción: A AS 71 (1979) 940.

[64] Ibid., 939 – 943.

[65] Las partículas mínimas de nuestro cuerpo varían, sin que nos demos cuenta de ello. Se da, no menos, una configuración corporal material, que permanece y permite la identificación. Una cicatriz que perdura (como las llagas de Cristo resucitado), lunares, estatura, configuración del rostro, el ADN, etc.

[66] Fides Damasi, Dz 287.

[67] Concilio de Toledo XI: Dz 287.

[68] «Porque el cuerpo corruptible pesa sobre el alma» (Sab 9,15).

[69] «Señor…tu espíritu incorruptible está en todas las cosas» (ibid., 12,1).

[70] «Dios creó al hombre para que fuera incorruptible» (ibid., 2, 23).

[71] «Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia… Deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor» (Filip 1, 21. 23). Dado que ese «estar con Cristo» sigue a la muerte, hay que colegir que el cadáver no participa de esa comunión, que es «mucho mejor» y que, por lo tanto se ha de tratar, de lo que llamamos «alma separada».

Advertía sagazmente A. Diez Macho que, «si, tras la muerte de los fieles difuntos de Tesalónica, hubiera seguido la resurrección, Pablo no habría consolado a sus hermanos de comunidad con el futuro, sino con el pasado: Mirad, hermanos – habría escrito -, vuestros muertos ya han resucitado.

Es, pues, seguro que cuando Pablo escribió las cartas a los Tesalonicenses, no pertenecía al grupo de los exegetas que dicen: nada más morir el hombre resucita» (La Resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, Madrid – 1977 – 202).

[72] «El (el Salvador del fin de los tiempos) transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo sus pies» (ibid., 3, 20 – 21).

[73] Simplificando bastante, como si todos los griegos hubiesen sido «platónicos», habiéndose dado también entre ellos el atomismo materialista de Epicuro y ya antes, el mismo Aristóteles, que, con su hilemorfismo, se opuso al «dualismo platónico».

[74] Porque lo corpóreo era degradado en la estimación de aquellas escuelas de pensamiento. El mundo todo era producto, no de Dios, sino de un «demiurgo», ya que les era impensable inmiscuir la pureza extrema del supremo Bien, con las imperfecciones de todo lo material.

[75] Pues, es postulada con el objetivo de evitar la dualidad: cuerpo – alma, insistiendo en tal «unidad» del ser humano, que se la ha de recuperar instantáneamente, enseguida de la muerte. Pero, se pasa a considerar al cuerpo corrompido, como mero descarte material. Ya el recto uso de la razón natural, lo mismo que la fe católica sostienen que los cadáveres, por disolución que hayan experimentado, mantienen una identidad con la persona humana, a la que pertenecieron. Los huesos de Napoleón depositados en Les Invalides de Paris, no son los mismos que los de Pío VII, en San Pedro del Vaticano.

[76] Summa Theologiae, I, 89, 2; 118, 3.

[77] Algunas cuestiones acerca de la escatología (1990) 2. 2.

[78] Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, Dz 530.

[79] Congregación para la Doctrina de la Fe, La vocación eclesial del teólogo, Cittá el Vaticano, (1990) N° 7.

[80] ¿Qué sabemos de la Biblia? IV, Buenos Aires (1995) 14-15.

[81] Ibid., 16.

[82] Ibid.

[83] CIC 1237.

[84] Ibid., 1673.

[85] Código de Derecho Canónico, 1172.

[86] Tal como aquí, no le ha temblado la mano al autor, al afirmar categóricamente que, «a la altura de nuestros conocimientos actuales, tanto científicos, cuanto bíblicos, no es posible seguir creyendo en la existencia de los demonios», igual talante ostenta innumerables veces en sus folletos, dando a sus lectores la falsa impresión de que reina total unanimidad entre exegetas y científicos, respecto a las sentencias, que él adopta.

Peo, de hecho no se le escapa al autor, que no se da tal consenso sin fisuras sobre las mismas opiniones, que desearía él ver sostenidas por ese coro totalmente acorde. Por lealtad con sus lectores, debería haberlos advertido al respecto.

Sin ser exhaustivos, vayan aquí algunos ejemplos: «Ningún exégeta sostiene…«(¿Qué sabemos de la Biblia? III, Buenos Aires – 1995 – 99). «Los biblistas han encontrado...» (¿Qué sabemos de la Biblia? V, Buenos Aires – 1996- 56, 63). «Los nuevos estudios católicos…» (Enigmas de la Biblia I, Buenos Aires – 1998 – 6). «Los arqueólogos y biblistas han propuesto…» (ibid., 19). «Hoy los biblistas sostienen…» (ibid., 99).

[87] Video I de La otra cara de la verdad.

[88] En la nota 86.

[89] El público sencillo ya viene siendo engatusado por demás con obras tan funestas y maliciosas como «El Código Da Vinci» o los programas «científicos» de «Discovery Channel» o «History Channel», como para que se les sume un biblista católico, sembrando desconcierto con más de una de sus persistentes orientaciones.

[90] Video I, La otra cara de la verdad.

[91] Por otro lado, además de lo ya expuesto en su lugar, contradice a la más antigua práctica de la Iglesia en su veneración de las tumbas de los mártires y el haber llamado «koimaterion» (lugar de descanso, en espera de la resurrección final) al conjunto de túmulos de los fieles difuntos.

[92] Así es cómo en ningún pasaje del Nuevo Testamento María es llamada «Madre de Dios», lo cual no fue óbice para que así la definiera el Concilio de Éfeso, en total fidelidad al conjunto de los datos bíblicos.

[93] Dei Verbum, 9.

[94] Ibid., 12 c.

[95] «El teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se contribuye a la clarificación de los problemas doctrinales v se sirve a la verdad»(Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo – 24/V/90-IV, 30).

[96] De vera religione, cap. 6, N° 211 – PL XXXIV, 128.

[97] Cita aquí a otro gran católico: G. K. Chesterton: «Hoy día la palaba ‘herejía’ no significa más que se está en lo falso, sino, más bien, que se tiene espíritu lúcido y valiente. Y, completamente a la inversa, el término <ortodoxia> toma un valor peyorativo».

[98] Vraie et fausse Reforme dans 1 ‘Eglise, Paris (1968: 2e. éd.) 47.

No quitan valor a estas sensatas advertencias del teólogo dominico, las intemperancias, con que iba anotando en Mon Journal Du Concile, Paris (2002) sus reacciones íntimas respecto a Papas, teólogos y peripecias de la magna asamblea. No por nada, un sobrino (Dominique Congar) del difunto cardenal, presentando esta obra postuma, advierte sobre «notas personales un poco crudas», así como de «ciertas expresiones un poco ácidas» (ibid., Vol I, II).

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