Templos cerrados, curas heroicos. El precedente de la fiebre amarilla
(La imagen del post corresponde al cuadro de Juan Manuel Blanes, «Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires», que retrata el hallazgo de una madre sin vida con su que lucha por mamar de sus pechos).
Entre las cosas que nos preguntamos aquellos a quienes nos gusta la historia hay una que es permanente*:
– “¿Y cómo hacían antes?”.
Y esto, quizás, por ese hábito de buscar en el pasado (en la “memoria”, que es parte cuasi-integral de la prudencia, como dice Santo Tomás), lo que termina siendo una guía para el presente y el futuro.
Al menos el presente y el futuro probable.
Es por esto que, quizás, el gran Cicerón dijo que “la historia es maestra de la vida” (magistra vitae); porque nos enseña a vivir. Y a morir…
Incluso en tiempos de coronavirus.
Pensando y re-pensando entonces, en estos días lo de nuestros templos vacíos, dimos con la historia de la famosa fiebre amarilla de Buenos Aires (1871) que, de una ciudad de 180.000 habitantes, se llevó a 13.600, según los datos oficiales aproximados.
Lo que esos mismos datos no narran es que hubo un grupo social entre los fallecidos que, contrariamente a lo que el presidente (masón) Sarmiento haría por ese entonces (se escaparía a la ciudad de Mercedes, huyendo del contagio) vivió y murió codo a codo con los enfermos. Nos referimos a los 67 sacerdotes del clero de Buenos Aires que perdieron heroicamente la vida atendiendo y ayudando a enfermos y moribundos.
De doscientos noventa y dos sacerdotes que había por entonces en la ciudad ocupándose del prójimo, el 22 % perdió la vida, en comparación con sólo doce médicos, dos practicantes, cuatro miembros de la Comisión Popular y veintidós integrantes del Consejo de Higiene Pública.
Es a ellos a quienes, en pleno debate parlamentario acerca de la separación Iglesia y Estado, Guillermo Rawson se referiría a fines del siglo XIX:
“He visto también, señores, en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que este es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires, y agrego, que es una prueba de que no necesita ese culto del apoyo miserable que pensamos darle”[1].
Honor y gloria, entonces, a aquellos hombres de negro, hoy recordados en un olvidado monumento en el Parque Ameghino.
– “¿Y qué pasaba con los templos?”
La epidemia de la fiebre amarilla atacó a Buenos Aires en la misma época que ahora el Coronavirus. Para el inicio de año. Y no terminó hasta la mitad de ese año.
Y los templos… también fueron cerrados…
“Claro –se nos dirá– pero la historia nunca es igual: una cosa fue la tremenda fiebre amarilla (que no perdonaba a nadie) y otra el actual coronavirus», una epidemia que, al parecer, es letal sólo para los mayores y más vulnerables y que, lo que denota es doble:
– Un gran laboratorio de dominación de las masas.
– Una tremenda falta de Fe de muchos católicos -aún de los más «ortodoxos»- que temen desmesuradamente a la muerte.
Pero quizás sea aún demasiado pronto para hacer análisis o para reconocer si, estrictamente, era o no necesaria la clausura de nuestros templos. Lo que si sabemos es que, hubo un tiempo de epidemias duras en que los templos se cerraron por mandato del gobierno y con la anuencia de la Iglesia.
Ni misas públicas ni nada de nada. Todos a sus casas. Así nomás:
“Día 31 de marzo (1871): Prohíbense funciones de Iglesia […]”[2]
Punto.
Ni la Semana Santa de ese año se salvó, siendo el pico de cantidad de muertos; más de 500 por día, de allí que la Comisión de Salubridad solicitase a Mons. Aneiros, por entonces Vicario Apostólico de Buenos Aires (dos años después sería nombrado su Arzobispo), la suspensión de las celebraciones propias de la Semana Mayor.
Y así se hizo:
“El Vicario Capitular, Buenos Aires, Marzo 31 de 1871. A los señores Párrocos, Prelados Regulares y Capellanes de las Iglesias. Doloroso es al infrascrito tener que prohibir en la Semana Mayor, la solemnidad del culto, sus funciones de concurso, maitines cantados, estaciones de concurso y sermones, pudiendo hacerse todo el oficio demás rezado y cantado. Prohibimos la aglomeración y en las Iglesias pequeñas, reuniones de más de veinte personas. Encargando la ejecución a los señores curas, les recomendamos exhorten al pueblo que santifiquen estos días con doble empeño, aunque sea privadamente con la oración, con los sacramentos, lectura de la Pasión de Nuestro Señor y otras análogas y con obras de caridad cuando pudiesen. Aunque se tenga en veneración y depósito la Sagrada Hostia el jueves santo, será con sujeción a estas disposiciones, sin mayor adorno, y cerrándose la Iglesia a la noche. Nuevamente se recomienda el aseo y la ventilación. F. Aneiros”[3].
De allí que algunos, desde el diario La Tribuna escribiesen:
“El mismo Señor Obispo, comprendiéndolo así, y a instancias de la Comisión Popular de Salubridad, ha ordenado la suspensión de todas esas fiestas. No importa. Haremos un templo en nuestros pechos y dentro de él elevaremos nuestras preces fervientes. Así, veneraremos al Mártir de los mártires, reforzaremos nuestro ánimo, tan necesario para continuar la tarea, y alcanzaremos la salvación de un pueblo sumido hoy en el dolor y el desconsuelo”[4].
Los templos cerrados, entonces. Pero no por ello la Iglesia cesó de atender a los enfermos y moribundos, celebrando, al mismo tiempo misas privadas, rogativas, novenas y hasta repartiendo oraciones dirigidas a la Madre de Dios para que terminase con la epidemia:
“Virgen inmaculada, Refugio de los pecadores, Consuelos de los afligidos, Esperanza de los atribulados, os suplicamos con todo el afecto de nuestro corazón contrito y humillado, interpongáis vuestra intercesión para con el Dios de las misericordias, que no desea la muerte, sino la conversión de nosotros miserables pecadores, para que se digne mirar con ojos de compasión y de clemencia la aflicción de su pueblo. Haced, os pedimos, que ordene al Ángel ministro de su justa indignación, que hemos nosotros provocado con nuestras muchas culpas, que vuelva a la vaina la espada fulminante que tiene desenvainada para nuestro exterminio, y que se aleje de ESTA CIUDAD, devota vuestra, el azote terrible de la pestilencia, que tan de cerca le está amenazando […]”[5].
* * *
Templos cerrados, curas heroicos y devoción a Maria Santísima entonces. Y si nos llegase a tocar (como es previsible) una Semana Santa con templos aún cerrados, una vez más, haremos un templo en nuestros pechos y dentro de él elevaremos nuestras preces fervientes venerando al Mártir de los mártires.
A Aquél que murió
Pero que está vivo.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
* Las citas del presente trabajo han sido tomadas del trabajo de Jorge Ignacio García Cuerva, “La Iglesia en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871”, en Teología 82 [2003/2] 115-147.
[1] A. MARTÍNEZ, Escritos y discursos del Doctor Guillermo Rawson, Buenos Aires, 1891, Tomo I, 45.
[2] M. NAVARRO, Diario de la epidemia (en adelante DMN), Buenos Aires, 1871.
[3] LT, 2 de abril de 1871.
[4] Diario La Tribuna (desde ahora, LT), 2 de abril de 1871.
[5] AGN, Archivo y colección de Andrés Lamas, legajo 2672, Buenos Aires, 1997, Oraciones para pedir a Dios nos preserve de la peste de 1871.
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Otro articulo excelente, como todos.
Un pedido Padre, quenque se que el tiempo es lo que no le sobra ¿No será posible poner estos hermosos articulos en PDF para su descarga?
Dios y su Santa madre nos bendigas a todos!
No sería imposible, pero me llevaría su tiempo…
Una posibilidad -que no sé si todos la tienen en sus computadoras- es ir a imprimir la página y seleccionar en el destino de la impresión «guardar en pdf» o alguna expresión similar.
La fe de muchos era pura hipocresía, que un virus qualunque desnudó miserablemente. Es tiempo de arrepentimiento y perdón. Porque Dios nos perdona.
Excelente!
Padre parece que cambió de opinión con respecto a las medidas de la CEA y del Gobierno de cerrar los templos… Me parece extraño, pero bueno. Los fieles nos sentimos más solos que nunca. Nos han dejado, no solo sin poder visitar el Santísimo, sino que sin los sacramentos. Dios nos mande santos sacerdotes que no le temen a la peste y ni a las autoridades de turno… saludos
Hermosa historia que no conocía. Muchas gracias, padre.
Con las iglesias cerradas y los sacerdotes con permisos en el contexto de una total cuarentena he sentido la necesidad de ir a lo mas profundo si nos tocara aceptar el silencio de Dios, aún en la última hora de nuestra vida, y compartirlo.
Confesiones del Padre Lázaro: de profesor universitario ateo a monje copto por la intercesión milagrosa de la Madre de Dios
http://teoforos-orientecristiano.blogspot.com/2014/09/confesiones-del-padre-lazaro-de.html
La pandemia del coronavirus: un análisis teológico
Buenísimo el artículo. Malísimo que los templos estén cerrados, nos quedásemos sin Sacramentos, no haya rogativas ni consagración al Sagrado Corazón de Jesús o al Inmaculado de María y que, en fin, la religión haya quedado desbaratada por los propios y no por Sarmiento, que por lo menos era un enemigo.
Ya sé que esto no es una epidemia sino un golpe de estado, osado y bien planificado, pero creo que los obispos podrían haber demostrado un poquito más de coraje…
Los curas nada digo; a ellos no les cae esta vergüenza por razones que aquí no difundiré.
Paradójico que use un cuadro donde aparece Roque Perez, gran maestre masón al momento de la fiebre amarilla, muerto por quedarse en la ciudad a ayudar gente.
Sí; esa época es una gran paradoja. Es verdad, pero el cuadro es magnífico.
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Muy interesante publicaciòn , Se puede copiar y pegar en word ……