«¿Misa de espaldas?». ¡No, hombre! «¡De cara a Dios!». Sermón sobre la misa «ad orientem»

Seguimos entonces[1], como el domingo pasado, con una catequesis de la Misa. Y esta vez tocan ver algunas disposiciones físicas del templo y de los fieles. Especialmente en lo que se refiere hacia dónde mira el sacerdote y el pueblo fiel.

Pero no hace falta que nos metamos en la Misa Tridentina o “tradicional” o en la “forma extraordinaria”, como bien lo ha señalado hace poco el Cardenal Sarah. Vayamos nomás al Misal del Concilio Vaticano II donde se lee en las rúbricas la siguiente indicación al momento de la preparación para la comunión:

«El sacerdote, volviéndose hacia el pueblo, dice en voz alta: “Dichosos los invitados a la mesa del Señor” […] Luego el sacerdote, volviéndose hacia el altar, dice en voz baja: “Que el cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna”».

¿Qué fue lo que pasó entonces? ¿Por qué hemos visto, desde niños nomás, que el sacerdote nos está mirando desde que comienza hasta que acaba la Misa? Es que se trató de una praxis litúrgica, impuesta con el tiempo y a maza y martillo…

Pero… ¿por qué la Misa de “espaldas al pueblo” y no “de cara al pueblo”?

En primer lugar, hay que aclarar la terminología, porque “las palabras son balas”, como gustaba decir Lenin: el sacerdote no está “dándole la espalda al pueblo”, sino “mirando a Dios”, “de cara a Dios”, así como el fiel de la primera fila en la iglesia tampoco está “de espaldas al que está en el segundo banco” sino mirando hacia el altar.

¿Y de dónde viene esto?¿del tradicionalismo más fascistoide posible?

¡Para nada! ¡De la inmensa mayoría de las religiones! Para mostrar un ejemplo, hace un tiempo, en plena meseta tibetana, explicando la Misa, les preguntaba a los budistas sobre cómo creían que debía celebrarse el culto al Dios verdadero; todos respondieron: “igual que como lo hacen los lamas: mirando a los dioses”… Me quedé de una pieza. Esta es una verdad “católica”, es decir, universal…

¿Y por qué no mirando al pueblo? Pues simplemente porque el pueblo no es Dios

El culto cristiano se enraíza en la tradición litúrgica judía, por eso resulta extraño ver cómo se insiste hasta el cansancio en intentar ver las raíces judías del catolicismo, dejando de lado, por ejemplo el modo cultual que tenían al momento de adorar a Dios.

¿Y cómo era el culto judío?

Más allá de los sacrificios menores y de los holocaustos de animales, San Pablo nos narra sucintamente lo más íntimo del lugar ritual, en su Carta a los Hebreos:

“la primera Alianza tenía sus ritos litúrgicos y su santuario terreno. En la parte anterior de la Tienda, se hallaban el candelabro y la mesa con los panes de la proposición, que se llama Santo. Detrás del segundo velo se hallaba la parte de la Tienda llamada Sancta sanctorum, que contenía el altar de oro para el incienso, el arca de la Alianza y en ella, la urna de oro con el maná, la vara de Aarón que floreció y las tablas de la Alianza.

Los sacerdotes entran siempre en la primera parte de la Tienda para desempeñar las funciones del culto. Pero en la segunda parte entra una vez al año, y solo, el Sumo Sacerdote para ofrecer por sí mismo y por los pecados del pueblo. Todo ello es una figura del tiempo presente, en cuanto que allí se ofrecen dones y sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador. Pero se presentó Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros… y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”[2].

 

El culto cristiano tomó –naturalmente- gran parte de su accionar litúrgico del culto hebreo, aunque sabiendo que la ley antigua, ya se había convertido en “lex mortua et mortífera” (como señala Santo Tomás), al haberse ofrecido el mismo Dios como sacrificio:

“No has querido ofrendas, ni sacrificios,

ni holocaustos, por eso dije, he aquí que yo vengo,

oh Dios, para hacer tu voluntad” (Ps 39).

 

La Iglesia, al sacrificar de modo incruento, es decir, sin derramamiento de sangre, al único y último Cordero de Dios, imitaría también la disposición del templo y del altar, pero colocando ahora sobre éste las ofrendas que se transustanciarían en el mismo Dios humanado.

¿Y cómo era el altar?

Siempre más elevado que la realidad terrena; elevado por sobre la tierra, para mostrar que las cosas sagradas no están al mismo nivel que las del suelo; por eso, el altar de la iglesia siempre se encuentra unos peldaños más arriba, por lo que el sacerdote comienza diciendo, en la Misa tradicional: “introibo ad altare Dei” (subiré al altar de Dios), mientras invoca el salmo 42.

Además, la Santa Madre Iglesia quiso colocar siempre el altar mirando hacia el Oriente, hacia Jerusalén, porque es allí donde se realizó el Sacrificio Perpetuo, es desde allí que viene la salvación y es desde oriente donde surge Cristo, “el Sol que nace de lo alto” (Lc 1,78).

La Iglesia quiso también, según los tiempos, colocar sobre sus altares un baldaquino o templete (en Vaticano está el famoso baldaquino de Bernini), para seguir con la tradición judía de tapar con un velo lo más sagrado; esa “casita” -como le dicen los niños- se usó en algunos tiempos para hacer descender, en el momento de la consagración, unas cortinas que caían desde lo alto, significando el momento más íntimo de la Misa: el momento en que Dios viene a la tierra bajo las especies del pan y del vino, de allí que el monaguillo, con sus campanitas, indicase a los presentes que estaba dándose allí el gran milagro de la Presencia Real.

En la tradición oriental, los católicos orientales e incluso los ortodoxos, han mantenido esta separación con el iconostasio, que simboliza el velo del Sancta sanctorum judío.

Pero no sólo hay razones históricas… También hay razones de conveniencia racionales, valga la redundancia redundante…

 

Veamos a manera de píldoras anti-progres:

  • La Santa Misa es el mismo Sacrificio de Cristo en la Cruz, pero realizado de modo incruento; no es una “comida humanitaria” o “la fiesta del domingo” o “ágape fraterno”. Celebrando “de cara a Dios”, por eso, se muestra el carácter verdaderamente teocéntrico del Misterio.
  • El sacerdote, al mirar al altar, no está despreciando al pueblo fiel, sino que está rezándole a Dios por él, haciendo de mediador entre el cielo y la tierra. Mira a la gente cuando le habla a la gente y mira a Dios cuando le habla a Dios.
  • El pueblo fiel, no va a adorar al sacerdote, que es un mero medio, sino al Señor. Por eso, tanto el que preside como el resto del pueblo fiel, conviene que miren en la misma dirección (el cura no es el centro de la liturgia, sino Dios…). El sacerdote guiando a su pueblo va primero, pero también él está en camino hacia la morada celestial.
  • Es menos distractivo para todos: para quien celebra como para el pueblo fiel.

 

Pues hasta aquí el sermón; agradezcamos a Dios si podemos asistir a una Santa Misa bien celebrada, fuente de tantas gracias para el sacerdote y los fieles.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi

PS: para oír o descargar la homilía, hacer clic aquí

[1] El sermón forma parte de una serie de sermones que venimos dando respecto de la misa según la “forma extraordinaria”, pero bien pueden servir también para la celebración según la “forma ordinaria”.

[2] Cfr. Hb, 9,1-12.

 

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