La primera Misa de Lamennais. Un sacerdote apóstata

En tiempos en que la Iglesia sufre a causa de algunos teologuillos de escritorio que, lejos de transmitir la Fe de la Iglesia intentan congraciarse con el mundo, recordé la lectura de dos opúsculos que el gran Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría) nos legó sobre el tema.

Se trata de una recreación literaria de la primera y la última Misa del apóstata francés, Felicité de Lamennais.

Porque muchos no deberían haberse ordenado de sacerdotes nunca. Y otros, deberían dar cuenta a Dios por haber forzado vocaciones.

Para reflexionar…

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi

LA PRIMERA MISA DE LAMENNAIS(1)

Hugo Wast

 

En esta Pascua de 1933 se ha cumplido silenciosamente el primer centenario de un drama que fue en su tiempo famoso, y que el mundo ha olvidado ya: la última misa de Lamennais.

Drama espiritual, que tuvo por teatro una conciencia, por actor la voluntad de un hombre, y por único espectador a Dios.

¿Qué sentimientos sacudían las entrañas del infortunado sacerdote, cuando por última vez ascendió la grada de su pobre altarcito de la Chesnaie, revestido de los ornamentos de la Pascua? ¿Cómo latía su corazón cuando su mano marcada in aeternum por el sacerdocio consagró el pan y el vino, convirtiéndolos en el cuerpo de Cristo?

¿Había ya dejado de creer que la hostia, que luego alzaron sus manos trémulas, era la substancia de Dios, y que la copa contenía real y verdaderamente la sangre del Hijo de Dios?

¡No! Aquella alma grande y trágica nunca se habría rebajado a la comedia de celebrar una misa si no hubiese creído que detrás de las solemnes palabras latinas hoc est enim corpus meum, se realizaba el milagro que hace arrodillarse hasta a los ángeles en lo profundo de los cielos.

Lamennais creía ciertamente, pero su fe estaba ya herida en la raíz.

¿Quién la hirió?

El sacerdote, obligado por severa disciplina a una vida pura y apostólica, tiene que luchar constantemente con dos negros arcángeles: el orgullo y la carne.

Cuando acontece la apostasía de uno de esos hombres que han realizado en los altares el milagro de la consagración, no os fatiguéis preguntando contra qué dogma importante se rebela.

Buscad, mejor, la llaga del amor propio, oculta o visible.

O bien… cherchez la femme.

«Que siempre han de andar faldas en este negocio de herejías», dice Menéndez y Pelayo, hablando de la introducción del protestantismo en España.

¡No siempre! El caso Lamennais estuvo lejos de ser la comedia del padre Jacinto Loyson, que comenzó en el púlpito declamando contra la infalibilidad del Papa, y acabó en el Registro Civil.

Ciertos sabrosos riñones a la brochette que preparaba Mme. Merriman y que el pobre hombre, en su calidad de carmelita descalzo, no podía saborear sin faltar a las reglas, le quitaron la fe.

Ni durante el sacerdocio, ni después de su ruptura con Roma, hubo en la existencia de Lamennais epitalamios ni zarzuelas

A la edad de 18 años, es verdad, se enamoró románticamente de una muchacha que lo desdeñó o, lo que es muy probable, nunca supo que él la amaba. Tuvo un duelo a florete por causas fútiles, en que ese amor no entró para nada, y con esto concluye la porción novelesca de su vida.

Nacido en Saint Malo en 1782, huérfano de madre a los seis años, indócil y desaplicado, costóle trabajo aprender a leer.

Un día, en castigo de una escapada, lo encierran en la biblioteca de su tío. Todos los escritores del siglo XVIII estaban allí: Rousseau, Diderot, Voltaire.

El desaplicado escolar abre un libro y lo devora. Desde ese día aquel rincón es su refugio habitual; y allí absorbe, con el gran estilo, la incredulidad de los filósofos.

Su fe católica es reemplazada por la fe del vicario saboyano. Cree en una religión natural, superior a las religiones positivas, que se dicen reveladas.

A los 22 años, desencantado de la filosofía, vuelve a la fe y a las prácticas religiosas. Recibe su primera comunión y le viene la idea de hacerse sacerdote, como su hermano Juan, poco mayor que él.

Publica sus primeras páginas en defensa de la religión y, ante el aplauso de sus lectores, siente la amarga mordedura del amor propio.

«Tenéis razón – escribe a un amigo sacerdote –; una sola línea, una sola palabra de San Francisco de Sales o de la Imitación, está muy por encima de estos folletos belicosos y tristes… ¡Dios mío! ¿Quién me ha arrojado a esta vía peligrosa? El orgullo, sí, el orgullo, lo reconozco y lo siento cada día. Rezad, mi querido hermano, por este miserable que debería sentirse, lo digo con toda sinceridad, lleno de confusión de haber pensado hacer oír su voz en la iglesia, él, a quien la iglesia antigua hubiera apenas admitido entre los penitentes… ¿Dónde me detendré yo?»

Esta carta es de 1809, cuando tenía 27 años.

De la misma época aparece otra:

«¿Qué hay más miserable que esta rebelión de la naturaleza contra todo lo que la ata y la contradice? Me avergüenzo de ser tan erudito para hablar de la cruz, y tan cobarde para llevarla. Y me acuerdo de estas terribles palabras de Jesucristo: «No todos los que me dicen ¡Señor, Señor! entrarán en el reino de Dios.»

Tremenda interrogación la que nos formulamos aquí: ¿la vocación sacerdotal de Lamennais fue clara?

No hablamos de su sinceridad, que no se puede poner en duda. Pero si un hombre, en un ímpetu generoso o irreflexivo, echa sobre sus espaldas una carga superior a sus fuerzas, y sucumbe, no es sinceridad lo que le ha faltado, sino conocimiento exacto de su flaqueza.

«Si yo no escuchara más que mi gusto – escribe a su hermano en la época en que todos lo instaban a hacerse sacerdote –, huiría a los bosques. Allí, después de carreras fatigosas, me lleva siempre la imaginación como a un reposo. Que se haga la voluntad de Dios. Nada significa, después de todo, cómo pasaré lo poco de vida que me resta. Temo que se equivoquen mucho creyendo que seré muy útil. Mi alma está gastada, lo siento cada día… ¡Pero qué me importa! No me opongo a nada; en todo consiento; que hagan de este cadáver lo que quieran».

Expresión de desaliento y de fatalismo, en vísperas de una resolución irrevocable.

¿Cómo sus consejeros no adivinaron que al desventurado joven le sobraba generosidad, pero le faltaba vocación?

Eran tiempos tristes para la Iglesia de Francia.

Los sacerdotes, con laudable espíritu, trataban de aumentar sus filas. ¡Qué gloria para quien plegara la voluntad caprichosa de Feli de Lamennais y le arrancara la promesa irrevocable!

¡Qué magnífico soldado para las batallas de Dios, que pronto se librarían en aquel suelo todavía empapado por la impiedad y la sangre de la Revolución!

Feli de Lamennais se entregó a sus amigos con una docilidad generosa y desesperada.

Esquivo a la compañía de la gente, imaginativo y desequilibrado, soñaba con los árboles de la Chesnaie, con las severas costas de su Bretaña.

Romántico y sentimental, si en esa época, cuando se vio en la encrucijada de dos caminos, se le hubiera acercado un alma joven, «hermana de la suya, que uniese a la piedad la caridad, a la inteligencia, la ciencia, y poseyera ese atractivo indescriptible que añaden la gracia y la belleza, ¿habría resistido el encanto? Es permitido dudar. Un día tuvo un encuentro semejante, y sufrió cruelmente: era demasiado tarde…»

Es tan delicado ese punto, que he sentido la necesidad de no ser yo quien lo diga; y cito las palabras dolorosas de uno de los que mejor han escrito sobre el desventurado Lamennais, el abate Boutard.

Esa amable figura de mujer no apareció en la encrucijada del camino.

Lamennais, acosado por consejeros piadosos, pero imprudentes y faltos de mundo, sentía el bochorno de haber suscitado ilusiones que no era capaz de cumplir.

Nuestro orgullo es tan sutil que se disfraza a veces de humildad. Renunciamos a la propia voluntad, entregando a otros la dirección de nuestros asuntos, no porque tengamos confianza en que lo harán mejor, sino por no cargar con un posible fracaso nuestro y poder acusarlos después si se equivocan.

Preferimos entregarnos exteriormente, antes de confesar la desorientación interior.

En los momentos de lucidez y de humilde franqueza, confiaba sus escrúpulos al abate Teysseyre, al abate Carrón, sus dos consejeros, a su hermano Juan. Y ellos lo tranquilizaban: eran fantasmas de la imaginación y se disiparían una vez que diera el paso decisivo.

Recibió las órdenes menores y el sub-diaconado, a fines de 1815, y los fantasmas lo asediaron más.

El abate Teysseyre escribe a Juan:

«Vuestro excelente hermano vive sin gusto y sin consuelo. Ha recibido el sub-diaconado como víctima: tiene todo el mérito del amor, sin gustar sus dulzuras. Y así recibirá el diaconado y el sacerdocio, como un niño que se deja conducir, sacrificando todas las repugnancias de la naturaleza y los más espaciosos razonamientos de la imaginación».

¡Como un niño! El desventurado se dejaba conducir como un niño, y sus piadosos consejeros alababan su mansedumbre.

Desconfiemos de los que así se entregan exteriormente, para tener después el secreto desquite de enrostrar a otros el fracaso. Esa aparente humildad es orgullo refinado.

Después del subdiaconado, Lamennais se consideró – lo dice en sus cartas – «una víctima atada al poste del sacrificio».

Temporadas de exaltación mística mantenían la ilusión de sus consejeros.

Así llegó el día fatal. Cerró los ojos y se lanzó al abismo insondable.

¡Tu es sacerdos in aeternum! Eres sacerdote para toda la eternidad, y aun en el infierno tendrás las manos consagradas. Los demonios mismos no se te acercarán sin un estremecimiento de horror y de veneración ante la suprema dignidad impresa en tu alma y en tu carne.

Por larga que sea la vida de un sacerdote, el sol de su primera misa la sigue iluminando hasta el final. Día radiante, sin comparación con las otras delicias del mundo; día todo de fe, de esperanza y de caridad, fue para Lamennais el más amargo y sombrío.

La víspera de la ordenación, el abate Teysseyre le escribió:

«Vais a la ordenación como una víctima al sacrificio. El altar santo está desnudo de ornamentos; el cáliz embriagador ha perdido sus delicias… Nosotros hemos celebrado nuestra primera misa sobre el monte Tabor, y vos lo celebraréis sobre el Calvario».

Esto quiere decir que sus íntimos consejeros sabían la repugnancia que Lamennais sintió hasta la víspera misma por el sacerdocio.

¡Ciegos e imprudentes! ¿Por qué no se detuvieron allí? ¿Por qué se empeñaron en consumar aquel atroz sacrificio? Y él, la víctima, ¿por qué tentó a Dios desafiándolo para que enmendara el funesto error que otros cometían en su nombre?

Capilla de las Feuillantines. Impasse de la calle del faubourg Saint Jacques. Marzo de 1816. ¡Primera misa de Lamennais!

Asistido por sus dos consejeros Carrón y Teysseyre, subió al altar. En cierto momento su rostro se cubrió de un mortal sudor. Cuenta él mismo que oyó distintamente una palabra: «Te llamo a llevar mi cruz; nada más que mi cruz.»

¡Y qué cruz, Dios santo, fue la del infortunado sacerdote!

Como un animal indómito, a quien por sorpresa marcan a fuego, su primera intención fue de huir a los bosques solitarios. Ante lo irrevocable, se refugia en un silencio hostil, que rompe de tiempo en tiempo con una queja impresionante.

Vive en las Feuillantes, en casa del abate Carrón.

Este escribe a Juan:

«Vuestro hermano os habrá desgarrado el corazón con su carta… Está como el profeta suspendido por un cabello sobre el abismo de la desesperación… Lleva su obediencia hasta celebrar misa casi todos los días, “no obstante el horror que parece tener del sacerdocio”».

La carta a que alude aquí el buen abate es realmente un extraño y doloroso documento:

«Aunque el abate Carrón me manda callar acerca de mis sentimientos, yo creo poder y deber explicarme contigo una vez por todas. Soy y no puedo menos de ser extraordinariamente desgraciado… Tengo 34 años cumplidos, he visto la vida bajo todos sus aspectos, y no me dejaría engañar otra vez por las ilusiones que quieren infundirme. No pretendo hacer reproches a nadie; hay destinos inevitables; pero si yo hubiera sido menos débil y menos confiado, mi posición sería muy distinta. En fin, es lo que es, y lo mejor que puedo hacer es dormirme al pie del poste en que han remachado mi cadena, feliz si puedo lograr que nadie venga con fatigosos pretextos a despertarme».

Lamennais seglar, como debió permanecer, habría sido un genial apologista de la religión, a lo José de Maistre. Sus errores no hubieran tenido la trascendencia que les dio el sacerdocio.

Lamennais sacerdote comenzó en la exasperación de una vocación forzada, para acabar en la desesperación de la apostasía.

Antes de referir las etapas dolorosas que le condujeran allí, especialmente la escena de la última misa, cuyo centenario ha transcurrido en silencio,

Repitamos las palabras de Roussel:

«Lamennais es una de las víctimas más nobles y lamentables de las mejores intenciones del mundo».

 

Hugo Wast

Buenos Aires, mayo 31 de 1933.

 


(1) Hugo Wast, Obras Completas, Ediciones Fax, Madrid 1957, 1161-1164.

(2)Después de la Revolución Francesa (que se había cobrado varios miles de sacerdotes) la Iglesia bajó un poco la exigencia en la “elección” de sus miembros y varios llegaron al sacerdocio de los cuales no deberían haberlo hecho nunca: Lamennais es un ejemplo del error y el Cura de Ars, una excepción. Dios sabe sacar incluso de los males, bienes (nota mía).

2 comentarios sobre “La primera Misa de Lamennais. Un sacerdote apóstata

  • el febrero 11, 2017 a las 8:55 am
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    Antes, tal como estaban las cosas, sí se podía dar este tipo de situaciones en la conciencia de las personas. Pero hoy, gracias a Dios, ya no se da, o si se da es rarísimo. De todas formas la persona siempre es y será tremendo misterio sagrado por ser imagen de Dios, El Misterioso.

  • el febrero 11, 2017 a las 3:02 pm
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    Cuentan que el Papa Gregorio lo condenó con lágrimas en los ojos. Pensó que Lamnenais iba a retractarse y no a profundizar su herejía.
    Pero aún de los males Dios saca buenos. Entre sus discípulos, Lacordaire se transformó en el mejor orador de la historia de Francia y el gran restaurador de la Orden de Predicadores poniendo de alguna manera los basamentos del renacimiento tomista de años después. Otro de sus discípulos, el hoy beato Ozanam fundó la Sociedad de San Vicente de Paúl, modelo de todas las obras de caridad laicales desde entonces.

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