Devotio moderna, monacato y misión en América hispana
“La magnificencia de la catedral gótica busca honrar a Dios; la pompa del barroco jesuita atraer al público” (Gómez Dávila).
Poco tiempo atrás escribimos un texto titulado “La devotio moderna: características y síntomas de un católico tradicional”.
El mismo no intentaba ser más que un simple resumen de lecturas y meditaciones varias acerca de la crisis de espiritualidad que sufre hoy en día, buena parte del mundo católico.
Para nuestro asombro, el opúsculo –o parte de él– parece haber tenido bastante repercusión[1], lo que nos hacía pensar que no éramos los únicos interesados en este tema tan olvidado e importante a la vez para el mundo católico.
Lo que presentamos ahora, a modo de continuación, no es más que el fruto de lecturas, meditaciones y conversaciones varias con amigos, que, desde distintos puntos de vista intentan buscar una razón al actual proceso por el que pasa la Iglesia militante en las tierras americanas. El acápite del inicio muestra una corriente del pensamiento católico al respecto que encierra un mundo de conclusiones.
Pero vayamos por partes.
1) Teocentrismo medieval y antropocentrismo renacentista
El hombre del occidente medieval, heredero del hombre tradicional greco-romano, era distinto de nosotros. Es decir: era tan hombre como ud. o yo, pero poseía una manera distinta de ver la realidad. Una cosmo–visión diversa.
En una de sus obras fundamentales, Carlos Disandro, lo señala diciendo que “en la primera parte del credo [niceno-constantinopolitano] –que se refiere a la primera Persona trinitaria– oímos la siguiente afirmación: Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium (…). Existe pues un cosmos de realidades visibles y otro de realidades invisibles”[2]; Dios, siendo simplísimo, por su multiforme gracia y voluntad, creó un abanico de seres que dependen en cuanto a su ser y obrar, del ser por excelencia.
Es esa afirmación de un mundo de realidades visibles e invisibles –de la cual Dios era el centro– lo que distinguía al hombre medieval del hombre de moderno[3]. Quizás una figura geométrica nos ayude a comprender mejor aquella cosmovisión:
“El cosmos visible está inmerso pues en el cosmos invisible; es un universo de signos que lo profieren, de alguna manera; es una organicidad viviente que lo postula y lo hace patente en los más altos niveles de la contemplación (…). El primer principio, connatural al antiguo, correspondería a dos círculos concéntricos, o en todo caso a un sistema de círculos concéntricos: el más externo propondría la imagen de los invisibilia Dei; los internos en cambio los visibilia Dei: el teandrismo de Cristo es el centro absoluto de esta representación” (…). Hacia el fin de la edad media, esta armonía comienza a deteriorarse, resquebrajarse y finalmente se extingue; los círculos comienzan a ser excéntricos y tienden a ser tangenciales: cuando han alcanzado una extrema tensión yuxtapuesta, podríamos advertir la plenitud del ‘renacimiento’ (…). Por esto mismo, es característica del ‘Renacimiento’ el otorgar una cierta autonomía a la naturaleza (es decir, al cosmos visible) y el conferirle una cierta categoría divina, incluso sin pensar en las conclusiones del panteísmo”[4].
A partir del llamado Renacimiento, sin embargo, el hombre comenzará a separase e independizarse de su Creador. ¿Cómo llegará a esto? Por una sumatoria de factores que sólo nombraremos desordenadamente: el nominalismo imperante, la peste negra, los nuevos descubrimientos, el abandono del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, el cisma de occidente, y un largo etcétera imposible de enumerar. Lo cierto es que, el hombre del siglo XIV y XV, poco a poco comenzó a perder esa cosmovisión tradicional y medieval y a separarse de los invisibilia Dei para pasar a los visibilia y, de entre estos, “al” visibilium por excelencia que era él mismo, a saber, el mismo hombre.
La ruptura no será gratuita pues, caído del mundo invisible, comenzará a perder su principio y fundamento que éste le proporcionaba sin dar razón “ni de la existencia misma de los entes, ni de la peculiaridad del hombre, en quien se abisma la conciencia y la derelicción (…). Esta conciencia, tan nítida en el barroquismo (o en algunas de sus manifestaciones más decisivas) genera un proceso de acumulación expresiva (sea en el arte, sea en las ciencias, sea en la religión). Porque ahora es menester cubrir el inane o vacuum existencial con poderosas contexturas acumulativas y estratificadas que aparten la abismación del infinito”[5].
Es decir, el hombre, dejado a se, comienza a experimentar su vacío. Quien haya leído alguna vez la literatura del “siglo de oro español”, ese hermoso tiempo de las letras castellanas, podrá comprobar el espíritu (con perdón del hegelismo) que lo encarnaba con esas expresiones cuasi nietzschianas –avant la lettre– de un Quevedo, un Lope o un Góngora a raíz de ese vacuum vitae que muchos experimentaban.
Pues bien; es entonces cuando la corriente de la devotio moderna mencionada, que se insinúa fuertemente a fines del siglo XIV y aflora con gran vigor en la primera mitad del siglo XV, comienza a expresarse en su esplendor en parámetros diversos a la espiritualidad medieval tradicional[6]. Puesto que ya hemos hablado del tema en el artículo referido, mencionemos aquí sólo algunas de sus características principales:
- Relegación del monaquismo tradicional, unido a una acentuación de una piedad individualista y subjetiva, que rechaza “toda radicación en el culto, preparando un terreno favorable a la eclosión de la idea promotora de la reforma luterana: la justificación por la fe”[7].
- Equiparación entre vida contemplativa y vida activa, donde esta última termina constituyendo la esencia de la vida religiosa. El hombre, centrado en sí mismo, debe “actuar” pues todo depende de él.
- Relegación de la vida intelectual, teológico-mística, desconfiando de la inteligencia. Esta va a ser una de las características principales que no sólo influirán en la corriente protestante, sino también en la teología y filosofías “cristianas”.
- Abandono del magisterio espiritual tradicional; los Santos Padres de la Iglesia, por ejemplo, comienzan a ser olvidados o abandonados en el ámbito del estudio, la predicación, etc., produciéndose un corte o un “salto” cualitativo que difícilmente podrá recuperarse.
- Instauración de una tendencia psicologista y moralizante, que coloca el acento de la vida religiosa en un cierto dominio y utilización de la voluntad y la emoción, tanto de parte del alma devoto-moderna como de quien hace las veces de su director o padre espiritual.
- Aparición y multiplicación de innumerables métodos, reglamentos de vida para la conducción espiritual y moral.
Hasta aquí, entonces, algunas de las características de esta corriente.
Pero vayamos ahora a analizar someramente cómo esta espiritualidad pudo haber influido, si lo hizo, en la evangelización del Nuevo Mundo.
2) La espiritualidad que recibió América
La urgencia de la lucha contra el protestantismo, la decadencia de las órdenes monásticas y el ambiente que se vivía en la España del siglo XV (por más “medieval” que ésta fuese respecto de sus naciones vecinas), eran la realidad que debía conducir esa inmensa hazaña de trasplantar un mundo entero en otro. Se trataba de conquistar y evangelizar, según el mandato papal. Y España se daría como ella era.
Respecto de la evangelización, ¿cómo se daría? Pues por medio de las órdenes apostólicas y misioneras (franciscanos, dominicos, mercedarios, etc.) y, luego de su aparición, con la Compañía de Jesús, esa por entonces joven obra que prometía ser, en sus orígenes, la caballería ligera de la Iglesia.
¿Y las órdenes monásticas? Poco y nada influyeron en la evangelización; es más, hasta el mismo Felipe II impidió por entonces el envío de órdenes contemplativas. ¿Por qué? Pues por un doble motivo: en primer lugar, porque era urgente evangelizar, es decir, “apostolar” activamente a esas millones de almas que no conocían el nombre de Jesús. Y, en segundo, a raíz de la decadencia y relajación en que las órdenes contemplativas europeas se encontraban sumidas[8] (baste recordar en España el ingente trabajo de Isabel la Católica, San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, en busca de una reforma espiritual), viviendo de rentas e incluso gozando de pésima estima en Europa a raíz de su relajación.
Fue entonces el religioso de vida activa o, mejor dicho, de vida mixta, el que partió a América, con su bagaje europeo contemporáneo, es decir, con lo que se vivía en Europa y en España, principalmente. Quiérase o no, ese fue el catolicismo que nos llegó.
Disandro, un acérrimo crítico del mundo moderno y de la espiritualidad barroca, declara que esta evangelización, con todos los bienes que pudo traer, coartó,
“todo acceso a la experiencia del Misterio Cristiano [aboliendo] las vías de participación en el Culto y [relegando] la significación primordial de la palabra laudante, nexo operativo entre visibilia e invisibilia Dei. Es precisamente esta mentalidad barroca la que determina la vinculación religiosa, espiritual y cultural de América. Desde principios del s. XVI el barroquismo religioso ha extinguido el vigor contemplativo y ha llevado a cabo la total conversión de la antigüedad en la modernidad”[9].
¿Es acertada esta crítica? Sin duda que todos los misioneros que venían a estas tierras americanas eran hijos de su época pero, ¿es justo decir que extinguían “el vigor contemplativo” o que impedían “todo acceso a la experiencia del Misterio Cristiano”? De ser así, ¿cómo explicar, por ejemplo, el caso de los innumerables santos misioneros con eximia vida contemplativa, el de Santa Rosa de Lima, el de Santa Teresa de los Andes y varios más? ¿Cómo explicar la ingente obra realizada, por ejemplo, por la Compañía de Jesús, a pesar de sus propias fallas?
La crítica disandrista nos parece desmesurada y hasta simplista.
Pero, podríamos preguntarnos incluso: en la época ¿había otra opción? Algunos, quizás sin experiencia en las misiones ad gentes o cargados de un romanticismo novelesco, podrán decir que, en vez de misioneros, se debieron haber enviado monasterios… Pues no; ni se podía hacer (según las circunstancias históricas ya explicadas) ni convenía hacerlo; pues guste o no, siempre en el principio fue el apóstol… y luego recién el monje.
Al respecto, fray Petit de Murat, ese fino intelectual dominico que tuvo nuestro país, reclamaba con razón que la obra de España, si bien había sido titánica, resultaba incompleta pues le faltaba el monacato. Tanto es así que incluso esta concepción en la Fe hasta se encontraría en el ADN espiritual de América. Veamos un extenso pero jugoso párrafo:
“Nuestras formas de apostolado adolecen de una debilidad e ineficacia intrínsecas. La agitación es mucha. Se multiplica la diversidad de actividades e instituciones hasta la fatiga. Los Sacerdotes y los Religiosos se dividen y subdividen intentando atender un cúmulo de empresas que se sobreponen, ahogándose las unas a las otras. Los fieles abnegados, los verdaderamente militantes, sufren la paradoja de que su propia acción les seca el espíritu a causa de la compleja organización de reuniones y actos que han de atender. Cada día trae consigo una nueva táctica y proyecto de “apostolado”. Hasta las jovenzuelas que no han cumplido los primeros pasos en la mortificación de los vicios y el desarrollo de las virtudes pretenden servir a Cristo más en los otros que en ellas mismas (…). España no terminó su obra en América; aquí existen aún zonas extensas desprovistas de clero, cuya fe católica se funda nada más que en profundas reminiscencias de lo que aquellos misioneros sembraron. Sin embargo, la poderosa corriente misional española se frustró, en parte; al no consumarse en su fruto lógico, la fundación de monasterios” [10] (…). “El activismo actual ha logrado el resultado que menos esperaba, es decir, manifestar a las claras que padece una impotencia intrínseca para lograr la conversión de las almas. La actividad apostólica cuando no emana de una sazonada contemplación de Cristo y sus Misterios; cuando quiere nutrirse a sí misma o, cuanto más, en sustitutos anodinos de la vida monástica (hoy se enseña con suma frecuencia a los fieles que pueden llegar a la unión con Dios apurando Misas frecuentes; con la Comunión entre ómnibus y oficina, media hora de meditación diaria y un director espiritual) no tarda en derivar hacia una vacía agitación, y más que convertir, aumenta la confusión y el desconcierto, pues no poniendo los medios y las disposiciones suficientes para una purificación a fondo, la que permite que la gracia santificante corra de verdad desde el alma hacia toda potencia y acción, el Espíritu Santo no obra más que de manera exigua en medio de muchos detritus individuales y mundanos”[11].
A pesar de las verdades que se afirman aquí, lamentamos tener que disentir con el P. Petit de Murat. Ni la obra de España ni ella misma fueron las culpables de nuestros males espirituales; más bien fue gracias a ella que, muriendo a-sí-misma, se dio la plantatio Ecclesiae en estas tierras americanas. Es verdad que hubiese sido mejor que, junto a los misioneros (o después de ellos), se hubiesen fundado monasterios tradicionales, observantes y con monjes dotados de gran santidad, pero la historia es como es y no como quisiésemos que hubiese sido…
El monacato en América aún está por fundarse; y eso ya no es culpa ni de la Compañía de Jesús, ni de España ni de Felipe II; en todo caso, es culpa de nosotros hoy en día, y en todo caso de los monjes relajados de antaño (al respecto, dicho sea de paso, sería interesante conocer las causas del relajamiento renacentista monástico).
Hay quienes, siguiendo esta corriente y quizás sin experiencia ni de la historia de las misiones ni de la realidad, han querido comparar intelectualmente el modo en que se evangelizó Europa con el que hubiese sido el ideal para América. ¿Es justa esta hipótesis? En absoluto: el viejo mundo fue evangelizado en circunstancias muy diversas; primero fueron los predicadores apostólicos quienes plantaron la Iglesia (plantatio) en el humus greco-romano y recién después, sólo después, los monjes y ermitaños la conservaron por medio del culto y la cultura (conservatio). Es verdad que, en ciertas regiones y momentos históricos, el monacato occidental pudo servir de foco de atracción con sus campos, sus trabajos y sus escuelas monásticas, pero, ¿era posible ese método en la América idolátrica e incivilizada recién descubierta? Posiblemente sí, probablemente no, como ya mostramos más arriba siguiendo el acontecer histórico.
Pensar que se podía plantar la Iglesia sólo por medio del monacato en un lugar como América (o en cualquier otro) resultaría no sólo un angelismo sino también un utopismo de escritorio. Si para propagar la Buena Nueva sólo el monacato hubiese sido necesario, entonces Nuestro Señor se habría equivocado al elegir, para sí mismo y para sus doce apóstoles, la vida mixta (incluso más perfecta que la meramente contemplativa, según Santo Tomás[12]); y habría equivocado al enviar a sus doce a evangelizar y a convertir, en vez de a fundar monasterios… Entendemos lo que Petit de Murat quiere decir al expresar que “el misionismo que no para en fundaciones monásticas, a la corta o a la larga añade a la Iglesia, no santos, sino sólo simpatizantes y afiliados”[13] pero nos resulta una hipérbole gratuita eso de que “el Bautismo, los Sacramentos, necesitan de un clima, de un encelado amor y cuidados para desarrollarse. La vida monástica es la única que los da cabales, tal como el Don de Dios los merece”[14]. Si así fuera, entonces jamás se hubiese santificado el mismo San Pablo…
Concedemos que sin la conservatio Ecclesiae que la vida monástica o la vida mixta pueden traer, la plantatio Ecclesiae puede perecer. Eso nadie lo duda y, menos que menos hoy cuando contemplamos este terrible proceso de desacralización payasesca en que el culto y cultura misma de la Iglesia se encuentra sumido; pero pretender que todo se arregla con unos cuantos monasterios benedictinos en lugares incluso de misión, resulta una puerilidad. En un párrafo que podría matizarse pero que queremos dejar en su pureza total, Disandro expresaba:
“Esa ruptura que está viviendo Latino-América en el siglo XX es el término de un proceso intrínseco a la mentalidad que fundó o contribuyó a fundar Hispano-América. La ruptura con lo sacro ha ido instalando en todos los estratos de la vida hispanoamericana (…). Hay en este sentido una tentación muy frecuente de querer reducir la tarea de la irradiación cristiana, a la existencia de esos espectáculos-masas: misas de fabulosa asistencia, campañas de comuniones, cuyo número resulte asombroso, afirmaciones por una propaganda arrolladora que comienza por congregar multitudes y termina en un entusiasmo delirante de fervor público. Todo ello, si puede ser necesario por las circunstancias concretas, es marginal para la tarea cristiana, y en la consideración misma del problema religioso hispano-americano debe ser fríamente considerado”[15].
Muy probablemente, por la época en la que se escribían estos párrafos (mediados del siglo XX), su autor se estuviese refiriendo al glorioso Congreso Eucarístico Argentino (Buenos Aires, 1934) en donde la capital de la nación argentina se vio atestada de hombres, mujeres y niños que aclamaban Jesús Sacramentado mientras pasaba por las calles. Podemos conceder que estos “espectáculos-masas” (¡qué distintos aquéllos a los de hoy!) podrían resultar infecundos si no se los trabajase adecuadamente luego del fervor inicial, pero no resulta racional pensar que, per se sean malos a priori. Creemos con Messori que más bien hay que aplicar aquí el et…et (esto y lo otro) y no el aut… aut, (o esto, o lo otro). Supuesta la dignidad y el esplendor del culto, estos “espectáculos” no sólo pueden ser un gran servicio latréutico, sino también, secundariamente, una propedéutica para una profundización ulterior.
Sin embargo, sí consideramos una enorme injusticia el que se diga que “Hispano-América nace sin referencia a la Edad Media”[16]; quizás en esto a Disandro lo traicione su acérrimo anti-jesuitismo[17]. Es cierto que la España de los siglos XV y XVI era hija de su tiempo y podía estar inficionada de ciertas características de la devotio moderna, como señalábamos más arriba, pero no debe olvidarse que fue ella (y no otra) quien emprendió la conquista con un purísimo espíritu de Cruzada, desangrándose y dando de lo mejor a esa hija que era América, hasta implantando incluso, instituciones puramente medievales en su organización política y sistema legal.
En resumen: la espiritualidad que llegó a América, por los factores históricos mencionados, fue eminentemente activa, apostólica y misionera y, aunque algunos de sus fautores estuviesen estado embebidos de los males de su tiempo, ello no impidió la obra épica, e históricamente insuperada, que Dios Se dignó hacer por medio de España.
Dadas las circunstancias, la pregunta es ¿podría haberse hecho de otro modo? Creemos que no.
3) Un modo de completar la evangelización
La plantatio Ecclesiae ha sido hecha pues; ahora resulta necesaria la conservatio. ¿Cómo? Pues quizás arriesgándonos a hacer lo que ya se ha intentado en otras épocas. La Fe en América tiene apenas quinientos años (¡menos incluso de lo que va de la paz de Constantino hasta el apogeo medieval!) y así como en Europa hubo momentos de crisis y de grandeza, es necesario no sólo continuar con la obra evangelizadora desintoxicada de todo devoto-modernismo sino también secundarla con la implantación del monacato tradicional para que conserve lo plantado.
Hoy en la Europa apóstata, son los monasterios tradicionales los que están volviendo a ser esas fortalezas perennes que alaban a Dios. Es allí donde deben dirigirse nuestros esfuerzos por recuperar ese tesoro inmenso de la cristiandad.
Y permítasenos una anécdota para terminar y ejemplificar lo señalado.
Hace casi un año, con un grupo de jóvenes universitarios, nos encontrábamos alojados en Francia, en la hermosa abadía benedictina de Fontgombault; sus maitines, sus campanas y su liturgia tradicional nos hacían vivir algo de lo que debió haber sido el monacato medieval. Las paredes del monasterio tienen más de mil años, pero recién a principios del siglo XX y gracias al sueño de algunos enamorados del monacato, se pudo restaurar la tradición monástica.
Estando allí, pedimos tener un coloquio en grupo con el abad; para nuestra sorpresa, no estaba allí, sino de visita en una nueva fundación. Nos atendió entonces un joven prior, de no más de treinta y cinco años. Luego de las preguntas obligadas (“¿qué hacen? ¿cómo es vuestro horario?”, etc.), tomé la palabra y, con total desfachatez me animé a pedirle en público que fundasen también una abadía así en mi país, la Argentina.
Su respuesta fue de antología:
– “Padre: ¡ningún problema! –me respondió. Es muy sencillo: que vengan unos cinco o seis años aquí un grupo de 12 o 13 jóvenes argentinos; que aprendan lo que es ser monje benedictino y que luego regresen a su patria para fundar una abadía que sea madre de otros monasterios…”.
Me quedé pensando y enseguida me vino a la cabeza:
– “¿Y quién sabe si esos doce o trece no han nacido ya?”.
Porque “no hay nada que guardar, hay que dar. No hay nada que restaurar, hay que crear. No hay nada que custodiar, hay que fundar”[18].
América tiene sólo quinientos años de cara a Dios; ahora hay que continuar con la obra comenzada.
P. Javier Olivera Ravasi
Himalaya, 30 de Diciembre de 2016
[1] Se nos ha pedido permiso para traducirlo a otras lenguas.
[2] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas” en Tres poetas españoles, La hostería volante, La Plata 1967, 160. Aunque Disandro fue un intelecto privilegiado y con muchas luces, tenemos grandes diferencias con él, tanto en su perspectiva eclesiológica o filosófica, como en su accionar práctico, sobre todo al final de su vida.
[3] “El hombre es el centro del mundo, de todo lo creado –ya visible, ya invisible– porque en él se articularían de modo único los dos niveles [el espiritual y el corporal]. Todo lo que cree, piensa, imagina, crea o produce el hombre antiguo-medieval, obedece a esa norma universalísima y absoluta” (Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas”, 162).
[4] Ibídem, 163-164. Las negritas siempre son nuestras.
[5] Ibídem, 165.
[6] Ya hemos resumido, a nuestro juicio, las notas características de esta corriente de la espiritualidad. Aquí presentamos la que el prof. Disandro propone, con algunos agregados propios (cfr. Carlos A. Disandro, El breve que abolió a la Compañía de Jesús, La Hostería volante, La Plata 1966, 5).
[7] Carlos A. Disandro, El breve que abolió a la Compañía de Jesús, 5.
[8] “Carecían de empuje fundacional y por eso cedieron el paso a los más nuevos frailes” (A. Linage Conde, “El monacato en la América virreinal”, en: Quinto Centenario, Madrid, Universidad Complutense, vol. 5, 1983, 75). Sobre el tema puede leerse el trabajo de la Dra. Andrea Greco de Álvarez, La Vida Contemplativa y la Evangelización de América.
[9] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas”, 178-180.
[10] Fray Mario Petit de Murat, Carta a un trapense.
[11] Ibídem.
[12] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIae, q. 188, a. 2.
[13] Ibídem.
[14] Fray Mario Petit de Murat, Carta a un trapense.
[15] Carlos A. Disandro, Argentina bolchevique, La Hostería volante, La Plata 1960, 24.
[16] Ibídem, 28.
[17] Resulta por demás llamativo el que, alguien como Disandro, defensor de la contemplación y de la vida intelectual, haya caído en sus últimos años en la promoción del activismo e, incluso, de la lucha armada en favor (¡ni más ni menos!) que del peronismo…
[18] Carlos A. Disandro, “España y el hombre barroco. Epílogo para hispanistas”, 183.
A cuestiones tan trascendentales para la Verdadera Salud de las almas de Uds.,y de la mía,se me ocurre agregar ,dos serias faltantes señaladas por la alertada inteligencia del P. Castellani :carecimos o no se dió,la presencia de buenos seminarios-semiasnarios según algún obispo- y falta de teología y por ende de teólogos,como herramienta o instrumento alumbradores de toda la realidad.
A cuestiones tan trascendentales ,se me ocurre agregar dos faltantes ,señaladas por la alertada inteligencia del padre Castellani : no se dieron en éstos lares buenos seminarios-semiasnarios según algún obispo de la época-,y la falta de teólogos y por ende de teología ,como instrumento alumbrante de toda la realidad.