Algunos somos más iguales que otros. La igualdad de la Rev. Francesa
(viene del post anterior acerca de la «libertad» en la Revolución Francesa)
Aunque Rousseau era un depravado (desde su juventud se paseaba desnudo por las calles) a veces se hacía preguntas inteligentes: “¿Cómo una multitud ciega que a menudo no sabe lo que quiere, puesto que raramente sabe lo que es bueno, llevaría a cabo una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?”[1] –decía planteando que algunos son más iguales que otros. La respuesta que él mismo se daba era aun más inteligente: hay que manejar a la población, “es necesario hacerle ver los objetivos… algunas veces tales como deben parecerles”[2], y de paso hay que transformar nada menos que la naturaleza del hombre, pues “percibía una secreta oposición entre la constitución del hombre y la de nuestras sociedades”[3], en síntesis, como no somos iguales, hay que socializar al hombre y adaptarlo al nuevo régimen. En la misma línea hay que embaucarlo fabricándole “la ilusión de la libertad” para que el pobre bobo siempre se crea el maestro aunque no lo sea jamás, como explica en su libro Emilio: “No hay dominio tan perfecto como el que conserva la apariencia de la libertad; uno cautiva así la libertad misma… Sin duda (en este caso hablaba de los alumnos del colegio) no debe hacer lo que quiere; pero no debe querer sino lo que tú quieres que haga”.
En realidad, como señala Martin:
“1789 derriba una sociedad fundamentalmente desigualitaria, y ampliamente fundada sobre privilegios de nacimiento. Pero al parecer dicha operación no se realiza sino en provecho de la burguesía, que hasta entonces se siente humillada por encontrase amalgamada al campesinado en lo bajo de la escala social, en el orden llamado “del Tercer Estado”. La desigualdad nueva será, pues, la de la fortuna (y aun así, en cierta manera, la del nacimiento), desigualdad que la revolución consagra y consolida. La consagra por un modo electoral severamente censatario, que reservará a los más ricos el derecho de voto y elegibilidad, y ello casi continuamente desde 1791 a 1848. En la constitución de 1791, para alrededor de 6.500.000 hombres en edad de votar (25 años), la designación de los diputados, en último análisis, se reserva a unos 50.000 de entre ellos, elegidos entre los más ricos, y en razón misma de dicha opulencia (es decir, menos del 1% eran iguales)”[4].
Había que tolerar todo menos a los “distintos”; como dirían hoy algunos, “no había respeto por las minorías”. “Hay pues una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea. Puede desterrarlo, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia, y de inmolar su vida, si es necesario, a su deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como no creyéndolos, sea castigado de muerte: ha cometido el mayor de los crímenes”[5].
Pero la igualdad era difícil de conseguir aunque a veces, cuando se lograba, daba gusto, como por ejemplo cuando en 1797 el diario del progreso (Décade Philosophique) creía poder regocijarse en que la República había mejorado físicamente a la raza francesa, y que hasta las mujeres de Francia “tenían formas más bellas y rasgos más hermosos que antes”[6] (pobres, entonces, de las fuera de forma…). Sobre el antifeminismo revolucionario habría muchísimo que decir, pero solo recordemos que la idea de la inferioridad biológica e intelectual de la mujer estará al borde de ser un dogma científico durante los últimos años de la Revolución[7].
Sucede que la raza había que mejorarla tanto física como intelectualmente, mal que le pese a Voltaire, para quien “el hombre vulgar no merece que se piense en ilustrarlo (pues) la multitud de las bestias brutas llamadas hombres, comparadas con el pequeño número de los que piensan, es al menos en la proporción de cien a uno en muchas naciones”[8].
“Igualdad”, “igualdad”, ¡qué hermoso tesoro!
[1] Jean-Jacques Rousseau, Contrato Social, L. II, cap. 6. Las citas al respecto serían interminables.
[2] Jean-Jacques Rousseau, op. cit. cap. 6.
[3] Ídem.
[4] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.
[5] Jean-Jacques Rousseau, citado por Chevallier, Los grandes textos políticos, 157.
[6] Xavier Martin Libertad, Igualdad, Fraternidad, 94.
[7] A quien le interese el tema, el autor al que estamos siguiendo le ha dedicado un libro: Xavier Martin, L’homme des droits de l’homme et sa compagne, Dominique Martin Morin, Paris 2007, pp. 279.
[8] Voltaire, Dictionnaire philosophique, Paris 1764, artículo «Homme ».